Descubrimiento y
evangelización
 
Descubrimiento
Encuentro
La renovación de lo viejo
Conquista
Luces y sombras de las Indias
Primeras actitudes de los españoles
Evangelización portentosamente rápida
El nosotros hispanoamericano 
 
    
      
    
    
Descubrimiento
 
    
      
    
    
La 
    palabra descubrir, según el Diccionario, significa simplemente «hallar lo 
    que estaba ignorado o escondido», sin ninguna acepción peyorativa. En referencia 
    a América, desde hace cinco siglos, ya desde los primeros cronistas hispanos, 
    venimos hablando de Descubrimiento, palabra en la que se expresa una triple 
    verdad.
 
    
      
    
    
1. 
    España, Europa, y pronto todo el mundo, descubre América, un continente del 
    que no había noticia alguna. Este es el sentido primero y más obvio. El Descubrimiento 
    de 1492 es como si del océano ignoto surgiera de pronto un Nuevo Mundo, inmenso, 
    grandioso y variadísimo.
 
    
      
    
    
2. 
    Los indígenas americanos descubren también América a partir de 1492, pues 
    hasta entonces no la conocían. Cuando los exploradores hispanos, que solían 
    andar medio perdidos, pedían orientación a los indios, comprobaban con frecuencia 
    que éstos se hallaban casi tan perdidos como ellos, pues apenas sabían algo 
    -como no fueran leyendas inseguras- acerca de lo que había al otro lado de 
    la selva, de los montes o del gran río que les hacía de frontera. En este 
    sentido es evidente que la Conquista llevó consigo un Descubrimiento de las 
    Indias no sólo para los europeos, sino para los mismos indios. Los otomíes, 
    por poner un ejemplo, eran tan ignorados para los guaraníes como para los 
    andaluces. Entre imperios formidables, como el de los incas y el de los aztecas, 
    había una abismo de mutua ignorancia. Es, pues, un grueso error decir que 
    la palabra Descubrimiento sólo tiene sentido para los europeos, pero no para 
    los indios, alegando que «ellos ya estaban allí». Los indios, es evidente, 
    no tenían la menor idea de la geografía de «América», y conocían muy poco 
    de las mismas naciones vecinas, casi siempre enemigas. Para un indio, un viaje 
    largo a través de muchos pueblos de América, al estilo del que a fines del 
    siglo XIII hizo Marco Polo por Asia, era del todo imposible.
 
    
      
    
    
En 
    este sentido, la llegada de los europeos en 1492 hace que aquéllos que apenas 
    conocían poco más que su región y cultura, en unos pocos decenios, queden 
    deslumbrados ante el conocimiento nuevo de un continente fascinante, América. 
    Y a medida que la cartografía y las escuelas se desarrollan, los indios americanos 
    descubren la fisonomía completa del Nuevo Mundo, conocen la existencia de 
    cordilleras, selvas y ríos formidables, amplios valles fértiles, y una variedad 
    casi indecible de pueblos, lenguas y culturas...
 
    
      
    
    
Madariaga 
    escribe: «Los naturales del Nuevo Mundo no habían pensado jamás unos en otros 
    no ya como una unidad humana, sino ni siquiera como extraños. No se conocían 
    mutuamente, no existían unos para otros antes de la conquista. A sus propios 
    ojos, no fueron nunca un solo pueblo. «En cada provincia -escribe el oidor 
    Zorita que tan bien conoció a las Indias- hay grande diferencia en todo, y 
    aun muchos pueblos hay dos y tres lenguas diferentes, y casi no se tratan 
    ni conocen, y esto es general en todas las Indias, según he oído» [...] Los 
    indios puros no tenían solidaridad, ni siquiera dentro de los límites de sus 
    territorios, y, por lo tanto, menos todavía en lo vasto del continente de 
    cuya misma existencia apenas si tenían noción. Lo que llamamos ahora Méjico, 
    la Nueva España de entonces, era un núcleo de organización azteca, el Anahuac, 
    rodeado de una nebulosa de tribus independientes o semiindependientes, de 
    lenguajes distintos, dioses y costumbres de la mayor variedad. Los chibcha 
    de la Nueva Granada eran grupos de tribus apenas organizadas, rodeados de 
    hordas de salvajes, caníbales y sodomitas. Y en cuanto al Perú, sabemos que 
    los incas lucharon siglos enteros por reducir a una obediencia de buen pasar 
    a tribus de naturales de muy diferentes costumbres y grados de cultura, y 
    que cuando llegaron los españoles, estaba este proceso a la vez en decadencia 
    y por terminar. Ahora bien, éstos fueron los únicos tres centros de organización 
    que los españoles encontraron. Allende aztecas, chibchas e incas, el continente 
    era un mar de seres humanos en estado por demás primitivo para ni soñar con 
    unidad de cualquier forma que fuese» (El auge 381-382).
 
    
      
    
    
3. 
    Hay, por fin, en el término Descubrimiento un sentido más profundo y religioso, 
    poco usual. En efecto, Cristo, por sus apóstoles, fue a América a descubrir 
    con su gracia a los hombres que estaban ocultos en las tinieblas. Jesucristo, 
    nuestro Señor, cumpliendo el anuncio profético, es el «Príncipe de la paz... 
    que arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todas 
    las naciones» (Is 25,7). Fue Cristo el que, allí, por ejemplo, en Cuautitlán 
    y Tulpetlac, descubrió toda la bondad que podía haber en el corazón del indio 
    Cuauhtlatoatzin, si su gracia le sanaba y hacía de él un hombre nuevo: el 
    beato Juan Diego.
 
    
      
    
    
Así 
    pues, bien decimos con toda exactitud que en el año de gracia de 1492 se produjo 
    el Descubrimiento de América.
 
    
      
    
    
Encuentro
 
    
      
    
    
En 
    1492 se inica un Encuentro entre dos mundos sumamente diferentes en su desarrollo 
    cultural y técnico. Europa halla en América dos culturas notables, la mayo-azteca, 
    en México y América central, y la incaica en Perú, y un conjunto de pueblos 
    sumidos en condiciones sumamente primitivas. 
 
    
      
    
    
La 
    Europa cristiana y las Indias son, pues, dos entidades que se encuentran en 
    un drama grandioso, que se desenvuelve, sin una norma previa, a tientas, sin 
    precedente alguno orientador. Ambas, dice Rubert de Ventós, citado por Pedro 
    Voltes, eran «partes de un encuentro puro, cuyo carácter traumático rebasaba 
    la voluntad misma de las partes, que no habían desarrollado anticuerpos físicos 
    ni culturales que preparasen la amalgama. De ahí que ésta fuera necesariamente 
    trágica» (Cinco siglos 10).
 
    
      
    
    
Quizá 
    nunca en la historia se ha dado un encuentro profundo y estable entre pueblos 
    de tan diversos modos de vida como el ocasionado por el descubrimiento hispánico 
    de América. En el Norte los anglosajones se limitaron a ocupar las tierras 
    que habían vaciado previamente por la expulsión o la eliminación de los indios. 
    Pero en la América hispana se realizó algo infinitamente más complejo y difícil: 
    la fusión de dos mundos inmensamente diversos en mentalidad, costumbres, religiosidad, 
    hábitos familiares y laborales, económicos y políticos. Ni los europeos ni 
    los indios estaban preparados para ello, y tampoco tenían modelo alguno de 
    referencia. En este encuentro se inició un inmenso proceso de mestizaje biológico 
    y cultural, que dio lugar a un Mundo Nuevo.
 
    
      
    
    
La 
    renovación de lo viejo
 
    
      
    
    
El 
    mundo indígena americano, al encontrarse con el mundo cristiano que le viene 
    del otro lado del mar, es, en un cierto sentido, un mundo indeciblemente arcaico, 
    cinco mil años más viejo que el europeo. Sus cientos de variedades culturales, 
    todas sumamente primitivas, sólo hubieran podido subsistir precariamente en 
    el absoluto aislamiento de unas reservas. Pero en un encuentro intercultural 
    profundo y estable, como fue el caso de la América hispana, el proceso era 
    necesario: lo nuevo prevalece. 
 
    
      
    
    
Una 
    cultura está formada por un conjunto muy complejo de ideas y prácticas, sentimientos 
    e instituciones, vigente en un pueblo determinado. Pues bien, muchas de las 
    modalidades culturales de las Indias, puestas en contacto con el nuevo mundo 
    europeo y cristiano, van desfalleciendo hasta desaparecer. Cerbatanas y hondas, 
    arcos y macanas, poco a poco, dejan ya de fabricarse, ante el poder increíble 
    de las armas de fuego, que permiten a los hombres lanzar rayos. Las flautas, 
    hechas quizá con huesos de enemigos difuntos, y los demás instrumentos musicales, 
    quedan olvidados en un rincón ante la selva sonora de un órgano o ante el 
    clamor restallante de la trompeta.
 
    
      
    
    
Ya 
    los indios abandonan su incipiente arte pictográfico, cuando conocen el milagro 
    de la escritura, de la imprenta, de los libros. Ya no fabrican pirámides pesadísimas, 
    sino que, una vez conocida la construcción del arco y de otras técnicas para 
    los edificios, ellos mismos, superado el asombro inicial, elevan bóvedas formidables, 
    sostenidas por misteriosas leyes físicas sobre sus cabezas. La desnudez huye 
    avergonzada ante la elocuencia no verbal de los vestidos. Ya no se cultivan 
    pequeños campos, arando la tierra con un bastón punzante endurecido al fuego, 
    sino que, con menos esfuerzo, se labran inmensas extensiones gracias a los 
    arados y a los animales de tracción, antes desconocidos.
 
    
      
    
    
Ante 
    el espectáculo pavoroso que ofrecen los hombres vestidos de hierro, que parecen 
    bilocarse en el campo de batalla sobre animales velocísimos, nunca conocidos, 
    caen desanimados los brazos de los guerreros más valientes. Y luego están 
    las puertas y ventanas, que giran suavemente sobre sí mismas, abriendo y cerrando 
    los huecos antes tapados con una tela; y las cerraduras, que ni el hombre 
    más fuerte puede vencer, mientras que una niña, con la varita mágica de una 
    llave, puede abrir sin el menor esfuerzo. Y está la eficacia rechinante de 
    los carros, tirados por animales, que avanzan sobre el prodigio de unas ruedas, 
    de suave movimiento sin fin...
 
    
      
    
    
Pero 
    si esto sucede en las cosas materiales, aún mayor es el desmayo de las realidades 
    espirituales viejas ante el resplandor de lo nuevo y mejor. La perversión 
    de la poligamia -con la profunda desigualdad que implica entre el hombre y 
    la mujer, y entre los ricos, que tienen decenas de mujeres, y los pobres, 
    que no tienen ninguna-, no puede menos de desaparecer ante la verdad del matrimonio 
    monogámico, o sólo podrá ya practicarse en formas clandestinas y vergonzantes. 
    El politeísmo, los torpes ídolos de piedra o de madera, la adoración ignominiosa 
    de huesos, piedras o animales, ante la majestuosa veracidad del Dios único, 
    creador del cielo y de la tierra, no pueden menos de difuminarse hasta una 
    desaparición total. Y con ello toda la vida social, centrada en el poder de 
    los sacerdotes y en el ritmo anual del calendario religioso, se ve despojada 
    de sus seculares coordenadas comunitarias...
 
    
      
    
    
¿Qué 
    queda entonces de las antiguas culturas indígenas?... Permanece lo más importante: 
    sobreviven los valores espirituales indios más genuinos, el trabajo y la paciencia, 
    la abnegación familiar y el amor a los mayores y a los hijos, la capacidad 
    de silencio contemplativo, el sentido de la gratuidad y de la fiesta, y tantos 
    otros valores, todos purificados y elevados por el cristianismo. Sobrevive 
    todo aquello que, como la artesanía, el folklore y el arte, da un color, un 
    sentimiento, un perfume peculiar, al Mundo Nuevo que se impone y nace.
 
    
      
    
    
Conquista
 
    
      
    
    
Al 
    Descubrimiento siguió la Conquista, que se realizó con una gran rapidez, en 
    unos veinticinco años (1518-1555), y que, como hemos visto, no fue tanto una 
    conquista de armas, como una conquista de seducción -que las dos acepciones 
    admite el Diccionario-. En contra de lo que quizá pensaban entonces los orgullosos 
    conquistadores hispanos, las Indias no fueron ganadas tanto por la fuerza 
    de las armas, como por la fuerza seductora de lo nuevo y superior. 
 
    
      
    
    
¿Cómo 
    se explica si no que unos miles de hombres sujetaran a decenas de millones 
    de indios? En La crónica del Perú, hacia 1550, el conquistador Pedro de Cieza 
    se muestra asombrado ante el súbito desvanecimiento del imperio incaico: «Baste 
    decir que pueblan una provincia, donde hay treinta o cuarenta mil indios, 
    cuarenta o cincuenta cristianos» (cp.119). ¿Cómo entender, si no es por vía 
    de fascinación, que unos pocos miles de europeos, tras un tiempo de armas 
    muy escaso, gobernaran millones y millones de indios, repartidos en territorios 
    inmensos, sin la presencia continua de algo que pudiera llamarse ejército 
    de ocupación? El número de españoles en América, en la época de la conquista, 
    era ínfimo frente a millones de indios.
 
    
      
    
    
En 
    Perú y México se dio la mayor concentración de población hispana. Pues bien, 
    según informa Ortiz de la Tabla, hacia 1560, había en Perú «unos 8.000 españoles, 
    de los cuales sólo 480 o 500 poseían repartimientos; otros 1.000 disfrutaban 
    de algún cargo de distinta categoría y sueldo, y los demás no tenían qué comer»... 
    Apenas es posible conocer el número total de los indios de aquella región, 
    pero sólamente los indios tributarios eran ya 396.866 (Introd. a Vázquez, 
    F., El Dorado). Así las cosas, los españoles peruanos pudieron pelearse entre 
    sí, cosa que hicieron con el mayor entusiasmo, pero no hubieran podido sostener 
    una guerra prolongada contra millones de indios.
 
    
      
    
    
Unos 
    años después, en la Lima de 1600, según cuenta fray Diego de Ocaña, «hay en 
    esta ciudad dos compañías de gentileshombres muy honrados, la una [50 hombres] 
    es de arcabuces y la otra [100] de lanzas... Estas dos compañías son para 
    guarda del reino y de la ciudad», y por lo que se ve lucían sobre todo en 
    las procesiones (A través cp.18).
 
    
      
    
    
Se 
    comprende, pues, que el término «conquista», aunque usado en documentos y 
    crónicas desde un principio, suscitará con el tiempo serias reservas. A mediados 
    del XVI «desaparece cada vez más la palabra y aun la idea de conquista en 
    la fraseología oficial, aunque alguna rara vez se produce de nuevo» (Lopetegui, 
    Historia 87). Y en la Recopilación de las leyes de Indias, en 1680, la ley 
    6ª insiste en suprimir la palabra «conquista», y en emplear las de «pacificación» 
    y «población», ateniéndose así a las ordenanzas de Felipe II y de sus sucesores. 
    
 
    
      
    
    
La 
    conquista no se produjo tanto por las armas, sino más bien, como veíamos, 
    por la fascinación y, al mismo tiempo, por el desfallecimiento de los indios 
    ante la irrupción brusca, y a veces brutal, de un mundo nuevo y superior. 
    El chileno Enrique Zorrilla, en unas páginas admirables, describe este trauma 
    psicológico, que apenas tiene parangón alguno en la historia: «El efecto paralizador 
    producido por la aparición de un puñado de hombres superiores que se enseñoreaba 
    del mundo americano, no sería menos que el que produciría hoy la visita sorpresiva 
    a nuestro globo terráqueo de alguna expedición interplanetaria» (Gestación 
    78)...
 
    
      
    
    
Por 
    último, conviene tener en cuenta que, como señala Céspedes del Castillo, «el 
    más importante y decisivo instrumento de la conquista fueron los mismos aborígenes. 
    Los castellanos reclutaron con facilidad entre ellos a guías, intérpretes, 
    informantes, espías, auxiliares para el transporte y el trabajo, leales consejeros 
    y hasta muy eficaces aliados. Este fue, por ejemplo, el caso de los indios 
    de Tlaxcala y de otras ciudades mexicanas, hartos hasta la saciedad de la 
    brutal opresión de los aztecas. La humana inclinación a hacer de todo una 
    historia de buenos y malos, una situación simplista en blanco y negro, tiende 
    a convertir la conquista en un duelo entre europeos y nativos, cuando en realidad 
    muchos indios consideraron preferible el gobierno de los invasores a la perpetuación 
    de las elites gobernantes prehispánicas, muchas veces rapaces y opresoras 
    (si tal juicio era acertado o erróneo, no hace al caso)» (América hisp. 86). 
    
 
    
      
    
    
Luces 
    y sombras de las Indias
 
    
      
    
    
A 
    lo largo de nuestra crónica, tendremos ocasión de poner de relieve los grandes 
    tesoros de humanidad y de religiosidad que los misioneros hallaron en América. 
    Eran tesoros que, ciertamente, estaban enterrados en la idolatría, la crueldad 
    y la ignorancia, pero que una vez excavados por la evangelización cristiana, 
    salieron muy pronto a la luz en toda su belleza sorprendente.
 
    
      
    
    
Estos 
    contrastes tan marcados entre las atrocidades y las excelencias que al mismo 
    tiempo se hallan en el mundo precristiano de las Indias son muy notables. 
    Nos limitaremos a traer ahora un testimonio. El franciscano Bernardino de 
    Sahagún, el mismo que en el libro II de su magna Historia general de las cosas 
    de Nueva España hace una relación escalofriante de los sacrificios humanos 
    exigidos por los ritos aztecas, unas páginas más adelante, en el libro VI, 
    describe la pedagogía familiar y escolar del Antiguo México de un modo que 
    no puede menos de producir admiración y sorpresa: 
 
    
      
    
    
«Del 
    lenguaje y afectos que usaban cuando oraban al principal dios... Es oración 
    de los sacerdotes en la cual le confiesan por todopoderoso, no visible ni 
    palpable. Usan de muy hermosas metáforas y maneras de hablar» (1), «Es oración 
    donde se ponen delicadezas muchas en penitencia y en lenguaje» (5), «De la 
    confesión auricular que estos naturales usaban en tiempo de su infidelidad» 
    (7), «Del lenguaje y afectos que usaban para hablar al señor recién electo. 
    Tiene maravilloso lenguaje y muy delicadas metáforas y admirables avisos» 
    (10), «En que el señor hablaba a todo el pueblo la primera vez; exhórtalos 
    a que nadie se emborrache, ni hurte, ni cometa adulterio; exhórtalos a la 
    cultura de los dioses, al ejercicio de las armas y a la agricultura» (14), 
    «Del razonamiento, lleno de muy buena doctrina en lo moral, que el señor hacía 
    a sus hijos cuando ya habían llegado a los años de discreción, exhortándolos 
    a huir de los vicios y a que se diesen a los ejercicios de nobleza y de virtud» 
    (17), y lo mismo exhortando a sus hijas «a toda disciplina y honestidad interior 
    y exterior y a la consideración de su nobleza, para que ninguna cosa hagan 
    por donde afrenten a su linaje, háblanlas con muy tiernas palabras y en cosas 
    muy particulares» (18)... En un lenguaje antiguo, de dignidad impresionante, 
    estos hombres enseñaban «la humildad y conocimiento de sí mismo, para ser 
    acepto a los dioses y a los hombres» (20), «el amor de la castidad» (21) y 
    a las buenas maneras y «policía [buen orden] exterior» (22).
 
    
      
    
    
Poco 
    después nos contará Sahagún, con la misma pulcra y serena minuciosidad, «De 
    cómo mataban los esclavos del banquete» (Lib.9, 14), u otras atrocidades semejantes, 
    todas ellas orientadas perdidamente por un sentido indudable de religiosidad. 
    Es la situación normal del mundo pagano. Cristo ve a sus discípulos como luz 
    que brilla en la tinieblas del mundo (Mt 5,14), y San Pablo lo mismo: sois, 
    escribe a los cristianos, «hijos de Dios sin mancha en medio de una gente 
    torcida y depravada, en la que brilláis como estrellas en el mundo, llevando 
    en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15-16).
 
    
      
    
    
La 
    descripción, bien concreta, que hace San Pablo de los paganos y judíos de 
    su tiempo (Rm 1-2), nos muestra el mundo como un ámbito oscuro y siniestro. 
    Así era, de modo semejante, el mundo que los europeos hallaron en las Indias: 
    opresión de los ricos, poligamia, religiones demoníacas, sacrificios humanos, 
    antropofagia, crueldades indecibles, guerras continuas, esclavitud, tiranía 
    de un pueblo sobre otros... Son males horribles, que sin embargo hoy vemos, 
    por así decirlo, como males excusables, causados en buena parte por inmensas 
    ignorancias y opresiones. 
 
    
      
    
    
Primeras 
    actitudes de los españoles
 
    
      
    
    
¿Cuales 
    fueron las reacciones de los españoles, que hace cinco siglos llegaron a las 
    Indias, ante aquel cuadro nuevo de luces y sombras?
 
    
      
    
    
-El 
    imperio del Demonio.
 
    
      
    
    
Los 
    primeros españoles, que muchas veces quedaron fascinados por la bondad de 
    los indios, al ver en América los horrores que ellos mismos describen, no 
    veían tanto a los indios como malos, sino como pobres endemoniados, que había 
    que liberar, exorcizándoles con la cruz de Cristo. 
 
    
      
    
    
El 
    soldado Cieza de León, viendo aquellos tablados de los indios de Arma, con 
    aquellos cuerpos muertos, colgados y comidos, comenta: «Muy grande es el dominio 
    y señorío que el demonio, enemigo de natura humana, por los pecados de aquesta 
    gente, sobre ellos tuvo, permitiéndolo Dios» (Crónica 19). Esta era la reflexión 
    más común. 
 
    
      
    
    
Un 
    texto de Motolinía, fray Toribio de Benavente, lo expresa bien: «Era esta 
    tierra un traslado del infierno; ver los moradores de ella de noche dar voces, 
    unos llamando al demonio, otros borrachos, otros cantando y bailando; tañían 
    atabales, bocina, cornetas y caracoles grandes, en especial en las fiestas 
    de sus demonios. Las beoderas [borracheras] que hacían muy ordinarias, es 
    increíble el vino que en ellas gastaban, y lo que cada uno en el cuerpo metía... 
    Era cosa de grandísima lástima ver los hombres criados a la imagen de Dios 
    vueltos peores que brutos animales; y lo que peor era, que no quedaban en 
    aquel solo pecado, mas cometían otros muchos, y se herían y descalabraban 
    unos a otros, y acontecía matarse, aunque fuesen muy amigos y muy propincuos 
    parientes» (Historia I,2,57). Los aullidos de las víctimas horrorizadas, los 
    cuerpos descabezados que en los teocalli bajaban rodando por las gradas cubiertas 
    por una alfombra de sangre pestilente, los danzantes revestidos con el pellejo 
    de las víctimas, los bailes y evoluciones de cientos de hombres y mujeres 
    al son de músicas enajenantes... no podían ser sino la acción desaforada del 
    Demonio.
 
    
      
    
    
-Excusa.
 
    
      
    
    
Conquistadores 
    y misioneros vieron desde el primer momento que ni todos los indios cometían 
    las perversidades que algunos hacían, ni tampoco eran completamente responsables 
    de aquellos crímenes. Así lo entiende, por ejemplo, el soldado Cieza de León:
 
    
      
    
    
«Porque 
    algunas personas dicen de los indios grandes males, comparándolos con las 
    bestias, diciendo que sus costumbres y manera de vivir son más de brutos que 
    de hombres, y que son tan malos que no solamente usan el pecado nefando, mas 
    que se comen unos a otros, y puesto que en esta mi historia yo haya escrito 
    algo desto y de algunas otras fealdades y abusos dellos, quiero que se sepa 
    que no es mi intención decir que esto se entienda por todos; antes es de saber 
    que si en una provincia comen carne humana y sacrifican sangre de hombres, 
    en otras muchas aborrecen este pecado. Y si, por el consiguiente, en otra 
    el pecado de contra natura, en muchas lo tienen por gran fealdad y no lo acostumbran, 
    antes lo aborrecen; y así son las costumbres dellos: por manera que será cosa 
    injusta condenarlos en general. Y aun de estos males que éstos hacían, parece 
    que los descarga la falta que tenían de la lumbre de nuestra santa fe, por 
    la cual ignoraban el mal que cometían, como otras muchas naciones» (Crónica 
    cp.117).
 
    
      
    
    
-Compasión.
 
    
      
    
    
Cuando 
    los cronistas españoles del XVI describen las atrocidades que a veces hallaron 
    en las Indias, es cosa notable que lo hacen con toda sencillez, sin cargar 
    las tintas y como de paso, con una ingenua objetividad, ajena por completo 
    a los calificativos y a los aspavientos. A ellos no se les pasaba por la mente 
    la posibilidad de un hombre naturalmente bueno, a la manera rousseauniana, 
    y recordaban además los males que habían dejado en Europa, nada despreciables. 
    
 
    
      
    
    
En 
    los misioneros, especialmente, llama la atención un profundísimo sentimiento 
    de piedad, como el que refleja esta página de Bernardino de Sahagún sobre 
    México:
 
    
      
    
    
«¡Oh 
    infelicísima y desventurada nación, que de tantos y de tan grandes engaños 
    fue por gran número de años engañada y entenebrecida, y de tan innumerables 
    errores deslumbrada y desvanecida! ¡Oh cruelísimo odio de aquel capitán enemigo 
    del género humano, Satanás, el cual con grandísimo estudio procura de abatir 
    y envilecer con innumerables mentiras, crueldades y traiciones a los hijos 
    de Adán! ¡Oh juicios divinos, profundísimos y rectísimos de nuestro Señor 
    Dios! ¡Qué es esto, señor Dios, que habéis permitido, tantos tiempos, que 
    aquel enemigo del género humano tan a su gusto se enseñorease de esta triste 
    y desamparada nación, sin que nadie le resistiese, donde con tanta libertad 
    derramó toda su ponzoña y todas sus tinieblas!». Y continúa con esta oración: 
    «¡Señor Dios, esta injuria no solamente es vuestra, pero también de todo el 
    género humano, y por la parte que me toca suplico a V. D. Majestad que después 
    de haber quitado todo el poder al tirano enemigo, hagáis que donde abundó 
    el delito abunde la gracia [Rm 5,20], y conforme a la abundancia de las tinieblas 
    venga la abundancia de la luz, sobre esta gente, que tantos tiempos habéis 
    permitido estar supeditada y opresa de tan grande tiranía!» (Historia lib.I, 
    confutación).
 
    
      
    
    
-Esperanza.
 
    
      
    
    
Como 
    es sabido, las imágenes dadas por Colón, después de su Primer Viaje, acerca 
    de los indios buenos, tuvieron influjo cierto en el mito del buen salvaje 
    elaborado posteriormente en tiempos de la ilustración y el romanticismo. Cristóbal 
    Colón fue el primer descubridor de la bondad de los indios. Cierto que, en 
    su Primer Viaje, tiende a un entusiasmo extasiado ante todo cuanto va descubriendo, 
    pero su estima por los indios fue siempre muy grande. Así, cuando llegan a 
    la Española (24 dic.), escribe:
 
    
      
    
    
«Crean 
    Vuestras Altezas que en el mundo no puede haber mejor gente ni más mansa. 
    Deben tomar Vuestras Altezas grande alegría porque luego [pronto] los harán 
    cristianos y los habrán enseñado en buenas costumbres de sus reinos, que más 
    mejor gente ni tierra puede ser».
 
    
      
    
    
Al 
    día siguiente encallaron en un arrecife, y el Almirante confirma su juicio 
    anterior, pues en canoas los indios con su rey fueron a ayudarles cuanto les 
    fue posible:
 
    
      
    
    
«El, 
    con todo el pueblo, lloraba; son gente de amor y sin codicia y convenibles 
    para toda cosa, que certifico a Vuestras Altezas que en el mundo creo que 
    no hay mejor gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como a sí mismos, 
    y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa. Ellos 
    andan desnudos, hombres y mujeres, como sus madres los parieron, mas crean 
    Vuestras Altezas que entre sí tienen costumbres muy buenas, y el rey muy maravilloso 
    estado, de una cierta manera tan continente que es placer de verlo todo, y 
    la memoria que tienen, y todo quieren ver, y preguntan qué es y para qué». 
    
 
    
      
    
    
Así 
    las cosas, los misioneros, ante el mundo nuevo de las Indias, oscilaban continuamente 
    entre la admiración y el espanto, pero, en todo caso, intentaban la evangelización 
    con una esperanza muy cierta, tan cierta que puede hoy causar sorpresa. El 
    optimismo evangelizador de Colón -«no puede haber más mejor gente, luego los 
    harán cristianos»- parece ser el pensamiento dominante de los conquistadores 
    y evangelizadores. Nunca se dijeron los misioneros «no hay nada que hacer», 
    al ver los males de aquel mundo. Nunca se les ve espantados del mal, sino 
    compadecidos. Y desde el primer momento predicaron el Evangelio, absolutamente 
    convencidos de que la gracia de Cristo iba a hacer el milagro.
 
    
      
    
    
También 
    los cristianos laicos, descubridores y conquistadores, participaban de esta 
    misma esperanza.
 
    
      
    
    
«Si 
    miramos -escribe Cieza-, muchos [indios] hay que han profesado nuestra ley 
    y recibido agua del santo bautismo [...], de manera que si estos indios usaban 
    de las costumbres que he escrito, fue porque no tuvieron quien los encaminase 
    en el camino de la verdad en los tiempos pasados. Ahora los que oyen la doctrina 
    del santo Evangelio conocen las tinieblas de la perdición que tienen los que 
    della se apartan; y el demonio, como le crece más la envidia de ver el fruto 
    que sale de nuestra santa fe, procura de engañar con temores y espantos a 
    estas gentes; pero poca parte es, y cada día será menos, mirando lo que Dios 
    nuestro Señor obra en todo tiempo, con ensalzamiento de su santa fe» (Crónica 
    cp.117). 
 
    
      
    
    
Evangelización 
    portentosamente rápida
 
    
      
    
    
Las 
    esperanzas de aquellos evangelizadores se cumplieron en las Indias. Adelantaremos 
    aquí sólamente unos cuantos datos significativos:
 
    
      
    
    
-Imperio 
    azteca.
 
    
      
    
    
1487. 
    Solemne inauguración del teocali de Tenochtitlán, en lo que había de ser la 
    ciudad de México, con decenas de miles de sacrificios humanos, seguidos de 
    banquetes rituales antropofágicos.
 
    
      
    
    
1520. 
    En Tlaxcala, en una hermosa pila bautismal, fueron bautizados los cuatro señores 
    tlaxcaltecas, que habían de facilitar a Hernán Cortés la entrada de los españoles 
    en México.
 
    
      
    
    
1521. 
    Caída de Tenochtitlán.
 
    
      
    
    
1527. 
    Martirio de los tres niños tlaxcaltecas, descrito en 1539 por Motolinía, y 
    que fueron beatificados por Juan Pablo II en 1990.
 
    
      
    
    
1531. 
    El indio Cuauhtlatóhuac, nacido en 1474, es bautizado en 1524 con el nombre 
    de Juan Diego. A los cincuenta años de edad, en 1531, tiene las visiones de 
    la Virgen de Guadalupe, que hacia 1540-1545 son narradas, en lengua náhuatl, 
    en el Nican Mopohua. Fue beatificado en 1990.
 
    
      
    
    
1536. 
    «Yo creo -dice Motolinía- que después que la tierra [de México] se ganó, que 
    fue el año 1521, hasta el tiempo que esto escribo, que es en el año 1536, 
    más de cuatro millones de ánimas [se han bautizado]» (Historia II,2, 208).
 
    
      
    
    
-Imperio 
    inca.
 
    
      
    
    
1535. 
    En el antiguo imperio de los incas, Pizarro funda la ciudad de Lima, capital 
    del virreinato del Perú, una ciudad, a pesar de sus revueltas, netamente cristiana. 
    
 
    
      
    
    
1600. 
    Cuando Diego de Ocaña la visita en 1600, afirma impresionado: «Es mucho de 
    ver donde ahora sesenta años no se conocía el verdadero Dios y que estén las 
    cosas de la fe católica tan adelante» (A través cp.18). 
 
    
      
    
    
Son 
    años en que en la ciudad de Lima conviven cinco grandes santos: el arzobispo 
    Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Francisco Solano (+1610), 
    la terciaria dominica Santa Rosa de Lima (+1617), el hermano dominico San 
    Martín de Porres (+1639) -estos dos nativos-, y el hermano dominico San Juan 
    Macías (+1645).
 
    
      
    
    
Todo, 
    pues, parece indicar, como dice el franciscano Mendieta, que «los indios estaban 
    dispuestos a recibir la fe católica», sobre todo porque «no tenían fundamento 
    para defender sus idolatrías, y fácilmente las fueron poco a poco dejando» 
    (Hª ecl. indiana cp.45). 
 
    
      
    
    
Así 
    las cosas, cuando Cristo llegó a las Indias en 1492, hace ahora cinco siglos, 
    fue bien recibido.
 
    
      
    
    
El 
    nosotros hispanoamericano
 
    
      
    
    
El 
    mexicano Carlos Pereyra observó, ya hace años, un fenómeno muy curioso, por 
    el cual los hispanos europeos, tratando de reconciliar a los hispanos americanos 
    con sus propios antepasados criollos, defendían la memoria de éstos. Según 
    eso, «el peninsular no se da cuenta de que toma a su cargo la causa de los 
    padres contra los hijos» (La obra 298). Esa defensa, en todo caso, es necesaria, 
    pues en la América hispana, en los ambientes ilustrados sobre todo, el resentimiento 
    hacia la propia historia ocasiona con cierta frecuencia una conciencia dividida, 
    un elemento morboso en la propia identificación nacional.
 
    
      
    
    
Ahora 
    bien, «este resentimiento -escribe Salvador de Madariaga- ¿contra quién va? 
    Toma, contra lo españoles. ¿Seguro? Vamos a verlo. Hace veintitantos años, 
    una dama de Lima, apenas presentada, me espetó: "Ustedes los españoles 
    se apresuraron mucho a destruir todo lo Inca". "Yo, señora, no he 
    destruido nada. Mis antepasados tampoco, porque se quedaron en España. Los 
    que destruyeron lo inca fueron los antepasados de usted". Se quedó la 
    dama limeña como quien ve visiones. No se le había ocurrido que los conquistadores 
    se habían quedado aquí y eran los padres de los criollos» (Presente 60). 
 
    
      
    
    
En 
    fin, cada pueblo encuentra su identidad y su fuerza en la conciencia verdadera 
    de su propia historia, viendo en ella la mano de Dios. Es la verdad la que 
    nos hace libres. En este sentido, Madariaga, meditando sobre la realidad humana 
    del Perú, observa: «El Perú es en su vera esencia mestizo. Sin lo español, 
    no es Perú. Sin lo indio, no es Perú. Quien quita del Perú lo español mata 
    al Perú. Quien quita al Perú lo indio mata al Perú. Ni el uno ni el otro quiere 
    de verdad ser peruano... El Perú tiene que ser indoespañol, hispanoinca» (59).
 
    
      
    
    
Estas 
    verdades elementales, tan ignoradas a veces, son afirmadas con particular 
    acierto por el venezolano Arturo Uslar Pietri, concretamente en su artículo 
    El «nosotros» hispanoamericano:
 
    
      
    
    
«Los 
    descubridores y colonizadores fueron precisamente nuestros más influyentes 
    antepasados culturales y no podemos, sin grave daño a la verdad, considerarlos 
    como gente extraña a nuestro ser actual. Los conquistados y colonizados también 
    forman parte de nosotros [... y] su influencia cultural sigue presente y activa 
    en infinitas formas en nuestra persona. [...] La verdad es que todo ese pasado 
    nos pertenece, de todo él, sin exclusión posible, venimos, y que tan sólo 
    por una especie de mutilación ontológica podemos hablar como de cosa ajena 
    de los españoles, los indios y los africanos que formaron la cultura a la 
    que pertenecemos» (23-12-1991).
 
    
      
    
    
Un 
    día de éstos acabaremos por descubrir el Mediterráneo. O el Pacífico.
 
    
      
    
    
Mucha 
    razón tenía el gran poeta argentino José Hernández, cuando en el Martín Fierro 
    decía:
 
    
      
    
    
«Ansí 
    ninguno se agravie;
no 
    se trata de ofender;
 
    
      
    
    
a 
    todo se ha de poner
 
    
      
    
    
el 
    nombre con que se llama,
 
    
      
    
    
y 
    a naides le quita fama
 
    
      
    
    
lo que recibió al nacer».