El 
    Beato Juan Diego y Guadalupe 
 
    
      
    
    
Fuentes documentales
El indio Cuauhtlatóhuac
El cristiano Juan Diego
Apariciones de la Virgen de Guadalupe
Comentario a los textos transcritos
Del terror a la confianza
Dudas sobre la veracidad de Guadalupe
Beato Juan Diego, «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac»
Indios apóstoles
Primera expansión misionera 
 
    
      
    
    
Fuentes documentales
 
    
      
    
    
Las maravillas de gracia que vamos a contar sobre el indio 
    Juan Diego (1474-1548) y sobre las apariciones de la Virgen en el Tepeyac 
    (1531) nos son conocidas por los siguientes documentos principales:
 
    
      
    
    
El Nican Mopohua, texto náhuatl, la lengua azteca, escrito 
    hacia 1545 por Antonio Valeriano (1516-1605), ilustre indio tepaneca, alumno 
    y después profesor y rector del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, Gobernador 
    de México durante treinta y cinco años; publicado en 1649 por Luis Lasso de 
    la Vega, capellán de Guadalupe; y traducido al español por Primo Feliciano 
    Velázquez en 1925. Este documento precioso es probablemente el primer texto 
    literario náhuatl, pues antes de la conquista los aztecas tenían sólo unos 
    signos gráficos, como dibujos, en los que conseguían fijar ciertos recuerdos 
    históricos, el calendario, la contabilidad, etc. 
 
    
      
    
    
El Testamento de Juana Martín, del 11 de marzo de 1559, vecina 
    de Juan Diego. El original, en náhuatl, se halla en la Catedral de Puebla.
 
    
      
    
    
El Inin Huey Tlamahuizoltin, texto náhualt, compuesto hacia 
    1580, quizá por el P. Juan González, intérprete del Obispo Zumárraga; traducido 
    por Mario Rojas. Es muy breve, y coincide en los sustancial con el Nican Mopohua.
 
    
      
    
    
El Nican Motecpana, texto náhuatl, escrito hacia 1600 por Fernando 
    de Alba Ixtlilxóchitl (1570-1649), bisnieto del último emperador chichimeca, 
    alumno muy notable del Colegio de Santa Cruz, que fue gobernador de Texcoco, 
    escritor y heredero de los papeles y documentos de Valeriano, entre los cuales 
    recibió el Relato de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe. En este precioso 
    texto se nos refiere algunos datos importantes de la vida santa de Juan Diego, 
    así como ciertos milagros obrados por la Virgen en su nuevo templo. El Testamento 
    de Juan Diego, manuscrito del XVI, conservado en el convento franciscano de 
    Cuautitlán, y recogido después por don Lorenzo Boturini.
 
    
      
    
    
Varios Anales, en náhuatl, del siglo XVI, como los correspondientes 
    a Tlaxcala, Chimalpain, Cuetlaxcoapan, México y sus alrededores, hacen referencia 
    a los sucesos guadalupanos.
 
    
      
    
    
Las Informaciones de 1666, hechas a instancias de Roma, en 
    las que depusieron 20 testigos, 8 de ellos indios ancianos. Entre los testigos 
    se contó a Don Diego Cano Moctezuma, de 61 años, nieto del emperador, Alcalde 
    ordinario de la ciudad de México.
 
    
      
    
    
En el XVII, hay varias Historias de las Apariciones de Guadalupe, 
    publicadas por el bachiller Don Miguel Sánchez (1648), el bachiller Don Luis 
    de Becerra Tanco (1675), el P. Francisco de Florencia S.J. (1688) y el Pbro. 
    Don Carlos de Sigüenza y Góngora (1688).
 
    
      
    
    
El indio Cuauhtlatóhuac
 
    
      
    
    
En 1474, en la villa de Cuautitlán, señorío de origen chichimeca, 
    próximo a la ciudad de México, nació el indio Cuauhtlatóhuac (el que habla 
    como águila), el futuro Juan Diego. En ese año, más o menos, fue cuando el 
    poder azteca de México dominó el territorio de los cuautitecas. Cuando tenía 
    13 años (1487) se produjo la solemnísima inauguración del gran teocali o templo 
    mayor de Tenochtitlán, reinando Ahuitzol, en la que se sacrificaron unos 80.000 
    cautivos. En los años siguientes, las guerras de vasallaje del insaciable 
    poder mexicano envolvieron también al señorío aliado de Cuautitlán, y es posible 
    que Cuauhtlatóhuac tuviera que dejar sus labores campesinas para participar 
    en las campañas bélicas.
 
    
      
    
    
Cuando tenía éste 29 años (1503), asciende al trono de Tenochtitlán 
    otro joven de su edad, Moctezuma Xocoyotzin, y también en Cuautitlán comenzó 
    a reinar Aztatzontzin. Estos cambios políticos, que implicaron redistribuciones 
    de dominios, despojos y migraciones obligadas, afectaron también a los cuautitecas. 
    
 
    
      
    
    
El cristiano Juan Diego
 
    
      
    
    
En el año 1524 o poco después, que fue cuando llegaron los 
    doce apóstoles franciscanos, se bautizó Juan Diego, a los 50 años, con su 
    mujer Malintzin, que recibió el nombre de María Lucía. En el Testamento de 
    Juana Martín, de 1559, se lee: «He vivido en esta ciudad de Cuautitlán y su 
    barrio de San José Milla, en donde se crió el mancebo don Juan Diego y se 
    fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven 
    doña Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego». Y alude 
    a continuación al milagro del Tepeyac, donde en 1531 se le apareció la Virgen.
 
    
      
    
    
Apariciones de la Virgen de Guadalupe
 
    
      
    
    
Seguidamente, quitando solo algunos encabezamientos, reproduciremos 
    el texto primitivo que narra las apariciones de la Santísima Virgen María 
    al indio Juan Diego (+AV, Juan Diego, el vidente del Tepeyac; L. López Beltrán, 
    La protohistoria guadalupana).
 
    
      
    
    
El Nican Mopohua
 
    
      
    
    
de don Antonio Valeriano
 
    
      
    
    
-Sábado 9, diciembre 1531
 
    
      
    
    
En el Tepeyac, madrugada. «Diez años después de tomada la ciudad 
    de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos, así como empezó 
    a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la 
    sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de 
    diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se 
    dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales, aún todo pertenecía 
    a Tlatilolco1.
 
    
      
    
    
«Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino 
    y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac, amanecía; 
    y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; 
    callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. 
    Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al del coyoltótotl y del tzinizcan 
    y de otros pájaros lindos que cantan.
 
    
      
    
    
«Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: ¿por ventura soy 
    digno de lo que oigo? ¿quizás sueño? ¿me levanto de dormir? ¿dónde estoy? 
    ¿acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? 
    ¿acaso ya en el cielo? Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, 
    de donde procedía el precioso canto celestial; y así que cesó repentinamente 
    y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: 
    Juanito, Juan Dieguito2. Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó 
    un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde 
    le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que estaba allí de 
    pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho 
    de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco 
    en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca 
    de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, 
    nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de 
    esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como 
    el oro. Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy blanda y cortés, 
    cual de quien atrae y estima mucho.
 
    
      
    
    
«Ella le dijo: Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde 
    vas?3 El respondió: Señora y Niña mía4, tengo que llegar a tu casa de México 
    Tlatilolco5, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, 
    delegados de Nuestro Señor. Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad; 
    le dijo: Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy 
    la Siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive6; 
    del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente 
    que se me erija aquí un templo7, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, 
    auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros 
    juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen 
    y en mí confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas 
    y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del 
    obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, 
    que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto 
    has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré 
    bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense 
    el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que 
    ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.
 
    
      
    
    
«Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: Señora mía, 
    ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo. 
    Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en 
    línea recta a México».
 
    
      
    
    
Primera entrevista con el señor Obispo, de mañana. «Habiendo 
    entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al palacio del obispo, 
    que era el prelado que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan 
    de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó, trató de verle; rogó 
    a sus criados que fueran a anunciarle; y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, 
    que había mandado el señor obispo que entrara8.
 
    
      
    
    
«Luego que entró, se inclinó y arrodilló delante de él9; en 
    seguida le dio el recado de la Señora del cielo; y también le dijo cuanto 
    admiró, vio y oyó. Después de oir toda su plática y su recado, pareció no 
    darle crédito; y le respondió: Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio; 
    lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has 
    venido. El salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su 
    mensaje».
 
    
      
    
    
Tarde. «En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre 
    del cerrillo, y acertó con la Señora del cielo, que le estaba aguardando, 
    allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla, se postró delante de ella 
    y le dijo: Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui adonde me enviaste 
    a cumplir tu mandato: aunque con dificultad entré adonde es el asiento del 
    prelado, le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente 
    y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, pareció que no lo tuvo 
    por cierto; me dijo: Otra vez vendrás; te oiré más despacio; veré muy desde 
    el principio el deseo y voluntad con que has venido.
 
    
      
    
    
«Comprendí perfectamente en la manera como me respondió, que 
    piensa que es quizás invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo 
    y que acaso no es de orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora 
    y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, 
    le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy un hombrecillo, 
    soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente 
    menuda10, y tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a 
    un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre 
    y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mío.
 
    
      
    
    
«Le respondió la Santísima Virgen: Oye, hijo mío el más pequeño, 
    ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo 
    encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto 
    preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi 
    voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que 
    otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber 
    por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. 
    Y otra vez dile que yo en persona, la Siempre Virgen Santa María, Madre de 
    Dios, te envía.
 
    
      
    
    
«Respondió Juan Diego: Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; 
    de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo 
    ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré 
    oído con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá. Mañana en la tarde, 
    cuando se ponga el sol, vendré a dar razón de tu mensaje con lo que responda 
    el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. 
    Descansa entre tanto. Luego se fue él a descansar en su casa».
 
    
      
    
    
-Domingo 10 En misa, de mañana. «Al día siguiente, domingo, 
    muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse 
    de las cosas divinas y estar presente en la cuenta11, para ver en seguida 
    al prelado. Casi a las diez, se aprestó, después de que se oyó Misa y se hizo 
    la cuenta y se dispersó el gentío».
 
    
      
    
    
Segunda entrevista con el señor Obispo. «Al punto se fue Juan 
    Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por verle: 
    otra vez con mucha dificultad le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció 
    y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera 
    su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó 
    que lo quería.
 
    
      
    
    
«El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas, 
    dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. 
    Mas aunque explicó con precisión la figura de ella y cuanto había visto y 
    admirado, que en todo se descubría ser ella la Siempre Virgen, Santísima Madre 
    del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo 
    que no solamente por su plática y solicitud se había de hacer lo que pedía; 
    que, además, era muy necesaria alguna señal, para que se le pudiera creer 
    que le enviaba la misma Señora del Cielo. Así que lo oyó, dijo Juan Diego 
    al obispo: Señor, mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré a 
    pedírsela a la Señora del cielo que me envió acá. Viendo el obispo que ratificaba 
    todo sin dudar ni retractar nada, le despidió».
 
    
      
    
    
Los espías del señor Obispo. «Mandó inmediatamente a unas gentes 
    de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando 
    mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo. Juan Diego se vino 
    derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, 
    cerca del puente del Tepeyácac, le perdieron; y aunque más buscaron por todas 
    partes, en ninguna le vieron.
 
    
      
    
    
«Así es que regresaron, no solamente porque se fastidiaron, 
    sino también porque les estorbó su intento y les dio enojo. Eso fueron a informar 
    al señor obispo, inclinándole a que no le creyera: le dijeron que nomás le 
    engañaba; que nomás forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba 
    lo que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía, le habían 
    de coger y castigar con dureza, para que nunca más mintiera ni engañara».
 
    
      
    
    
En el Tepeyac, tarde «Entre tanto, Juan Diego estaba con la 
    Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del señor obispo; la que 
    oída por la Señora, le dijo: Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para 
    que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca 
    de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete hijito mío, que yo te pagaré 
    tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido; ea, vete ahora; 
    que mañana aquí te aguardo».
 
    
      
    
    
-Lunes 11 Enfermedad de Juan Bernardino. «Al día siguiente, 
    lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya 
    no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado Juan 
    Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave. Primero fue a 
    llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. 
    Por la noche, le rogó su tío que de madrugara saliera y viniera a Tlatilolco 
    a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba 
    muy cierto de que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría».
 
    
      
    
    
-Martes 12 Frente al manantial del Pocito, de madrugada. «El 
    martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar 
    al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera 
    del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de 
    pasar, dijo: Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo 
    caso me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno: que 
    primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; 
    el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando12.
 
    
      
    
    
«Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro 
    lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera 
    la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vulta, no podía verle la que 
    está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y 
    que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un 
    lado del cerro y le dijo: ¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿a dónde vas? 
    Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó delante de 
    ella; y la saludó, diciendo13: Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, 
    ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y 
    Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre 
    siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso 
    a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, 
    que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, vinimos a aguardar 
    el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré luego otra vez 
    aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por 
    ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda 
    prisa.
 
    
      
    
    
«Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima 
    Virgen: Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te 
    asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra 
    alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás 
    bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué 
    más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad 
    de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó. (Y entonces 
    sanó su tío, según después se supo).
 
    
      
    
    
«Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del cielo, 
    se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a 
    ver al señor obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera. 
    La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, 
    donde antes la veía. Le dijo: Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del 
    cerrillo; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes 
    flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.
 
    
      
    
    
«Al punto subió Juan Diego al cerrillo14; y cuando llegó a 
    la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas exquisitas 
    rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía 
    el hielo: estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba 
    perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en 
    su regazo.
 
    
      
    
    
«La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas 
    flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; 
    y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que 
    todo lo come y echa a perder el hielo.
 
    
      
    
    
«Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes 
    rosas que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y 
    otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: Hijo mío el más pequeño, esta 
    diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás 
    en mi nombre que vea en ellas mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú 
    eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo 
    delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás 
    bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo, que fueras a 
    cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al 
    prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que 
    he pedido.
 
    
      
    
    
«Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso 
    en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento y seguro 
    de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no 
    fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de 
    las variadas hermosas flores».
 
    
      
    
    
Tercera entrevista con el señor Obispo. «Al llegar al palacio 
    del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. 
    Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo 
    como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, 
    que sólo los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían 
    informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían ido en 
    sus seguimiento. Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho 
    que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada por si acaso era llamado; 
    y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él, para 
    ver lo que traía y satisfacerse. Viendo Juan Diego que no les podía ocultar 
    lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió 
    un poco, que eran flores; y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla, 
    y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de 
    ello, lo mismo de que estuvieran frescas, y tan abiertas, tan fragantes y 
    tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte 
    las tres veces que se atrevieron a tomarlas: no tuvieron suerte, porque cuando 
    iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas 
    o labradas o cosidas en la manta.
 
    
      
    
    
«Fueron luego a decir al señor obispo lo que habían visto y 
    que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía 
    mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo, el señor obispo, 
    en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera 
    lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a verle. Luego que 
    entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo 
    todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
 
    
      
    
    
«Dijo: Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a 
    mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías 
    una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide 
    que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte 
    alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu 
    recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que 
    se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; 
    le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; 
    y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo 
    la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después que fui a 
    cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi 
    regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo 
    sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque 
    sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso 
    dudé; cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo, miré que estaba en el 
    paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, 
    brillantes de rocío, que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había 
    de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas 
    su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. 
    Helas aquí: recíbelas.
 
    
      
    
    
Casa del Obispo, de mañana. Aparición de la imagen. «Desenvolvió 
    luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron 
    por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció 
    de repente la preciosa imagen de la Siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, 
    de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac, que se nombra 
    Guadalupe. Luego que la vio el señor obispo, él y todos lo que allí estaban, 
    se arrodillaron: mucho la admiraron; se levantaron a verla; se entristecieron 
    y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento. 
    El señor obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber 
    puesto en obra su voluntad y su mandato.
 
    
      
    
    
«Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del 
    que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. 
    Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan 
    Diego en la casa del obispo, que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo: 
    ¡Ea!, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su 
    templo. Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo».
 
    
      
    
    
-Miércoles 13 En la casa de Juan Bernardino, en Tulpetlac. 
    «No bien Juan Diego señaló dónde había mandado la Señora del Cielo que se 
    levantara su templo, pidió licencia para irse. Quería ahora ir a su casa a 
    ver a su tío Juan Bernardino; el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino 
    a Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y 
    le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le dejaron ir solo, 
    sino que le acompañaron a su casa. Al llegar, vieron a su tío que estaba muy 
    contento y que nada le dolía.
 
    
      
    
    
«Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su 
    sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran 
    mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que 
    le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo; 
    la que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que 
    mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor obispo, para que le 
    edificara una casa en el Tepeyácac. Manifestó su tío ser cierto que entonces 
    le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo 
    por ella que le había enviado a México a ver al obispo».
 
    
      
    
    
El título de Guadalupe. «También entonces le dijo la Señora 
    que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera 
    milagrosa le había ella sanado y que bien la nombraría, así como bien había 
    de nombrarse su bendita imagen, la Siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
 
    
      
    
    
«Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; 
    a que viniera a informarle y atestiguar delante de él. A entrambos, a él y 
    a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se 
    erigió el templo de la Reina en el Tepeyácac, donde la vio Juan Diego15. 
 
    
      
    
    
«El señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen 
    de la amada Señora del Cielo. La sacó del oratorio de su palacio, donde estaba, 
    para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La ciudad entera 
    se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen, y a hacerle oración. 
    Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna 
    persona de este mundo pintó su preciosa imagen»16.
 
    
      
    
    
Descripción de la imagen. «La manta en que milagrosamente se 
    apareció la imagen de la Señora del Cielo, era el abrigo de Juan Diego: ayate 
    un poco tieso y bien tejido. Porque en este tiempo era de ayate la ropa y 
    abrigo de todos los pobres indios; sólo los nobles, los principales y los 
    valientes guerreros, se vestían y ataviaban con manta blanca de algodón. El 
    ayate, ya se sabe, se hace de ichtli, que sale del maguey. Este precioso ayate 
    en que se apareció la Siempre Virgen nuestra Reina es de dos piezas, pegadas 
    y cosidas con hilo blando17.
 
    
      
    
    
«Es tan alta la bendita imagen, que empezando en la planta 
    del pie, hasta llegar a la coronilla, tiene seis jemes y uno de mujer.
 
    
      
    
    
«Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno. Su 
    precioso busto aparece humilde: están sus manos juntas sobre el pecho, hacia 
    donde empieza la cintura. Es morado su cinto. Solamente su pie derecho descubre 
    un poco la punta de su calzado color de ceniza. Su ropaje, en cuanto se ve 
    por fuera, es de color rosado, que en las sombras parece bermejo; y está bordado 
    con diferentes flores, todas en botón y de bordes dorados. Prendido de su 
    cuello está un anillo dorado, con rayas negras al derredor de las orillas, 
    y en medio una cruz.
 
    
      
    
    
«Además, de adentro asoma otro vestido blanco y blando, que 
    ajusta bien en las muñecas y tiene deshilado el extremo. Su velo, por fuera, 
    es azul celeste; sienta bien en su cabeza; para nada cubre su rostro; y cae 
    hasta sus pies, ciñéndose un poco por en medio: tiene toda su franja dorada, 
    que es algo ancha, y estrellas de oro por dondequiera, las cuales son cuarenta 
    y seis. Su cabeza se inclina hacia la derecha; y encima sobre su velo, está 
    una corona de oro, de figuras ahusadas hacia arriba y anchas abajo.
 
    
      
    
    
«A sus pies está la luna, cuyos cuernos ven hacia arriba. Se 
    yergue exactamente en medio de ellos y de igual manera aparece en medio del 
    sol, cuyos rayos la siguen y rodean por todas partes. Son cien los resplandores 
    de oro, unos muy largos, otros pequeñitos y con figuras de llamas: doce circundan 
    su rostro y cabeza; y son por todos cincuenta los que salen de cada lado. 
    Al par de ellos, al final, una nube blanca rodea los bordes de su vestidura.
 
    
      
    
    
«Esta preciosa imagen, con todo lo demás, va corriendo sobre 
    un ángel, que medianamente acaba en la cintura, en cuanto descubre; y nada 
    de él aparece hacia sus pies, como que está metido en la nube. Acabándose 
    los extremos del ropaje y del velo de la Señora del Cielo, que caen muy bien 
    en sus pies, por ambos lados los coge con sus manos el ángel, cuya ropa es 
    de color bermejo, a la que se adhiere un cuello dorado, y cuyas alas desplegadas 
    son de plumas ricas, largas y verdes, y de otras diferentes. La van llevando 
    las manos del ángel, que, al parecer, está muy contento de conducir así a 
    la Reina del Cielo».
 
    
      
    
    
El Nican Motecpana
 
    
      
    
    
de don Fernando de Alba Ixtlilxóchitl
 
    
      
    
    
(párrafos referidos a Juan Diego)
 
    
      
    
    
Vida santa de Juan Diego. La Virgen comenzó a hacer milagros 
    en el Tepeyac, y «toda la gente se admiró mucho y alabó a la inmaculada Señora 
    del Cielo, Santa María de Guadalupe, que ya iba cumpliendo la palabra que 
    dio a Juan Diego, de socorrer siempre y defender a estos naturales y a los 
    que la invoquen.
 
    
      
    
    
«Según se dice, este pobre indio se quedó desde entonces en 
    la bendita casa de la santa Señora del Cielo, y se daba a barrer el templo, 
    su patio y su entrada...
 
    
      
    
    
«Estando ya en su santa casa la purísima y celestial Señora 
    de Guadalupe, son incontables los milagros que ha hecho18, para beneficiar 
    a estos naturales y a los españoles y, en suma, a todas las gentes que la 
    han invocado y seguido. A Juan Diego, por haberse entregado enteramente a 
    su ama, la Señora del Cielo, le afligía mucho que estuvieran tan distantes 
    su casa y su pueblo, para servirle diariamente y hacer el barrido; por lo 
    cual suplicó al señor obispo, poder estar en cualquiera parte que fuera, junto 
    a las paredes del templo y servirle. Accedió a su petición y le dio una casita 
    junto al templo de la Señora del Cielo; porque le quería mucho el señor obispo».
 
    
      
    
    
«Inmediatamente se cambió y abandonó su pueblo: partió, dejando 
    su casa y su tierra a su tío Juan Bernardino. A diario se ocupaba en cosas 
    espirituales y barría el templo. Se postraba delante de la Señora del Cielo 
    y la invocaba con fervor; frecuentemente se confesaba; comulgaba; ayunaba; 
    hacía penitencia; se disciplinaba; se ceñía cilicio de malla; se escondía 
    en la sombra, para poder entregarse a solas a la oración y estar invocando 
    a la Señora del Cielo».
 
    
      
    
    
«Era viudo [en 1529, a los 55 años]: dos años antes de que 
    se le apareciera la Inmaculada, murió su mujer, que se llamaba María Lucía. 
    Ambos vivieron castamente: su mujer murió virgen; él también vivió virgen; 
    nunca conoció mujer. Porque oyeron cierta vez la predicación de fray Toribio 
    de Motolinía, uno de los doce frailes de San Francisco que habían llegado 
    poco antes, sobre que la castidad era muy grata a Dios y a su Santísima Madre19; 
    que cuanto pedía y rogaba la señora del Cielo, todo se lo concedía; y que 
    a los castos que a Ella se encomendaban, les conseguía cuanto era su deseo, 
    su llanto y su tristeza».
 
    
      
    
    
«Viendo su tío Juan Bernardino que aquél servía muy bien a 
    Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar ambos juntos; 
    pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, 
    para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron; porque 
    así había dispuesto la Señora del Cielo que él solo estuviera».
 
    
      
    
    
En 1544 hubo peste, y murió Juan Bernardino, a los ochenta 
    y seis años, especialmente asistido por la Virgen. Fue enterrado en el templo 
    del Tepeyac.
 
    
      
    
    
«Después de diez y seis años de servir allí Juan Diego a la 
    Señora del Cielo, murió, en el año mil quinientos cuarenta y ocho, a la sazón 
    que murió el señor Obispo [Zumárraga]. A su tiempo, le consoló mucho la Señora 
    del cielo, quien le vio y le dijo que ya era hora de que fuese a conseguir 
    y gozar en el Cielo cuanto le había prometido. También fue sepultado en el 
    templo. Andaba en los setenta y cuatro años. La Purísima, con su precioso 
    hijo, llevó su alma donde disfrutara de la Gloria Celestial». 
 
    
      
    
    
Comentario a los textos transcritos
 
    
      
    
    
La aparición de la Virgen María al indio Juan Diego en Guadalupe 
    de México es la más bella de cuantas apariciones de la Virgen ha conocido 
    la Iglesia en veinte siglos. La alegre y florida luminosidad de las escenas, 
    la majestad celeste de la Virgen María, la humildad indecible de Juan Diego, 
    la ternura amorosa de los diálogos entre la Virgen Madre, una María de quince 
    o diecisiete años, y un veterano Juan Diego, el dulce contraste entre la riqueza 
    de la Señora del Cielo y la pobreza del indio, abrigado en su tosco ayate 
    de ixtle, las reservas iniciales de la autoridad eclesial, la curación milagrosa 
    de Juan Bernardino, la señal de las flores, la imagen de la Virgen sobrenaturalmente 
    impresa en el ayate, todo es una pura maravilla del amor de Dios manifestado 
    en la Llena de Gracia. Es una aparición en la que la Virgen María se aparece 
    única y exclusivamentemente para expresar su amor hacia el indio Juan Diego 
    y hacia todos sus hermanos.
 
    
      
    
    
1.-Cuautitlán en lo eclesiástico pertenecía a Tlatelolco, y 
    éste era parte de la ciudad de México (+nota 5). Tenía atención sacerdotal, 
    pero no consta que hubiera convento franciscano hasta fines de 1532.
 
    
      
    
    
2.-Iuantzin, Iuan Diegotzin, son diminutivos aztecas que expresan 
    a un tiempo reverencia, diminución y ternura de amor. La Virgen habla a Juan 
    Diego en el tono de una madre que está haciendo cariñitos a su hijo más pequeño.
 
    
      
    
    
3.-No xocóyouh Iuántzin: Juanito, el más pequeño de mis hijos. 
    El xocoyote, todavía ahora en México, es el benjamín, el más chico de los 
    hijos, el amado con mayor ternura.
 
    
      
    
    
4.-Cihuapille, Nochpochtzine: Señora y Niña mía. Diez veces 
    emplea Juan Diego esta expresión en las cuatro apariciones de la Virgen. Juan 
    Diego tenía 57 años en el momento de las apariciones. Y al ver la majestad 
    celestial de aquella Doncella llena de gracia, no pudo sino decir: Señora 
    y Niña mía.
 
    
      
    
    
5.-México Tlatelolco. La ciudad de México, antes de la conquista 
    e inmediatamente a ésta, comprendía dos ciudades: México Tenochtitlán y México 
    Tlatelolco, que se fundieron en una más adelante. El relato, aludiendo a México 
    Tlatelolco, revela su gran antigüedad.
 
    
      
    
    
6.-Madre del verdadero Dios, por quien se vive. La Virgen María 
    quiere asegurarle a Juan Diego que ella no es la Tonantzin, la falsa madre 
    de los dioses que, en aquel mismo lugar, habían adorando los aztecas. Ella 
    es la Madre del Creador, Señor del cielo y de la tierra.
 
    
      
    
    
7.-Deseo que se me erija aquí un templo. La Virgen le expresa 
    al indiecito Juan Diego en 1531 la misma voluntad que manifestó en otras de 
    sus apariciones, como en 1858, en Lourdes, a Santa Bernardita Soubirous. Quiere 
    María un templo consagrado a su nombre, una casa donde acoger a sus hijos 
    y revelarles su amor, donde sanar a enfermos y pecadores, donde dar consuelo 
    y fuerza a los tristes y fatigados. Desde entonces, en una afluencia continua 
    de fieles -que hoy apenas halla comparación posible en ningún lugar del mundo 
    cristiano-, un río interminable de hijos de Dios acuden allí, al encuentro 
    con la Madre de Cristo.
 
    
      
    
    
8.-Fray Juan de Zumárraga era sólo obispo electo, y al año 
    siguiente recibió su consagración episcopal en España. No tenía tampoco entonces 
    palacio episcopal, sino que vivía en una pobre casa.
 
    
      
    
    
9.-Se arrodilló. Los indios, ya por tradición propia, eran 
    sumamente corteses y respetuosos. Al tlatoani de Tenochtitlán no podían siquiera 
    mirarle cuando pasaba. Cortés, además, besando el hábito de los religiosos 
    a su llegada, y descubriéndose siempre que hablaba con ellos, había dado también 
    en esto a los indios un ejemplo que les marcó mucho. Indios hubo que besaban 
    el burro en que iba Zumárraga, para expresar que le besaban a él.
 
    
      
    
    
10.-Un hombrecillo. En seis calificativos expresa Juan Diego 
    la completa humildad de su condición personal. En esta ocasión, como en otras, 
    el Nican Mopohua muestra el genio de la lengua azteca, el gusto por los diminutivos 
    y por la fórmulas frecuentes de una cortesía llena de humildad, que tanto 
    ha influído en la forma actual del español hablado en México.
 
    
      
    
    
11.-Presente en la cuenta. En Tlatelolco, como en las demás 
    doctrinas franciscanas, era costumbre dar azotes a quienes llegaban tarde 
    a la misa o a la catequesis, es decir, a los que no estaban presentes al pasar 
    la lista.
 
    
      
    
    
12.-Primero llame yo al sacerdote. La gran madurez espiritual 
    del beato Juan Diego se pone aquí de manifiesto, porque prefiere servir en 
    caridad a su tío que ver de nuevo a la Virgen.
 
    
      
    
    
13.-¿Cómo has amanecido? Este diálogo entre Juan Diego y la 
    Virgen María, ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás por ventura en 
    mi regazo?, es el momento más conmovedor de todo el Nican Mopohua, y uno de 
    los más impresionantes de la literatura mariana de todos los tiempos.
 
    
      
    
    
14.-Al punto subió. Aunque la orden de la Virgen no tiene sentido 
    alguno en el orden natural de las cosas -cortar y recoger flores en la punta 
    de un cerro en puro invierno-, Juan Diego no dudó un instante, y fue a cumplirla 
    inmediatamente.
 
    
      
    
    
15.-Los hospedó el Obispo. Juan Diego y Juan Bernardino permanecieron 
    en casa del Obispo del 13 al 26, día en que se trasladó la Imagen desde la 
    ciudad de México hasta su primera ermita en el Tepeyac.
 
    
      
    
    
16.-Ninguna persona humana pintó la imagen. En esa convicción 
    del narrador, que fue la del beato Juan Diego, parece que han coincidido muchos 
    millones de fieles durante varios siglos. Consta que ya fray Alonso de Montúfar, 
    el obispo inmediatamente sucesor de Zumárraga, defendió el origen sobrehumano 
    de la Imagen. Y como en seguida veremos, Juan Pablo II en la beatificación 
    de Juan Diego habló también con gran veneración de la «imagen bendita que 
    nos dejó [la Virgen] como inestimable regalo». Por lo demás, actualmente, 
    una vez realizados estudios muy cuidadosos de la Imagen, no tenemos explicación 
    científica que dé respuesta a los misterios que contiene.
 
    
      
    
    
17.-Ayate de ixtle. La manta con que se cubrían y abrigaban 
    los aztecas se llamaba ayate o también tilma. Se tejía de algodón para la 
    gente principal, en tanto que los macehuales, la gente pobre, la tejía con 
    ixtle, es decir, con filamentos del maguey hilados y torcidos. El tejido resultante 
    era como de saco, bastante tosco, tieso y áspero, muy poco idóneo para recibir 
    una pintura. Pues bien, en el ayate del beato Juan Diego la Virgen María dejó 
    impresa su sagrada Imagen.
 
    
      
    
    
18.-Incontables milagros. Ixtlilxóchitl, en el Nican Motecpana, 
    narra sólamente algunos milagros. Por aquellos mismos años, Bernal Díaz del 
    Castillo, que murió hacia 1580, soldado compañero de Cortés, en su Historia 
    de la Conquista de la Nueva España habla de «la santa iglesia de Nuestra Señora 
    de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla, donde solía estar asentado el 
    real de Gonzalo de Sandoval cuando ganamos a México; y miren los santos milagros 
    que ha hecho y hace de cada día, y démosle muchas gracias a Dios y a su bendita 
    madre Nuestra Señora, y loores por ello que nos dio gracias y ayuda que ganásemos 
    estas tierras donde hay tanta cristiandad» (cp.210). 
 
    
      
    
    
19.-Ambos vivieron castamente. No es segura la interpretación 
    de este dato. Suele entenderse que Juan Diego y María Lucía, una vez bautizados 
    -él de 50 años-, decidieron vivir en continencia. En todo caso, conviene advertir, 
    por una parte, que la misma religiosidad azteca era sumamente sensible al 
    valor precioso de la castidad y de la virginidad, como lo atestigua entre 
    otros Sahagún (VI,21-22), y por otra, que no pocos hombres quedaban muchos 
    años o para siempre sin casar por no hallar mujer, ya que los principales, 
    hasta llegar los españoles, acaparaban muchas esposas.
 
    
      
    
    
Del terror a la confianza
 
    
      
    
    
Apenas podemos imaginarnos el terror que paralizó el corazón 
    de los aguerridos mexicanos con motivo de la presencia de los españoles. Se 
    sabe que desde el primer momento, llenos de siniestros presagios, intuyeron 
    que iba a derrumbarse completamente el mundo en que vivían, y que iba a formarse 
    un mundo nuevo, completamente desconocido. Según vimos, indios eruditos y 
    veraces informaron a Sahagún de este terror difuso que fue apoderándose de 
    todos, comenzando por el tlatoani Moctezuma, que «concibió en sí un sentimiento 
    de que venían grandes males sobre él y sobre su reino». Al saber que los españoles 
    se acercaban y preguntaban mucho por él, «angustiábase en gran manera, pensó 
    de huir o de esconderse para que no le viesen los españoles ni lo hallasen»...
 
    
      
    
    
Pero el avance de los españoles hacia la meseta del Anahuac 
    prosigue incontenible, como si se vieran asistidos por una fuerza fatal y 
    sobrehumana. «Todos lloraban y se angustiaban, y andaban tristes y cabizbajos, 
    hacían corrillos, y hablaban con espanto de las nuevas que habían venido; 
    las madres llorando tomaban en brazos a sus hijos y trayéndoles la mano sobre 
    la cabeza decían: ¡Oh hijo mío! ¡en mal tiempo has nacido, qué grandes cosas 
    has de ver, en grandes trabajos te has de hallar!» (XII,9).
 
    
      
    
    
Ya están presentes los españoles. Estos hombres barbudos, vestidos 
    de hierro, lanzan rayos mortíferos desde lo alto de misteriosas bestias, acompañados 
    de perros terribles, y son capaces, siendo cien, de dominar a cien mil: son 
    teules, hombres divinos y omnipotentes. Cortés y unos pocos, inexorablemente, 
    se hacen dueños del poder; cesa bruscamente el fortísimo poder azteca, que 
    había dominado sobre tantos pueblos; los ídolos caen, los cúes son derruídos, 
    y los sacerdotes paganos, antes tan numerosos y temidos, se esconden y desaparecen, 
    ya no son nada; cunde un pánico colectivo, lleno de perplejidad y de malos 
    presagios. ¿Qué es esto? ¿Qué significa? ¿Que nos espera?...
 
    
      
    
    
Moctezuma, hundido en el silencio, sólo alcanza en ocasiones 
    a balbucear: «¿Qué remedio, mis fuertes?... ¿Acaso hay algún monte donde subamos?... 
    Dignos de compasión son el pobre viejo, la pobre vieja, y los niñitos que 
    aún no razonan. ¿En dónde podrán ser puestos a salvo? Pero... no hay remedio... 
    ¿Qué hacer?... ¿Nada resta? ¿Cómo hacer y en dónde?... Ya se nos dio el merecido... 
    Como quiera que sea, y lo que quiera que sea... ya tendremos que verlo con 
    asombro» (XII,13). Y «decía el pueblo bajo: ¡Sea lo que fuere!... ¡Mal haya!... 
    ¡Ya vamos a morir, ya vamos a dejar de ser, ya vamos a ver con nuestros ojos 
    nuestra muerte!» (XII,14).
 
    
      
    
    
El trabajo, en seguida, organiza a los indios y les distrae 
    un tanto de sus terrores. En efecto, muy pronto están todos manos a la obra, 
    arando y sembrando con sistemas nuevos de una sorprendente eficacia, forman 
    inmensos rebaños de ganado, construyen caminos y puentes, casas e iglesias, 
    almacenes y plazas. A esto se une también el efecto tranquilizador de los 
    frailes misioneros, pobres y humildes, afables y solícitos. Pero el miedo 
    no acaba de disiparse...
 
    
      
    
    
Es entonces, «diez años después de tomada la ciudad de México» 
    con sangre, fuego y destrucción, cuando Dios dispone que un pobre macehual 
    pueda contemplar una epifanía luminosa y florida de la Virgen Madre, que no 
    trae, como en Lourdes o Fátima, un mensaje de penitencia, sino que en Guadalupe 
    sólo viene a expresar la ternura de su amor maternal: «Yo soy para vosotros 
    Madre, y como os llevo en mi regazo, no tenéis nada que temer. Hacedme un 
    templo, donde yo pueda día a día manifestaros mi amor». Eso es Guadalupe: 
    un bellísimo arco iris de paz después de una terrible tormenta.
 
    
      
    
    
Dudas sobre la veracidad de Guadalupe
 
    
      
    
    
Los dos primeros arzobispos de México favorecieron desde el 
    primer momento el culto a la Virgen de Guadalupe. El franciscano Zumárraga 
    (1528-1548) guardó la imagen maravillosa, hasta que en 1533 la trasladó de 
    la catedral a una pequeña ermita que le edificó, y con la ayuda de Hernán 
    Cortés organizó una colecta para hacerle un santuario. Y su sucesor, el dominico 
    Alonso de Montúfar (1554-1572) fue patrono y fundador del primer santuario, 
    atendido por clero secular, y consta que al menos el 6 de setiembre de 1556 
    predicó la devoción a la Guadalupana.
 
    
      
    
    
Sin embargo, a los dos días de aquella prédica, el provincial 
    de los franciscanos, padre Francisco de Bustamante, hizo un sermón en el que 
    atacó al culto de Guadalupe con gran virulencia, representando al parecer 
    la opinión general de los franciscanos. No parece que la clara aversión de 
    los religiosos al obispo Montúfar, ni sus frecuentes fricciones con el clero 
    secular, sean explicación suficiente de tal actitud. Los franciscanos, más 
    bien, atacaron con fuerza en un principio una devoción que era nueva, que 
    tenía un fundamento que juzgaban falso -la imagen habría sido pintada por 
    el indio Marcos-, y que sobre todo era muy peligrosa, pues con ella se echaba 
    por tierra el incesante trabajo de los misioneros para que los indios, venerando 
    excesivamente las imágenes, no recayeran en una disfrazada idolatría, tanto 
    más probable en este caso ya que en las cercanías del cerro del Tepeyac había 
    existido un antiguo e importante adoratorio de Tonantzin, deidad pagana femenina 
    (+Ricard 297-300). 
 
    
      
    
    
«Así pues -concluye Robert Ricard-, la devoción a la Virgen 
    de Guadalupe y la peregrinación a su santuario del Tepeyac parecen haber nacido, 
    crecido y triunfado al impulso del episcopado, en medio de la indiferencia 
    de dominicos y agustinos, y a pesar de la desasosegada hostilidad de los franciscanos 
    de México... Los misioneros de México apenas conocieron esa táctica de peregrinaciones 
    que tantos misiólogos preconizan hoy día» (300). 
 
    
      
    
    
Posteriormente, el culto a la Virgen de Guadalupe siempre ha 
    ido en crecimiento, y ha sido una fuerza muy profunda en la historia cristiana 
    del pueblo mexicano. Sin embargo, nunca han faltado detractores, incluso entre 
    católicos sinceros. Hace un siglo, por ejemplo, el insigne historiador mexicano 
    y buen católico Joaquín García Icazbalceta, también se manifestaba, con pena, 
    en contra de la autenticidad de las apariciones (+Lopetegui-Zubillaga, Historia 
    353-354), alegando objeciones que han sido suficientemente respondidas por 
    autores más recientes, como Lauro López Beltrán. De todos modos es preciso 
    reconocer que en el caso de Guadalupe la hipótesis de unas apariciones amañadas 
    o al menos fomentadas por los misioneros, para apoyar ante los indios la causa 
    de la fe, es completamente disparatada y tiene en contra la verdad histórica. 
    
 
    
      
    
    
Señalemos finalmente que la actitud de la Iglesia ante las 
    apariciones de Guadalupe constituye algo muy poco frecuente. Mientras que, 
    en general, la autoridad eclesiástica suele mostrarse muy reticente ante pretendidas 
    apariciones, quizá apoyadas por el entusiasmo de ciertos laicos, clérigos 
    o religiosos, en el caso de Guadalupe ha sido la autoridad episcopal quien 
    ha fomentado desde el principio su culto. En efecto, como dice Ricard, «el 
    arzobispo Montúfar, por su perseverancia para difundir y propagar la dovoción 
    a Nuestra Señora de Guadalupe dio pruebas de gran clarividencia y de gran 
    osadía» (303).
 
    
      
    
    
Guadalupe ha recibido siempre el apoyo de los obispos y de 
    los Papas, y Juan Pablo II, últimamente, al beatificar a Juan Diego, prestó 
    a las apariciones guadalupanas el máximo refrendo que la Iglesia puede dar 
    en casos análogos. Por lo demás, es evidente que los sucesos maravillosos 
    del Tepeyac no pueden ser objeto de una declaración dogmática de la Iglesia; 
    pero gozan de la misma credibilidad que las apariciones, por ejemplo, de Lourdes 
    o de Fátima. 
 
    
      
    
    
El día de la beatificación de Juan Diego, el 6 de mayo de 1990, 
    el Papa llama al nuevo beato «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac». 
    Y en el marco grandioso de la Basílica de Guadalupe dice estas graves y medidas 
    palabras: «La Virgen lo escogió entre los más humildes para esa manifestación 
    condescendiente y amorosa cual es la aparición guadalupana. Un recuerdo permanente 
    de esto es su rostro materno y su imagen bendita, que nos dejó como inestimable 
    regalo».
 
    
      
    
    
Parece ser que la canonización de Juan Diego está ya sólo pendiente 
    de fecha.
 
    
      
    
    
Beato Juan Diego, «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac»
 
    
      
    
    
Juan Pablo II, en esa misma ocasión, de «este indio predilecto 
    de María», el Beato Juan Diego, «al que podemos invocar como protector y abogado 
    de los indígenas», afirma: «Las noticias que de él nos han llegado encomian 
    sus virtudes cristianas: su fe sencilla, nutrida en la catequesis y acogedora 
    de los misterios; su esperanza y confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, 
    su coherencia moral, su desprendimiento y pobreza evangélica. Llevando vida 
    de ermitaño aquí, junto al Tepeyac, fue ejemplo de humildad».
 
    
      
    
    
Efectivamente, en las Informaciones de 1666, hechas a instancias 
    de Roma, varios testigos ancianos, nacidos hacia 1570 o antes, aseguraron 
    haber oído a sus padres, parientes o vecinos que muchos iban a venerar a la 
    Virgen en la Ermita, y que visitaban allí a Juan Diego, a quien tenían por 
    un hombre santo, y que pedían su intercesión ante la Señora del Cielo. Así 
    tuvo que ser. No es, pues, difícil imaginar el bien inmenso que el bendito 
    Juan Diego, macehual, pobre hombre del campo, hubo de hacer especialmente 
    entre los indios, hablándoles de Dios y de su Santa Madre en su propia lengua, 
    comunicándoles, con una ingenuidad absolutamente veraz, una experiencia de 
    lo sobrenatural vivísima y conmovedora. Es, pues, obligado incluir al beato 
    Juan Diego entre los grandes apóstoles de América.
 
    
      
    
    
Indios apóstoles
 
    
      
    
    
El caso del beato Juan Diego, indio apóstol de los indios, 
    como sabemos, no fue único, ni mucho menos. Juan B. Olaechea da sobre esto 
    interesantes datos al estudiar La participación de los indios en la tarea 
    evangélica. También Gabriel Guarda trata de El indígena como agente activo 
    de la evangelización (Los laicos 31-41). Y Juan Pablo II, en la homilía citada, 
    recuerda que «los misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores 
    para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos 
    para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje 
    de Jesús». 
 
    
      
    
    
En efecto, como ya dijimos (82-83), nunca ha de olvidarse la 
    contribución indígena al describir los Hechos de los apóstoles de América. 
    Los primeros cronistas refieren algunos casos muy notables sobre el apostolado 
    de los niños y jóvenes indígenas, como aquellos, según vimos, que fray Pedro 
    de Gante enviaba de dos en dos a predicar en los fines de semana (+Motolinía 
    II,7; III,15; Mendieta III,18). Algunos, sin embargo, veían en este apostolado 
    inmaduro más inconvenientes que ventajas (+Zumárraga; Torquemada, Monarquía 
    indiana XV,18). Y en el Perú era lo mismo. 
 
    
      
    
    
También los indios adultos fueron a veces grandes evangelizadores. 
    Gregorio XIV concedió indulgencias insignes «a los Señores Indios Cristianos 
    que procuraren traer a los no cristianos ni pacíficos a la obediencia de la 
    Iglesia» (+Olaechea 249), cosa que hicieron muchas veces, con su autoridad 
    patriarcal, caciques y maestros, alguaciles y fiscales indios. Un caso notable 
    es el de los grupos de familias cristianas tlaxcaltecas que se fueron a vivir 
    con los chichimecas con el fin de evangelizarlos. Otras veces se dieron admirables 
    iniciativas apostólicas personales, como la de aquel Antonio Calaimí, jirara 
    oriundo de Nueva Granada, que se adentró en la cordillera para suscitar la 
    fe en Cristo, sin más arma que un clarín prendido al cinto, y que consiguó 
    la conversión de algunas tribus de indios betoyes. Éste, cuando se veía acosado 
    por indios hostiles, lograba ahuyentarlos sin hacerles daño con un clarinazo 
    restallante (249).
 
    
      
    
    
Pero quizá un caso, muy seguro y documentado, contado por Cieza 
    de León, pueda hacernos gráfico el estilo de aquel apostolado indio de primera 
    hora, muy al modo del Beato Juan Diego. Este soldado y cronista extremeño 
    quedó tan impresionado cuando supo de ello, que al sacerdote que se lo contó 
    le rogó que se lo pusiera por escrito. Después, en su Crónica del Perú, transcribió 
    la nota tal como la guardaba: 
 
    
      
    
    
«Marcos Otazo, clérigo, vecino de Valladolid, estando en el 
    pueblo de Lampaz adoctrinando indios a nuestra santa fe cristiana, año de 
    1547... vino a mí un muchacho mío que en la iglesia dormía, muy espantado, 
    rogando me levantase y fuese a bautizar a un cacique que en la iglesia estaba 
    hincado de rodillas ante las imágenes, muy temeroso y espantado; el cual estando 
    la noche pasada, que fue miércoles de Tinieblas, metido en una guaca, que 
    es donde ellos adoran [el ídolo], decía haber visto un hombre vestido de blanco, 
    el cual le dijo que qué hacía allí con aquella estatua de piedra. Que se fuese 
    luego, y viniese para mí a se volver cristiano». Don Marcos se lo tomó con 
    calma, y no fue al momento. «Y cuando fue de día yo me levanté y recé mis 
    Horas, y no creyendo que era así, me llegué a la iglesia para decir misa, 
    y lo hallé de la misma manera, hincado de rodillas [la infinita capacidad 
    india para esperar humildemente, como Juan Diego en el arzobispado]. Y como 
    me vio se echó a mis pies, rogándome mucho le volviese cristiano, a lo cual 
    le respondí que sí haría, y dije misa, la cual oyeron algunos cristianos que 
    allí estaban; y dicha, le bauticé, y salió con mucha alegría, dando voces, 
    diciendo que él ya era cristiano, y no malo, como los indios; y sin decir 
    nada a persona ninguna, fue adonde tenía su casa y la quemó, y sus mujeres 
    y ganados repartió por sus hermanos y parientes, y se vino a la iglesia, donde 
    estuvo siempre predicando a los indios lo que les convenía para su salvación, 
    amonestándoles se apartasen de sus pecados y vicios; lo cual hacía con gran 
    hervor, como aquel que está alumbrado por el Espíritu Santo, y a la continua 
    estaba en la iglesia o junto a una cruz. Muchos indios se volvieron cristianos 
    por las persuasiones deste nuevo convertido» (cp.117).
 
    
      
    
    
Eso es exactamente lo que Juan Diego hacía esos mismos años 
    en la ermita del Tepeyac. Ya se ve que el Espíritu Santo obraba en el Perú 
    y en México las mismas maravillas.
 
    
      
    
    
Primera expansión misionera
 
    
      
    
    
Terminemos esta parte con algunos recuentos estadísticos. Los 
    franciscanos llegaron a México en 1523, los dominicos en 1526, y los agustinos 
    en 1533. Aunque no es fácil proporcionar datos con exactitud, pues las cifras 
    del contingente misionero y del número de conventos experimentaron frecuentes 
    cambios, diremos, siguiendo a Ricard, que en 1559 había en México 802 misioneros: 
    330 franciscanos, 210 dominicos y 212 agustinos (159).
 
    
      
    
    
Véase también al final de este libro el mapa que hemos tomado 
    del mismo Robert Ricard (417). Hacia 1570, en menos de 50 años, se habían 
    establecido en México unos 150 centros misionales, 70 franciscanos, 40 dominicos 
    y 40 agustinos, en una expansión misionera tan formidable como no se ha dado 
    nunca en la historia de la Iglesia, desde el tiempo de los Apóstoles.
 
    
      
    
    
Todo fue obra del amor de Cristo a los mexicanos. A él la gloria 
    por los siglos. Amén.