Grandeza y miseria
de los aztecas 
 
El 
    imperio azteca
La ciudad grandiosa
Religiosidad y altura moral
Las grandes cualidades de los indios
Dominadores de muchos pueblos
El lado siniestro de un mundo pagano
Huitzilopochtli
Los sacrificios humanos
«Lágrimas y horror y espanto»
La poligamia
El enigma de los contrastes inconciliables 
    
 
    
      
    
    
El imperio azteca
 
    
      
    
    
En el inmenso territorio que llamamos 
    México, y que hoy concebimos como una unidad nacional, coexistieron muchos 
    pueblos diversos: al sur mayas, zapotecas, al este olmecas, totonacas, toltecas, 
    al centro tlaxcaltecas, tarascos, otomíes, chichimecas, al norte pimas, tarahumaras, 
    y tantos más, ajenos unos a otros, y casi siempre enemigos entre sí. Entre 
    todos ellos habían de distinguirse muy especialmente los aztecas, que procedentes 
    del norte, fueron descendiendo hacia los grandes lagos mexicanos, hacia la 
    región de Anáhuac. Conducidos por su dios Huitzilopochtli -para los españoles, 
    Huichilobos-, dios guerrero y terrible, llegaron en 1168 al valle de México 
    (término que procede de Mexitli, nombre con el que también se llamaba Huitzilopochtli), 
    y establecieron en Tenochtitlán su capital. 
 
    
      
    
    
De este modo, el pueblo azteca, 
    convencido de haber sido elegido por los dioses para una misión grandiosa, 
    fue desplazando a otros pueblos, y ya para 1400 toda la tierra vecina del 
    lago estaba en sus manos. En 1500, poco antes de la llegada de los españoles, 
    el imperio azteca reunía 38 señoríos, y se sustentaba en la triple alianza 
    de México (Tenochtitlán), Tezcoco y Tacuba (Tlacopan).
 
    
      
    
    
El pueblo azteca llevó a síntesis 
    lo mejor de las culturas creadas por otros pueblos, como los teotihuacanos 
    y los toltecas. Organizado en clanes, bajo un emperador poderoso y varios 
    señores, fue desarrollándose con gran prosperidad. En astronomía alcanzó notables 
    conocimientos, elaboró un calendario de gran exactitud, y logró un sistema 
    pictográfico e ideográfico de escritura que, con el de los mayas, fue el único 
    de la América prehispánica.
 
    
      
    
    
Por otra parte, los aztecas, aunque 
    no conocían la rueda ni tenían animales de tracción, construyeron con gran 
    destreza caminos y puentes, casas, acueductos y grandiosos templos piramidales. 
    Ignoraban la moneda, pero dispusieron con mucho orden enormes mercados o tianguis. 
    Tampoco conocían el arado -pinchaban la tierra con una especie de lanza-, 
    pero hicieron buenos cultivos, aunque reducidos, ingeniándose también para 
    cultivar en chinampas o islas artificiales.
 
    
      
    
    
En cuando a las artes diversas, 
    los pueblos indígenas de México alcanzaron un alto nivel de perfección técnica 
    y estética.
 
    
      
    
    
Así, en 1519, antes de la conquista, 
    los objetos que Hernán Cortés envió a Carlos I -una serie de objetos indios 
    de oro, plata, piedras preciosas, plumería, etc., que había recibido de los 
    mayas, de los totonacas y de los obsequios aztecas de Moctezuma-, causaron 
    en Europa verdadera impresión. Alberto Durero, que pudo verlos en Flandes 
    en la corte del emperador, escribió en su Diario: «A lo largo de mi vida, 
    nada he visto que regocije tanto mi corazón como estas cosas. Entre ellas 
    he encontrado objetos maravillosamente artísticos... Me siento incapaz de 
    expresar mis sentimientos» (+J.L. Martínez, Cortés 187).
 
    
      
    
    
La ciudad grandiosa
 
    
      
    
    
La capital del imperio azteca era 
    Tenochtitlán, construída en una laguna, y consagrada en 1325 con la dedicación, 
    en su mismo centro, de un grandioso templo piramidal o teocali (de teotl, 
    dios, y cali, casa).
 
    
      
    
    
Cuando en noviembre de 1519 los 
    españoles avistaron por primera vez aquella ciudad formidable, una de las 
    mayores del mundo en aquella época, quedaron realmente asombrados... «Desde 
    que vimos cosas tan admirables -cuenta el soldado Bernal Díaz del Castillo-, 
    no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por 
    una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas... 
    y por delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos 
    a cuatrocientos soldados» (cp.88)...
 
    
      
    
    
Cuatro días más tarde, ya entrados 
    en la ciudad, Cortés y los suyos, a caballo los que lo tenían, y acompañados 
    de caciques aztecas, salieron a visitar aquella gran ciudad formidable. Lo 
    primero que visitaron fue el tianguis, el inmenso mercado de la plaza de Tlatelolco: 
    mantas multicolores y joyas preciosas, animales y esclavos, alimentos y bebidas, 
    plantas y pájaros, allí había de todo, distribuido con un orden perfecto.
 
    
      
    
    
«Solamente el rumor y zumbido de 
    las voces y palabras que allí había -cuenta Bernal- sonaba más que de una 
    legua, y entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del 
    mundo, y en Constantinopla, y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan 
    bien compasada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta gente no la 
    habían visto». Y junto a esto, «veíamos en aquella gran laguna tanta multitud 
    de canoas, unas que venían con bastimentos y otras que volvían con cargas 
    y mercaderías;... y veíamos en aquellas ciudades cúes y adoratorios a manera 
    de torres y fortalezas [pirámides truncadas], y todas blanqueando, que era 
    cosa de admiración, y las casas de azoteas» (cp.92).
 
    
      
    
    
Otro soldado, Alonso de Aguilar, 
    al visitar también aquella gran ciudad aún no conquistada, confiesa que «ponía 
    espanto ver tanta multitud de gentes», y escribe: «Tendría aquella ciudad 
    pasadas de cien mil casas, y cada una casa era puesta y hecha encima del agua 
    en unas estacadas de palos, y de casa a casa había una viga y no más por donde 
    se mandaba, por manera que cada casa era una fortaleza» (Relación, 5ª jornada).
 
    
      
    
    
Año y medio más tarde, el 13 de 
    agosto de 1521, el poder azteca que tenía su centro en aquella gran ciudad 
    de Tenochtitlán, se vendría abajo para siempre, dando lugar a la Nueva España.
 
    
      
    
    
Religiosidad y altura moral
 
    
      
    
    
Cuando los españoles entraron en 
    México, fueron descubriendo pueblos profundamente religiosos, en los que la 
    religiosidad era propiamente la forma fundamental de la existencia individual 
    y familiar, social y política. Tenían, aunque politeístas, alguna idea de 
    un Dios superior, creador de todo, inmortal e invisible, sin principio ni 
    fin (Hunab Ku, para los mayas, Pije Tao para los zapotecas...) También tenían 
    cierta noticia de una retribución final tras la muerte, y practicaban, concretamente 
    los mayas y aztecas, una ascética religiosa severa, con oraciones, ayunos 
    y rigurosas mortificaciones sangrientas. 
 
    
      
    
    
Las oraciones aztecas que nos han 
    llegado son realmente maravillosas en la profundidad de su sentimiento y en 
    la pureza de su idea: «¡Oh valeroso señor nuestro, debajo de cuyas alas nos 
    amparamos y defendemos y hallamos abrigo! ¡Tú eres invisible y no palpable,bien 
    así como la noche y el aire! ¡Oh, que yo, bajo y de poco valor, me atrevo 
    a parecer delante de vuestra majestad!... Pues ¿qué es ahora, señor nuestro, 
    piadoso, invisible, impalpable, a cuya voluntad obedecen todas las cosas, 
    de cuya disposición pende el regimiento de todo el orbe, a quien todo está 
    sujeto, qué es lo que habéis determinado en vuestro divino pecho?» (Sahagún 
    VI,1)...
 
    
      
    
    
Con algunas excepciones, casi todos 
    esos pueblos, mayas, aztecas, totonacas, obsesionados por el misterio del 
    devenir y de la muerte, practicaban sacrificios humanos, de enigmática significación. 
    Coincidiendo con otros autores, Christian Duverger, al estudiar la economía 
    del sacrificio azteca, ve en éste un intento de sostener y dinamizar los ciclos 
    vitales, ya que «la muerte libera un excedente de energía vital»... Y precisamente 
    en el sacrificio ritual, la artificialidad de la muerte provocada es lo que 
    hace posible orientar hacia los dioses esa energía, logrando así que se «transmute 
    la fuga de fuerzas en brote de potencia» (La flor letal 112s). De este modo 
    la sangre humana ofrecida a los dioses, vitaliza las fuentes de toda energía, 
    y alimenta las reservas de fuerza que el sol simboliza, concentra e irradia.
 
    
      
    
    
La educación azteca era también 
    profundamente religiosa. Junto a ciertos conocimientos manuales, guerreros, 
    musicales o astrológicos, o de higiene, cortesía y oratoria, se iniciaba a 
    los muchachos, entre los 10 y los 20 años, en la oración, en el servicio a 
    los ídolos, en la castidad, con muy severas prácticas penitenciales. Y la 
    ascesis era tanto más dura cuanto más alta era la condición social de los 
    muchachos. En la alta sociedad, por ejemplo, la embriaguez podía ser castigada 
    con la muerte. Ya aludimos más arriba (21) al cuadro realmente impresionante 
    que traza Bernardino de Sahagún cuando describe la antigua pedagogía religiosa 
    de los indios de la Nueva España (Historia Gral. lib.VI).
 
    
      
    
    
Concretamente, a quienes por su 
    cuna estaban destinados a ocupar lugares de autoridad se les educaba desde 
    niños en el autodominio y la más profunda humildad religiosa: «Mira que no 
    sea fingida tu humildad, mira que nuestro señor dios ve los corazones y ve 
    todas las cosas secretas, por muy escondidas que estén; mira que sea pura 
    tu humildad y sin mezcla alguna de soberbia» (lib.VI, 20)... Entre los aztecas, 
    como observa Jacques Soustelle, «el ideal de la clase superior es una gravitas 
    completamente romana en la vida privada, en las palabras, en la actitud, junto 
    con una cortesía exquisita» (La vida 222).
 
    
      
    
    
Es interesante observar, por otra 
    parte, que estas grandes culturas, al mismo tiempo que sufrieron muy graves 
    desviaciones de la vida sexual, a su modo apreciaron mucho la castidad, y 
    supieron inculcarla eficazmente. En este sentido, la llegada de los españoles 
    pudo ocasionar cierta relajación, al menos en determinados aspectos. Así, 
    por ejemplo, refiere Diego de Landa que las mujeres mayas del Yucatán «preciábanse 
    de buenas y tenían razón, porque antes que conociesen nuestra nación, según 
    los viejos ahora lloran, lo eran a maravilla» (Relación cp.5). 
 
    
      
    
    
Las grandes cualidades de los indios
 
    
      
    
    
Las cualidades de los indios mexicanos 
    impresionaron a los primeros españoles quizá aún más que sus vicios y horribles 
    supersticiones. Un franciscano, por ejemplo, de la primera evangelización, 
    Motolinía, habla muchas veces de los indios de México con verdadero entusiasmo. 
    En su Historia de los indios de la Nueva España, aunque se refiere generalmente 
    a indios recién cristianos -la termina en 1541-, refleja también en buena 
    parte lo que aquellos indios ya eran antes del Evangelio: 
 
    
      
    
    
«Estos indios casi no tienen estorbo 
    que les impida para ganar el cielo, de los muchos que los españoles tenemos, 
    porque su vida se contenta con muy poco, y tan poco que apenas tienen con 
    qué se vestir y alimentar. Su comida es paupérrima, y lo mismo es el vestido. 
    Para dormir, la mayor parte de ellos aún no alcanzan una estera sana. No se 
    desvelan en adquirir ni guardar riquezas, ni se matan por alcanzar estados 
    ni dignidades. Con su pobre manta se acuestan, y en despertando están aparejados 
    para servir a Dios, y si se quieren disciplinar [para hacer penitencia], no 
    tienen estorbo ni embarazo de vestirse y desnudarse. Son pacientes, sufridos 
    sobre manera, mansos como ovejas. Nunca me acuerdo haberlos visto guardar 
    injuria; humildes, a todos obedientes, ya de necesidad, ya de voluntad, no 
    saben sino servir y trabajar. Todos saben labrar una pared y hacer una casa, 
    torcer un cordel, y todos los oficios que no requieren mucha arte. Es mucha 
    la paciencia y sufrimiento que en las enfermedades tienen. Sus colchones es 
    la dura tierra, sin ropa ninguna; cuando mucho tienen una estera rota, y por 
    cabecera una piedra o un pedazo de madero, y muchos ninguna cabecera, sino 
    la tierra desnuda. Sus casas son muy pequeñas, algunas cubiertas de un solo 
    terrado muy bajo, algunas de paja, otras como la celda de aquel santo abad 
    Hilarión, que más parecen sepultura que no casa».
 
    
      
    
    
«Están estos indios y moran en sus 
    casillas, padres y hijos y nietos; comen y beben sin mucho ruido ni voces. 
    Sin rencillas ni enemistades pasan su tiempo y vida, y salen a buscar el mantenimiento 
    a la vida humana necesario, y no más. Si a alguno le duele la cabeza o cae 
    enfermo, si algún médico entre ellos fácilmente se puede haber, sin mucho 
    ruido ni costa, vanlo a ver, y si no, más paciencia tienen que Job...»
 
    
      
    
    
«Si alguna de estas indias está 
    de parto, tienen muy cerca la partera, porque todas lo son. Y si es primeriza 
    va a la primera vecina o parienta que le ayude, y esperando con paciencia 
    a que la naturaleza obre, paren con menos trabajo y dolor que las nuestras 
    españolas... El primer beneficio que a sus hijos hace es lavarlos luego con 
    agua fría, sin temor que les haga daño. Y con esto vemos y conocemos que muchos 
    de éstos así criados desnudos, viven buenos y sanos, y bien dispuestos, recios, 
    fuertes, alegres, ligeros y hábiles para cuanto de ellos quieren hacer; y 
    lo que más hace al caso es, que ya que han venido en conocimiento de Dios, 
    tienen pocos impedimentos para seguir y guardar la vida y ley de Jesucristo». 
    Y añade: «Cuando yo considero los enredos y embarazos de los españoles, querría 
    tener gracia para me compadecer de ellos, y mucho más y primero de mí» (I,14, 
    148-151).
 
    
      
    
    
El Señor, «que enseña al hombre 
    la ciencia, ese mismo proveyó y dio a estos Indios naturales grande ingenio 
    y habilidad para aprender todas las ciencias, artes y oficios que les han 
    enseñado, porque con todos han salido en tan breve tiempo, que en viendo los 
    oficios que en Castilla están muchos años en los aprender, acá en sólo mirarlos 
    y verlos hacer, han muchos quedado maestros. Tienen el entendimiento vivo, 
    recogido y sosegado, no orgulloso ni derramado como otras naciones... Aprendieron 
    a leer brevemente así en romance como en latín... Escribir se enseñaron en 
    breve tiempo, y si el maestro les muda otra forma de escribir, luego ellos 
    también mudan la letra y la hacen de la forma que les da su maestro». Todas 
    las ciencias, artes y oficios -la música y el canto, la gramática y la pintura, 
    la orfebrería, la imaginería o la construcción-, todas las aprendían de tal 
    modo que con frecuencia superaban en poco tiempo a los maestros españoles 
    (III,12-13, 398-411).
 
    
      
    
    
Dominadores de muchos pueblos
 
    
      
    
    
El mesianismo azteca tenía sus fundamentos 
    en el gremio sacerdotal y en una formidable casta de guerreros. De este modo 
    la potencia del pueblo azteca fue sujetando poco a poco bajo su dominio a 
    muchos pueblos y señoríos. Los embajadores aztecas, con grandiosa pompa y 
    acompañamiento, visitaban estos pueblos y les invitaban a ser súbditos. La 
    embajada de Tenochtitlán era la primera. Si no bastaba, seguía la de Texcoco, 
    y si tampoco ésta conseguía el objetivo, a la embajada de Tlacopan correspondía 
    el ultimatum, la última advertencia. Una vez sujetada la ciudad o provincia 
    por la razón o la fuerza guerrera, se procedía a las ceremoniosas negociaciones, 
    en las que se fijaban los tributos (Soustelle 203-213). Los pueblos sujetos 
    conservaban normalmente sus propios señores y leyes, sus idiomas, costumbres 
    y dioses, aunque habían de reconocer también al dios nacional azteca.
 
    
      
    
    
Por otra parte, como hace notar 
    Alvear Acevedo, hay que tener en cuenta que «la guerra, la conquista y el 
    sometimiento de otros pueblos, tenían motivos económicos y políticos, pero 
    también razones religiosas de búsqueda de prisioneros para su inmolación» 
    (87). En todo caso, a principios del siglo XVI, el emperador Moctezuma, el 
    gran tlatoani (de tlatoa, el que habla), recibía tributo de 371 pueblos. Cada 
    semestre, pasaban los recaudadores o calpixques a recoger los impuestos que 
    en especies y cuantías estaban perfectamente determinados. Así era el gran 
    imperio azteca, y el náhuatl era su lengua.
 
    
      
    
    
Esta ambiciosa política guerrera 
    de los aztecas trajo una muy precaria paz imperial entre los pueblos, pues, 
    como señala Motolinía, «todos andaban siempre envueltos en guerra unos contra 
    otros, antes que los Españoles viniesen. Y era costumbre general en todos 
    los pueblos y provincias, que al fin de los términos de cada parte dejaban 
    un gran pedazo yermo y hecho campo, sin labrarlo, para las guerras. Y si por 
    caso alguna vez se sembraba, que era muy raras veces, los que lo sembraban 
    nunca lo gozaban, porque los contrarios sus enemigos se lo talaban y destruían» 
    (III,18, 450).
 
    
      
    
    
El lado siniestro de un mundo pagano
 
    
      
    
    
Según narra Bernal Díez del Castillo, 
    los soldados españoles, primero en Campeche, en 1517, al oeste del Yucatán, 
    y pronto a medida que avanzaban en sus incursiones, fueron conociendo el espanto 
    de los templos de los indios, donde se sacrificaban hombres, y el horror de 
    los sacerdotes, papas, «los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta 
    con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar»... Allí vieron «unas 
    casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal 
    y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos [imágenes] de serpientes 
    y culebras grandes, y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor 
    de uno como altar, lleno de gotas de sangre» (cp.3). En una isleta «hallamos 
    dos casas bien labradas, y en cada casa unas gradas, por donde subían a unos 
    como altares, y en aquellos altares tenían unos ídolos de malas figuras, que 
    eran sus dioses. Y allí hallamos sacrificados de aquella noche cinco indios, 
    y estaban abiertos por los pechos y cortados los brazos y los muslos, y las 
    paredes de las casas llenas de sangre» (cp.13). Lo mismo vieron no mucho después 
    en la isla que llamaron San Juan de Ulúa (cp.14). Eran escenas espantosas, 
    que una y otra vez aquellos soldados veían como testigos asombrados. 
 
    
      
    
    
Avanzando ya hacia Tenochtitlán, 
    la capital azteca, hizo Pedro de Alvarado una expedición de reconocimiento, 
    con doscientos hombres, por la región de Culúa, sujeta a los aztecas. Y «llegado 
    a los pueblos, todos estaban despoblados de aquel mismo día, y halló sacrificados 
    en unos cúes [templos] hombres y muchachos, y las paredes y altares de sus 
    ídolos con sangre, y los corazones presentados a los ídolos; y también hallaron 
    los cuchillazos de pedernal con que los abrían por los pechos para sacarles 
    los corazones. Dijo Pedro de Alvarado que habían hallado en todos los más 
    de aquellos cuerpos muertos sin brazos y piernas, y que dijeron otros indios 
    que los habían llevado para comer, de lo cual nuestros soldados se admiraron 
    mucho de tan grandes crueldades. Y dejemos de hablar de tanto sacrificio, 
    pues desde allí adelante en cada pueblo no hallábamos otra cosa» (cp.44). 
    
 
    
      
    
    
Huitzilopochtli
 
    
      
    
    
Pero el espanto mayor iban a tenerlo 
    en Tenochtitlán, en el corazón mismo del imperio azteca. Aquel imperio formidable, 
    construído sobre el mesianismo religioso azteca, tenía, como hemos visto, 
    un centro espiritual indudable: el gran teocali de Tenochtitlán, desde el 
    cual imperaba Huitzilopochtli. Este ídolo temible, que al principio había 
    recibido culto en una modesta cabaña, y posteriormente en templos más dignos, 
    finalmente en 1487, cinco años antes del descubrimiento de América, fue entronizado 
    solemnemente en el teocali máximo del imperio.
 
    
      
    
    
Durante cuatro años, millares de 
    esclavos indios lo habían edificado, mientras el emperador Ahuitzotl guerreaba 
    contra varios pueblos, para reunir prisioneros destinados al sacrificio. La 
    pirámide truncada, de una altura de más de 70 metros, sostenía en la terraza 
    dos templetes, en uno de los cuales presidía el terrible Huitzilopochtli, 
    y en el otro Tezcalipoca. Ciento catorce empinados escalones conducía a la 
    cima por la fachada principal labrada de la pirámide. En torno al templo, 
    muchos otros palacios y templos, el juego de pelota y los mercados, formaban 
    una inmensa plaza. En lo alto del teocali, frente al altar de cada ídolo, 
    había una piedra redonda o téchcatl, dispuesta para los sacrificios humanos.
 
    
      
    
    
A la multitud de dioses y templos 
    mexicanos correspondía una cantidad innumerable de sacerdotes. Sólamente en 
    este templo mayor había unos 5.000, y según dice Trueba, «no había menos de 
    un millón en todo el imperio» (Huichilobos 33). Entre estos sacerdotes existían 
    jerarquías y grados diversos, y todos ellos se tiznaban diariamente de hollín, 
    vestían mantas largas, se dejaban crecer los cabellos indefinidamente, los 
    trenzaban y los untaban con tinta y sangre. Su aspecto era tan espantoso como 
    impresionante.
 
    
      
    
    
Los sacrificios humanos
 
    
      
    
    
Los aztecas vivían regidos continuamente 
    por un Calendario religioso de 18 meses, compuesto cada uno de 20 días, y 
    muchas de las celebraciones litúrgicas incluían sacrificios humanos. Otros 
    acontecimientos, como la inauguración de templos, también exigían ser santificados 
    con sangre humana. Por ejemplo, en tiempos de Axayáctl (1469-1482), cuando 
    se inauguró el Calendario Azteca, esa enorme y preciosa piedra de 25 toneladas 
    que es hoy admiración de los turistas, se sacrificaron 700 víctimas (Alvear 
    92). Y poco después Ahítzotl, para inaugurar su reinado, en 1487, consagró 
    el gran teocali de Tenochtitlán. En catorce templos y durante cuatro días, 
    ante los señores de Tezcoco y Tlacopan, que habían sido invitados a la solemne 
    ceremonia, se sacrificaron innumerables prisioneros, hombres, mujeres y niños, 
    quizá 20.000, según el Códice Telleriano, aunque debieron ser muchos más, 
    según otros autores, y como se afirma en la crónica del noble mestizo Alva 
    Ixtlilxochitl:
 
    
      
    
    
«Fueron ochenta mil cuatrocientos 
    hombres en este modo: de la nación tzapoteca 16.000, de los tlapanecas 24.000, 
    de los huexotzincas y atlixcas otros 16.000, de los de Tizauhcóac 24.4000, 
    que vienen a montar el número referido, todos los cuales fueron sacrificados 
    ante este estatuario del demonio [Huitzilipochtli], y las cabezas fueron encajadas 
    en unos huecos que de intento se hicieron en las paredes del templo mayor, 
    sin [contar] otros cautivos de otras guerras de menos cuantía que después 
    en el discurso del año fueron sacrificados, que vinieron a ser más de 100.000 
    hombres; y así los autores que exceden en el número, se entiende con los que 
    después se sacrificaron» (cp.60). 
 
    
      
    
    
Treinta años después, cuando llegaron 
    los soldados españoles a la aún no conquistada Tenechtitlan, pudieron ver 
    con indecible espanto cómo un grupo de compañeros apresados en combate eran 
    sacrificados al modo ritual. Bernal Díaz del Castillo, sin poder reprimir 
    un temblor retrospectivo, hace de aquellos sacrificios humanos una descripción 
    alucinante (cp.102). Pocos años después, el franciscano Motolinía los describe 
    así:
 
    
      
    
    
«Tenían una piedra larga, la mitad 
    hincada en tierra, en lo alto encima de las gradas, delante del altar de los 
    ídolos. En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, 
    y el pecho muy tenso, porque los tenían atados los pies y las manos, y el 
    principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más 
    ordinariamente sacrificaban, y si algunas veces había tantos que sacrificar 
    que éstos se cansasen, entraban otros que estaban ya diestros en el sacrificio, 
    y de presto con una piedra de pedernal, hecho un navajón como hierro de lanza, 
    con aquel cruel navajón, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto 
    sacábanle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima 
    del umbral del altar de parte de fuera, y allí dejaba hecha una mancha de 
    sangre; y caído el corazón, estaba un poco bullendo en la tierra, y luego 
    poníanle en una escudilla [cuauhxicalli] delante del altar.
 
    
      
    
    
«Otras veces tomaban el corazón 
    y levantábanle hacia el sol, y a las veces untaban los labios de los ídolos 
    con la sangre. Los corazones a las veces los comían los ministros viejos; 
    otras los enterraban, y luego tomaban el cuerpo y echábanle por la gradas 
    abajo a rodar; y allegado abajo, si era de los presos en guerra, el que lo 
    prendió, con sus amigos y parientes, llevábanlo, y aparejaban aquella carne 
    humana con otras comidas, y otro día hacían fiesta y le comían; y si el sacrificado 
    era esclavo no le echaban a rodar, sino abajábanle a brazos, y hacían la misma 
    fiesta y convite que con el preso en guerra.
 
    
      
    
    
«En esta fiesta [Panquetzaliztli] 
    sacrificaban de los tomados en guerra o esclavos, porque casi siempre eran 
    éstos los que sacrificaban, según el pueblo, en unos veinte, en otros treinta, 
    o en otros cuarenta y hasta cincuenta y sesenta; en México se sacrificaban 
    ciento y de ahí arriba.
 
    
      
    
    
«Y nadie piense que ninguno de los 
    que sacrificaban matándolos y sacándoles el corazón, o cualquiera otra muerte, 
    que era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la 
    muerte y su espantoso dolor.
 
    
      
    
    
«De aquellos que así sacrificaban, 
    desollaban algunos; en unas partes, dos o tres; en otras, cuatro o cinco; 
    y en México, hasta doce o quince; y vestían aquellos cueros, que por las espaldas 
    y encima de los hombros dejaban abiertos, y vestido lo más justo que podían, 
    como quien viste jubón y calzas, bailaban con aquel cruel y espantoso vestido.
 
    
      
    
    
«En México para este día guardaban 
    alguno de los presos en la guerra que fuese señor o persona principal, y a 
    aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moctezuma, 
    el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad, pensando que hacía 
    gran servicio al demonio [Huitzilopochtli] que aquel día honraban; y esto 
    iban muchos a ver como cosa de gran maravilla, porque en los otros pueblos 
    no se vestían los señores los cueros de los desollados, sino otros principales. 
    Otro día de la fiesta, en cada parte sacrificaban una mujer y desollábanla, 
    y vestíase uno el cuero de ella y bailaba con todos los otros del pueblo; 
    aquél con el cuero de la mujer vestido, y los otros con sus plumajes» (Historia 
    I,6, 85-86).
 
    
      
    
    
Diego Muñoz Camargo, mestizo, en 
    su Historia de Tlaxcala escribe: «Contábame uno que había sido sacerdote del 
    demonio, y que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica 
    y bautizado, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del 
    miserable sacrificado era tan grande la fuerza con que pulsaba y palpitaba 
    que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón 
    enfriado» (I,20).
 
    
      
    
    
Estos sacrificios humanos estaban 
    más o menos difundidos por la mayor parte de los pueblos que hoy forman México. 
    En el nuevo imperio de los mayas, según cuenta Diego de Landa, se sacrificaba 
    a los prisioneros de guerra, a los esclavos comprados para ello, y a los propios 
    hijos en ciertos casos de calamidades, y el sacrificio se realizaba normalmente 
    por extración del corazón, por decapitación, flechando a las víctimas, o ahogándolas 
    en agua (Relación de las cosas de Yucatán, cp.5; +M. Rivera 172-178).
 
    
      
    
    
En la religión de los tarascos, 
    cuando moría el representante del dios principal, se daba muerte a siete de 
    sus mujeres y a cuarenta de sus servidores para que le acompañasen en el más 
    allá (Alvear 54)... 
 
    
      
    
    
Las calaveras de los sacrificados 
    eran guardadas de diversos modos. Por ejemplo, el capitán Andrés Tapia, compañero 
    de Cortés, describe el tzompantli (muro de cráneos) que vio en el gran teocali 
    de Tenochtitlán, y dice que había en él «muchas cabezas de muertos pegadas 
    con cal, y los dientes hacia fuera». Y describe también cómo vieron muchos 
    palos verticales, y «en cada palo cinco cabezas de muerto ensartadas por las 
    sienes. Y quien esto escribe, y un Gonzalo de Umbría, contaron los palos que 
    había, y multiplicando a cinco cabezas cada palo de los que entre viga y viga 
    estaban, hallamos haber 136.000 cabezas» (Relación: AV, La conquista 108-109; 
    +López de Gómara, Conquista p.350; Alvear 88).
 
    
      
    
    
«Lágrimas y horror y espanto»
 
    
      
    
    
Como hemos dicho, en casi todos 
    los meses del año, religiosamente ordenado por el Calendario azteca, se realizaban 
    en México muy numerosos sacrificios humanos. Fray Juan de Zumárraga, arzobispo 
    de México, en una carta de 1531 dirigida al Capítulo franciscano reunido en 
    Tolosa, dice que los indios «tenían por costumbre en esta ciudad de México 
    cada año sacrificar a sus ídolos más de 20.000 corazones humanos» (Mendieta 
    V,30; +Trueba, Cortés 100). Eso explica que cuando Bernal Díaz del Castillo 
    visitó el gran teocali de Tenochtitlán, aunque era soldado curtido en tantas 
    peleas, quedó espantado al ver tanta sangre:
 
    
      
    
    
«Estaban todas las paredes de aquel 
    adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que 
    todo hedía muy malamente... En los mataderos de Castilla no había tanto hedor» 
    (cp.92). 
 
    
      
    
    
Bernardino de Sahagún, franciscano 
    llegado a México en 1529, donde vivió sesenta años, en su Historia General 
    de las cosas de la Nueva España (lib.II), describe detalladamente el curso 
    de los diversos cultos rituales que se celebraban en cada uno de los 18 meses, 
    de 20 días cada uno. Por él vemos que a lo largo del año se celebraban sacrificios 
    humanos según una incesante variedad de motivos, dioses, ritos y víctimas. 
    En el mes 1º «mataban muchos niños»; en el 2º «mataban y desollaban muchos 
    esclavos y cautivos»; en el 3º, «mataban muchos niños», y «se desnudaban los 
    que traían vestidos los pellejos de los muertos, que habían desollado el mes 
    pasado»; en el 4º, como venían haciendo desde el mes primero, seguían matando 
    niños, «comprándolos a sus madres», hasta que venían las lluvias; en el 5º, 
    «mataban un mancebo escogido»; en el 6º, «muchos cautivos y otros esclavos»...
 
    
      
    
    
Y así un mes tras otro. En el 10º, 
    «echaban en el fuego vivos muchos esclavos, atados de pies y manos; y antes 
    que acabasen de morir los sacaban arrastrando del fuego, para sacar el corazón 
    delante de la imagen de este dios»... En el 17º mataban una mujer, sacándole 
    el corazón y decapitándola, y el que iba delante del areito [canto y danza], 
    tomando la cabeza «por los cabellos con la mano derecha, llevábala colgando 
    e iba bailando con los demás, y levantaba y bajaba la cabeza de la muerta 
    a propósito del baile». En el 18º, en fin, «no mataban a nadie, pero el año 
    del bisiesto que era de cuatro en cuatro años, mataban cautivos y esclavos». 
    Los rituales concretos -vestidos, danzas, ceremoniales, modos de matar- estaban 
    muy exactamente determinados para cada fiesta, así como las deidades que en 
    cada solemnidad se honraban.
 
    
      
    
    
Fray Bernardino de Sahagún, tras 
    escuchar a múltiples informantes indios, consigna fríamente todos sus relatos 
    -en los que a veces se adivinan cantilenas destinadas a ser retenidas en la 
    memoria, para mejor recordar los ritos exactos-, y finalmente exclama: «No 
    creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más 
    que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca 
    y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y 
    horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio 
    que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin 
    pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello 
    hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que 
    en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad 
    de los padres, los cuales derramaban muchas lágrimas y con gran dolor de sus 
    corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo 
    Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infernal hazaña. 
    ¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace 
    y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (lib.II, cp.20).
 
    
      
    
    
La poligamia
 
    
      
    
    
Cuenta Motolinía que en México «todos 
    se estaban con las mujeres que querían, y había algunos que tenían hasta doscientas 
    mujeres. Y para esto los señores y principales robaban todas las mujeres, 
    de manera que cuando un indio común se quería casar apenas hallaba mujer» 
    (I,7, 250).
 
    
      
    
    
Del tlatoani Moctezuma cuenta López 
    de Gómara que en Tepac, el palacio en que normalmente residía, «había mil 
    mujeres, y algunos afirman que tres mil entre señoras y criadas y esclavas; 
    de las señoras, que eran muy muchas, tomaba para sí Moctezuma las que bien 
    le parecía; las otras daba por mujeres a sus criados y a otros caballeros 
    y señores; y así, dicen que hubo vez que tuvo ciento y cincuenta preñadas 
    a un tiempo, las cuales, a persuasión del diablo, movían, tomando cosas para 
    lanzar las criaturas, o quizá porque sus hijos no habían de heredar» (Conquista 
    p.344; +Francisco Hernández, Antigüedades I,9)...
 
    
      
    
    
El enigma de los contrastes inconciliables
 
    
      
    
    
Quienes se asoman al mundo del México 
    prehispánico no pueden menos de quedarse admirados de lo bueno, horrorizados 
    de lo malo, y finalmente perplejos, al no saber cómo conciliar lo uno y lo 
    otro. ¿Cómo es posible que en medio de tantas atrocidades se produjeran a 
    veces, en los mismos que las realizaban, elevaciones espirituales tan considerables? 
    (+L. Séjourné, Pensamiento 21). Es un misterio... Se desvanecería el enigma 
    si tales elevaciones fueran sólo aparentes, pero resulta muy difícil dudar 
    de su veracidad.
 
    
      
    
    
Ciertos rasgos de nobleza espiritual 
    parecen indudables y relativamente frecuentes. Recordemos en aquellos primitivos 
    pueblos mexicanos el sentido profundo de una transcendencia religiosa que 
    impregnaba toda la vida, el sentido respetuoso de la autoridad familiar y 
    social, la conciencia de pecado, las severas prácticas penitenciales comunes 
    al pueblo o las excepcionales realizadas por algunos -como el llamado ayuno 
    teuacanense de algunos jóvenes: cuatro años de oración, de celibato y de abstinencia 
    rigurosa (Hernández, Antigüedades III,17)-, las oraciones bellísimas alzadas 
    frecuentemente a los dioses... ¿Cómo relacionar todo esto con tantos otros 
    errores y crímenes?
 
    
      
    
    
La clave del enigma está en que 
    los mexicanos profesaban sinceramente una religiosidad falsa. La profundidad 
    de su religiosidad, frente al Absoluto de unas divinidades superiores a lo 
    humano, explica lo mucho que en ellos había de noble y admirable: es la presencia 
    misericordiosa de Dios, que también actúa allí donde los hombres le buscan 
    y apenas le conocen (+Hch 10,34-35). Y la falsedad de su religiosidad es lo 
    que explica el abismo de los horrores diabólicos y de las supersticiones ignominiosas 
    en el que estaban hundidos.