Hernán Cortés, pecador 
    y apóstol 
La vuelta de Quetzalcóatl
Hernán Cortés (1485-1547)
Conductor de una altísima empresa
Primera misa en Cozumel
Tabasco y la victoria de la Virgen
Cempoala y los calpixques aztecas
Murmuraciones y temores
Tlaxcala
Guerra en Cholula
Entrada pacífica en Tenochtitlán
La vergonzosa caída de Huichilobos
Moctezuma se hace vasallo de Carlos 
    I
Pérdida y conquista sangrienta de 
    México
Cortés recibe a los doce franciscanos
Pide misioneros
Soldados apóstoles de México
Francisco de Aguilar (1479-1571)
Elogios de Hernán Cortés
Amistad con los franciscanos
Final 
 
    
      
    
    
La vuelta de Quetzalcóatl
 
    
      
    
    
Antiguas tradiciones de México, 
    según el noble mestizo Fernando de Alva Ixtlilxochitl, hablaban de Quetzalcóatl, 
    «hombre justo, santo y bueno», que en tiempo inmemorial vino a los aztecas 
    «enseñándoles por obras y palabras el camino de la virtud, y evitándoles los 
    vicios y pecados, dando leyes y buena doctrina». Predicó especialmente en 
    la zona de Cholula, y «viendo el poco fruto que hacía con su doctrina, se 
    volvió por la misma parte donde había venido, que fue por la de oriente», 
    asegurando antes de irse que «en un año que se llamaría ce ácatl volvería, 
    y entonces su doctrina sería recibida, y sus hijos serían señores y poseerían 
    la tierra». Quetzalcóatl «era hombre bien dispuesto, de aspecto grave, blanco 
    y barbado». Su nombre, literalmente, «significa sierpe de plumas preciosas; 
    por sentido alegórico, varón sapientísimo». Más tarde, en Cholula «edificaron 
    un templo a Quetzalcóatl, a quien colocaron por dios del aire» (Historia de 
    la nación chichimeca cp.1). El año aludido, ce ácatl, era el 1519.
 
    
      
    
    
Bernardino de Sahagún, por otra 
    parte, recogiendo informes de los indios, cuenta que el año calli, es decir 
    1509, fue en México un año fatídico, en el que se produjeron extrañas señales, 
    misteriosos y alarmantes presagios: se incendia el cu de Huitzilopochtli, 
    sin que nadie sepa la causa, atraviesa los cielos un cometa desconocido, se 
    levantan las aguas de México sin viento alguno, se oyen voces en el aire... 
    «Moctezuma espantóse de esto, haciendo semblante de espantado», procura la 
    soledad, interroga a adivinos y astrólogos (VIII,6)... Es el año 1509. 
 
    
      
    
    
Un día, finalmente, según la Crónica 
    mexicana de Fernando de Alvarado Tezozómoc, se presenta ante Moctezuma un 
    macehual, un hombre del pueblo, comunicando con el mayor respeto que en la 
    orilla del mar de oriente «vide andar en medio de la mar una sierra o cerro 
    grande, y esto jamás lo hemos visto». Verificada la increíble noticia, confirman 
    al tlatoani que, efectivamente, «han venido no sé que gente, las carnes de 
    ellos muy blancas,y todos los más tienen barba larga» (León-Portilla, Crónicas 
    indígenas cp.2).
 
    
      
    
    
Una vez más los nigrománticos defraudan 
    al tlatoani: «¿qué podemos decir?», y éste, perdiendo ya los nervios, manda 
    arrasar sus casas y matar sus familias. «Se juntaron luego, y fueron a las 
    casas de ellos, y mataron a sus mujeres, que las iban ahogando con unas sogas, 
    y a los niños iban dando con ellos en las paredes haciéndolos pedazos, y hasta 
    el cimiento de las casas arrancaron de raíz» (cp.2).
 
    
      
    
    
Moctezuma, hombre profundamente 
    religioso, como guardián del reino y del culto, «quedó lleno de terror, de 
    miedo. Y todo el mundo estaba muy temoroso. Había gran espanto y había terror. 
    Se discutían las cosas, se hablaba de lo sucedido... Los padres de familia 
    dicen: ¡Ay, hijitos míos! ¿Qué pasará con vosotros?... ¿Cómo podréis vosotros 
    ver con asombro lo que va a venir sobre vosotros?... Moctezuma estaba para 
    huir, tenía deseos de huir; anhelaba esconderse huyendo, estaba para huir. 
    Intentaba esconderse»... Pero los blancos barbados se aproximan más y más 
    a Tenochtitlán, y el tlatoani «no hizo más que esperarlos. No hizo más que 
    resignarse; dominó finalmente su corazón, se recomió en su interior, lo dejó 
    en disposición de ver y de admirar lo que habría de sucedir» (cp.4). 
 
    
      
    
    
Ya toda resistencia a lo que fatalmente 
    había de suceder era inútil. «Había vuelto Quetzalcóatl. Ahora se llamaba 
    Hernán Cortés» (Madariaga, Cortés 27). 
 
    
      
    
    
Hernán Cortés (1485-1547)
 
    
      
    
    
Extremeño, nacido en 1485 en Medellín, 
    de padres hidalgos, inició Cortés sus estudios en Salamanca, los dejó pronto, 
    dicen que bachiller, y en 1504 se embarcó para las Indias. Escribano en Santo 
    Domingo, dado a sus negocios, fue siempre «algo travieso con las mujeres», 
    como dice Bernal Díaz (cp.204). Refiere Francisco Cervantes de Salazar, que 
    estando un día enfermo -digamos, de un cierto mal-, soñó Cortés «que había 
    de comer con trompetas o morir ahorcado», y así lo dijo a sus amigos (2,17: 
    Madariaga 71). Presiente extrañamente la acción y la gloria.
 
    
      
    
    
A los 26 años está en Cuba, como 
    secretario del gobernador Velázquez, al mismo tiempo que cría ganado, mostrando 
    sus dotes de empresa. Alcalde de Santiago a los 33 años, siendo uno de los 
    hombres más prósperos y mejor relacionados de la isla, se hace con el mando 
    de una expedición autorizada, más o menos, por Velázquez, y financiada en 
    gran parte por el propio Cortés. Recala primero en Trinidad, y el 10 de febrero 
    de 1519, se hace a la vela hacia México con once navíos, quinientos ochenta 
    soldados y capitanes, cien marineros, dieciséis caballos y diez cañones. Era 
    el año ce áctl de la era mexicana.
 
    
      
    
    
Bernal, soldado y compañero, describe 
    a Cortés como alto y bien proporcionado, dando en todo señales de gran señor, 
    «de muy afable condición en el trato con todos sus capitanes y compañeros», 
    algo poeta, latino y elocuente, «buen jinete y diestro de todas las armas», 
    «muy porfiado, en especial en las cosas de la guerra», algo jugador y «con 
    demasía dado a las mujeres». Era, por otra parte, hombre muy religioso. «Rezaba 
    por las mañanas en unas Horas e oía misa con devoción. Tenía por su muy abogada 
    a la Virgen María Nuestra Señora», y era limosnero, sumamente sufrido, el 
    primero en trabajos y batallas, sumamente alerta y previsor (cp.204).
 
    
      
    
    
Mendieta, conociendo las flaquezas 
    de este Capitán, señala sin embargo que él fue ciertamente elegido por la 
    Providencia divina para «abrir la puerta y hacer camino a los predicadores 
    de su Evangelio en este nuevo mundo», en aquellos años trágicos en que media 
    Europa, conducida por Lutero, se alejaba de la Iglesia, «de suerte que lo 
    que por una parte se perdía, se cobrase por otra». De hecho, Lutero emprendió 
    en 1519 su predicación contra la Iglesia, y en ese año inició Cortés la conquista 
    de la Nueva España. También señala Mendieta otra significativa correspondencia: 
    «el año en que Cortés nació, que fue el de 1485, se hizo en la ciudad de México 
    [en realidad en 1487] una solemnísima fiesta en dedicación del templo mayor 
    [el de Huichilobos], en la cual se sacrificaron ochenta mil y cuatrocientas 
    personas» (Historia III,1). 
 
    
      
    
    
Conductor de una altísima empresa
 
    
      
    
    
En las Instrucciones que el Gobernador 
    Diego Velázquez dió en Cuba a Hernán Cortés, cuando éste partía en 1518 hacia 
    México, la finalidad religiosa aparece muy acentuada entre los varios motivos 
    de la expedición: «Pues sabéis, le dice, que la principal cosa [por la que] 
    sus Altezas permiten que se descubran tierras nuevas es para que tanto número 
    de ánimas como de innumerable tiempo han estado e están en estas partes perdidas 
    fuera de nuestra santa fe, por falta de quien de ella les diese verdadero 
    conocimiento; trabajaréis por todas las maneras del mundo... como conozcan, 
    a lo menos, faciéndoselo entender por la mejor orden e vía que pudiéredes, 
    cómo hay un solo Dios criador del cielo e de la tierra... Y decirles heis 
    todo lo demás que en este caso pudiéredes» (Gómez Canedo 27).
 
    
      
    
    
Este intento estaba realmente vivo 
    en el corazón de Cortés, que en el cabo San Antonio, antes de echarse a la 
    empresa, arengaba a sus soldados diciendo: «Yo acometo una grande y hermosa 
    hazaña, que será después muy famosa, que el corazón me da que tenemos de ganar 
    grandes y ricas tierras, mayores reinos que los de nuestros reyes... Callo 
    cuán agradable será a Dios nuestro Señor, por cuyo amor he de muy buena gana 
    puesto el trabajo y los dineros..., que los buenos más quieren honra que riqueza. 
    Comenzamos guerra justa y buena y de gran fama. Dios poderoso, en cuyo nombre 
    y fe se hace, nos dará victoria» (López de Gómara, Conquista p.301).
 
    
      
    
    
También el franciscano Motolinía 
    considera la conquista como guerra justa y buena, sin que por ello apruebe 
    los excesos que en ella se hubieran dado. Así, en su carta a Carlos I, en 
    1555, defendiendo contra las acusaciones de Las Casas el conjunto de lo hecho, 
    recuerda al Emperador que los mexicanos «para solenizar sus fiestas y honrar 
    sus templos andaban por muchas partes haciendo guerra y salteando hombres 
    para sacrificar a los demonios y ofrecer corazones y sangre humana; por la 
    cual causa padecían muchos inocentes, y no parece ser pequeña causa de hacer 
    guerra a los que ansí oprimen y matan los inocentes; y éstos con gemidos y 
    clamores clamaban a Dios y a los hombres ser socorridos, pues padecían muerte 
    tan injustamente, y esto es una de las causas, como V. M. sabe, por la cual 
    se puede hacer guerra». 
 
    
      
    
    
Es ésta una doctrina del padre Vitoria, 
    como ya vimos (54), formulada en 1539. En nuestra opinión, es hoy ésta la 
    razón que se estima más válida para justificar la conquista de América. Actualmente 
    las naciones, según el llamado deber de injerencia, se sentirían legitimadas 
    para entrar y sujetar a un pueblo que hiciera guerras periódicas para someter 
    a sus vecinos y procurarse víctimas, y que sacrificara anualmente a sus dioses 
    decenas de miles de prisioneros, esclavos, mujeres y niños.
 
    
      
    
    
Primera misa en Cozumel
 
    
      
    
    
Cortés y los suyos, llegados a la 
    isla de Cozumel, en la punta de Yucatán, en su primer contacto con lo que 
    sería Nueva España, visitaron un templo en el que estaban muchos indios quemando 
    resina, a modo de incienso, y escuchando la predicación de un viejo sacerdote. 
    Allá estuvieron mirándolo, cuenta Bernal Díaz, a ver en qué paraba «aquel 
    negro sermón»... 
 
    
      
    
    
Melchorejo le iba traduciendo a 
    Cortés, que así supo que «predicaba cosas malas». Se reunió entonces el Capitán 
    con los principales y por el intérprete les dijo «que si habían de ser nuestros 
    hermanos que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos 
    y les hacían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían 
    al infierno sus ánimas. Y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les 
    dio, y una cruz. Y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien 
    dichas». 
 
    
      
    
    
El papa, sacerdote, y los caciques 
    respondieron que adoraban «aquellos dioses porque eran buenos, y que no se 
    atrevían ellos hacer otra cosa, y que se los quitásemos nosotros, y veríamos 
    cuánto mal nos iba de ello, porque nos iríamos a perder en la mar». No conocían 
    a Cortés, al decir esto. «Luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos 
    a rodar unas gradas abajo, y así se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, y 
    se hizo un altar muy limpio» donde pusieron una cruz y una imagen de la Virgen, 
    «y dijo misa el Padre que se decía Juan Díaz, y el papa y cacique y todos 
    los indios estaban mirando con atención» (cp.27).
 
    
      
    
    
Métodos apostólicos tan expeditivos 
    -¡y tan arriesgados!- se mostraron sumamente eficaces para manifestar a los 
    naturales la absoluta vanidad de sus ídolos, y recuerdan los procedimientos 
    misioneros empleados en la Germania pagana por San Wilibrordo y sus compañeros, 
    cuando, con el mismo fin, destruyeron santuarios paganos y se atrevieron a 
    bautizar en manantiales tenidos por sagrados. Tiene razón Madariaga cuando 
    dice que «no hay quien lea este episodio sin sentir la fragancia de la nueva 
    fe: la madre y el niño, símbolos de ternura y debilidad, en vez de los sangrientos 
    y espantosos dioses» (133). En Cozumel se inició la evangelización de México.
 
    
      
    
    
Tabasco y la victoria de la Virgen
 
    
      
    
    
El 12 de marzo de 1519 fondean en 
    Tabasco, al oeste de Yucatán, y a los requerimientos y teologías de los españoles, 
    los indios responden esta vez con una lluvia de flechas. Los estampidos de 
    las armas españolas y sus caballos les hicieron cambiar de opinión, y también, 
    según López de Gómara, la intervención de Santiago apóstol a caballo, que 
    el bueno de Bernal Díaz niega con ironía (cp.34). 
 
    
      
    
    
Ya en tratos de paz, Cortés les 
    pide a los indios dos cosas: la primera, que vuelvan a las casas los que huyeron, 
    como así se hizo; y «lo otro, que dejasen sus ídolos y sacrificios, y respondieron 
    que así lo harían». En seguida, Cortés les habló del Dios verdadero, de la 
    santa fe, de la Virgen, «lo mejor que pudo». Los de Tabasco se declararon 
    dispuestos a ser vasallos de Carlos I, y ofrecieron presentes de oro y veinte 
    mujeres, entre ellas Doña Marina, que, con otros, se bautizó; ella conocía 
    la lengua de Tabasco y la de México. Finalmente, se hizo un altar, y los indios, 
    muy atentos, vieron aquellos guerreros barbudos vestidos de hierro adoraban 
    una cruz de maderos, hacían procesión con ramos festivos, y se arrodillaban 
    ante «una imagen muy devota de Nuestra Señora con su hijo precioso en los 
    brazos; y se les declaró que en aquella santa imagen reverenciamos, porque 
    así está en el cielo y es Madre de Nuestro Señor Dios». Al lugar se le puso 
    el nombre de Santa María de la Victoria (cp.36).
 
    
      
    
    
Todo esto llegaba a oídos de Moctezuma, 
    el cual «despachó gente para el recibimiento de Quetzalcóatl, porque pensó 
    que era el que venía», y a sus mensajeros les instruyó con cuidado: «veis 
    aquí estas joyas que le presentaréis de mi parte, que son todos los atavíos 
    sacerdotales que a él le convienen» (Sahagún 12,3-4). El tlatoani azteca «no 
    podía comer ni dormir», y envió hechiceros que probaran con los españoles 
    sus poderes, pero fue inútil. Entonces «comenzó a temer y a desmayarse y a 
    sentir gran angustia» (12,6-7). 
 
    
      
    
    
Los españoles se hacen a la mar, 
    siempre hacia México, llegan a San Juan de Ulúa, fundan Villa Rica de la Vera 
    Cruz, nombre significativo, que une el oro al Evangelio de Cristo...
 
    
      
    
    
Cempoala y los calpixques aztecas
 
    
      
    
    
Llega un día a los españoles una 
    embajada de totonacas, con ofrendas florales y obsequios, enviada por el cacique 
    gordo de Cempoala -así llamado en las crónicas-. El cacique en seguida, «dando 
    suspiros, se queja reciamente del gran Montezuma y de sus gobernadores», y 
    Cortés le responde que tenga confianza: «el emperador don Carlos, que manda 
    muchos reinos, nos envía para deshacer agravios y castigar a los malos, y 
    mandar que no sacrifiquen más ánimas; y se les dio a entender otros muchas 
    cosas tocantes a nuestra santa fe» (Bernal cp. 45).
 
    
      
    
    
Pero el cacique gordo y los suyos 
    estaban aterrorizados por los aztecas, y «con lágrimas y suspiros» contaban 
    cómo «cada año les demandaban muchos hijos e hijas para sacrificar, y otros 
    para servir en sus casas y sementeras; y que los recaudadores [calpixques] 
    de Montezuma les tomaban sus mujeres e hijas si eran hermosas, y las forzaban; 
    y que otro tanto hacían en toda aquella tierra de la lengua totonaque, que 
    eran más de treinta pueblos».
 
    
      
    
    
En estas conversaciones estaban 
    cuando llegaron cinco calpixques de Moctezuma, y a los totonacas « desde que 
    lo oyeron, se les perdió la color y temblaban de miedo». Pasaron, majestuosos, 
    ante los españoles aparentando no verlos, comieron bien servidos, y exigieron 
    «veinte indios e indias para sacrificar a Huichilobos, porque les dé victoria 
    contra nosotros» (cp.46). Cortés, ante el espanto de los totonacas, mandó 
    que no les pagaran ningún tributo, más aún, que los apresaran inmediatamente.
 
    
      
    
    
Cuando lo hicieron, en seguida se 
    difundió la noticia por la región, y «viendo cosas tan maravillosas y de tanto 
    peso para ellos, de allí en adelante nos llamaron teúles, que es dioses, o 
    demonios» (cp.47). Entonces los totonacas, con el mayor entusiasmo, resolvieron 
    sacrificar a los recaudadores, pero Cortés lo impidió, poniendo a éstos bajo 
    la guardia de sus soldados. Y por la noche, secretamente, liberó a dos de 
    ellos, para que contasen lo sucedido a Moctezuma, y le asegurasen que él era 
    su amigo y que cuidaría de los tres calpixques restantes...
 
    
      
    
    
El terror que los guerreros y recaudadores 
    aztecas suscitaban en todos los pueblos sujetos al imperio de Moctezuma era 
    muy grande. De ahí que la acción de Cortés, sujetando a los calpixques en 
    humillantes colleras que los totonacas tenían para sus esclavos, fue la revelación 
    de una verdadera libertad posible.
 
    
      
    
    
Murmuraciones y temores
 
    
      
    
    
Acercándose ya a Tlaxcala, algunos 
    soldados que en Cuba habían dejado haciendas, metidos más y más en el corazón 
    de México, temiendo por sus propias vidas, comenzaron a murmurar en corrillos, 
    recordando que habían ya perdido 55 compañeros desde que iniciaron la expedición. 
    Aunque reconocían que Dios hasta ahora les había ayudado, pensaban «que no 
    le debían tentar tantas veces», sino que convenía regresar a Veracruz y replegarse 
    en el territorio totonaca, al menos hasta que Velázquez les enviara refuerzos. 
    Finalmente, todo esto se lo dijeron a Cortés abiertamente.
 
    
      
    
    
«Y viendo Cortés que se lo decían 
    algo como soberbios, les respondió muy mansamente», y después de recordar 
    las grandes hazañas cumplidas entre todos, con él siempre en la vanguardia 
    -lo que era innegable-, les añadió: «He querido, señores, traeros esto a la 
    memoria, que pues Nuestro Señor fue servido guardarnos, tuviésemos esperanza 
    que así había de ser adelante; pues desde que entramos en la tierra en todos 
    los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos 
    de deshacer sus ídolos. Encaminemos siempre todas las cosas a Dios y seguirlas 
    en su santo servicio será mejor... [Él ] nos sostendrá, que vamos de bien 
    en mejor». Por otra parte, si retrocedieran, Moctezuma «enviaría sus poderes 
    mexicanos contra ellos [los totonacas], para que le tornasen a tributar, y 
    sobre ellos darles guerra, y aun les mandara que nos la den a nosotros» (cp.69).
 
    
      
    
    
No había otra sino seguir adelante.
 
    
      
    
    
Tlaxcala
 
    
      
    
    
Extrañamente los tlaxcaltecas, deponiendo 
    su primera actitud belicosa, pronto vinieron a paz con los españoles, y se 
    hicieron sus mejores aliados, en buena parte porque ya no querían soportar 
    más el yugo de los mexicanos. Los caciques principales le dijeron a Cortés 
    que, de cien años a esta parte, ellos estaban empobrecidos, arruinados y aplastados 
    por el poder mexicano, sin sal siquiera para comer, pues Moctezuma no les 
    daba opción para salir a conseguir nada (cp.73). Y así estaban todas las provincias, 
    tributándole «oro y plata, y plumas y piedras, y ropa de mantas y algodón, 
    e indios e indias para sacrificar y otras para servir; y que es tan gran señor 
    que todo lo que quiere tiene, y que en las casas que vive tiene llenas de 
    riquezas y piedras y chalchiuis [piedras verdes], que ha robado y tomado por 
    fuerza, y todas las riquezas de la tierra están en su poder» (cp.78).
 
    
      
    
    
También allí Cortés, después de 
    tranquilizarles, realizó sus acostumbradas misiones populares: exposición 
    de la fe, deposición de los ídolos, instalación de la cruz y de la Virgen 
    Madre «con su precioso hijo», misa, bautismos, y prohibición absoluta de sacrificios 
    rituales y comer carne humana. Y cuenta Bernal Díaz:
 
    
      
    
    
«Hallamos en este pueblo de Tlaxcala 
    casas de madera hechas de redes y llenas de indios e indias que tenían dentro 
    encarcelados y a cebo, hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar: 
    las cuales cárceles las quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos 
    que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban ir a cabo ninguno, sino 
    estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y de allí en adelante 
    en todos los pueblos que entrábamos lo primero que mandaba nuestro capitán 
    eran quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente 
    en todas estas tierras los tenían» (cp.78).
 
    
      
    
    
Eran estas cárceles de dos clases: 
    el cuauhcalli, jaula o casa de palo, y el petlacalli o casa de esteras. Con 
    estas acciones Cortés hacía efectivas aquellas palabras que había dicho al 
    cacique de Cempoala: que los españoles habían venido a las Indias «a desfacer 
    agravios, favorecer a los presos, ayudar a los mezquinos y quitar tiranías» 
    (López de Gómara, Conquista 318).
 
    
      
    
    
Guerra en Cholula
 
    
      
    
    
Diecisiete días llevaban en Tlaxcala, 
    y había que ir pensando en continuar hacia México. Pero de nuevo comenzaron 
    las murmuraciones entre algunos soldados, pues les parecía, dice Bernal Díaz, 
    «que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros 
    tan pocos». Los más fieles de Cortés «le ayudamos de buena voluntad con decir 
    «¡adelante en buena hora!». Y los que andaban en estas pláticas contrarias 
    eran de los que tenían en Cuba haciendas, que yo y otros pobres soldados ofrecido 
    teníamos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas 
    y trabajos hasta morir en servicio de Nuestro Señor Dios y de Su Majestad» 
    (cp.79). Y emprendieron la marcha.
 
    
      
    
    
Los tlaxcaltecas, cuando vieron 
    a los españoles decididos a seguir hasta México, les pusieron muy sobre aviso 
    contra las cortesías y traiciones de Moctezuma, que no se fiaran en nada, 
    y también intentaron persuadirles de que no fueran por Cholula, porque allí 
    «siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos» (cp.79). Sin embargo, 
    el 13 de octubre de 1519 la pequeña armada de Cortés se encaminó hacia Cholula, 
    acompañados por unos 500 cempoaleses y unos 6.000 tlaxcaltecas, que hubieran 
    querido ir muchos más, pues eran enemigos feroces de los cholultecas. 
 
    
      
    
    
Cholula, con sus centenares de teocalis, 
    venía a ser un centro religioso de suma importancia, y allí estaba precisamente 
    el gran teocali dedicado a Quetzalcóatl. También allí Cortés y los suyos hicieron 
    a su modo las misiones populares acostumbradas. Reunidos todos los caciques 
    y papas, «se les dio a entender muy claramente todas las cosas tocantes a 
    nuestra sante fe, y que dejasen de adorar ídolos y no sacrificasen ni comiesen 
    carne humana, ni usasen las torpedades que solían usar, y que mirasen que 
    sus ídolos los traen engañados y que son malos y que no dicen verdad, y que 
    tuviesen memoria que cinco días había las mentiras que les prometió, que les 
    daría victoria cuando le sacrificaron las siete personas, y que les rogaba 
    que luego les derrocasen e hiciesen pedazos» (Bernal cp.83).
 
    
      
    
    
Como otras veces, el mercedario 
    padre Olmedo hubo de moderar los ímpetus de Cortés contra los ídolos, haciéndole 
    ver que «al presente bastaban las amonestaciones que se les ha hecho y ponerles 
    la cruz». Y ahí quedó la cosa, pero no sin antes quebrar y abrir las casas-jaula, 
    «que hallamos que estaban llenas de indios y muchachos en cebo, para sacrificar 
    y comer sus carnes. Les mandó Cortés que se fuesen adonde eran naturales», 
    y amenazó duramente a los chololtecas que no hicieran más sacrificios ni comieran 
    carne humana.
 
    
      
    
    
Así las cosas, pronto supieron los 
    españoles que los chololtecas, por mandato de Moctezuma, tramaban una celada 
    para matarles. Reunió entonces Cortés a los caciques, y les mostró que sabía 
    lo que preparaban: «Tales traiciones, mandan las leyes reales que no queden 
    sin castigo». En efecto, el castigo fue una gran matanza.
 
    
      
    
    
«Estas fueron -escribe Bernal- las 
    grandes crueldades que escribe y nunca acaba de decir el obispo de Chiapas, 
    fray Bartolomé de las Casas, porque afirma [en la Brevísima Relación] que 
    sin causa ninguna, sino por nuestro pasatiempo, y porque se nos antojó, se 
    hizo aquel castigo... siendo todo al revés, y no pasó como lo escribe». Y 
    añade: «Unos buenos religiosos franciscanos fueron a Cholula para saber e 
    inquirir cómo y de qué manera pasó aquel castigo..., y hallaron ser ni más 
    ni menos que en esta relación escribo, y no como lo dice el obispo. Y si por 
    ventura no se hiciera aquel castigo, nuestras vidas estaban en mucho peligro..., 
    y que si allí por nuestra desdicha nos mataran, esta Nueva España no se ganara 
    tan presto» (cp.83; +J. L. Martínez, Cortés 232-236).
 
    
      
    
    
El mestizo Muñoz Camargo, en su 
    Historia de Tlaxcala, al comentar estos sucesos, señala que «tenían tanta 
    confianza los cholultecas en su ídolo Quetzalcohualtl que entendieron que 
    no había poder humano que los pudiese conquistar ni ofender, antes [entendían] 
    acabar a los nuestros en breve tiempo, lo uno porque eran pocos, y lo otro 
    porque los tlaxcaltecas los habían traído allí por engaño [?] a que ellos 
    los acabaran».
 
    
      
    
    
La matanza y la destrucción de ídolos 
    tenidos por invencibles hizo «correr la fama por toda la tierra hasta México, 
    donde puso horrible espanto». En tal ocasión todos «quedaron muy enterados 
    del valor de nuestros españoles. Y desde allí en adelante no estimaban acometer 
    mayores cosas, todo guiado por orden divina, que era Nuestro Señor servido 
    que esta tierra se ganase y rescatase y saliese del poder del demonio» (II,5).
 
    
      
    
    
Entrada pacífica en Tenochtitlán
 
    
      
    
    
En este tiempo Moctezuma, angustiado 
    por los más negros presagios, se encerró durante días en el Gran Teocali, 
    en ayuno, oración y sacrificios de su propia sangre. Y cambiando de actitud 
    a última hora, envió mensajeros para que invitaran a Cortés a entrar en México. 
    Los embajadores aztecas recomendaron con sospechosa insistencia un camino, 
    pero Cortés no se fió, y en momento tan grave, según escribió después a Carlos 
    I en su II Carta, «como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las 
    reales cosas de Vuestra Majestad desde su niñez, e como yo y los de mi compañía 
    íbamos en su real servicio, nos mostró otro camino, aunque algo agro, no tan 
    peligroso como aquel por donde nos querían llevar». 
 
    
      
    
    
Tenochtitlán, la ciudad maravillosa, 
    señora de tantos pueblos, quedaba aislada, como extranjera de sus propios 
    dominios. Allí habitaba Moctezuma, el tlatoani, en su inmenso palacio, con 
    una corte de varios miles de personas principales, servidores y mujeres. Cuando 
    salía al exterior, era llevado en andas, o ponían alfombras para que sus pies 
    no tocaran la miserable tierra, y nadie podía mirarle, sino todos debían mantener 
    la cabeza baja. Tenía recintos para aves, para fieras diversas, e incluso 
    coleccionaba hombres de distintas formas y colores, o víctimas de alguna deformidad 
    que los hacía curiosos. Éste fue el emperador majestuoso que, haciéndose preceder 
    de solemnes embajadas y obsequios, prestó a los españoles una impresionante 
    acogida en Tenochtitlán. Bernal Díaz lo narra con términos inolvidables, en 
    los que admiración y espanto se entrecruzan: «delante estaba la gran ciudad 
    de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp. 88). 
    Era el 8 de noviembre de 1519.
 
    
      
    
    
Cortés y los suyos son instalados 
    en las grandiosas dependencias de las casas imperiales. El tlatoani, discretamente 
    retenido, está bajo su poder, y se muestra dócil y amistoso. Al día siguiente 
    de su entrada en Tenochtitlán, Hernán Cortés visita a Moctezuma en su palacio, 
    y éste, con su corte, le recibe con gran cortesía. El Capitán español está 
    acompañado de Alvarado, Velázquez de León, Ordaz y Sandoval y cinco soldados, 
    entre ellos el que contará la escena, Bernal Díaz (cp.90), más dos intérpretes, 
    doña Marina y Aguilar. Comienza el diálogo y, tras los saludos propios de 
    aquella profunda cortesía tan propia de aztecas como de españoles, Cortés 
    va derechamente al grano.
 
    
      
    
    
Cortés empieza por presentarse con 
    los suyos como enviados del Rey de España, «y a lo que más le viene a decir 
    de parte de Nuestro Señor Dios es que... somos cristianos, y adoramos a un 
    solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión 
    por salvarnos» en una cruz, «resucitó al tercer día y está en los cielos, 
    y es el que hizo el cielo y la tierra». Les dijo también que «en Él creemos 
    y adoramos, y que aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino 
    diablos, que son cosas muy malas, y cuales tienen las figuras [los dioses 
    aztecas eran horribles], que peores tienen los hechos. Que mirasen cuán malos 
    son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces -como las que vieron 
    sus embajadores [los de Moctezuma]-, con temor de ellas no osan parecer delante, 
    y que el tiempo andado lo verán».
 
    
      
    
    
En seguida continúa con una catequesis 
    elemental sobre la creación, Adán y Eva, la condición de hermanos que une 
    a todos los hombres. «Y como tal hermano, nuestro gran emperador [Carlos], 
    doliéndose de la perdición de las ánimas, que son muchas las que aquellos 
    sus ídolos llevan al infierno, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie, 
    y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues 
    todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos».
 
    
      
    
    
Quizá Cortés, llegado a este punto, 
    sintió humildemente que ni su teología ni el ejemplo de su vida daban para 
    muchas más predicaciones. Y así añadió «que el tiempo andado enviaría nuestro 
    rey y señor unos hombres que entre nosotros viven muy santamente [frailes 
    misioneros], mejores que nosotros, para que se lo den a entender». Ahí cesó 
    Cortés su plática, y comentó a sus compañeros: «Con esto cumplimos, por ser 
    el primer toque».
 
    
      
    
    
Moctezuma le responde que ya estaba 
    enterado de todo eso, pues le habían comunicado «todas las cosas que en los 
    pueblos por donde venís habéis predicado. No os hemos respondido a cosa ninguna 
    de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos 
    por buenos; así deben ser los vuestros, y no cuidéis más al presente de hablarnos 
    de ellos». De este modo transcurrió el primer encuentro entre dos mundos religiosos, 
    uno luminoso y firme, seguro de su victoria en la historia de los pueblos; 
    el otro oscuro y vacilante, presintiendo su fin con angustiada certeza.
 
    
      
    
    
La vergonzosa caída de Huichilobos
 
    
      
    
    
Una mañana, «como por pasatiempo», 
    fue Cortés a visitar el gran teocali, acompañado por el capitán Andrés Tapia 
    -por quien conocemos al detalle la escena-, con una decena más de españoles. 
    Por las empinadas gradas frontales, ciento catorce, subieron a lo alto de 
    la terraza superior del cu, se aproximaron a los dos templetes de los ídolos, 
    y retirando con sus espadas las cortinas, contemplaron su aspecto horrible 
    y fascinante: «son figuras de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores 
    esculpidas», le escribirá después Cortés al Emperador en su II Carta. 
 
    
      
    
    
Los ídolos, cuenta Tapia, «tenían 
    mucha sangre, del gordor de dos y tres dedos, y [Cortés] descubrió los ídolos 
    de pedrería, y miró por allí lo que se pudo ver, y suspiró habiéndose puesto 
    algo triste, y dijo, que todos lo oímos: "¡Oh Dios!, ¿por qué consientes 
    que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra? Ha, Señor, por bien 
    que en ella te sirvamos". Y mandó llamar los intérpretes, y ya al ruido 
    de los cascabeles se había llegado gente de aquella de los ídolos, y díjoles: 
    "Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo a vosotros y a nosotros y 
    a todos, y cría con lo que nos mantenemos; y si fuéremos buenos nos llevará 
    al cielo, y si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando 
    más nos entendamos; y yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la 
    imagen de Dios y de su Madre bendita, y traed agua para lavar estas paredes, 
    y quitaremos de aquí todo esto".
 
    
      
    
    
«Ellos se reían, como que no fuese 
    posible hacerse, y dijeron: "No solamente esta ciudad, pero toda la tierra 
    junta tiene a éstos por sus dioses, y aquí está esto por Huichilobos, cuyos 
    somos; y toda la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en comparación 
    de éste, y determinarán de morir; y cata [mira] que de verte subir aquí se 
    han puesto todos en armas, y quieren morir por sus dioses".
 
    
      
    
    
«El marqués [Cortés, luego marqués 
    de Oaxaca] dijo a un español que fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona 
    de Muteczuma, y envió a que viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él, 
    y respondió a aquellos sacerdotes: "Mucho me holgaré yo de pelear por 
    mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada". Y antes que los españoles 
    por quien había enviado viniesen, enojóse de las palabras que oía, y tomó 
    con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a dar en los ídolos de 
    pedrería; y yo prometo mi fe de gentilhombre que me parece agora que el marqués 
    saltaba sobrenatural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar 
    en lo más alto de los ojos del ídolo, y así le quitó las máscaras de oro con 
    la barra, diciendo: "A algo nos hemos de poner [exponer] por Dios".
 
    
      
    
    
«Aquella gente lo hicieron saber 
    a Muteczuma, que estaba cerca de ahí el aposento, y Muteczuma envió a rogar 
    al marqués que le dejase venir allí, y que en tanto que venía no hiciese mal 
    en los ídolos. El marqués mandó que viniese con gente que le guardase, y venido 
    le decía que pusiésemos a nuestras imágenes a una parte [la Cruz y la Virgen] 
    y dejásemos sus dioses a otra. El marqués no quiso. Muteczuma dijo: "Pues 
    yo trabajaré que se haga lo que queréis; pero habéisnos de dar los ídolos 
    que los llevemos donde quisiéremos". Y el marqués se los dio, diciéndoles: 
    "Ved que son de piedra, e creed en Dios que hizo el cielo y la tierra, 
    y por la obra conoceréis al maestro"».
 
    
      
    
    
Los ídolos fueron descendidos de 
    buena manera, en seguida se lavó de sangre aquel matadero de hombres, se construyeron 
    dos altares, y se pusieron en uno «la imagen de Nuestra Señora en un retablico 
    de tabla, y en otro la de Sant Cristóbal, porque no había entonces otras imágenes, 
    y dende aquí en adelante se decía allí misa».
 
    
      
    
    
Lo malo fue que sobrevino una sequía, 
    y los indios se le quejaron a Cortés de que era debido a que les quitó sus 
    dioses. «El marqués les certificó que presto llovería, y a todos nos encomendó 
    que rogásemos a Dios por agua; y así otro día fuimos en procesión a la torre 
    [del teocali], y allá se dijo misa, y hacía buen sol, y cuando vinimos llovía 
    tanto que andábamos en el patio los pies cubiertos de agua; y así los indios 
    se maravillaron mucho» (AV, La conquista 110-112).
 
    
      
    
    
Esa escena formidable en la que 
    Cortés, saltando sobrenatural, destruye a Huichilobos, puede considerarse 
    como un momento decisivo de la conquista de la Nueva España. No olvidemos 
    que Moctezuma era no sólo el señor principal de México, el Uei Tlatoani, sino 
    también el sacerdote supremo de la religión nacional. La primera caída del 
    poder azteca no se debió tanto a la victoria militar de unas fuerzas extranjeras 
    más poderosas, pues sin duda hubo momentos en que los aztecas, fortísimos 
    guerreros, hubieran podido comerse -literalmente hablando- a los españoles; 
    sino que se produjo ante todo como una victoria religiosa. El corazón de Moctezuma 
    y de su pueblo había quedado yerto y sin valor cuando se vio desasistido por 
    sus dioses humillados, y cuando la presencia de los teúles españoles fue entendida 
    como la llegada de aquellos señores poderosos que tenían que venir. 
 
    
      
    
    
Moctezuma se hace vasallo de Carlos 
    I
 
    
      
    
    
Cortés, teniendo ya a Moctezuma 
    como prisionero, le trataba con gran deferencia, se entretenía con él en juegos 
    mexicanos, y conversaba con él muchas mañanas, sobre todo acerca de temas 
    religiosos, en los que el tlatoani mantenía firme la devoción de sus dioses. 
    Se acabó entonces el vino de misa, y «después que se acabó cada día estábamos 
    en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes, cuenta Bernal; 
    lo uno, por lo que éramos obligados a cristianos y buena costumbre, y lo otro, 
    porque Montezuma y todos sus capitanes lo viesen y se inclinasen a ello» (cp.93).
 
    
      
    
    
Un día Moctezuma pidió permiso a 
    Cortés para ir a orar al teocali, y éste se lo autorizó, siempre que no intentase 
    huir ni hiciera sacrificios humanos. Cuando el rey azteca, portado en andas, 
    llegó al cu y le ayudaron a subir, «ya le tenían sacrificado de la noche antes 
    cuatro indios», y por más que los españoles prohibían esto, «no podíamos en 
    aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él, porque estaba muy revuelto 
    México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma» (cp.98).
 
    
      
    
    
En diciembre de 1519, a instancias 
    de Cortés, Moctezuma reune a todos los grandes señores y caciques, para abdicar 
    de su imperio, y pide que todos ellos presten vasallaje al Emperador Carlos 
    I. La reunión se produce sin testigos españoles, fuera del paje Orteguilla, 
    y los detalles del suceso nos son conservados por el relato de Bernal Díaz 
    (cp.101) y por la II Carta Relación de Cortés a Carlos I.
 
    
      
    
    
La abdicación del poder azteca tiene 
    por causa motivos fundamentalmente religiosos. 
 
    
      
    
    
Todos los señores, les dice Moctezuma, 
    deben prestar vasallaje al Emperador español representado por Cortés, «ninguno 
    lo rehuse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy vuestro señor siempre 
    me habeis sido muy leales... Y si ahora al presente nuestros dioses permiten 
    que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino que yo os he dicho muchas 
    veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado». Es hora de hacer memoria de 
    importantes sucesos antiguos: «Hermanos y amigos míos: Ya sabéis que no somos 
    naturales desta tierra, e que vinieron a ella de otra muy lejos, y los trajo 
    un señor cuyos vasallos todos eran», aunque después no lo quisieron «recibir 
    por señor de la tierra; y él se volvió, y dejó dicho que tornaría o enviaría 
    con tal poder que los pudiese costreñir y atraer a su servicio. Y bien sabéis 
    que siempre lo hemos esperado, y según las cosas que el capitán nos ha dicho 
    de aquel rey y señor que le envió acá, tengo por cierto que aqueste es el 
    señor que esperábamos. Y pues nuestros predecesores no hicieron lo que a su 
    señor eran obligados, hagámoslo nosotros, y demos gracias a nuestros dioses 
    por que en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos esperaban». 
 
    
      
    
    
Todos aceptaron prestar obediencia 
    al Emperador «con muchas lágrimas y suspiros, y Montezuma muchas más... Y 
    queríamoslo tanto, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los 
    ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma; tanto era el amor que 
    le teníamos». 
 
    
      
    
    
Madariaga comenta: «Aquella escena 
    en la Méjico azteca moribunda, en que los hombres de Cortés lloraron por Moteczuma, 
    es uno de los momentos de más emoción en la historia del descubrimiento del 
    hombre por el hombre. En aquel día el hombre lloró por el hombre y la historia 
    lloró por la historia» (319).
 
    
      
    
    
Pérdida y conquista sangrienta de 
    México
 
    
      
    
    
De pronto, los sucesos se precipitan 
    en la tragedia. Desembarca en Veracruz, con grandes fuerzas, Pánfilo de Narváez, 
    enviado por el gobernador Velázquez para apresar a Cortés, que había desbordado 
    en su empresa las autorizaciones recibidas. Cortés abandona la ciudad de México 
    y vence a Narváez. Entre tanto, el cruel Alvarado, en un suceso confuso, produce 
    en Tenochtilán una gran matanza -por la que se le hizo después juicio de residencia-, 
    y estalla una rebelión incontenible. Vuelve apresuradamente Cortés, y Moctezuma, 
    impulsado por aquél, trata de calmar, desde la terraza del palacio, al pueblo 
    amotinado; llueven sobre él insultos, flechas y pedradas, y tres días después 
    muere, «al parecer, de tétanos» (Morales Padrón, Historia 348). Se ven precisados 
    los españoles a abandonar la ciudad, en el episodio terrible de la Noche Triste. 
    
 
    
      
    
    
Los españoles son acogidos en Tlaxcala, 
    y allí se recuperan y consiguen refuerzos en hombres y armas. Muchos pueblos 
    indios oprimidos: tlaxcaltecas, tepeaqueños, cempoaltecas, cholulenses, huejotzincos, 
    chinantecos, xochimilcos, otomites, chalqueños (Trueba, Cortés 78-79), se 
    unirán a los españoles para derribar el imperio azteca. Construyen entonces 
    bergantines y los transportan cien kilómetros por terrenos montañosos, preparando 
    así el ataque final contra la ciudad de México, es decir, contra el poder 
    azteca, asumido ahora por Cuauhtémoc (Guatemuz), sobrino de Moctezuma.
 
    
      
    
    
Comienza el asalto de la ciudad 
    lacustre el 28 de julio de 1521, y la guerra fue durísima, tanto que al final 
    de ella, como escribe Cortés en su III Carta al emperador, «ya nosotros teníamos 
    más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta 
    crueldad que no en pelear con los indios... [Pero] en ninguna manera les podíamos 
    resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles y ellos más 
    de ciento y cincuenta mil hombres». La caída de México-Tenochtitlán fue el 
    13 de agosto de 1521, fecha en que nace la Nueva España.
 
    
      
    
    
Con razón, pues, afirma el mexicano 
    José Luis Martínez que esta guerra fue de «indios contra indios, y que Cortés 
    y sus soldados... se limitaron... sobre todo, a dirigir y organizar las acciones 
    militares... Arturo Arnáiz y Freg solía decir: «La conquista de México la 
    hicieron los indios y la independencia los españoles»» (332).
 
    
      
    
    
Cortés recibe a los doce franciscanos
 
    
      
    
    
Ya vimos que Hernán Cortés en 1519, 
    apenas llegado a Tenochtitlán, le anuncia a Moctezuma en su primer encuentro: 
    «enviará nuestro rey hombres mejores que nosotros». Así se cumplió, en efecto. 
    El 17 o 18 de junio del año 1524, «el año en que vino la fe», llegaron de 
    España a México un grupo de doce grandes misioneros franciscanos. Y Cortés 
    tuvo especialísimo empeño en que su entrada tuviera gran solemnidad.
 
    
      
    
    
Ya cerca de México, según cuenta 
    Bernal, el mismo Hernán Cortés les salió al encuentro, en cabalgata solemne 
    y engalanada, con sus primeros capitanes, acompañado por Guatemuz, señor de 
    México, y la nobleza mexicana. Y aún les aguardaba a los indios una sorpresa 
    más desconcertante, cuando vieron que Cortés bajaba del caballo, se arrodillaba 
    ante fray Martín, y besaba sus hábitos, siendo imitado por capitanes y soldados, 
    y también por Guatemuz y los principales mexicanos. Todos «espantáronse en 
    gran manera, y como vieron a los frailes descalzos y flacos, y los hábitos 
    rotos, y no llevaron caballos, sino a pie y muy amarillos [del viaje], y ver 
    a Cortés, que le tenían por ídolo o cosa como sus dioses, así arrodillado 
    delante de ellos, desde entonces tomaron ejemplo todos los indios, que cuando 
    ahora vienen religiosos les hacen aquellos recibimientos y acatos; y más digo, 
    que cuando Cortés con aquellos religiosos hablaba, que siempre tenía la gorra 
    en la mano quitada y en todo les tenía gran acato» (cp.171; +Mendieta, Historia 
    III,12).
 
    
      
    
    
«Esta escena, comenta Madariaga, 
    fue la primera piedra espiritual de la Iglesia católica en Mejico» (493).
 
    
      
    
    
Pide misioneros
 
    
      
    
    
Poco después de la llegada de los 
    Doce apóstoles franciscanos, el 15 de octubre de 1524, escribe Cortés al Emperador 
    una IV Relación, de la que transcribimos algunos párrafos particularmente 
    importantes para la historia religiosa de México:
 
    
      
    
    
«Todas las veces que a vuestra sacra 
    majestad he escrito he dicho a vuestra Alteza el aparejo que hay en algunos 
    de los naturales de estas partes para convertirse a nuestra santa fe católica 
    y ser cristianos; y he enviado a suplicar a vuestra Majestad, para ello, mandase 
    personas religiosas de buena vida y ejemplo. Y porque hasta ahora han venido 
    muy pocos o casi ningunos, y es cierto que harían grandísimo fruto, lo torno 
    a traer a la memoria de vuestra Alteza, y le suplico lo mande proveer con 
    toda brevedad, porque Dios Nuestro Señor será muy servido de ellos y se cumplirá 
    el deseo que vuestra Alteza en este caso, como católico, tiene». 
 
    
      
    
    
En otra ocasión, sigue en su carta, 
    «enviamos a suplicar a vuestra Majestad que mandase proveer de Obispos u otros 
    prelados, y entonces nos pareció que así convenía. Ahora, mirándolo bien, 
    me ha parecido que vuestra sacra Majestad los debe mandar proveer de otra 
    manera... Mande vuestra Majestad que vengan a estas partes muchas personas 
    religiosas [frailes], y muy celosas de este fin de la conversión de estas 
    gentes, y que hagan casas y monasterios. Y suplique vuestra Alteza a Su Santidad 
    [el Papa] conceda a vuestra Majestad los diezmos de estas partes para este 
    efecto. [La conversión de estas gentes] no se podría hacer sino por esta vía; 
    porque habiendo Obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costumbre 
    que, por nuestros pecados, hoy tienen, en disponer de los bienes de la Iglesia, 
    que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar mayorazgos a sus hijos 
    o parientes. Y aun sería otro mayor mal que, como los naturales de estas partes 
    tenían en sus tiempos personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias 
    -y éstos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna 
    cosa fuera de esto a alguno se le sentía era castigado con pena de muerte-; 
    y si ahora viesen las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos 
    u otras dignidades, y supiesen que aquéllos eran ministros de Dios, y los 
    viesen usar de los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en 
    esos reinos usan, sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla; 
    y sería tan gran daño, que no creo aprovecharían ninguna otra predicación 
    que se les hiciese».
 
    
      
    
    
«Y pues que tanto en esto va y [ya 
    que] la principal intención de vuestra Majestad es y debe ser que estas gentes 
    se conviertan, he querido en esto avisar a vuestra Majestad y decir en ello 
    mi parecer. [Por lo demás] así como con las fuerzas corporales trabajo y trabajaré 
    para que los reinos y señoríos de vuestra Majestad se ensanchen, así deseo 
    y trabajaré con el alma para que vuestra Alteza en ellas mande sembrar nuestra 
    santa fe, porque por ello merezca [a pesar de mis muchos pecados -nos permitimos 
    añadir-] la bienaventuranza de la vida perpetua».
 
    
      
    
    
«Asimismo vuestra Majestad debe 
    suplicar a Su Santidad que conceda su poder en estas partes a las dos personas 
    principales de religiosos que a estas partes vinieron, uno de la orden de 
    San Francisco y otro de la orden de Santo Domingo, los cuales tengan los más 
    largos poderes que vuestra Majestad pudiere [concederles y conseguirles], 
    por ser estas tierras tan apartadas de la Iglesia romana, y los cristianos 
    que en ellas residimos tan lejos de los remedios de nuestras conciencias, 
    y como humanos, tan sujetos a pecado».
 
    
      
    
    
Todo se cumplió, más o menos, como 
    Cortés lo pensó y lo procuró. Con razón, pues, afirmó después Mendieta que 
    «aunque Cortés no hubiera hecho en toda su vida otra alguna buena obra más 
    que haber sido la causa y medio de tanto bien como éste, tan eficaz y general 
    para la dilatación de la honra de Dios y de su santa fe, era bastante para 
    alcanzar perdón de otros muchos más y mayores pecados de los que de él se 
    cuentan» (III,3).
 
    
      
    
    
El emperador promovió también algunos 
    obispos pobres y humildes, como Cortés los pedía, hombres de la talla de Garcés, 
    Zumárraga o Vasco de Quiroga.
 
    
      
    
    
Soldados apóstoles de México
 
    
      
    
    
La religiosidad de Cortés fue ampliamente 
    compartida por sus compañeros de milicia. Como ya vimos más arriba (76-77), 
    Bernal Díaz del Castillo afirmaba que ellos, los soldados conquistadores, 
    fueron en la Nueva España los primeros apóstoles de Jesucristo, incluso por 
    delante de los religiosos: ellos fueron, en efecto, los primeros que, en momentos 
    muy difíciles y con riesgo de sus vidas, anunciaron el Evangelio a los indios, 
    derrocaron los ídolos, y llamaron a los religiosos para que llevaran adelante 
    la tarea espiritual iniciada por ellos entre los indios.
 
    
      
    
    
Pues bien, el mismo Bernal, cuando 
    en su Historia verdadera da referencias biográficas «De los valerosos capitanes 
    y fuertes y esforzados soldados que pasamos desde la isla de Cuba con el venturoso 
    y animoso Don Hernando Cortés» (cp.205), no olvida a un buen número de soldados, 
    compañeros suyos de armas, que se hicieron frailes y fueron verdaderos apóstoles 
    de los indios:
 
    
      
    
    
«Pasó un buen soldado que se decía 
    Sindos de Portillo, natural de Portillo, y tenía muy buenos indios y estaba 
    rico, y dejó sus indios y vendió sus bienes y los repartió a pobres, y se 
    metió a fraile francisco, y fue de santa vida; este fraile fue conocido en 
    México, y era público que murió santo y que hizo milagros, y era casi un santo. 
    Y otro buen soldado que se decía Francisco de Medina, natural de Medina del 
    Campo, se metió a fraile francisco y fue buen religioso; y otro buen soldado 
    que se decía Quintero, natural de Moguer, y tenía buenos indios y estaba rico, 
    y lo dio por Dios y se metio a fraile francisco, y fue buen religioso; y otro 
    soldado que se decía Alonso de Aguilar, cuya fue la venta que ahora se llama 
    de Aguilar, que está entre la Veracruz y la Puebla, y estaba rico y tenía 
    buen repartimiento de indios, todo lo vendió y lo dio por Dios, y se metió 
    a fraile dominico y fue muy buen religioso; este fraile Aguilar fue muy conocido 
    y fue muy buen fraile dominico. Y otro buen soldado que se decía fulano Burguillos, 
    tenía buenos indios y estaba rico, y lo dejó y se metió a fraile francisco; 
    y este Burguillos después se salió de la Orden y no fue tan buen religioso 
    como debiera; y otro buen soldado, que se decía Escalante, era muy galán y 
    buen jinete, se metió fraile francisco, y después se salió del monasterio, 
    y de allí a obra de un mes tornó a tomar los hábitos, y fue muy buen religioso. 
    Y otro buen soldado que se decía Lintorno, natural de Guadalajara, se metió 
    fraile francisco y fue buen religioso, y solía tener indios de encomienda 
    y era hombre de negocios. Otro buen soldado que se decía Gaspar Díez, natural 
    de Castilla la Vieja, y estaba rico, así de sus indios como de tratos, todo 
    lo dio por Dios, y se fue a los pinares de Guaxalcingo [Huehxotzingo, en Puebla], 
    en parte muy solitaria, e hizo una ermita y se puso en ella por ermitaño, 
    y fue de tan buena vida, y se daba ayunos y disciplinas, que se puso muy flaco 
    y debilitado, y decía que dormía en el suelo en unas pajas, y que de que lo 
    supo el buen obispo don fray Juan de Zumárraga lo envió a llamar o le mandó 
    que no se diese tan áspera vida, y tuvo tan buen fama de ermitaño Gaspar Díez, 
    que se metieron en su compañía otros dos ermitaños y todos hicieron buena 
    vida, y a cabo de cuatro años que allí estaban fue Dios servido llevarle a 
    su santa gloria»...
 
    
      
    
    
Ya se ve que no había entonces mucha 
    distancia entre los frailes apóstoles y aquellos soldados conquistadores, 
    más tarde venteros, encomenderos o comerciantes. Es un falso planteamiento 
    maniqueo, como ya he señalado, contraponer la bondad de los misioneros con 
    la maldad de los soldados: los documentos de la época muestran en cientos 
    de ocasiones que unos y otros eran miembros hermanos, más o menos virtuosos, 
    de un mismo pueblo profundamente cristiano.
 
    
      
    
    
Francisco de Aguilar (1479-1571)
 
    
      
    
    
Entre los citados por Bernal Díaz, 
    ése buen soldado que llama Alonso de Aguilar, es el que más tarde, tomando 
    el nombre de Francisco, se hace dominico, y a los ochenta años, a ruegos de 
    sus hermanos religiosos, escribe la Relación breve de la conquista de la Nueva 
    España. En su crónica dice de sí mismo que fue «conquistador de los primeros 
    que pasaron con Hernando Cortés a esta tierra». Llega por tanto a México en 
    1519, con 40 años de edad, y es testigo presencial de los sucesos que ya anciano 
    narra en su crónica. Felizmente conocemos bien su vida por la Crónica de fray 
    Agustín Dávila Padilla, dominico, en la que éste le dedica un capítulo (cp.38: 
    +Aguilar, Apéndice III-A).
 
    
      
    
    
Francisco de Aguilar, escribe fray 
    Agustín Dávila, era «hombre de altos pensamientos y generosa inclinación» 
    y «tenía grandes fuerzas, con que acompañaba su ánimo». Ya de seglar se distinguió 
    por la firmeza de su castidad, de modo que «cuando los soldados decían o hacían 
    alguna cosa menos honesta, la reprendía el soldado como si fuera predicador, 
    y se recelaban de él aun los más honrados capitanes». Fue uno de los hombres 
    de confianza de Cortés, el cual le encomendaba «negocios importantes, como 
    fue la guarda de la persona del emperador Moctezuma, cuando le retuvieron 
    en México». Más tarde, «después que la tierra estuvo pacífica, como a soldado 
    animoso le cupo un fuerte repartimiento de indios que le dieron en encomienda», 
    y con eso y con la venta, pronto se hizo rico.
 
    
      
    
    
Pero él no estaba para gozar riquezas 
    de este mundo. Él, más bien, «consideraba los peligros grandes de que Dios 
    le había librado, y hallábase muy obligado a servirle», y junto a eso, «acordábasele 
    también de algunos agravios que a los indios había hecho, y de otros pecados 
    de su vida, y para hacer penitencia, tuvo resolución de ser fraile de nuestra 
    Orden». Así las cosas, en 1529, teniendo 50 años, ingresó en los dominicos, 
    que en número de doce, como los franciscanos, habían llegado a México poco 
    después que éstos, en 1526.
 
    
      
    
    
El padre Aguilar «ejercitó sus buenas 
    fuerzas en los ayunos y rigores de la Orden. En cuarenta años que vivió en 
    ella, con haber cincuenta que estaba hecho al regalo, nunca comió carne, ni 
    bebió vino, ni quebrantó ayuno de la Orden; que son cosas rigurosas para un 
    mozo, y las hacía Dios suaves a un viejo». Con oración y penitencias lloraba 
    «delante de Dios sus miserias, y quedaba medrado en la virtud, pidiendo a 
    Dios que fuese piadoso. Éralo él con sus prójimos, particularmente con los 
    indios, por descontar alguna crueldad si con ellos la hubiese usado. Los indios 
    de su pueblo (de quienes él se despidió para ser fraile, dándoles cuenta de 
    su motivo) le iban a ver al convento, y le regalaban, trayéndole muy delgadas 
    mantas de algodón, que humildemente le ofrecían, por lo mucho que le amaban».
 
    
      
    
    
«Fue muchos años prelado en pueblos 
    de indios con maravilloso ejemplo y prudencia», aunque «nunca predicó, por 
    ser tanto el encogimiento y temor que había cobrado en la religión, que jamás 
    pudo perder el miedo para hablar en público. Aprovechó mucho a los indios, 
    confesándolos y doctrinándolos con amor de padre, reconociéndole ellos y estimándole 
    como buenos hijos». A los noventa y dos años, después de haber sufrido con 
    mucha paciencia una larga enfermedad de gota, que le dejó imposibilitado, 
    «acabó dichosamente la vida corporal, donde había dejado encomienda de indios; 
    y le llevó Dios a la eterna, donde le tenía guardado su premio entre los ángeles».
 
    
      
    
    
Elogios de Hernán Cortés
 
    
      
    
    
Pero volvamos a nuestro protagonista. 
    A juicio de Salvador de Madariaga fue «Cortés el español más grande y más 
    capaz de su siglo» (555), lo que es decir demasiado, si no se ignoran las 
    flaquezas del Capitán y las maravillas humanas y divinas del siglo XVI español. 
    También elogiosa es la obra Hernán Cortés, escrita en 1941 por Carlos Pereyra. 
    Pero los elogios vienen de antiguo, pues ya en el XVII Don Carlos de Sigüenza 
    y Góngora, escribe el libro Piedad heróica de Don Fernando Cortés, que es 
    publicado mucho más tarde en México, en 1928.
 
    
      
    
    
En nuestro siglo, el mexicano Alfonso 
    Trueba, publica en 1954 su Hernán Cortés, libertador del indio, que en 1983 
    iba por su cuarta edición. Y en 1956, el también mexicano José Vasconcelos 
    afirma en su Breve historia de México que Hernán Cortés es «el más grande 
    de los conquistadores de todos los tiempos» (18), «el más humano de los conquistadores, 
    el más abnegado, [que] se liga espiritualmente a los conquistados al convertirlos 
    a la fe, y su acción nos deja el legado de una patria. Sea cual fuere la raza 
    a que pertenezca, todo el que se sienta mexicano, debe a Cortés el mapa de 
    su patria y la primera idea de conjunto de nacionalidad» (19). Por otra parte, 
    «quiso la Providencia que con el triunfo del Quetzalcoatl cristiano que fue 
    Cortés, comenzase para México una era de prosperidad y poderío como nunca 
    ha vuelto a tenerla en toda su historia» (167).
 
    
      
    
    
Otro autor mexicano, José Luis Martínez, 
    en su gran obra Hernán Cortés, más bien hostil hacia su biografiado, ha de 
    reconocer, aunque no de buena gana: «el hecho es que mantuvo siempre con los 
    indios un ascendiente y acatamiento que no recibió ninguna otra autoridad 
    española» (823). Y documenta su afirmación. Cuando en 1529 se le hizo a Cortés 
    juicio de residencia, el doctor Cristóbal de Ojeda, con mala intención, para 
    inculparlo, declaró: «que así mismo sabe e vido este testigo que dicho don 
    Fernando Cortés confiaba mucho en los indios de esta tierra porque veía que 
    los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e facían lo que 
    él les mandaba de muy buena voluntad» (823). Y años más tarde, en 1545, el 
    escribano Gerónimo López le escribe al emperador que «a Cortés no solo obedecían 
    en lo que mandaba, pero lo que pensaba, si lo alcanzaban a saber, con tanto 
    calor, hervor, amor y diligencia que era cosa admirable de lo ver» (824).
 
    
      
    
    
Ciertamente, hay muchos signos de 
    que Cortés tuvo gran afecto por los naturales de la Nueva España, y de que 
    los indios correspondieron a este amor. Por ejemplo, a poco de la conquista 
    de México, Cortés hizo una expedición a Honduras (1524-1526), y a su regreso, 
    flaco y desecho, desde Veracruz hasta la ciudad de México, fue recibido por 
    indios y españoles con fiestas, ramadas, obsequios y bailes, según lo cuenta 
    al detalle Bernal Díaz (cp.110).
 
    
      
    
    
Por cierto que Cortés, al llegar 
    a México, donde tantos daños se habían producido en su ausencia, no estaba 
    para muchas fiestas; «e así -le escribe a Carlos I- me fui derecho al monasterio 
    de sant Francisco, a dar gracias a Nuestro Señor por me haber sacado de tantos 
    y tan grandes peligros y trabajos, y haberme traído a tanto sosiego y descanso, 
    y por ver la tierra que tan en trabajo estaba, puesta en tanto sosiego y conformidad, 
    y allí estuve seis días con los frailes, hasta dar cuenta a Dios de mis culpas» 
    (V Carta).
 
    
      
    
    
Y poco después, cuando la primera 
    y pésima Audiencia, estando recluído en Texcoco, también en carta a Carlos 
    I, le cuenta: «me han dejado sin tener de donde haya una hanega de pan ni 
    otra cosa que me mantenga; y demás desto porque los naturales de la tierra, 
    con el amor que siempre me han tenido, vista mi necesidad e que yo y los que 
    conmigo traía nos moríamos de hambre... me venían a ver y me proveían de algunas 
    cosas de bastimento» (10-10-1530).
 
    
      
    
    
Amistad con los franciscanos
 
    
      
    
    
Desde el principio los escritores 
    franciscanos ensalzaron la dimensión apostólica de la figura de Hernán Cortés, 
    como en nuestros siglo lo hace el franciscano Fidel de Lejarza, en su estudio 
    Franciscanismo de Cortés y Cortesianismo de los Franciscanos (MH 5,1948, 43-136). 
    Igual pensamiento aparece en el artículo del jesuíta Constantino Bayle, Cortés 
    y la evangelización de Nueva España (ib. 5-42). Pero quizá el elogio más importante 
    de Cortés es el que hizo en 1555 el franciscano Motolinía en carta al emperador 
    Carlos I:
 
    
      
    
    
«Algunos [Las Casas] que murmuraron 
    del Marqués del Valle [de Oaxaca, muerto en 1547], y quieren ennegrecer sus 
    obras, yo creo que delante de Dios no son sus obras tan aceptas como lo fueron 
    las del Marqués. Aunque, como hombre, fuese pecador, tenía fe y obras de buen 
    cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y hacienda por ampliar y aumentar 
    la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de los gentiles. Y en esto 
    hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y 
    deseo y le había puesto por singular capitán de esta tierra de Occidente. 
    Confesábase con muchas lágrimas y comulgaba devotamente, y ponía a su ánima 
    y hacienda en manos del confesor para que mandase y dispusiese de ella todo 
    lo que convenía a su conciencia. Y así, buscó en España muy grandes confesores 
    y letrados con los cuales ordenó su ánima e hizo grandes restituciones y largas 
    limosnas. Y Dios le visitó con grandes aflicciones, trabajos y enfermedades 
    para purgar sus culpas y limpiar su ánima. Y creo que es hijo de salvación 
    y que tiene mayor corona que otros que lo menosprecian.
 
    
      
    
    
«Desque que entró en esta Nueva 
    España trabajó mucho de dar a entender a los indios el conocimiento de un 
    Dios verdadero y de les hacer predicar el Santo Evangelio. Y mientras en esta 
    tierra anduvo, cada día trabajaba de oír misa, ayunaba los ayunos de la Iglesia 
    y otros días por devoción. Predicaba a los indios y les daba a entender quién 
    era Dios y quién eran sus ídolos. Y así, destruía los ídolos y cuanta idolatría 
    podía. Traía por bandera una cruz colorada en campo negro, en medio de unos 
    fuegos azules y blancos, y la letra decía: «amigos, sigamos la cruz de Cristo, 
    que si en nos hubiere fe, en esta señal venceremos». Doquiera que llegaba, 
    luego levantaba la cruz. Cosa fue maravillosa, el esfuerzo y ánimo y prudencia 
    que Dios le dio en todas las cosas que en esta tierra aprendió, y muy de notar 
    es la osadía y fuerzas que Dios le dio para destruir y derribar los ídolos 
    principales de México, que eran unas estatuas de quince pies de alto» (y aquí 
    narra la escena descrita por Andrés Tapia).
 
    
      
    
    
«Siempre que el capitán tenía lugar, 
    después de haber dado a los indios noticias de Dios, les decía que lo tuviesen 
    por amigo, como a mensajero de un gran Rey en cuyo nombre venía; y que de 
    su parte les prometía serían amados y bien tratados, porque era grande amigo 
    del Dios que les predicaba. ¿Quién así amó y defendió los indios en este mundo 
    nuevo como Cortés? Amonestaba y rogaba a sus compañeros que no tocasen a los 
    indios ni a sus cosas, y estando toda la tierra llena de maizales, apenas 
    había español que osase coger una mazorca. Y porque un español llamado Juan 
    Polanco, cerca del puerto, entró en casa de un indio y tomó cierta ropa, le 
    mandó dar cien azotes. Y a otro llamado Mora, porque tomó una gallina a indios 
    de paz, le mandó ahorcar, y si Pedro de Alvarado no le cortase la soga, allí 
    quedara y acabara su vida. Dos negros suyos, que no tenían cosa de más valor, 
    porque tomaron a unos indios dos mantas y una gallina, los mandó ahorcar. 
    Otro español, porque desgajó un árbol de fruta y los indios se le quejaron, 
    le mandó afrentar.
 
    
      
    
    
«No quería que nadie tocase a los 
    indios ni los cargase, so pena de cada [vez] cuarenta pesos. Y el día que 
    yo desembarqué, viniendo del puerto para Medellín, cerca de donde agora está 
    la Veracruz, como viniésemos por un arenal y en tierra caliente y el sol que 
    ardía -había hasta el pueblo tres leguas-, rogué a un español que consigo 
    llevaba dos indios, que el uno me llevase el manto, y no lo osó hacer afirmando 
    que le llevarían cuarenta pesos de pena. Y así, me traje el manto a cuestas 
    todo el camino.
 
    
      
    
    
«Donde no podía excusar guerra, 
    rogaba Cortés a sus compañeros que se defendiesen cuanto buenamente pudiesen, 
    sin ofender; y que cuando más no pudiesen, decía que era mejor herir que matar, 
    y que más temor ponía ir un indio herido, que quedar dos muertos en el campo» 
    (Xirau, Idea 79-81). Y termina diciendo: «Por este Capitán nos abrió Dios 
    la puerta para predicar el santo Evangelio, y éste puso a los indios que tuvieran 
    reverencia a los Santos Sacramentos, y a los ministros de la Iglesia en acatamiento; 
    por esto me he alargado, ya que es difunto, para defender en algo de su vida» 
    (Trueba, Doce 110; +Mendieta, Historia III,1).
 
    
      
    
    
Leonardo Tormos escribió hace años 
    un interesante y breve artículo, Los pecadores en la evangelización de las 
    Indias. Hernán Cortés fue sin duda el principal de este gremio misterioso...
 
    
      
    
    
 
    
      
    
    
Final
 
    
      
    
    
En 1528 visitó Cortés a Carlos I, 
    y no consiguió el gobierno de la Nueva España, pues no se quería dar gobierno 
    a los conquistadores, no creyeran éstos que les era debido. Pero el rey le 
    hizo Marqués del Valle de Oaxaca, con muy amplias propiedades. Cortés tuvo 
    años prósperos en Cuernavaca, y después de pasar sus últimos años más bien 
    perdido en la Corte, después de disponer un Testamento admirable, murió en 
    1547. Tuvo este conquistador una gran esperanza, ya en 1526, sobre el cristianismo 
    de México, y así le escribe al emperador que «en muy breve tiempo se puede 
    tener en estas partes por muy cierto se levantará una nueva iglesia, donde 
    más que en todas las del mundo Dios Nuestro Señor será servido y honrado» 
    (V Carta). 
 
    
      
    
    
Y tuvo también conciencia humilde 
    de su propia grandeza, atribuyendo siempre sus victorias a la fuerza de Dios 
    providente. Francisco Cervantes de Salazar refiere que oyó decir a Cortés 
    que «cuando tuvo menos gente, porque solo confiaba en Dios, había alcanzado 
    grandes victorias, y cuando se vio con tanta gente, confiado en ella, entonces 
    perdió la más de ella y la honra y gloria ganada» (Crónica de la Nueva España 
    IV, 100; +J.L. Martínez 743).
 
    
      
    
    
Esta misma humildad se refleja en 
    una carta a Carlos I escrita al fin de su vida (3-2-1544): «De la parte que 
    a Dios cupo en mis trabajos y vigilias asaz estoy pagado, porque siendo la 
    obra suya, quiso tomarme por medio, y que las gentes me atribuyesen alguna 
    parte, aunque quien conociere de mí lo que yo, verá claro que no sin causa 
    la divina Providencia quiso que una obra tan grande se acabase por el más 
    flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque sólo a Dios fuese atributo» 
    (Madariaga 560).