En lo más 
  vivo de la lucha, se habían reunido las Cortes generales en Cádiz. 
  Esta asamblea, compuesta en su mayor parte de hombres valiosos y de tendencias 
  varias, se dedicó en primer lugar a definir el futuro régimen 
  político. A propuesta de don Diego Muñoz Torrero, antiguo rector 
  de la Universidad de Salamanca y diputado por Extremadura, las Cortes invistieron 
  de la soberanía nacional y reconocieron como único rey legítimo 
  a Fernando VII. Pero la obra capital de la asamblea fue una nueva Constitución. 
  El asturiano Agustín Argüelles, llamado el Divino –tales eran 
  su elocuencia y su encanto - , redactó esta Constitución, que, 
  unos años más tarde, iba a dividir a España. Puesta bajo 
  la invocación de “Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu 
  Santo, autor y legislador supremo de la Sociedad”, la Constitución 
  de 1.812, al mismo tiempo que reconocía la monarquía hereditaria, 
  proclamaba la soberanía de la nación, garantizaba la libertad 
  civil y la propiedad y decretaba el sufragio universal indirecto. Con la libertad 
  de la prensa y la inamovilidad de los jueces, 
  la Constitución de Cádiz, podía pasar por una de las más 
  “avanzadas” de Europa, aunque se veía en ella fácilmente 
  de su modelo francés. Sin embargo, un artículo precisaba:”La 
  religión de la nación española es y será siempre 
  la religión católica, apostólica y romana, que es la única 
  verdadera. La nación se protege con leyes prudentes y justas y prohíbe 
  el ejercicio de cualquier otra”. Si pensamos que casi todos los animadores 
  de las animadores de las Cortes de Cádiz estaban influidos por las ideas 
  enciclopedistas, no deja de ser sorprendente esta cláusula. Muchos de 
  ellos eran masones. La participación de la logia Los Hijos de Edipo en 
  los trabajos de la asamblea fue preponderante. La Constitución de Cádiz 
  reflejaba, en suma, las tendencias revolucionarias y masónicas de finales 
  del siglo XVIII. Pero los legisladores de Cádiz, más hábiles 
  que los consejeros de Napoleón, sabían bien que toda carta constitucional 
  que lesionara la primacía de la religión católica era inaplicable 
  en España. Ni siquiera se podía pensar en “tolerancia religiosa”. 
  Tres años antes, la Junta de Sevilla se había negado por unanimidad 
  a incluir, en un proyecto de Constitución este artículo propuesto 
  por el economista Álvaro Flores Estrada: “Ningún ciudadano 
  será molestado por causa de su religión, “cualquiera que 
  será. Los constitucionales de 1.812, por muy atrevidos o “ilustrados” 
  que fuesen, no se atrevieron a incluir, entre tantas libertades, la libertad 
  de cultos. No habían madurado aún la idea de que, en la intransigente 
  España, la religión católica pudiera no se la única. 
  ¿Qué texto legislativo, qué asamblea parlamentaria consagrarán 
  la ruptura de esta alianza del hispanismo y del catolicismo, grabada con sangre 
  en la vieja tierra ibérica? Los juristas gaditanos, a pesar de su deseo 
  de mostrarse más liberales aún que sus inspiradores franceses, 
  vacilaron en atacar de frente a al catolicismo. Y, además, era político 
  tener contento al clero, a toda aquella frailuna que, en aquel mismo momento 
  y tras las murallas mismas de Cádiz, resistía heroicamente al 
  ejército napoleónico.
  El siglo XIX español comienza con una contradicción. El pueblo 
  “la canalla” – la palabra de José Bonaparte – 
  fiel a la tradición cristiana, patriótica y monárquica, 
  combate furiosamente contra el emperador, símbolo de la irreligión. 
  ¡Qué le importa al fogoso pueblo la mediocridad de Fernando VII! 
  Sea como sea es “el rey”.Con las distancia, la silueta grotesca 
  del desterrado adquiere las nobles proporciones de un príncipe de leyenda. 
  Se confunde con la Virgen del pilar. Es la sombra magnífica de los primeros 
  Habsburgos, el retorno de los fueros, el poder absoluto, la estrecha asociación 
  de la política con la religión. Paralelamente, y al mismo tiempo 
  que se prosigue la resistencia, se reúne en Cádiz lo más 
  selecto de los intelectuales. La ciudad sufre un duro sitio. Todo el mundo es 
  soldado. Pero, mientras que los guerrilleros cargados de imágenes santas 
  y de reliquias, caen por Dios y por el rey, las Cortes, reunidas en la capilla 
  de San Felipe de Neri, elaboran y proclaman una Constitución nacida de 
  la revolución francesa. No hay paradójica más trágica 
  que ver a esos “espíritus ilustrados”, a esos “afrancesados”, 
  construir un sistema político inspirado en la Convención y dirigir 
  al mismo tiempo - ¡con qué cruel tenacidad! –la guerra contra 
  los franceses. Nos imaginamos a esos liberales de nuevo cuño conferenciando 
  en el reducto andaluz. Devoran El contrato Social, El espíritu de las 
  Leyes; pero, simultáneamente, mandan hacer fuego contra el enemigo. El 
  pueblo español en armas – campesinos, frailes, soldados, regulares 
  -, como un cinturón vivo, rodea y protege Cádiz, capital de las 
  Junta insurrecta. ¿Qué consecuencias debemos sacar 
  de ello?
  Napoleón realizó la unidad sagrada, contra él, de todos 
  los españoles – tradicionalistas y liberales - . Pero fue también 
  en España el vehículo de las ideas revolucionarias que comenzaron 
  a fermentar en cuanto él se marchó. Detrás del sombrerito 
  del emperador que se aleja aparecen los contrafuertes de una “Izquierda” 
  y de una “Derecha”, entre las cuales oscilará ya siempre 
  el pueblo español.