DEFENSA DE LA HISPANIDAD, Ramiro de Maeztu
Cuerpo, alma y espíritu
¡Pobres 
    pueblos hispánicos! En lo material parece que el destino de todos ellos, los 
    de América como los de Europa, era conocer un momento la riqueza para volver 
    a caer después en la penuria. Dinero extranjero ha afluído a casi todos ellos 
    en pago de sus productos o para explotación de sus riquezas, y cuando se habían 
    acostumbrado a cierta abundancia, el extranjero se ha marchado a otros países 
    para proveerse a menos precio de análogos artículos. Ello ha ocurrido con 
    los azúcares de Cuba y con el mineral de hierro de Vizcaya, con los nitratos 
    de Chile y con las naranjas de Valencia, con el petróleo de Méjico y con el 
    cobre de Río Tinto. Ahora parece que empieza a acontecer con las carnes, el 
    trigo y el maíz de la República Argentina. Por lo visto, no somos ni lo bastante 
    hábiles para enriquecernos de un modo permanente en nuestros tratos con el 
    extranjero, ni lo bastante humildes para resignarnos a ser por mucho tiempo 
    su colonia económica.
    
    Pero el desengaño material es poca cosa junto al espiritual. La Inglaterra 
    librecambista, que iba a enseñar economía a todas las naciones, ha tenido 
    que cerrar sus fronteras y no sabe si en lo futuro dispondrá de recursos suficientes 
    para seguir nutriendo a su pueblo con alimentos importados. Francia, promesa 
    universal de placeres, guarda en los sótanos de su Banco central, en la Rue 
    de la Vrilliére, el dinero amonedado y los lingotes de oro con que debieron 
    "financiar" su crecimiento los países hispanoamericanos, pero nadie 
    sabe si podrá costear los presupuestos de su democracia. Los rascacielos de 
    Nueva York serán herrumbre y ruinas antes de encontrar inquilinos que puedan 
    pagar a sus propietarios la renta calculada. Lo peor no es que estemos mal 
    nosotros, sino que, salvo la posibilidad de que los nuevos regímenes de Italia 
    y Alemania señalen un camino de progreso, no haya en el mundo nada que envidiar 
    y tengamos que decir con Quevedo:
    
    Y no hallé cosa en que poner los ojos
    Que no fuese recuerdo de la muerte.
    
    Ello no importaría grandemente si los pueblos hispánicos nos aprendiéramos 
    la debida lección, y es que todo o casi todo lo que padecemos es resultado 
    de haber abandonado nuestro sistema tradicional de legislación, fundado en 
    el saber especializado y en la inspiración cristiana, por otro en que la ley 
    no es ya sino la voluntad de un soberano, individual o colectivo. Dejamos 
    al padre Vitoria por el barón de Montesquieu, que separó, con su célebre división 
    de poderes, la legislación de la jurisprudencia, y desde entonces nos condenamos 
    a no vivir sino bajo el albedrío caprichoso de un tirano o de una mayoría 
    parlamentaria, no menos irresponsable e ignorante. Los pueblos hispánicos 
    se hicieron en torno de una creencia religiosa: la de que la Providencia ha 
    dispensado a todos los hombres una gracia suficiente para la salud. Sobre 
    esta idea hemos fundado nuestras instituciones políticas. Si todos los hombres 
    pueden salvarse, todos deben poder mejorar de condición, entiéndase bien que 
    se dice "poder mejorar", no mejorar a secas. Que mejoren o no de 
    condición deberá depender de sus merecimientos. Las instituciones no han de 
    estorbar, sino que han de favorecer, el ascenso social de los que lo merezcan. 
    En ese espíritu se inspiraban las leyes de Indias. Y hubo un tiempo en que 
    el negro, el indio, el zambo, el cholo y el mulato estaban persuadidos de 
    que había un rey de Castilla que defendería su justicia si fuera necesario. 
    El catolicismo español llevaba implícito el ideal de cristianizar al mundo 
    entero y de elevar, en lo posible, a todos los caídos. Ahora nos hemos olvidado 
    de todo eso. De cada veinte hombres cultos no habrá apenas uno que se dé cuenta 
    de que América no fue descubierta por el progreso de las artes de la navegación, 
    ni por codicia, sino por el convencimiento de que los habitantes de sus tierras 
    ignotas podían salvarse lo mismo que nosotros, ni de que lo maravilloso de 
    esta gloria, con la que de un solo golpe creamos la unidad física del globo, 
    la unidad moral del género humano y la posibilidad de la Historia Universal, 
    no está en el pasado, sino en el porvenir, en cuanto marca, lo mismo en lo 
    social que en lo internacional, el derrotero que hemos de seguir en lo futuro 
    para hacer de la Humanidad una sola familia.
    
    Es probable que a la pérdida de nuestra tradición ecuménica haya contribuido 
    no poco la misma índole universal de nuestro espíritu. Por ella estábamos 
    más dispuestos que cualquier otro pueblo a creer en la bondad de las ideas 
    extranjeras. Un fuerte patriotismo territorial nos hubiera impulsado a defender 
    con más tenacidad nuestros propios valores. Pero tal vez era preciso, para 
    que este patriotismo se vigorizase entre nosotros, que se fragmentara nuestro 
    imperio, porque mientras se sostenía eran tan grandes nuestras tierras que 
    no podíamos quererlas, ya que ojos que no ven, corazón que no siente. No sé 
    si ahora mismo habrá brotado, en alguna de las patrias formadas en lo que 
    fue el Imperio nuestro, uno de esos nacionalismos exagerados, que se olvidan 
    de que la vida de los pueblos debe también ajustarse a los principios generales 
    del derecho y de la moral. Lo que sé es que un nacionalismo que se funde en 
    la tradición -y apenas es concebible un nacionalismo que no busque sus raíces 
    en la Historia-, tiene que ser en España universalista, porque ese es el sentido 
    de toda nuestra Historia. Entre nosotros no podría tener otro sentido hacer 
    distingos entre patriotismo y nacionalismo, que no sea el de considerar el 
    nacionalismo como un patriotismo militante frente a un peligro de disolución. 
    Para España no hay más nacionalismo que "el nacionalismo justo", 
    que definía recientemente el Comité archiepiscopal de la Acción Católica Francesa 
    como: "aquel que quiere para su país la prosperidad, el respeto de sus 
    derechos y su verdadero lugar en el concierto mundial". Los grandes hombres 
    que el espíritu territorial produce en nuestra patria, como Jovellanos y Pignatelli, 
    no son "jingoes", ni "chauvinistas", sino espíritus ponderados 
    que no renuncian a su universalismo y en que se armonizan sin violencia el 
    espíritu de las águilas austriacas con la economía de las lises borbónicas, 
    al revés de lo que ocurre con fanáticos del tipo de Aranda y Floridablanca, 
    que no creían en la posibilidad de construir carreteras sin combatir la religión 
    y que, en último término, antes renunciarían a las carreteras que a la persecución 
    de los creyentes.
    
    No es probable que el espíritu territorial llegue jamás entre nosotros a monopolizar 
    el patriotismo. Queramos o no queramos, los pueblos hispánicos tenemos una 
    patria dual: territorial y privativa, en un aspecto; espiritual, histórica 
    y común a todos, en el otro. ¿Qué sabe de España el español que no ha salido 
    nunca de ella, siquiera sea con el alma? ¿Y qué sabe de su propia patria el 
    americano que se figura que no comenzó su historia sino en las guerras de 
    la independencia? El español que no lleve en el alma la catedral de Méjico, 
    no es totalmente hispánico. Y el mejicano que no perciba el carácter hispánico 
    de su grandioso templo, es porque no lo entiende. Pasamos todos por un período 
    de falta de fe en nosotros mismos. Parecemos los "heitmatloss", 
    los despatriados de la cultura. A lo sumo se dicen los más piadosos de nosotros, 
    que Dios no puede abandonar a España, lo que sería admirable si implicase 
    el propósito de consagrar la existencia a su defensa, pero que, sin este propósito 
    y la acción consiguiente, viene a ser casi como la fe sin obras del luteranismo. 
    La diversidad misma de nuestros territorios y de nuestras razas y su profunda 
    unidad espiritual, en la que no es posible que surja un gran poeta, como Rubén 
    Darío, sin que se erija en vate hispánico, nos está diciendo que así como 
    en el hombre hay, según San Pablo (I, "Tesalonicenses", V, 23) " 
    espíritu, alma y cuerpo ", también los hay en la patria, sólo que en 
    ella es posible que la pluralidad de los cuerpos, que son los diversos territorios, 
    y la mayor pluralidad de las almas, que son las de los hombres, se den al 
    mismo tiempo que la unidad del espíritu. El drama se opera, por supuesto, 
    en la región medianera, que es la de las almas. A ellas corresponde nutrirse 
    del espíritu, para espiritualizar con él la tierra y conservar y acrecentar 
    el tesoro espiritual, para que las nuevas generaciones se alimenten con él. 
    Ellas son las que han de conservar izada la bandera. El espíritu no puede 
    morir, pero la patria, sí, por abandonarlo o traicionarlo o cambiar sus valores 
    por desvalores que envenenen las almas. También en este plano del espíritu 
    ser es defenderse. Ser es defender la Hispanidad de nuestras almas. La Hispanidad, 
    como toda patria, es una permanente posibilidad. Así como sobre el individuo 
    se alza la guadaña de la muerte, como una fatalidad inevitable, la patria, 
    en cambio, como la rueda de la Fortuna, es permanente posibilidad. Puede morir, 
    puede ser inmortal, por lo menos mientras no venga el fin del mundo: todo 
    depende de nosotros, que, a nuestra vez, no realizaremos nuestros destinos 
    personales como abandonemos el que nos señala, como corriente histórica que 
    apunta al porvenir, la tradición de nuestra patria.
    
    Pero son pocos los españoles e hispanoamericanos que nos damos cuenta de que 
    vivimos espiritualmente de la Historia. Cuando era yo joven, en el atropello 
    del 98, que fue nuestro "Sturm-und-Drang", llamé a Menéndez y Pelayo 
    "triste coleccionador de naderías muertas" porque, en mi ignorancia, 
    no me daba cuenta de la supervivencia de lo histórico. Pocos años después 
    me horroricé, todavía me estremezco al recordarlo, cuando en un discurso de 
    la Biblioteca Nacional, exclamó don Marcelino, con voz tonante y retadora: 
    "Entre los muertos vivo". Me pareció oír decirle que vivía entre 
    cadáveres, y aunque recuerdo, y todavía me parece estar oyendo sus palabras 
    precisas: "Entre los muertos vivo", yo sentí como si proclamase 
    que se estaba muriendo entre los fallecidos. La idea de que se pudiera vivir 
    entre los muertos y la de que sólo entre ellos pueda vivirse con plenitud 
    la vida del espíritu, me eran entonces completamente extrañas y hasta repugnantes 
    y supongo que lo seguirán siendo a inmenso número de compatriotas educados. 
    Pero recientemente recibía la Academia Francesa a M. Abel Bonnard, sucesor 
    de M. Le Goffic, y en su discurso de contestación recordaba Monseñor Baudrillart 
    que el último libro de Le Goffic: "Broceliande", termina con un 
    capítulo que se titula "Espíritu, ¿estás ahí?"
    
    "Cae la noche o más bien, sube, y los pensamientos con ella. El bosque 
    no es ya más que una masa coagulada y negra: en el centro de la cabaña hay 
    dos espejos que se devuelven todavía reflejos de luz; un pedazo de cielo, 
    un estanque. Es la hora de las apariciones: "Espíritu que espero, cualquiera 
    que sea el mensaje que me traigas, ¿estás ahí?" El espíritu aparece: 
    es el encantador Merlin, que, como el Proteo de la fábula, ha recibido el 
    doble don de profetizar y de cambiar de forma. Y he aquí que sucesivamente 
    reviste la de todos los personajes, humildes o grandes, que han encarnado 
    y traducido al exterior el alma de Bretaña. Espíritu, ¿estás ahí? La cuestión 
    sube a nuestros labios, con la noche de nuestras vidas, mientras miramos Francia, 
    tal como ahora se deshace y se rehace. Espíritu de Francia y de su tradición, 
    ¿estás ahí? ¿Estás ahí, en ese caos de sistemas y de ideas, en esta invasión 
    tumultosa de doctrinas extrañas a tu genio que maestros extraviados pretender 
    imponerte? Señores, nuestra misión es guardar, en el curso de las evoluciones 
    legítimas, el espíritu sin el cual, aunque subsistiera un pueblo francés, 
    Francia dejaría de existir."
    
    Para evocar el espíritu de la Hispanidad o el de Francia no nos parece el 
    mejor medio apelar a los servicios de Merlin cuando tenemos el camino de Menéndez 
    y Pelayo: el de la Historia. Sólo que no ha de pensarse que la Historia es 
    sólo útil, a los que la enseñan o a los historiadores. La historia es útil 
    sobre todo a los hombres de acción. Hasta pudiera definirse como el método 
    universal de toda acción. El político no tiene otra guía que las analogías 
    que le ofrece la Historia. Tampoco hay ciencia especial de los negocios que 
    la experiencia del negociante, que viene a ser su Historia. Y cuando los negocios 
    que la ocupan trascienden su experiencia personal, a la Historia ha de acudir 
    para informarse. Al pincel que pinta una sonrisa deben acudir las mil sonrisas 
    de los recuerdos del artista y de los cuadros de los museos. El general empeñado 
    en un combate no tiene tampoco más estrella del Norte que la que le ofrezcan 
    en su mente la semejanza de análogas batallas. Todo lo que podemos vislumbrar 
    del porvenir es lo que nos indican las corrientes históricas. Hasta los físicos 
    y matemáticos más notables suelen distinguirse por el conocimiento de la Historia 
    de sus ciencias y en ella encuentran, por analogía, la única guía que puede 
    orientarles en sus perplejidades, que son la noche oscura que precede a sus 
    descubrimientos. Y sin llegar a la identificación que hace Croce entre la 
    Lógica y la Historia, porque en los seres hay también lo general, que no es 
    histórico, no cabe duda de que el modo individual de cada ser sólo en su historia 
    se revela.
    
    Al morir Menéndez y Pelayo, el 19 de mayo de 1912, puede decirse que la innegable 
    derrota de su propósito fundamental coincidía con el comienzo de su victoria 
    definitiva. Estaba derrotado, porque había dedicado la vida a arrancar a España 
    de las garras de la revolución, y ésta se propagaba en torno suyo, por todos 
    los departamentos del Estado, para minar y corroer lo que aún quedase del 
    espíritu tradicional. Don Marcelino había vivido entre sus muertos, sin poderse 
    dedicar al cuidado de formar generaciones de discípulos que continuasen su 
    labor. De cuando en cuando se escuchaba la protesta del polígrafo, que volvía 
    a sumirse en sus infolios después de formularla. Sus compatriotas estaban 
    divididos, desde hacía más de un siglo, en dos grupos: los que seguían la 
    tradición patria en la línea del tiempo, pero vueltos de espaldas a lo que 
    en el mundo acontecía y como temerosos de que les fuera en el porvenir tan 
    enemigos como en el pasado; y los que vivían con las miradas fijas en el mundo 
    exterior, dispuestos en cualquier momento a aceptar sus ideas y a dar a la 
    novedad el valor de la verdad, pero ignorantes y despreciadores de su propio 
    pasado, con lo que ya se dice que en el fondo se despreciaban a sí mismos, 
    porque no somos sino lo que el tiempo nos ha hecho. Y aunque se llamaban y 
    se creían innovadores, su labor era puramente destructiva, porque sólo se 
    renueva lo que de la tradición recibimos: " Nihil innovatur, nisi quod 
    traditum est ". Al morir el polígrafo, ese mundo, que tantos españoles 
    venían venerando con culto idolátrico, estaba a punto de arrojarse por el 
    despeñadero en que se ha hundido. Los españoles no hemos sabido evitar que 
    la catástrofe universal nos alcanzase. Desde hace tres años puede decirse 
    que estamos en la guerra.
    
    Pero a medida que la crisis del mundo se ha ido acentuando, han comenzado 
    a menudear los libros maravillosos extranjeros en que se reconoce la razón 
    de España: la de Isabel la Católica, la de Carlos V, la de Felipe II, la de 
    la Contrarreforma, la de las Leyes de Indias, la del arte barroco. Y de otra 
    parte, los mismos españoles hemos empezado a aprender, estupefactos, lo que 
    fue nuestra acción en el Concilio de Trento, lo que enseñaba Francisco de 
    Vitoria, lo que fueron nuestras controversias religiosas en los siglos XVI 
    y XVII, y cómo no hubo en el mundo pensadores más sabios y profundos que Molina 
    y Suárez, Alvarez y Bañez. La vida de Menéndez y Pelayo entre los muertos 
    y la de sus continuadores nos han valido el conocimiento de una España inmortal, 
    creadora y maestra de una Hispanidad, que puede, si quiere enraizarse en su 
    pasado, defender su futuro contra todas las sacudidas de los demás pueblos. 
    La crisis del mundo no se debe, en último término, sino al esfuerzo insano 
    realizado por los pueblos y las clases sociales para colocarse en situación 
    de privilegio respecto de los demás. Es fundamentalmente extraña al espíritu 
    hispánico. Los españoles y los hispanoamericanos podíamos, debíamos haber 
    previsto que esos esfuerzos tenían que frustrarse, porque nuestra fe fundamental 
    nos dice que la Providencia ha dispensado a todos los hombres una gracia suficiente 
    para la salud, de cuya fe teológica se deriva un credo político. Las sociedades 
    han de constituirse de tal modo que no estorben, sino que ayuden al mejoramiento 
    de sus miembros y de los demás hombres, pero con el convencimiento de que 
    no se conseguirá que todos mejoren, porque no todos sabrán o querrán aprovecharse 
    de las condiciones que se les propongan para estímulo. Ello significa que 
    los hispanos no creemos en países privilegiados. En vano tratará Israel de 
    vivir sobre los gentiles, imaginándose que le son inferiores. En vano fingirán 
    una superioridad de raza los anglosajones o alemanes. Tampoco se conseguirá 
    que Francia llegue a ser permanentemente la sal de la tierra. Será absurdo 
    querer que los albañiles de Nueva York puedan ganar siempre, como ganaban 
    hace cuatro años, más dinero que los miembros del gobierno español. Ni es 
    posible que los pueblos que componen el Islam se persuadan de que siempre 
    han de tener que servir a los otros, sólo porque la palabra Islam signifique 
    abandono a la voluntad de Dios, porque antes abandonarán el Islam que resignarse 
    a inferioridad perenne, a que tampoco se someterán los pueblos de Asia, ni 
    los de Africa.
    
    Todos pueden caer y todos pueden levantarse, lo mismo los pueblos que los 
    hombres. Esto es lo que nos dice nuestra fe y lo que la Historia corrobora. 
    Nuestra caída, la de todos los pueblos hispánicos, porque todos juntos no 
    pesamos lo que en el siglo XVI, consistió solamente en haber inferido de cierta 
    superioridad temporal de otros pueblos, una superioridad inherente, contraria 
    a nuestra fe; dicho más claro, en haber creído en la superioridad intrínseca 
    de Francia e Inglaterra y, después, de los Estados Unidos y Alemania. De esta 
    traición a nuestra fe fundamental se ha derivado la deficiencia de nuestra 
    labor creadora, con cuya deficiencia hemos pretendido corroborarnos en este 
    credo de abyección. Pero la verdad, y nuestra verdad, es la que defendía Diego 
    Lainez, en Trento, cuando decía que las armas y el caballo que Dios ha puesto 
    en nuestras manos son insuperables para la pelea, por lo que no hemos de culpar 
    de nuestro atraso a nuestra tierra, ni a nuestra raza, sino que hemos de poner 
    en la batalla de toda la mente, todo el corazón, toda la vida.