Conquistadores y
pobladores cristianos 
Un 
    pueblo cristiano
Un 
    pueblo de muchos santos
Unión 
    de todos en la misión
Violencias 
    físicas
Siervos 
    y esclavos
Crímenes 
    no vistos como tales
Descubridores, 
    conquistadores y cronistas
Alonso 
    de Hojeda (1466-1515)
Vasco 
    Núñez de Balboa (1475-1519)
Pedro 
    de Valdivia (1497-1554)
Francisco 
    López de Gómara (1511-1560)
Francisco 
    de Xerez (1497-1565)
Alvar 
    Núñez Cabeza de Vaca (1510-1558)
Pedro 
    Cieza de León (1518?-1560)
Bernal 
    Díaz del Castillo (1496-1568)
Soldados 
    cristianos
Los 
    religiosos
El 
    clero y los obispos 
Las 
    primeras diócesis de la América hispana
Laicos 
    cristianos evangelizadores
Indios 
    apóstoles de los indios
A 
    pesar de los malos cristianos
Un 
    pueblo apostólico y misionero
España 
    católica 
  
    
    
Un 
    pueblo cristiano
    
     
    
    
Para 
    la evangelización de las Indias, Dios formó en la España del XVI un pueblo 
    fuerte y unido, que mostraba una rara densidad homogénea de cristianismo. 
    Y es que, como escribe Mario Hernández Sánchez-Barba, «en la historia del 
    Cristianismo hay épocas en las que el creyente es cristiano con naturalidad 
    y evidencia... Esta es la situación clave para la mayoría de los hombres de 
    la sociedad cristiana latina occidental, durante la Edad Media y siglos después. 
    El individuo crece en un ambiente cristiano unitario y en él inmerge totalmente 
    su personalidad... Este es el concepto eclesial vigente en la época del Descubrimiento 
    (1480-1520) y de la Conquista (1518-1555)» (AV, Evangelización 675). 
    
     
    
    
Si 
    la España del XVI floreció en tantos santos, éstos no eran sino los hijos 
    más excelentes de un pueblo profundamente cristiano. Alturas como la del Everest 
    no se dan sino en las cordilleras más altas y poderosas.
    
     
    
    
Un 
    pueblo de muchos santos
    
     
    
    
En 
    el XVI, América fue evangelizada por un pueblo muy cristiano que tenía muchos 
    santos. Así lo quiso Dios. Quizá no haya habido en la historia de la Iglesia 
    ningún pueblo que en una época determinada haya contado con un número tan 
    elevado de santos. Todos ellos, directa o indirectamente, participaron en 
    los hechos de los Apóstoles de América, y es justo que hagamos aquí breve 
    memoria de ellos. 
    
     
    
    
En 
    la España peninsular, que tenía ocho millones y medio de habitantes, los santos 
    muertos o nacidos en el siglo XVI son muchos: el hospitalario San Juan de 
    Dios (+1550), el jesuita San Francisco de Javier (+1552), el agustino obispo 
    Santo Tomás de Villanueva (+1555), el jesuita San Ignacio de Loyola (+1556), 
    el franciscano San Pedro de Alcántara (+1562), el sacerdote secular San Juan 
    de Avila (+1569), el jesuita Beato Juan de Mayorga y sus compañeros mártires 
    (+1570), el jesuita San Francisco de Borja (+1572), el dominico San Luis Bertrán 
    (+1581), la carmelita Santa Teresa de Jesús (+1582), el franciscano Beato 
    Nicolás Factor (+1583), el carmelita San Juan de la Cruz (+1591), el agustino 
    Beato Alonso de Orozco (+1591), el franciscano San Pascual Bailón (+1592), 
    el franciscano San Pedro Bautista y sus hermanos mártires de Nagasaki (+1597), 
    el jesuita Beato José de Anchieta (+1597), el franciscano Beato Sebastián 
    de Aparicio (+1600), el obispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano 
    San Francisco Solano (+1610), el obispo San Juan de Ribera (+1611), el jesuita 
    San Alonso Rodríguez (+1617), los trinitarios Beato Juan Bautista de la Concepción 
    (+1618), Beato Simón de Rojas (+1624) y San Miguel de los Santos (+1625), 
    la carmelita Beata Ana de San Bartolomé (+1626), los jesuitas San Alonso Rodríguez 
    (+1628) y San Juan del Castillo (+1628), el dominico San Juan Macías (+1645), 
    el escolapio San José de Calasanz (+1648), el jesuita San Pedro Claver (+1654), 
    y la capuchina Beata María Angeles Astorch (1592-1665).
    
     
    
    
Y 
    los santos de la España americana deben ser añadidos a los anteriormente citados: 
    los niños mexicanos tlaxcaltecas Beatos Cristóbal, Juan y Antonio (+1527-1529), 
    el mexicano Beato Juan Diego (+1548), el franciscano mexicano San Felipe de 
    Jesús (+1597), la terciaria dominica peruana Santa Rosa de Lima (+1617), el 
    jesuita paraguayo San Roque González de Santacruz (+1628), y el dominico peruano 
    San Martín de Porres (+1639).
    
     
    
    
Esta 
    España, peninsular y americana, que floreció en tantos santos, es la que, 
    con Portugal, evangelizó las Indias.
    
     
    
    
Unión 
    de todos en la misión
    
     
    
    
En 
    el capítulo precedente recordábamos el clamor continuo de protesta contra 
    el maltrato de los indios, y de aquella evocación podríamos sacar la impresión 
    de que los españoles en las Indias no hicieron otra cosa que salvajadas y 
    crímenes. Pero eso estaría muy lejos de la verdad histórica.
    
     
    
    
Los 
    esquemas maniqueos distribuyen bondad y maldad en forma automática, por gremios 
    o nacionalidades. Pues bien, al recordar la evangelización de América conviene 
    desechar desde un principio tal esquema, según el cual los indios y misioneros 
    serían los buenos, y los otros, conquistadores y encomenderos, funcionarios 
    y comerciantes, serían los malos. Es preciso reconocer que los españoles en 
    las Indias respiraban un espíritu común, y por eso imaginar que los religiosos, 
    impulsados por un evangelismo heroico, se gastaban y desgastaban por el bien 
    de los indios, arriesgando incluso sus vidas, en tanto que sus mismos hermanos, 
    amigos y vecinos se dedicaban a explotar o matar indios, es algo que no corresponde 
    a la realidad.
    
     
    
    
En 
    Hispanoamérica entonces, como ahora, había de todo en cada uno de los grupos. 
    Ya conocemos qué clase de hombres eran en el XVI aquellos españoles, en su 
    mayoría andaluces, extremeños, castellanos y vascos, que pasaron a las Indias. 
    Había entre ellos santos y pecadores, honrados trabajadores y pícaros de fortuna, 
    pero lo que puede afirmarse de todos ellos sin dudas es que formaban un pueblo 
    de profunda convicción de fe cristiana, y que fueron capaces de transmitir 
    su fe a los naturales de las Indias. Ellos eran más cristianos que nosotros. 
    Ellos, por ejemplo, creían en la posibilidad de condenarse en el infierno 
    para siempre, y muchos pensaban, siquiera a la hora de la muerte, que era 
    necesario estar a bien con Dios. Lo veremos luego, recordando testamentos 
    y restituciones.
    
     
    
    
Y 
    por otro lado los españoles en América no sólo temían a Dios, sino también 
    al Rey. La autoridad de la Corona, sobre todo en el XVI y primera mitad del 
    XVII, es decir, cuando se realizó la evangelización fundamental, no era cosa 
    de broma. Las Indias, ciertamente, estaban muy lejos de la Corte, pero el 
    brazo del Rey era muy largo, y no pocos españoles pagaron duramente sus crímenes 
    indianos.
    
     
    
    
Violencias 
    físicas
    
     
    
    
En 
    los capítulos siguientes describiremos una acción apostólica que se dió en 
    un mundo muy diverso del actual, y conviene que ya desde ahora tomemos conciencia 
    de estas diferencias. Concretamente, en el XVI era el hombre, indio o blanco, 
    sumamente violento, aficionado a la caza, la guerra y los torneos más crueles, 
    y con todo ello, altamente resistente al sufrimiento físico. 
    
     
    
    
En 
    esto último apenas podemos hacernos una idea. La resistencia física de aquellos 
    hombres al dolor y al cansancio apenas parece creíble. Cabeza de Vaca, ocho 
    años caminando miles y miles de kilómetros, medio desnudo, atravesando zonas 
    de indios por una geografía desconocida; Hojeda, con la pierna herida por 
    una flecha envenenada, haciéndose aplicar hierros al rojo vivo, y escapando 
    así de la muerte; Soto, aguantando en pie sobre los estribos de su caballo 
    durante horas de batalla, con una flecha atravesada en el trasero..., forman 
    un retablo alucinante de personajes increíbles. 
    
     
    
    
La 
    dureza de los castigos físicos y de la disciplina militar de la época apenas 
    es tampoco imaginable para el hombre de nuestro tiempo. Hernán Cortés, querido 
    por sus soldados a causa de su ecuanimidad amigable, cuando conoció una conspiración 
    contra él de partidarios de Velázquez, «se mostró -dice Madariaga- capaz de 
    una moderación ejemplar en el uso de la fuerza». Fingió ignorar la traición 
    del sacerdote Juan Díaz, mandó ahorcar sólo a Escudero y Cermeño, y cortar 
    los pies al piloto Umbría. «Habida cuenta de la severidad de la disciplina 
    militar y de sus castigos, no ya en aquellos días sino hasta hace unos cien 
    años, estas medidas de Cortés resultan más bien suaves que severas» (Cortés 
    181).
    
     
    
    
Con 
    los indios traidores manifestaba un talante semejante: por ejemplo, a los 
    diecisiete espías confesos enviados por Xicotenga, Cortés se limitó a devolverlos 
    vivos, mutilados de nariz y manos. Muy duro se mostraba contra quienes ofendían 
    a los indios de paz. Mandó dar cien azotes a Polanco por quitar una ropa a 
    un indio, y a Mora le mandó ahorcar por robar a otro indio una gallina. Este 
    fue salvado in extremis por Alvarado, que de un sablazo cortó la soga... Todo 
    perfectamente normal, se entiende, entonces. Los indios, por supuesto, eran 
    de costumbres todavía más duras. 
    
     
    
    
A 
    los indígenas incas, por ejemplo, no debió causarles un estupor excesivo ver 
    cómo Atahualpa exterminaba a toda la familia real, centenares de hombres, 
    mujeres y niños, y cómo él, hijo de doncella (ñusta), para usurpar el trono 
    imperial, asesinaba a su hermano Huáscar, hijo de reina (coya), guardaba su 
    cráneo para beber en él, y su pellejo para usarlo de tambor; y tampoco debió 
    causarles una perplejidad especial ver cómo, finalmente, era ejecutado por 
    Pizarro, su vencedor. Normal. Y normal no sólo en las Indias: «Cuando Pizarro 
    mataba al Inca Atahualpa... Enrique VIII de Inglaterra asesinaba a su mujer, 
    Ana Bolena. Ese mismo Rey ahorcaba a 72.000 ingleses» (C. Pereyra, Las huellas 
    256)... 
    
     
    
    
Tampoco 
    los españoles peruanos de entonces eran de los que tratan de arreglar sus 
    diferencias por medio del «diálogo». En los Anales de Potosí, que refieren 
    las guerras civiles libradas entre ellos, puede leerse por ejemplo: «Este 
    mismo año 1588, dándose una batalla, de una parte andaluces y extremeños, 
    y criollos de los pueblos del Perú; y de la otra vascongados, navarros y gallegos, 
    y de otras naciones españolas, se mataron unos a otros 85 hombres». Banderías 
    y luchas, que duraron un par de decenios. Normal. 
    
     
    
    
Siervos 
    y esclavos
    
     
    
    
Otra 
    gran diferencia que nos distancia de los hombres del XVI, y de la que debemos 
    ser conscientes, se da en que tanto los europeos, como en mayor grado los 
    indios, estaban habituados a ciertas modalidades, más o menos duras, de servidumbre, 
    y la consideraban, como Aristóteles, natural. Puede incluso decirse que, allí 
    donde era normal que los indios presos en la guerra fueran muertos, comidos 
    o sacrificados a los dioses, una supervivencia en esclavitud podía ser interpretada 
    a veces como signo de la benignidad del vencedor.
    
     
    
    
Por 
    otra parte, el respeto sincero, interiorizado, del inferior al superior o 
    del vencido al vencedor era en las Indias relativamente frecuente. El inca 
    Garcilaso, por ejemplo, en la Historia General del Perú, hace notar que los 
    indios veneraban y guardaban leal servidumbre hacia quienes veían como superiores:
    
     
    
    
«Cada 
    vez que los españoles sacan una cosa nueva que ellos no han visto... dicen 
    que merecen los españoles que los indios los sirvan». Esta actitud de docilidad 
    sincera era aún mayor en los indios cuando habían sido vencidos en guerra 
    abierta: «El indio rendido y preso en la guerra, se tenía por más sujeto que 
    un esclavo, entendiendo, que aquel hombre era su dios y su ídolo, pues le 
    había vencido, y que como tal le debía respetar, obedecer, servir y serle 
    fiel hasta la muerte, y no le negar ni por la patria, ni por los parientes, 
    ni por los propios padres, hijos y mujer. Con esta creencia posponía a todos 
    los suyos por la salud del Español su amo; y si era necesario, mandándolo 
    su señor, los vendía sirviendo a los Españoles de espía, escucha y atalaya» 
    (cit. Madariaga, Auge 74).
    
     
    
    
Esta 
    sumisión de los indios a aquellos hombres, que en el desarrollo cultural iban 
    miles de años por delante, era sincera en muchos casos. Y concretamente, cuando 
    había mediado una batalla, la sujeción del indio al vencedor blanco no indicaba 
    con frecuencia una actitud meramente servil, sino también caballeresca. 
    
     
    
    
Cuenta, 
    por ejemplo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca en sus Comentarios que, una vez vencidos 
    al norte de La Plata los indios guaycurúes, se produjo esta escena: «hasta 
    veinte hombres de su nación vinieron ante el Gobernador, y en su presencia 
    se sentaron sobre un pie como es costumbre entre ellos, y dijeron por su lengua 
    que ellos eran principales de su nación de guaycurúes, y que ellos y sus antepasados 
    habían tenido guerras con todas las generaciones de aquella tierra, así de 
    los guaraníes como de los imperúes y agaces y guatataes y naperúes y mayaes, 
    y otras muchas generaciones, y que siempre les habían vencido y maltratado, 
    y ellos no habían sido vencidos de ninguna generación ni lo pensaron ser; 
    y que pues habían hallado [en los españoles] otros más valientes que ellos, 
    que se venían a poner en su poder y a ser sus esclavos» (cp.30). 
    
     
    
    
La 
    gran mayoría de los indios de Hispanoamérica fueron siempre fieles a la autoridad 
    de la Corona española, incluso en los tiempos de la Independencia, no sólo 
    porque estaban habituados a encontrar defensa en ella y en sus representantes, 
    sino por respeto leal a una autoridad que internamente reconocían.
    
     
    
    
Crímenes 
    no vistos como tales
    
     
    
    
El 
    maltrato y la sujeción servil de los indígenas eran prácticas consideradas 
    en el siglo XVI más o menos como en el siglo XX son considerados el aborto, 
    el divorcio o la práctica de la homosexualidad, es decir, como algo que, sin 
    ser ideal -ni tampoco practicado por la mayoría-, debe ser tolerado, pues 
    de su eventual eliminación se seguirían males peores. 
    
     
    
    
Entre 
    aquella situación moral y ésta hay, sin embargo, una diferencia importante. 
    Mientras que en el XVI hispano se alzaba contra aquellos males un clamor continuo 
    de protestas, que modificaba con frecuencia las conciencias y conductas, y 
    que llegaba a configurar las leyes civiles, en cambio, en el siglo XX, las 
    denuncias morales de los males aludidos son mucho más débiles, afectan menos 
    las conciencias y conductas, y desde luego no tienen fuerza para modelar las 
    leyes.
    
     
    
    
Eran 
    otros tiempos, sin duda. La primera época de España en las Indias era un tiempo 
    muy diverso del nuestro actual, y no podríamos juzgar rectamente a aquellos 
    hombres sin colocarnos mentalmente en su cuadro histórico cultural y circunstancial. 
    Por lo demás, si hiciéramos una comparación entre la moralidad de los encomenderos 
    o de los representantes de la Corona en las Indias, y el grado de honradez 
    de los empresarios o políticos españoles e hispanoamericanos de hoy, probablemente 
    saldrían ganando aquéllos. Y de los soldados, funcionarios, artesanos y comerciantes, 
    habría que decir lo mismo.
    
     
    
    
Será 
    mejor, pues, que no juzguemos a aquellos hombres con excesiva dureza, ya que 
    nuestro presente no nos permite hacer duras acusaciones a nuestro pasado. 
    Y menos aún deben hacerlas quienes hoy más las hacen, es decir, aquéllos que 
    durante cuarenta años no han tenido nada que denunciar en los países esclavizados 
    por el comunismo en Europa, sino que por el contrario, cuando eran invitados 
    a visitarlos, volvían cantando alabanzas... 
    
     
    
    
Descubridores, 
    conquistadores y cronistas
    
     
    
    
Pero 
    estamos aquí para recordar los hechos de los Apóstoles de América, es decir 
    las grandes gestas misioneras que deben ser conmemoradas en su quinto centenario. 
    Y antes de entrar a contemplar la figura de los santos apóstoles de las Indias, 
    en su gran mayoría religiosos, debemos recordar también a los buenos cristianos 
    que, sin ser propiamente misioneros, colaboraron positivamente en la evangelización.
    
     
    
    
Y 
    en primer lugar hemos de recordar a aquellos descubridores, conquistadores 
    y cronistas que, cada uno a su manera, supieron colaborar a la difusión de 
    la fe en Cristo. Ya hemos dedicado un breve capítulo a Cristóbal Colón, y 
    en seguida estudiaremos en otro el talante apostólico de Cortés. Aludiremos 
    ahora brevemente a algunos otros personajes que interesan a nuestro tema.
    
     
    
    
Alonso 
    de Hojeda (1466-1515)
    
     
    
    
Compañero 
    de Colón en el segundo viaje, en 1493, era Hojeda un hombre muy atractivo, 
    «de los más sueltos hombres en correr y hacer vueltas y en todas las otras 
    cosas de fuerzas», dice Las Casas, y añade: «todas las perfecciones que un 
    hombre podía tener corporales, parecía que se habían juntado en él, sino ser 
    pequeño». Obtuvo Hojeda la gobernación de la Nueva Andalucía -parte de la 
    actual Colombia-Venezuela-, donde él y los suyos pasaron innumerables calamidades. 
    
    
     
    
    
Hojeda 
    siempre llevaba consigo una imagen de la Virgen que le había regalado en España 
    el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, el del Consejo de Indias. Cuando al fin 
    tuvieron que pasar a La Española en busca de socorros, fueron a dar en una 
    costa cenagosa del sur de Cuba, y hubieron de caminar varias semanas con barro 
    hasta las rodillas y la vida en peligro. Cada vez que descansaban sobre las 
    raíces de algún mangle, allí plantaba Hojeda su imagen de la Virgen, exhortando 
    a todos a que le rezasen y pusieran en ella su confianza. En la mayor angustia, 
    hizo voto de regalar la imagen en el primer pueblo que hallasen, que fue Cueyba, 
    en Camagüey, donde les acogieron compasivos unos indios infieles. Hojeda, 
    en el lenguaje de la mímica, se ganó al cacique para hacer allí una ermita. 
    
    
     
    
    
Y 
    el padre Las Casas cuenta: «Yo llegué algunos días después de este desastre 
    de Hojeda», y estaba la imagen bien guardada por los indios, «compuesta y 
    adornada». Quiso Las Casas quedarse con ella, ofreciendo otra a los indios, 
    pero éstos no quisieron ni oir hablar del tema. Y cuando al otro día fue a 
    celebrar misa en la ermita, la imagen no estaba, pues el cacique se la había 
    llevado al monte, y no la volvió hasta que se fueron los españoles. Según 
    parece es ésta la actual Virgen de la Caridad del Cobre. Así que el primer 
    santuario mariano de las Indias lo fundó un laico (Historia II,60). También 
    Cortés, como veremos, hacía lo mismo al afirmarse en un lugar: lo primero 
    de todo, un altar con una cruz y la imagen de la Virgen con su glorioso Niño. 
    Y muchas flores.
    
     
    
    
Por 
    lo demás, estos hombres que iban de exploración o de guerra con una imagen 
    de la Virgen a la espalda no eran santos, sino cristianos pecadores, y no 
    raras veces prevalecía en ellos el pecado sobre la gracia. Hojeda, por ejemplo, 
    fue a veces muy duro con los indios, y Balboa tuvo que denunciarle en carta 
    al emperador. Tampoco Fonseca, que le regaló la imagen de la Virgen, era un 
    obispo demasiado ejemplar, si pensamos que tuvo en La Española sus buenos 
    intereses económicos y un no pequeño repartimiento de indios. Eran pecadores, 
    cristianos pecadores, para ser más exactos. Es decir, cristianos. Hojeda en 
    1510 entró en un convento de Santo Domingo, para dedicarse sólo a Dios.
    
     
    
    
Vasco 
    Núñez de Balboa (1475-1519)
    
     
    
    
Fue 
    Balboa un hidalgo extremeño pobre, que desde 1501 viajó por el Caribe, viviendo 
    oscuramente. Sin embargo, después de Hojeda y Nicuesa, entre 1510 y 1513 gobernó 
    con mano prudente en Santa María de La Antigua, el único enclave de España 
    en Tierra Firme. Y usando un mínimo de fuerza, en contraste con la brutalidad 
    de sus predecesores, pudo establecer con los indios unas relaciones amistosas, 
    respetando sus estructuras tribales, y llegando a ser árbitro entre tribus 
    enfrentadas. 
    
     
    
    
Pues 
    bien, a este Balboa le eligió Dios para descubrir el Océano Pacífico, o como 
    se decía entonces, con gran ignorancia, Mar del Sur. El cronista Gonzalo Fernández 
    de Oviedo cuenta el acontecimiento muy bien contado: 
    
     
    
    
«Un 
    martes, veinte y cinco de septiembre de aquel año de mil quinientos y trece, 
    a las diez horas del día, yendo el capitán Vasco Núñez en la delantera de 
    todos los que llevaba por un monte raso arriba, vio desde encima de la cumbre 
    dél la Mar del Sur, antes que ninguno de los cristianos compañeros que allí 
    iban; y volvióse incontinente la cara hacia la gente, muy alegre, alzando 
    las manos y los ojos al cielo, alabando a Jesucristo y a su gloriosa Madre 
    la Virgen Nuestra Señora; y luego hincó ambas rodillas en tierra y dio muchas 
    gracias a Dios por la merced que le había hecho en le dejar descubrir aquella 
    mar... Y mandó a todos los que con él iban que asimismo se hincasen de rodillas 
    y diesen las mismas gracias a Dios... Todos lo hicieron así muy de grado y 
    gozosos, y incontinente hizo el capitán cortar un hermoso árbol, de que se 
    hizo una cruz alta, que se hincó e fijó en aquel mismo lugar... Y porque lo 
    primero que se vio fue un golfo o ancón que entra en la tierra, mandóle llamar 
    Vasco Núñez golfo de San Miguel, porque era la fiesta de aquel arcángel desde 
    a cuatro días» (Historia gral. XXIX,2 y 3). 
    
     
    
    
Al 
    modo de Colón, alzó Balboa una gran cruz y dió nombre cristiano a aquellos 
    lugares. Más tarde se produjo una escena grandiosa que pasó a la historia. 
    En aquellos parajes bellísimos, «llenos de arboleda», ante 26 hombres de armas, 
    uno de ellos Francisco Pizarro, y cuando el sol iniciaba su caída en el horizonte, 
    Balboa «llegó a la rivera a la hora de víspera, y el agua era menguante». 
    Esperó a la pleamar, y «estando así creció la mar a vista de todos mucho y 
    con gran ímpetu». Sólo entonces fue cuando Balboa, con la bandera real de 
    Castilla y León, «con una espada desnuda y una rodela en la mano entró en 
    el agua de la mar salada, hasta que le dio en las rodillas», y tomó posesión 
    del Océano Pacífico en el nombre de Dios y de los Reyes Católicos.
    
     
    
    
Pedro 
    de Valdivia (1497-1554)
    
     
    
    
El 
    extremeño Valdivia fue desde 1539 conquistador y poblador de Chile, la tierra 
    de los araucanos. De ellos dijo Alonso de Ovalle: «Los indios de Chile, a 
    boca de todos los que los conocen y han escrito de ellos, [son] de los más 
    valerosos y más esforzados guerreros de aquel tan dilatado mundo» (Histórica 
    relación 56). En situación militar tan hostil, era necesario unir a las armas 
    el valor de la fe. Y así lo hacía Valdivia:
    
     
    
    
Habiendo 
    «llegado el ejército de los cristianos al valle de Mapocho», cuenta Mariño 
    de Lobera, supieron que se les venía encima la indiada, cantando victoria 
    anticipadamente. Los españoles, sin atemorizarse, se pertrecharon «de las 
    cosas necesarias para tal conflicto, y ante todas cosas la oración, la cual 
    siempre tiene el primer lugar entre todas las municiones y estratagemas militares. 
    Y muy en particular invocando todos el auxilio del glorioso Apóstol Santiago, 
    protector de las Españas y españoles en cualquier lugar donde se ofrece lance 
    de pelea.
    
     
    
    
Tras 
    esto se siguió un breve razonamiento del general [Valdivia] a sus soldados, 
    en que sólamente les daba un recuerdo de que eran españoles y mucho más de 
    que eran cristianos, gente que tiene de su parte el favor y socorro del Señor 
    universal» (Crónica 26). En otra ocasión, «estando los dos ejércitos frente 
    a frente, se apeó [del caballo] el gobernador [Valdivia], postrándose en tierra 
    en voz alta con hartas lágrimas, profesando y haciendo protestación de nuestra 
    santa fe católica, y suplicando a Nuestro Señor le perdonase sus pecados y 
    favoreciese en aquel encuentro, interponiendo a su gloriosa Madre, y diciendo 
    otras palabras con mucha devoción y ternura» (71). Pláticas igualmente devotas 
    pone el cronista en labios del teniente Alonso de Monroy (40). 
    
     
    
    
Por 
    otra parte, la religiosidad de Valdivia no se despertaba sólo en la guerra, 
    sino que se mantenía igualmente en la paz. Según escribe el historiador chileno 
    Gabriel Guarda, citando crónicas antiguas (197-202), Valdivia, «conociendo 
    que Dios le quería para que fuese instrumento de que estos gentiles viniesen 
    al conocimiento de su santísima fe, muy contento y muy animado comenzó a publicar 
    su jornada [a alistar personas] y buscó lo primero dos sacerdotes que le acompañasen 
    y fuesen capellanes de su ejército y ministros del evangelio entre los infieles».
    
     
    
    
Su 
    buen intento se fue realizando, y en 1550 el Cabildo de Concepción podía escribirle 
    al príncipe Felipe que Valdivia, al fundar esa ciudad, comenzó por reunir 
    a los indios para «darles a entender y mostrarles quién fue su Creador y que 
    así les daría maestro a sus hijos para que lo deprendiesen y a ellos lo declarasen 
    y fuesen cristianos y viviesen el verdadero conocimiento del Creador de todas 
    las cosas criadas». 
    
     
    
    
De 
    él testificaba también Diego García de Cáceres en 1548: «los indios le tienen 
    afición porque aún cuando se venía entraban caciques llorando, pensando que 
    no había de volver más allá; porque este deponente no ha visto tratar hombre 
    tan bien a los indios como él trata, y esto hace tanto que a muchos, que no 
    son tan buenos cristianos, les pesa que tenga tanto cuidado de que no se les 
    haga mal». Y añade el mismo testigo que, al fundar Valdivia la ciudad de su 
    nombre, no quiso hacer repartimiento de los indios, sino que «en lugar de 
    encomenderos señaló personas que atendiesen al bien de los indios, los cuales 
    les doctrinasen y sosegasen en la paz y quietud», y también tuvo cuidado de 
    que en su encomienda de Quillota los indios fueran adoctrinados por un maestro 
    de escuela. En fin, otro testigo ocular, Góngora Marmolejo, pudo asegurar: 
    «Yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la cual 
    hacía todo lo que era en sí como cristiano». Por lo demás, tanto Valdivia 
    como Martín García Oñez de Loyola, ambos gobernadores, murieron despedazados 
    por los naturales. 
    
     
    
    
Entre 
    los primeros conquistadores y gobernadores de Chile no fue Valdivia el único 
    buen cristiano. Escribe Guarda: «De don García Hurtado de Mendoza y de Francisco 
    de Villagra, sucesores de Valdivia en el gobierno de Chile, hay varios testimonios 
    acerca de su cristiandad. Más relevantes, sin embargo, son los relativos a 
    sus otros sucesores, Pedro de Villagra y Rodrigo de Quiroga, ambos veteranos 
    de la conquista» (201).
    
     
    
    
Francisco 
    López de Gómara (1511-1560)
    
     
    
    
Este 
    soriano, que estuvo en Alcalá y en Roma, se hizo sacerdote y fue en España 
    capellán de Hernán Cortés. Su Historia de las Indias y conquista de México 
    comienza con una solemne Dedicatoria al emperador, en la que se expresa bien 
    cómo un español idealista y literato veía las cosas de las Indias por 1552: 
    
    
     
    
    
«La 
    mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte 
    del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias... Los hombres son como 
    nosotros, fuera del color; que de otra manera bestias y monstruos serían, 
    y no vendrían, como vienen, de Adán. Mas no tienen letras, ni moneda, ni bestias 
    de carga: cosas principalísimas para la policía y vivienda del hombre; que 
    ir desnudos, siendo la tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad. 
    Y como no conocen al verdadero Dios y Señor, están en grandísimos pecados 
    de idolatría, sacrificios de hombres vivos, comida de carne humana, habla 
    con el diablo, sodomía, muchedumbre de mujeres, y otros así. Aunque todos 
    los indios, que son vuestros súbditos, son ya cristianos por la misericordia 
    y bondad de Dios, y por la vuestra merced y de vuestros padres y abuelos, 
    que habeis procurado su conversión y cristiandad. El trabajo y peligro vuestros 
    españoles lo toman alegremente, así en predicar y convertir como en descubrir 
    y conquistar.
    
     
    
    
«Nunca 
    nación extendió tanto como la española sus costumbres, su lenguaje y armas, 
    ni caminó tan lejos por mar y tierra, las armas a cuestas... Quiso Dios descubrir 
    las Indias en vuestro tiempo y a vuestros vasallos, para que las convirtiéseis 
    a su santa ley, como dicen muchos hombres sabios y cristianos. Comenzaron 
    las conquistas de indios acabada la de moros, porque siempre guerreasen españoles 
    contra infieles; otorgó la conquista y conversión el Papa; tomasteis por letra 
    Plus ultra, dando a entender el señorío del Nuevo-Mundo. Justo es pues que 
    vuestra majestad favorezca la conquista y los conquistadores, mirando mucho 
    por los conquistados. Y también es razón que todos ayuden y ennoblezcan las 
    Indias, unos con santa predicación, otros con buenos consejos, otros con provechosas 
    granjerías, otros con loables costumbres y policía. Por lo cual he yo escrito 
    la historia: obra, ya lo conozco, para mejor ingenio y lengua que la mía; 
    pero quise ver para cuánto era». Y poco después, inicia gloriosamente su crónica: 
    «Es el mundo tan grande y hermoso, y tiene tanta diversidad de cosas tan diferentes 
    unas de otras, que pone admiración a quien bien lo piensa y contempla...»
    
     
    
    
Para 
    Gómara la finalidad de España en las Indias es muy clara: «La causa principal 
    a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque 
    juntamente con ella se nos sigue honra y provecho que pocas veces caben en 
    un saco» (cp.120). En otra obra importante narra Gómara la Conquista de México, 
    y en ella se muestra admirador de Cortés y un tanto inclinado hacia lo maravilloso, 
    como cuando refiere piadosamente una batalla en la que los españoles reciben 
    la asistencia visible de los apóstoles Pedro y Santiago...
    
     
    
    
Francisco 
    de Xerez (1497-1565)
    
     
    
    
En 
    1514 llegó a Tierra Firme este sevillano en la expedición de Pedrarias Dávila, 
    y allí fue uno de los primeros pobladores. Fue más tarde secretario de Francisco 
    Pizarro y le acompañó como escribano en el descubrimiento y conquista del 
    Perú. Su Verdadera relación de la Conquista del Perú, aunque breve, es fuente 
    imprescindible para el conocimiento de aquellos hechos. Transcribiendo largos 
    parlamentos textuales de Pizarro, deja claros Xerez los principios que impulsaron 
    aquellas acciones tan audaces: llevar a los indígenas al conocimiento de la 
    santa fe católica, y sujetarlos al vasallaje del emperador Carlos. 
    
     
    
    
Xerez 
    narra con todo detalle, como testigo presencial, aquel drámatico encuentro 
    de Cajamarca entre Pizarro y Atahualpa, y cuenta cómo lo primero que se trató 
    fue de la fe cristiana. Y lo mismo refiere Diego de Trujillo (véase al final 
    de la Relación de Xerez) en su mucho más breve Crónica, donde dice así: Estaba 
    todavía Atahualpa en las andas en que le habían traído, cuando «con la lengua 
    [el intérprete], salió a hablarle Fray Vicente de Valverde y procuró darle 
    a entender al efecto que veníamos, y que por mandado del Papa, un hijo que 
    tenía, Capitán de la cristiandad, que era el Emperador nuestro Señor. Y hablando 
    con él palabras del Santo Evangelio, le dijo Atabalipa: "¿Quién dice 
    eso?". Y él respondió: "Dios lo dice". Y Atabalipa dijo: "¿Cómo 
    lo dice Dios?". Y Fray Vicente le dijo: "Veslas aquí escritas". 
    Y entonces le mostró un breviario abierto, y Atabalipa se lo demandó y le 
    arrojó después que le vio, como un tiro de herrón [disco de hierro, perforado, 
    que se arrojaba en un juego] de allí, diciendo: "¡Ea, ea, no escape ninguno!"» 
    (Xerez 110-112, 202)... Y allí fue la tremenda...
    
     
    
    
Esta 
    primacía de la finalidad misionera, Xerez la resume, al terminar su Relación, 
    en un poema dedicado al emperador, que dice así: «Aventurando sus vidas / 
    han hecho lo no pensado / hallar lo nunca hallado / ganar tierras no sabidas 
    / enriquecer vuestro estado: / Ganaros tantas partidas / de gentes antes no 
    oídas / y también como se ha visto, / hacer convertirse a Cristo / tantas 
    ánimas perdidas».
    
     
    
    
Alvar 
    Núñez Cabeza de Vaca (1510-1558)
    
     
    
    
Este 
    sevillano se fue a las Indias en 1527, con la expedición de Pánfilo de Narváez. 
    Bajó Alvar con un grupo a tierra en Tampa, Florida, y al volver a la costa 
    se habían ido las naves. Ahí comenzó una odisea increíble. Como pudieron, 
    construyeron unas embarcaciones y llegaron por el Golfo de México hasta la 
    Isla del Mal Hado, hoy Galveston, donde fueron apresados por los indios. Alvar 
    y tres compañeros supervivientes escaparon, y a pie, completamente perdidos 
    entre indios hostiles, y en ocho años de marcha incesante, hicieron miles 
    y miles de kilómetros, atravesando Texas, hasta llegar a Sinaloa, al extremo 
    oeste, y descender al sur de México.
    
     
    
    
Todo 
    esto lo narra en sus Naufragios y Relación de la jornada de la Florida, que 
    publicó en 1542. Aún le pedía el cuerpo más aventura, y fue nombrado Adelantado 
    del Río de la Plata, en Asunción, donde fue gobernador con no pocas vicisitudes 
    que narra en Comentarios.
    
     
    
    
En 
    la isla del Mal Hado, estando Alvar y sus compañeros presos de los indios, 
    éstos, esperando que habría algún poder extraño en aquellos blancos barbudos, 
    les llevaban enfermos para que los curasen, y ellos, jugándose la vida, intentaban 
    el milagro:
    
     
    
    
Uno 
    de ellos, Castillo «los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos 
    le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él 
    veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos 
    de tan miserable vida; y El lo hizo tan misericordiosamente que, venida la 
    mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como 
    si nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración, 
    y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más 
    enteramente conociésemos su bondad y tuviésemos firme esperanza que nos había 
    de librar y traer donde le pudiésemos servir»... 
    
     
    
    
«Por 
    toda esta tierra, cuenta Alvar, anduvimos desnudos, y como no estabamos acostumbrados 
    a ello, a manera de serpientes mudabamos los cueros dos veces al año... Nos 
    corría por muchas partes la sangre, de las espinas y matas con que topábamos... 
    No tenía, cuando en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino 
    pensar en la pasión de nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por 
    mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él 
    padeció que no aquel que yo entonces sufría» (Naufragios cp.22). 
    
     
    
    
Estos 
    hombres, malos o buenos, malos y buenos, eran cristianos y misioneros, pues 
    tenían una firmeza absoluta en su fe. Y así, por ejemplo, descubridores y 
    conquistadores, donde quiera que llegaban, atacaban la antropofagia, que estaba 
    difundida, en unos sitios más, en otros menos, por casi todas las Indias. 
    Desde el principio, en un planteamiento netamente cristiano, y no en una ética 
    meramente natural, enseñaban que la ofensa al hombre era aborrecible sobre 
    todo porque era ofensa a su Creador divino. Así, por ejemplo, siendo Cabeza 
    de Vaca, años después, gobernador del Paraguay, llegaron a él muchas quejas,
    
     
    
    
y 
    él «mandó juntar todos los indios naturales, vasallos de Su Majestad; y así 
    juntos, delante y en presencia de los religiosos y clérigos, les hizo su parlamento 
    diciéndoles cómo Su Majestad lo había enviado a los favorecer y dar a entender 
    cómo habían de venir en conocimiento de Dios y ser cristianos, por la doctrina 
    y el enseñamiento de los religiosos y clérigos que para ello eran venidos, 
    como ministros de Dios, y para que estuviesen debajo de la obediencia de Su 
    Majestad, y fuesen sus vasallos, y que de esta manera serían mejor tratados 
    y favorecidos que hasta allí lo habían sido. Y allende de esto, les fue dicho 
    y amonestado que se apartasen de comer carne humana, por el grave pecado y 
    ofensa que en ello hacían a Dios, y los religiosos y clérigos se lo dijeron 
    y amonestaron; y para les dar contentamiento, les dio y repartió muchos rescates, 
    camisas, ropas, bonetes y otras cosas, con que se alegraron» (Comentarios 
    cp.16). 
    
     
    
    
La 
    lucha contra los ídolos era también uno de los primeros objetivos de los conquistadores, 
    y así, por ejemplo, lo consideró Cabeza de Vaca como gobernador:
    
     
    
    
«Según 
    informaron al Gobernador, adelante la tierra adentro tienen los indios ídolos 
    de oro y de plata, y procuró con buenas palabras apartarlos de la idolatría, 
    diciéndoles que los quemasen y quitasen de sí, y creyesen en Dios verdadero, 
    que era el que había criado el Cielo y la Tierra, y a los hombres, y a la 
    mar, y a los peces, y a las otras cosas, y que lo que ellos adoraban era el 
    diablo, que los traía engañados». Esta primera evangelización elemental de 
    los conquistadores, al venir propuesta por el gran jefe de los blancos, con 
    frecuencia impresionaba sinceramente a los indios. «Y así, quemaron muchos 
    de ellos, aunque los principales de los indios andaban atemorizados, diciendo 
    que los mataría el Diablo, que se mostraba muy enojado... Y luego que se hizo 
    la iglesia y se dijo misa, el Diablo huyó de allí, y los indios andaban asegurados, 
    sin temor» (Comentarios 54). 
    
     
    
    
Muchas 
    crónicas primeras de las Indias nos muestran que los conquistadores, con eficacia 
    frecuente, fueron exorcizando los pueblos indios, liberándolos del Demonio 
    y de su servidumbre idolátrica. En general, los conquistadores procuraban 
    sujetar a los indios por la amistad y la alianza, antes que por las armas.
    
     
    
    
Y 
    así procedía también Cabeza de Vaca, que una vez, por ejemplo, subiendo por 
    el río Iguatú, hizo asiento con su expedición en un lugar determinado, y en 
    seguida mandó hacer una iglesia, celebrar la misa y los oficios, y alzar «una 
    cruz de madera grande, la cual mandó hincar junto a la ribera». Reunió luego 
    a los españoles y guaraníes amigos, que acompañaban la expedición, dándoles 
    orden severa de que respetasen a los indios pacíficos de aquel lugar, y mandándoles 
    que
    
     
    
    
«no 
    hiciesen daño ni fuerza ni otro mal ninguno a los indios y naturales de aquel 
    puerto, pues eran amigos y vasallos de Su Majestad, y les mandó y defendió 
    [prohibió] no fuesen a sus pueblos y casas, porque la cosa que los indios 
    más sienten y aborrecen y por que se alteran es por ver que los indios y cristianos 
    van a sus casas, y les revuelven y toman las cosillas que tienen en ellas; 
    y que si trajesen y rescatasen con ellos, les pagasen lo que trujesen y tomasen 
    de sus rescates; y si otra cosa hiciesen, serían castigados» (Com. 53). 
    
     
    
    
Al 
    parecer, el hecho de que gobernadores, como Cabeza de Vaca, hicieran abierto 
    apostolado misionero en sus expediciones de descubrimiento y conquista fue 
    relativamente frecuente en las Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo, por ejemplo, 
    cuenta del gobernador Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias, que 
    
    
     
    
    
«por 
    las mejores palabras que podía les daba a entender [a los indios] la verdad 
    de nuestra fe, y les amonestó que no creyesen en nada de aquello [falso], 
    y que fuesen cristianos y creyesen en Dios trino e uno, y Todopoderoso, y 
    que se salvarían e irían a la gloria celestial. Y con estas y otras muchas 
    y buenas amonestaciones se ocupaba muchas veces este gobernador para enseñar 
    a los indios y los traer a conocer a Dios y convertirlos a su santa Iglesia 
    y fe católica» (Historia General XVII,28).
    
     
    
    
Pedro 
    Cieza de León (1518?-1560)
    
     
    
    
Extremeño 
    de Llerena, en las Indias desde 1535, Cieza luchó en las guerras civiles del 
    Perú, y fue cronista de La Gasca. También este soldado escritor, la mejor 
    fuente de la historia de los incas y de la conquista del Perú, se nos muestra 
    en la Crónica de la conquista del Perú y en El señorío de los incas como hombre 
    cristiano empeñado en una empresa evangelizadora. Así expresa en el Proemio 
    de su Crónica su inesperada vocación de escritor:
    
     
    
    
«Como 
    notase tan grandes y peregrinas cosas como en este Nuevo Mundo de Indias hay, 
    vínome gran deseo de escribir algunas de ellas, de lo que yo por mis propios 
    ojos había visto... Mas como mirase mi poco saber, desechaba de mí este deseo, 
    teniéndolo por vano... Hasta que el todopoderoso Dios, que lo puede todo, 
    favoreciéndome con su divina gracia, tornó a despertar en mí lo que ya yo 
    tenía olvidado. Y cobrando ánimo, con mayor confianza determiné de gastar 
    algún tiempo de mi vida en escribir esta historia. Y para ello me movieron 
    las causas siguientes:
    
     
    
    
«La 
    primera, ver que en todas las partes por donde yo andaba ninguno se ocupaba 
    en escribir nada de lo que pasaba. Y que el tiempo consume la memoria de las 
    cosas de tal manera, que si no es por rastros y vías exquisitas, en lo venidero 
    no se sabe con verdadera noticia lo que pasó.
    
     
    
    
«La 
    segunda, considerando que, pues nosotros y estos indios todos, todos traemos 
    origen de nuestros antiguos padres Adán y Eva, y que por todos los hombres 
    el Hijo de Dios descendió de los cielos a la tierra, y vestido de nuestra 
    humanidad recibió cruel muerte de cruz para nos redimir y hacer libres del 
    poder del demonio, el cual demonio tenía estas gentes, por la permisión de 
    Dios, opresas y cautivas tantos tiempos había, era justo que por el mundo 
    se supiese en qué manera tanta multitud de gentes como de estos indios había 
    fue reducida al gremio de la santa madre Iglesia con trabajo de españoles; 
    que fue tanto, que otra nación alguna de todo el universo no lo pudiera sufrir. 
    Y así, los eligió Dios para una cosa tan grande más que a otra nación alguna».
    
     
    
    
Cieza 
    de León reconoce que en aquella empresa hubo crueldades, pero asegura que 
    no todos actuaron así, «porque yo sé y vi muchas veces hacer a los indios 
    buenos tratamientos por hombres templados y temerosos de Dios, que curaban 
    a los enfermos». Sus escritos denotan un hombre de religiosidad profunda, 
    compadecido de los indios al verlos sujetos a los engaños y esclavitudes del 
    demonio...
    
     
    
    
«hasta 
    que la luz de la palabra del sacro Evangelio entre en los corazones de ellos; 
    y los cristianos que en estas Indias anduvieren procuren siempre de aprovechar 
    con doctrina a estas gentes, porque haciéndolo de otra manera no sé como les 
    irá cuando los indios y ellos aparezcan en el juicio universal ante el acatamiento 
    divino» (Crónica cp.23). 
    
     
    
    
Bernal 
    Díaz del Castillo (1496-1568)
    
     
    
    
Las 
    crónicas que los autores literatos, como López de Gómara, escribían sobre 
    las Indias, muy al gusto del renacimiento, daban culto al héroe, y en un lenguaje 
    muy florido, engrandecían sus actos hasta lo milagroso, ignorando en las hazañas 
    relatadas las grandes gestas cumplidas por el pueblo sencillo.
    
     
    
    
Frente 
    a esta clase de historias se alza Bernal Díaz del Castillo, nacido en Medina 
    del Campo, soldado en Cuba con Diego Velázquez, compañero de Cortés desde 
    1519, veterano luchador de ciento diecinueve combates. Siendo ya anciano de 
    setenta y dos años, vecino y regidor de Santiago, en Guatemala, con un lenguaje 
    de prodigiosa vivacidad, no exento a veces de humor, reivindica con pasión 
    la parte que al pueblo sencillo, a los soldados, cupo tanto en la conquista 
    como en la primera evangelización de las Indias. Como dice Carmen Bravo-Villasante, 
    «en la literatura española su Historia verdadera de la Nueva España [1568] 
    es uno de los libros más fascinantes que existen» (64).
    
     
    
    
En 
    primer lugar, la importancia de los soldados en la conquista. Ciertamente 
    fue Cortés un formidable capitán, pero, dice Bernal, 
    
     
    
    
«he 
    mirado que nunca quieren escribir de nuestros heroicos hechos los dos cronistas 
    Gómara y el doctor Illescas, sino que de toda nuestra prez y honra nos dejaron 
    en blanco, si ahora yo no hiciera esta verdadera relación; porque toda la 
    honra dan a Cortés» (cp.212). ¿Dónde quedan los hechos heróicos y las fatigas 
    de los soldados de tropa?... Yo mismo, «dos veces estuve asido y engarrofado 
    de muchos indios mexicanos, con quien en aquella sazón estaba peleando, para 
    me llevar a sacrificar, y Dios me dió esfuerzo y escapé, como en aquel instante 
    llevaron a otros muchos mis compañeros». Y con esto, todos los soldados pasaron 
    «otros grandes peligros y trabajos, así de hambre y sed, e infinitas fatigas» 
    (cp.207). «Muy pocos quedamos vivos, y los que murieron fueron sacrificados, 
    y con sus corazones y sangre ofrecidos a los ídolos mexicanos, que se decían 
    Tezcatepuca y Huichilobos» (cp.208). Sí, es cierto que no es de hombres dignos 
    alabarse a sí mismos y contar sus propias hazañas. Pero el que «no se halló 
    en la guerra, ni lo vio ni lo entendió ¿cómo lo puede decir? ¿Habíanlo de 
    parlar los pájaros en el tiempo que estábamos en las batallas, que iban volando, 
    o las nubes que pasaban por alto, sino sólamente los capitanes y soldados 
    que en ello nos hallamos?» (cp.212). 
    
     
    
    
Tiene 
    toda la razón. La conquista en modo alguno hubiera podido hacerse sin la abnegación 
    heroica de aquellos hombres a los que después muchas veces se ignoraba, no 
    sólo en la fama, sino también en el premio. 
    
     
    
    
Por 
    eso Bernal insiste: «y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces, 
    que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su Majestad, 
    y dígolo con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, una 
    hija por casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar, 
    y no puedo ir a Castilla ante su Majestad para representarle cosas cumplideras 
    a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben 
    bien debidas» (cp.210).
    
     
    
    
En 
    segundo lugar, Bernal, con objetividad popular sanchopancesca, purifica las 
    crónicas de Indias de prodigios falsos, como «el salto de Alvarado» (cp. 128), 
    o de victorias fáciles debidas a maravillas sobrenaturales, como aquel triunfo 
    que López de Gómara atribuía a una visible intervención apostólica: 
    
     
    
    
«Pudiera 
    ser, escribe Bernal con una cierta sorna, que los que dice el Gómara fueran 
    los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor san Pedro, y yo, como pecador, 
    no fuese digno de verles; lo que yo entonces vi y conocí fue a Francisco de 
    Morla en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece 
    que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores 
    toda la guerra... Y ya que yo, como indigno pecador, no fuera merecedor de 
    ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí había sobre cuatrocientos 
    soldados, y Cortés y otros muchos caballeros..., y si fuera así como lo dice 
    el Gómara, harto malos cristianos fuéramos, enviándonos nuestro señor Dios 
    sus santos apóstoles, no reconocer la gran merced que nos hacía» (cp.34).
    
     
    
    
En 
    tercer lugar, y este punto tiene especial importancia para nuestro estudio, 
    Bernal afirma con energía la importancia de los soldados en la evangelización 
    de las Indias. En un plural que expresa bien el democratismo castellano de 
    las empresas españolas en América, escribe: hace años «suplicamos a Su Majestad 
    que nos enviase obispos y religiosos de todas órdenes, que fuesen de buena 
    vida y doctrina, para que nos ayudasen a plantar más por entero en estas partes 
    nuestra santa fe católica». Vinieron franciscanos, y en seguida dominicos, 
    que ambos hicieron muy buen fruto, cuenta, y en seguida añade: 
    
     
    
    
«Mas 
    si bien se quiere notar, después de Dios, a nosotros, los verdaderos conquistadores 
    que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus 
    ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón 
    de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos» (cp. 208). 
    En efecto, entonces como ahora, al hablar de la evangelización de las Indias 
    sólo se habla de los grandes misioneros, y ni se menciona la tarea decisiva 
    de estos soldados y cronistas que, de hecho, fueron los primeros evangelizadores 
    de América, y precisamente en unos días decisivos, en los que todavía un paso 
    en falso podía llevar a quedarse con el corazón arrancado, palpitando ante 
    el altar de Huitzilopochtli. 
    
     
    
    
Por 
    lo demás, es Bernal Díaz del Castillo un cristiano viejo de profundo espíritu 
    religioso, y cuando escribe lo hace muy consciente de haber participado en 
    una gesta providencial de extraordinaria grandeza: «Muchas veces, ahora que 
    soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos, 
    que me parece que las veo presentes. Y digo que nuestros hechos no los hacíamos 
    nosotros, sino que venían todos encaminados por Dios; porque ¿qué hombres 
    ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos y cincuenta soldados, 
    y aun no llegábamos a ellos, en una tan fuerte ciudad como México?»... y sigue 
    evocando aquellos «hechos hazañosos» (cp. 95).
    
     
    
    
Soldados 
    cristianos
    
     
    
    
¿Cómo 
    se explica la religiosidad de estos soldados cronistas?... Parece increíble. 
    Cieza pasó a las Indias a los 15 o 17 años, Xerez y Alvar a los 17, Bernal 
    Díaz del Castillo, a los 18... ¿De dónde les venía una visión de fe tan profunda 
    a éstos y a otros soldados escritores, que, salidos de España poco más que 
    adolescentes, se habían pasado la vida entre la soldadesca, atravesando montañas, 
    selvas o ciénagas, en luchas o en tratos con los indios, y que nunca tuvieron 
    más atención espiritual que la de algún capellán militar sencillico?
    
     
    
    
Está 
    claro: habían mamado la fe católica desde chicos, eran miembros de un pueblo 
    profundamente cristiano, y en la tropa vivían un ambiente de fe. Si no fuera 
    así, no habría respuesta para nuestra pregunta.
    
     
    
    
El 
    testimonio de los descubridores y conquistadores cronistas -Balboa, Valdivia, 
    Cortés, Cabeza de Vaca, Vázquez, Xerez, Díaz del Castillo, Trujillo, Tapia, 
    Mariño de Lobera y tantos otros-, nos muestra claramente que los exploradores 
    soldados participaron con frecuencia en el impulso apostólico de los misioneros 
    y de la Corona. Así Pedro Sancho de Hoz, sucesor de Xerez como secretario 
    de Pizarro, declara que a pesar de que los soldados españoles hubieron de 
    pasar grandes penalidades en la jornada del Perú, «todo lo dan por bien empleado 
    y de nuevo se ofrecen, si fuera necesario, a entrar en mayores fatigas, por 
    la conversión de aquellas gentes y ensalzamiento de nuestra fe católica» (+M.L. 
    Díaz-Trechuelo: AV, Evangelización 652). 
    
     
    
    
Eran 
    aquellos soldados gente sencilla y ruda, brutales a veces, sea por crueldad 
    sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. Otros hombres quizá más 
    civilizados, por decirlo así, pero menos creyentes, sin cometer brutalidad 
    alguna, no convierten a nadie, y aquéllos sí. En ocasiones, simples soldados 
    eran testigos explícitos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de 
    los Trece de la Fama, que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron 
    por allí con Pizarro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo, 
    en su Relación, una conmovedora anécdota:
    
     
    
    
Va 
    Trujillo, acompañando a Pizarro en la isla de Puna, al pueblecito El Estero, 
    y cuenta: «hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y 
    una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta 
    allí hubiera llegado cristiano alguno]. Y luego salieron de la casa más de 
    treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina... 
    Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador 
    dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés, 
    a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a 
    una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual 
    tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes 
    antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; 
    sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte» (Xerez 197). En poco tiempo, el 
    soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia, 
    con cruz y campana, y había organizado una catequesis de treinta muchachos.
    
     
    
    
Gonzalo 
    Fernández Oviedo cuenta también una curiosa historia sucedida a Hernando de 
    Soto, que estaba en La Florida. Habiendo Soto hecho pacto con el cacique de 
    Casqui, alzaron en el lugar una cruz, a la que los indios comenzaron a dar 
    culto; pero la amistad se cambió en guerra al aliarse Soto con otro cacique 
    enemigo del jefe de Casqui. Este le reprochó a Soto: «Dísteme la cruz para 
    defenderme con ella de mis enemigos, y con ella misma me querías destruir». 
    El jefe español, conmovido, se excusa diciéndole:
    
     
    
    
«Nosotros 
    no venimos a destruiros, sino a hacer que sepáis y entendáis eso de la cruz», 
    y le asegura luego que lo quiere «más bien de lo que piensas... porque Dios 
    Nuestro Señor manda que te queramos como a hermano... porque tú y los tuyos 
    nuestros hermanos sois, y así nos lo dice nuestro Dios» (Hª general XXVII, 
    28). 
    
     
    
    
Recordemos, 
    en fin, una información de 1779, procedente de San Carlos de Ancud, en el 
    lejanísimo Chiloé, al fin del lejano Chile, en la que se dice que Tomás de 
    Loayza, soldado dragón con plaza viva, llevaba catorce años enseñando a los 
    indios «no sólo los primeros rudimentos de la educación, sino la doctrina 
    cristiana y diversas oraciones, de tal manera que a la sazón aquellos eran 
    maestros de sus padres» (cit. Guarda 57).
    
     
    
    
Los 
    religiosos
    
     
    
    
En 
    el libro presente, al narrar los Hechos de los Apóstoles de América, centraremos 
    nuestra atención en la figura de los máximos héroes de la actividad misionera 
    en las Indias. Como veremos, casi todos ellos fueron religiosos, que, al modo 
    de los apóstoles elegidos por Jesús, lo dejaron todo, y se fueron con él, 
    para vivir como compañeros suyos y ser así sus colaboradores inmediatos en 
    la evangelización del mundo (+Mc 3,14).
    
     
    
    
En 
    efecto, como decía en 1588 el excelente jesuita José de Acosta, brazo derecho 
    de Santo Toribio de Mogrovejo, «nadie habrá tan falto de razón ni tan adverso 
    a los regulares [religiosos], que no confiese llanamente que al trabajo y 
    esfuerzo de los religiosos se deben principalmente los principios de esta 
    Iglesia de Indias» (De procuranda indorum salute V,16). 
    
     
    
    
No 
    diremos más ahora de la obra apostólica de los religiosos en América, pues 
    en los capítulos siguientes que siguen hemos de describir la vida y las acciones 
    de estos grandes misioneros, fijándonos sobre todo en aquéllos que fueron 
    después canonizados o que están en vías de serlo.
    
     
    
    
El 
    clero y los obispos 
    
     
    
    
«El 
    clero secular, escribe Pedro Borges, como grupo, en el caso de América nunca 
    fue considerado propiamente misionero, debido a que fueron pocos y siempre 
    aislados los sacerdotes diocesanos que viajaron al Nuevo Mundo para entregarse 
    a la tarea misional. El viaje lo realizaron muchos, pero aun en el mejor de 
    los casos, su fin no era tanto la evangelización propiamente dicha cuanto 
    la cura pastoral de lo ya evangelizado por los religiosos. Por su parte, la 
    Corona tampoco recurrió a él como a fuerza evangelizadora, salvo en contados 
    casos, cuyo desenlace o no nos consta, o fue positivamente negativo» (AV, 
    Evangelización 593). 
    
     
    
    
Se 
    dieron casos, sin duda, de curas misioneros, y el franciscano Mendieta los 
    señala cuando escribe que «quiso Nuestro Señor Dios poner su espíritu en algunos 
    sacerdotes de la clerecía, para que, renunciadas las honras y haberes del 
    mundo, y profesando vida apostólica, se ocupasen en la conversión y ministerio 
    de los indios, conformando y enseñándoles por obra lo que les predicasen de 
    palabra» (Hª ecl. indiana cp.3). Pero no fueron muchos. Una elevación espiritual, 
    doctrinal y pastoral del clero diocesano no se produjo en forma generalizada 
    sino bastante después del concilio de Trento, y llegó, pues, tardíamente a 
    las Indias en sus frutos misioneros y apostólicos.
    
     
    
    
En 
    1778, tratando el Consejo de Indias de «los eclesiásticos seculares» en un 
    informe al rey, dice que «han manifestado siempre poco deseo de ocuparse en 
    el ministerio de las misiones, lo que proviene sin duda de que no se verifique 
    el que ellos se hallen ligados con los votos de pobreza y obediencia, que 
    ejecutan los regulares, necesitando mayores auxilios, y no se ofrecen con 
    tanta facilidad como los religiosos a desprenderse de sus comodidades e intereses 
    particulares y a sacrificarse por sus hermanos» (AV, Evangelización 594). 
    
    
     
    
    
En 
    cambio entre los obispos de la América hispana, tanto entre los religiosos 
    como los procedentes de la vida secular, laical o sacerdotal, hallamos grandes 
    figuras misioneras, como lo veremos más adelante. Zumárraga, Garcés, Vasco 
    de Quiroga, Loaysa, Mogrovejo, Palafox... son excelentes modelos de obispos 
    misioneros.
    
     
    
    
Las 
    primeras diócesis de la América hispana
    
     
    
    
En 
    Hispanoamérica se fundaron con gran rapidez numerosas diócesis. Recogemos 
    los datos proporcionados por Morales Padrón (América hispana 149-152): Las 
    tres primeras, en 1511, se crearon en Santo Domingo, Concepción de la Vega 
    y San Juan de Puerto Rico. El Papa León X creó la primera diócesis continental, 
    Santa María de la Antigua, del Darién, trasladada a Panamá en 1513; y poco 
    después las diócesis de Santiago de Cuba (1517), Puebla (1519) y Tierra Florida 
    (1520). Clemente VII estableció las diócesis de México (1524), Nicaragua (1531), 
    Venezuela (1531), Comayagua (1531), Santa Marta (1531, trasladada en 1553 
    a Bogotá, y restablecida en 1574) y Cartagena de Indias (1534). 
    
     
    
    
El 
    Papa Paulo III erigió los obispados de Guatemala (1534), Oaxaca (1555), Michoacán 
    (1536), Cuzco (1537), Chiapas (1539), Lima (1541), Quito (1546), Popayán (1546), 
    Asunción (1547) y Guadalajara (1548). En tiempo de Julio III sólo se erigió 
    la diócesis de la Plata (1552). A Pío IV se debe el nacimiento de los obispados 
    de Santiago de Chile (1561), Verapaz (agregado a Guatemala en 1603), Yucatán 
    (1561), Imperial o Concepción (1564) y la constitución de Santa Fe de Bogotá 
    como arzobispado (1564).
    
     
    
    
El 
    gran impulsor de las misiones San Pío V, fundador de la Congregación para 
    la Propagación de la Fe, erige Tucumán (1570). Y Gregorio XIII, continuando 
    su impulso, funda los obispados de Arequipa (1577), Trujillo (1577) y Manila 
    (1579), que fue sufragánea de México hasta 1595. En el XVII se crean cinco 
    nuevas diócesis, durante el reinado de Felipe III; y siglo y medio más tarde 
    se fundan ocho más, reinando Carlos III. Y a las cuatro antiguas sedes metropolitanas 
    se añaden cuatro: Charcas (La Plata o Sucre) (1609), Guatemala (1743), Santiago 
    de Cuba (1803) y Caracas (1803).
    
     
    
    
La 
    pujanza impresionante de este desarrollo eclesial aparece más patente si nos 
    damos cuenta, por ejemplo, que en el Brasil la diócesis de Bahía, fundada 
    en 1551, fué la única hasta 1676. En el Norte de América no empieza propiamente 
    la acción misional hasta 1615, en tiempo de Samuel de Champlain. El Beato 
    Francisco de Montmerency-Laval, en 1674, fue el primer obispo canadiense, 
    con sede en Québec. Y la evangelización de Alaska no se inició hasta finales 
    del siglo XIX.
    
     
    
    
Laicos 
    cristianos evangelizadores
    
     
    
    
Como 
    decíamos al hablar de los cronistas y soldados, hemos de tener siempre presente 
    que el sujeto principal de la acción evangelizadora de las Indias fue la Iglesia, 
    entendida como el pueblo cristiano. Es decir, la evangelización de América 
    no fue hecha sólo por los santos religiosos, cuya biografía recordaremos, 
    y por los grandes obispos misioneros, con su clero. Aquellos santos religiosos, 
    en primer lugar, no eran figuras aisladas, sino que vivían y actuaban en cuanto 
    miembros de unas comunidades religiosas, con frecuencia santas y apostólicas. 
    Pero hemos de recordar además que aquellos héroes misionales contaban siempre 
    con la oración y la cooperación de un pueblo creyente, que estaba decidido 
    a irradiar su fe.
    
     
    
    
Y 
    esto no es sólamente una cuestión histórica, sino algo que parte de principios 
    profundamente teológicos. En efecto, la acción misionera y apostólica, aunque 
    tenga unos órganos específicos para su ejercicio, es acción de toda la Iglesia. 
    Si consideráramos la admirable fecundidad de una cierta madre de familia, 
    y sólo apreciáramos en ella una matriz particularmente sana, caeríamos en 
    grave error: la fecundidad de esa mujer se debe igualmente o más a la salud 
    de sus órganos internos, a la energía de su sistema muscular y respiratorio, 
    a la fuerza de su corazón; y mucho más debe ser atribuída a su espíritu, a 
    su capacidad personal de transmitir vida, de hacer aflorar en este mundo hombres 
    nuevos. Algo semejante ocurre con la Iglesia Madre, cuya fecundidad apostólica 
    procede siempre de Cristo Esposo, y de la participación orante y activa de 
    todo el Cuerpo eclesial.
    
     
    
    
En 
    este sentido, hay que señalar que, junto con los misioneros, las familias 
    cristianas fueron el medio principal de la evangelización de América. Un fenómeno 
    tan complejo y extenso, apenas puede aquí ser indicado brevemente, pero es 
    de la mayor importancia. Es indudable que el mestizaje, la educación doméstica 
    de los hijos, la solicitud religiosa hacia la servidumbre de la casa, fueron 
    quizá los elementos más importantes para la suscitación y el desarrollo de 
    la vida cristiana.
    
     
    
    
Pensemos 
    también en las cofradías reunidas por gremios o en torno a una devoción particular, 
    recordemos los trabajos apostólicos en las doctrinas o catequesis, o la función 
    importantísima de los maestros de escuela, cuya responsabilidad misionera 
    fue impulsada por Lima en 1552; y no olvidemos tampoco a los fundadores innumerables 
    de iglesias y ermitas, conventos y hospitales, escuelas y asilos. 
    
     
    
    
Sólo 
    un ejemplo, traído por el cronista Mariño de Lobera: «Estaba en la Imperial 
    [de Chile] una señora llamada Mencía Marañón, mujer de Alonso de Miranda, 
    que habían venido de junto a Burgos. Y como gente acostumbrada a vivir según 
    la caridad con que se procede en Castilla, tenían esta buena leche en los 
    labios, y se esmeraban más en obras pías cuanto más crecían los infortunios 
    de esta tierra, de suerte que esa señora daba limosna a cuantos indios llegaban 
    a su puerta, y recogía en su casa a los enfermos, curándolos ella misma con 
    mucha diligencia y cuidado. Y saboreábase tanto en estas ocupaciones, que 
    se metía cada día más en ellas hasta hacer su casa un hospital, y amortajar 
    los indios con sus manos» (83).
    
     
    
    
Pensemos 
    en la institución de los fiscales, laicos con responsabilidad pastoral, que 
    eran creados donde no había presencia habitual de un sacerdote. Ya activos 
    desde 1532 en Nueva España y regulados en 1552 en el concilio primero de Lima, 
    prestaron -y todavía prestan en algunas zonas de América- excelentes servicios 
    al pueblo cristiano. Hemos de recordar aquí, por ejemplo, a los dos hermanos 
    Juan Bautista y Jacinto de los Angeles, mártires mexicanos. Ambos eran fiscales 
    indígenas casados, que hacían su servicio en San Francisco de Cajonos, Oaxaca, 
    y que en 1700 fueron matados con garrotes y machetes por denunciar reuniones 
    idolátricas. Sus restos se hallan en la Catedral de Oaxaca, y ha sido iniciado 
    recientemente su proceso de canonización. 
    
     
    
    
Y 
    pensemos también en los encomenderos... Las Leyes de Burgos (1512), primer 
    código de los españoles en las Indias, mandaban a éstos adoctrinar a los indios 
    que tuvieran encomendados, y a los indios les ordenaba vivir cerca de los 
    poblados de los españoles, «porque con la conversación continua que con ellos 
    tendrán, como con ir a la iglesia los días de fiesta a oir misa y los oficios 
    divinos, y ver cómo los españoles lo hacen», más pronto lo aprenderán. Esta 
    teoría del buen ejemplo resultó en la práctica bastante discutible, de manera 
    que en muchas ocasiones, concretamente en las reducciones, y antes en las 
    instrucciones del obispo Vasco de Quiroga, se prefirió para la educación cristiana 
    de los indios la separación habitual de los españoles seglares.
    
     
    
    
El 
    estudio de los testamentos dejados por los encomenderos manifiesta en qué 
    medida estaba viva en ellos la conciencia de sus responsabilidades cristianas 
    hacia los indios. «Esta documentación -dice María Lourdes Díaz-Trechuelo- 
    es de gran riqueza e interés para conocer la mentalidad religiosa de los españoles 
    asentados en América, o nacidos en ella, en los siglos XVI y XVII» (AV, Evangelización 
    654). 
    
     
    
    
Francisco 
    de Chaves, por ejemplo, español de Trujillo, que fue regidor de Arequipa, 
    donde murió en 1568, funda una misa en su testamento «por los indios cristianos 
    naturales de los reinos del Perú a los que yo soy en cargo, vivos y difuntos; 
    quiero el Señor sea servido de los perdonar, a los vivos alumbre el entendimiento 
    y los atraiga al verdadero conocimiento de la santa fe católica». Hernán Rodríguez, 
    cordobés de Belalcázar, que tuvo una encomienda en Popayán, reconociendo que 
    estaba obligado a instruir a los indios «en las cosas de nuestra santa fe 
    católica y no lo hizo», encarga en el testamento al obispo que restituya tomando 
    de sus bienes, «para que mi ánima no pene por ello». Otro cordobés, Juan de 
    Baena, en su testamento de 1570 manda celebrar diez misas del Espíritu Santo 
    para que «se infunda y arraigue su santísima fe en los naturales de esta gobernación 
    [de Venezuela] convertidos». 
    
     
    
    
La 
    frecuencia de estas mandas en los testamentos permite deducir que había en 
    los encomenderos una conciencia generalizada, mejor o peor cumplida, del deber 
    de procurar la formación cristiana de los indios. Uno de los Trece de la fama, 
    Nicolás de Ribera el Viejo, en 1556 funda un hospital para indios en Ica, 
    Perú, pues aunque ha obrado de buena fe haciendo guerra justa a los indios 
    y teniéndolos en encomienda, quiere reparar lo que pesa en su conciencia por 
    haberlos maltratado alguna vez, o por haberles exigido más tributos de los 
    que «sin mucho trabajo ni fatiga de sus personas me podían y debían tributar... 
    o por no les haber dado tan bastante y cumplida doctrina como debía» (ib. 
    654-655).
    
     
    
    
Indios 
    apóstoles de los indios
    
     
    
    
Desde 
    el primer viaje de Colón se pensó en que los indios habían de ser los apóstoles 
    de los indios. Y así algunos naturales tomados por el Almirante fueron instruídos 
    y bautizados en España, teniendo como padrinos a los Reyes Católicos, y de 
    uno al menos, llamado Diego, se sabe que vuelto a Cuba, de donde era originario, 
    explicaba la misa a sus hermanos indígenas (Guarda 32). Con cierta frecuencia 
    los intérpretes venían a hacerse verdaderos colaboradores de los frailes misioneros. 
    
    
     
    
    
El 
    padre Mendieta cuenta, por ejemplo: «Me acaeció tener uno que me ayudaba en 
    cierta lengua bárbara y habiendo yo predicado a los mexicanos en la suya... 
    entraba él, vestido de roquete y sobrepelliz, y predicaba a los bárbaros en 
    la lengua que yo a los otros había dicho, con tanta autoridad, energía, exclamaciones 
    y espíritu, que a mí me ponía harta envidia de la gracia que Dios le había 
    comunicado» (Hª ecl. indiana III,19).
    
     
    
    
Las 
    cofradías de naturales -la más antigua la fundada en Santo Domingo en 1554-, 
    con sus normas internas para la atención de pobres y enfermos, para la catequesis 
    y otras actividades cristianas, tuvieron en toda la América hispana mucha 
    vitalidad, y ellas, desde luego, participaron decisivamente en la evangelización 
    de los indios. También fue decisiva en la evangelización la contribución de 
    los niños educados en los conventos misionales, y cuanto se diga en esto es 
    poco. Volveremos sobre el tema cuando tratemos de los niños mártires de Tlaxcala.
    
     
    
    
Los 
    indios catequistas prestaron igualmente un servicio insustituible en la construcción 
    de la Iglesia en el Mundo Nuevo. Algunos de ellos, incluso, llevados de un 
    celo excesivo, rezaban reunidos, como si fueran cabildo de canónigos, las 
    Horas litúrgicas, y celebraban misas secas en ausencia de los sacerdotes, 
    de modo que el primer concilio de México hubo de moderar y concretar sus funciones. 
    
    
     
    
    
Especial 
    mención hemos de hacer de aquellas muchachas indias, hijas de principales, 
    que recibían en ocasiones una mejor formación en internados religiosos. Ellas, 
    según Mendieta, ayudaban en hospitales y en otras obras buenas, y sobre todo 
    iban «a enseñar a las otras mujeres en los patios de las iglesias o a las 
    casas de las señoras, y a muchas convertían a se bautizar, y ser devotas cristianas 
    y limosneras, y siempre ayudaron a la doctrina de las mujeres» (Hª ecl. indiana 
    III,52; +Motolinía, Memoriales I,62).
    
     
    
    
Por 
    otra parte, y parte muy principal, desde el principio de la evangelización 
    de América, hubo numerosos indios santos, que evidentemente colaboraron en 
    forma decisiva a la evangelización de sus hermanos indígenas. Cuando hablamos 
    del Beato Juan Diego, volveremos sobre el tema.
    
     
    
    
Recordemos, 
    pues, aquí sólo algún caso. El siervo de Dios Nicolás de Ayllón, peruano, 
    educado por los franciscanos de Chiclayo, era sastre, casado con la mestiza 
    María Jacinta, y con ella fundó en Lima el célebre monasterio de Jesús María, 
    para acoger doncellas españolas e indígenas. Murió en olor de santidad en 
    1677, y está incoado su proceso de beatificación (Guarda 170). El indio Baltasar, 
    de Cholula, en México, organizó todo un pueblo al estilo de la vida comunitaria 
    cenobítica. Motolinía y Mendieta nos refieren cómo grupos de tlaxcaltecas 
    salían a regiones vecinas a predicar el Evangelio. Incluso algunas familias 
    se fueron a vivir con los recalcitrantes chichimecas, para evangelizarlos 
    a través de la convivencia. Casos de martirio por la castidad, al estilo de 
    María Goretti, se dieron muchos entre las indias neocristianas, como aquél 
    que narra Mendieta, y que ocasionó la conversión del fracasado seductor: «Hermana, 
    tú has ganado mi alma, que estaba perdida y ciega» (Hª ecl. indiana III,52). 
    ¿Cómo se podrá, en fin, encarecer suficientemente el influjo de los mejores 
    indios cristianos en la evangelización de América?...
    
     
    
    
A 
    pesar de los malos cristianos
    
     
    
    
San 
    Lucas, al contar la historia de la primera difusión del Evangelio, no insiste 
    mucho en los escándalos producidos por los malos cristianos, al estilo de 
    Ananías y Safira, sino que centra su relato en las figuras de los verdaderos 
    evangelizadores, Pedro y Pablo, Esteban y Felipe... Y es natural que así lo 
    hiciera, pues estaba escribiendo precisamente los hechos de los apóstoles. 
    Es lógico que, haciendo crónica de la primera evangelización del mundo pagano, 
    dejara a un lado las miserias de los malos cristianos, ya que ellos no colaboraron 
    a la evangelización; por el contrario, ésta se hizo a pesar de ellos. Pues 
    bien, tampoco los cristianos infieles o perversos merecen ser recordados al 
    hablar de las hechos de los apóstoles de América. Pero no quedaría completo 
    nuestro cuadro sin mencionar brevemente su existencia. 
    
     
    
    
Los 
    cronistas primitivos, al hablar de descubrimientos y conquistas, no ocultan 
    los hechos criminales, sino que los denuncian con amargura. Así Mariño de 
    Lobera, después de narrar una acción cruel de sus compañeros españoles, afirma: 
    «Esta gente que conquistó Chile por la mayor parte de ella tenía tomado el 
    estanco de las maldades, desafueros, ingratitudes, bajezas y exorbitancias» 
    (Crónica 58). 
    
     
    
    
Pero 
    tampoco faltaban en tiempos de paz los abusos y extorsiones. En el Perú de 
    1615, el mestizo Felipe Guaman Poma de Ayala, el mismo que elogia a Lima, 
    «a donde corre tanta cristiandad y buena justicia», o Tucumán, «toda cristiandad 
    y policía y buena gente caritativos, amigo de los pobres», hablando así de 
    muchas otras ciudades -Bogotá, Popayán, Riobamba, Cuenca, Loja, Cajamarca- 
    (Nueva crónica C,1077-1154), en otras páginas de su escrito dice cosas como 
    ésta: «Todos los españoles son contra los indios pobres de este reino. Hay 
    que considerar en éste mucho... Y no hay cristianos ni santos, que todos están 
    en el cielo» (C, 1014). Eso le lleva a una oración ingenua y desesperada: 
    «Jesucristo, guárdame de los justicias, del corregidor, alcalde, pesquisidor, 
    jueces, visitadores, padre doctrinante, de todos los españoles, los ladrones, 
    los despojadores de hombres. Protégeme. Cruz» (B,903)...
    
     
    
    
Siendo 
    tanto lo malo en las Indias, debió ser enorme lo bueno, para que la evangelización 
    fuera posible, como lo fue.
    
     
    
    
Un 
    pueblo apostólico y misionero
    
     
    
    
La 
    Iglesia en las Indias fue una madre capaz de engendrar con Cristo Esposo más 
    de veinte naciones cristianas. Y en esta admirable fecundidad misionera colaboraron 
    todos, Reyes y virreyes, escribanos y soldados, conquistadores y cronistas, 
    escribanos y funcionarios, frailes y padres de familia, encomenderos, barberos, 
    sastres y agricultores, indios catequistas, gobernadores y maestros de escuela, 
    cofradías de naturales, de criollos, de negros, de españoles o de viudas, 
    gremios profesionales, patronos de fundaciones piadosas, de hospitales y conventos, 
    laicos fiscales y religiosas de clausura, párrocos y doctrinos, niños hijos 
    de caciques, educados en conventos religiosos, corregidores y alguaciles...
    
     
    
    
Todo 
    un pueblo cristiano y fiel, con sus leyes y costumbres, con sus virtudes y 
    vicios, con sus poesías y danzas, canciones y teatros, con sus cruces alzadas 
    y templos, sus fiestas y procesiones, y sobre todo con sus inmensas certezas 
    de fe, a pesar de sus pecados, fue el sujeto real de la acción apostólica 
    de la Iglesia.
    
     
    
    
Ese 
    pueblo, evidentemente confesional, que no fue a las Indias a anunciar a los 
    indígenas la duda metódica, sino que recibió de Dios y de la Iglesia el encargo 
    de transmitir al Nuevo Mundo la gloriosa certeza de la Santa Fé Católica, 
    cumplió su misión, y es el responsable de que hoy una mitad de la Iglesia 
    Católica piense y crea, sienta, hable y escriba en español.
    
     
    
    
España 
    católica
    
     
    
    
El 
    proceso de secularización de las naciones de Occidente, iniciado sobre todo 
    a partir de la Revolución fracesa, además de traer la pérdida de la confesionalidad 
    pública, rara vez ha conducido simultáneamente a la pérdida o deterioro grave 
    de la conciencia de identidad nacional en esos países, a pesar de que todos 
    ellos proceden de una antigua y fuerte raíz cristiana. Por el contrario, esto 
    ha sucedido muy acusadamente en España.
    
     
    
    
Mientras 
    que hoy, habitualmente, un alemán se sigue sintiendo alemán, como sus antepasados, 
    y no desea ser otra cosa; y un inglés, al finalizar un espectáculo, canta 
    con entusiasmo el tradicional God save the Queen!; o un francés, sea cual 
    sea su ideología, suele ser bien consciente de la grandeur de la France; o 
    un joven canadiense, adonde quiera que vaya, lleva en la mochila el signo 
    de su patria; es patente que entre los españoles no suele suceder hoy nada 
    parecido. ¿Por qué?...
    
     
    
    
Cada 
    nación ha tenido su propia historia, y un conjunto muy complejo de factores 
    de diversa índole han contribuido a forjar la propia identidad nacional. Pues 
    bien, el influjo decisivo de la fe católica en la configuración de la unidad 
    nacional española es lo que explica ese hecho diferencial enigmático acerca 
    del cual nos interrogamos. Durante ocho siglos vivió España el singular proceso 
    de la Reconquista, que no tuvo paralelo en ninguna otra nación europea, si 
    se exceptúa Portugal. Aquel arduo empeño de siglos fue lo que reunió en torno 
    a la fe en Cristo a los pueblos de la península, racial y culturalmente muy 
    diversos, transcendiendo sus luchas e intereses particulares encontrados. 
    Y toda la historia posterior de España, durante muchos siglos, ha estado marcada 
    precisamente por aquella fe que, como ningún otro factor, forjó la unidad 
    nacional e inspiró sus empresas colectivas.
    
     
    
    
En 
    esta perspectiva se debe contemplar cómo la secularización actual de la vida 
    pública española, considerada como imperativo necesario de las «libertades 
    modernas» tanto por comunistas y socialistas, como por liberales y democristianos, 
    ha roto el nudo fundamental que mantenía unidas a las partes, ha producido 
    una pérdida casi completa de la identidad española, y ha hecho al mismo tiempo 
    artificiales las fórmulas políticas que se vienen dando para tratar de sustentar 
    de modo ideológico, y no meramente pragmático o de crasa conveniencia, la 
    unidad en España de pueblos y regiones.
    
     
    
    
En 
    efecto, ningún país europeo tiene como España a sus pueblos integrantes unidos 
    desde hace tantos siglos -cinco, siete o más-, y en ninguno de ellos, sin 
    embargo, se dan fuerzas separatistas tan violentas como en España. Mientras 
    que la identidad nacional de Hispania es una de las más antiguas y de las 
    más profundamente caracterizadas de Occidente y del mundo, hoy, a pesar de 
    eso, en la península el nombre mismo de «España» va quedando proscrito: unos 
    dirán «este país», otros hablarán del «Estado», como los separatistas, y aquel 
    irónico dirá «Carpetovetonia» o lo que sea, pero fuera de las instancias oficiales 
    obligadas, o del pueblo sencillo, rara vez se pronuncia el nombre de «España»... 
    
    
     
    
    
¿Y 
    esto por qué? ¿Es que nuestra historia carece de las glorias que iluminan 
    la memoria colectiva de otros pueblos? ¿Es que nuestros males pasados o presentes 
    no hallan comparación con los habidos o cometidos en otras naciones?... No, 
    no, en absoluto, no es por eso. Sólamente podría pensar así quien ignorase 
    por completo la historia de las naciones. Todos los pueblos, también España, 
    son pueblos pecadores, sin duda alguna, y en todos los siglos de su historia, 
    como en el presente, abundan indeciblemente las miserias más vergonzosas: 
    pero en cualquiera de ellos, menos en España, se canta el himno nacional, 
    se honra la bandera y la propia historia, o se celebran con alegría las fiestas 
    patrias. Y tampoco este fenómeno extraño puede explicarse en referencia «al 
    carácter nacional» del español, pues éste más bien ha sido siempre enérgico 
    y seguro de sí mismo. 
    
     
    
    
No, 
    el efecto procede de otra causa. El aborrecimiento hacia «España», el sentimiento 
    de vergüenza hacia su historia, el complejo de inferioridad frente a los otros 
    pueblos desarrollados, se da hoy en aquellos españoles más avisados que han 
    comprendido a tiempo que para ser «modernos», para incorporarse definitivamente 
    «a las corrientes progresistas de la historia», es imprescindible afirmarse 
    en un humanismo autónomo, es preciso renunciar al cristianismo, o al menos 
    relegarlo muy estrictamente al secreto más íntimo de la conciencia, evitando 
    toda proyección pública y social: es decir, se hace necesario dejar de ser 
    «español». 
    
     
    
    
Ésta 
    es la verdad. Por otra parte, apagado en España el principio católico de su 
    vida nacional, que había mantenido unidos durante siglos a pueblos muy diversos, 
    el liberalismo, ya en avanzada secularización de la vida pública, dio lugar, 
    como en otros pueblos, a un nacionalismo centralista sumamente idóneo para 
    suscitar a la contra nacionalismos regionalistas. 
    
     
    
    
Y 
    en ésas estamos. Ahora, en zonas como el centro de la península, los ilustrados 
    actuales, como herederos espirituales de los ilustrados del XVIII y de los 
    liberales del XIX, cuya política ha sido dominante en esas regiones desde 
    comienzos del siglo pasado, siguen manteniendo la unidad nacional, pero vaciada 
    de todo contenido religioso, y por eso, si rehusan mencionar el nombre de 
    «España», es precisamente por la densidad de fe y de tradición católica que 
    este nombre entraña. En esas mismas zonas, sin embargo, el amor patrio todavía 
    se mantiene, a duras penas, en el pueblo sencillo, que durante mucho tiempo 
    ha sido ajeno y poco vulnerable a las ideas y sentimientos antitradicionales 
    de las clases gobernantes y de las élites ilustradas. 
    
     
    
    
Por 
    otra parte, en la periferia peninsular, en aquellas regiones que antes fueron 
    de las más acusadamente católicas y antiliberales, como el País Vasco y gran 
    parte de Cataluña, el secularismo, dejando de lado a Dios como principio de 
    unidad social, alza con fuerza el culto religioso a la lengua y a la etnia 
    propias... y siembra con eficacia, esta vez también entre el pueblo sencillo, 
    la aversión a «España»...
    
     
    
    
1992. 
    Así, en esta situación agónica, España, avergonzada de sí misma y de su historia, 
    y avergonzada también por supuesto de su historia americana, «celebró» -es 
    un decir- el V Centenario del descubrimiento y evangelización de América. 
    Que Dios nos pille a todos confesados. 
    
     
    
    
Por 
    lo que a nosotros se refiere, terminada esta I Parte de nuestra obra, ya no 
    hablaremos más, como no sea ocasionalmente, de los aspectos políticos y populares 
    de la acción de España en América, sino que nos centraremos en el estudio 
    de las personalidades individuales apostólicas más notables. Es decir, nos 
    dedicaremos ya, gozosa y libremente, a narrar los grandes Hechos de los apóstoles 
    de América.
    
     
    
    
La Virgen de Guadalupe nos ayude.