Menéndez Pelayo: estudioso del alma de la España eterna.

Investigó y nos contó nuestros logros políticos y la grandeza de nuestra especulación científica, nos habló de la santidad y del heroismo hispano, escribió del arte y el valor militar de los españoles de todas las épocas, y de todo ello y más nos ofreció su conocimiento para que sea el cimiento del futuro

En medio de la desolación y noche que cae sobre España al finalizar cada centuria, Menéndez Pelayo volvió sus ojos a las luces claras de nuestro imperio, y columbró en su resplandor la pauta reconstructiva de la España que huía, porque olvidaba su pasado, que es para ella redención y horizonte nuevo.

Él midió de alto a bajo toda la grandeza de nuestra nación, y cuando malos hijos se volvían rencorosos contra su propia casta y vilipendiaban a su madre Patria, por verla despojada y sin corona, él consoló su desgracia recordándole el romance de sus pasadas glorias.

Él fue casi el único que nos enseñó entonces a levantar la cabeza, a tener en lo que se merece nuestra ciencia clásica, un tiempo la primera del mundo, a hacer profesión solemne y pública de fe en España, en la España tradicional, en la presente y en la futura España.

El fue el custodio y el paladín de la cultura española, el archivo y como la conciencia suprema de nuestra nacionalidad en el tiempo y en el espacio a través de los siglos y extendida a todos los territorios y latitudes que cayeron un día bajo el cetro de sus reyes o recibieron la herencia ideal de las razas e idiomas peninsulares.

Sus palabras son hitos de luz orientadora. Su influencia no se circunscribe a una o varias esferas de la actividad humana: su genio se cierne con potente vuelo por encima de todas esas esferas. Durante su vida, tan rica y productora, fue sin hipérbole el doctor y maestro de la más selecta y verdadera intelectualidad española. Lo fue asimismo, y lo sigue siendo en no pocas materias, de los investigadores extranjeros.

Era su voz -dijo un día Farinelli- como la voz de todo un pueblo, de un pueblo que quería levantar el dorso y volver a mirar frente a frente a otros pueblos y a otras culturas.

Su vida entera transcurrió en puesto de vigilancia y en actividad estudiosa. Alternaba. Clamaba por una España Grande, sufriendo con la nostalgia de las pasadas venturas; y leía, estudiaba, investigaba, acumulando página a página, material tan precioso como aquel que servía para construir, en edades dichosas, templos al Señor.

Fue el vigía. De tanto conocer, y por conocer tan bien el pasado, logró desenmascarar el futuro y dar con la piel verdadera de la España del porvenir, quebrando su secreto.

Por eso, llegados a esta coyuntura cuando buscamos moldes y maneras de conseguir la España unida, libre y grande, su figura, el espíritu de Menéndez Pelayo, adquiere presencia actuante y viva. El gran montañés propicia victorias, bien dispuesta desde la Eternidad su onda, con esas demoledoras pedradas sobre el espíritu invasor que constituyen, afirmando la España Eterna, sus obras y la más grande y admirable entre ellas, la obra formidable de una vida que dedicó hasta el último aliento a la gloria de Dios, el honor de España y la pureza del Arte.

A nuestra lucha, en esta hora triste que vivimos, estas grandes figuras que, como Marcelino Menéndez Pelayo les aportan símbolo, firmeza y caminos, llenan un pasado glorioso y son capaces de moldear en apretados límites todo un futuro.

A Marcelino Menéndez Pelayo hemos de extraerle de las bibliotecas y los archivos, haciendo de muchas de sus obras ediciones accesibles a todos, para que lleguen con facilidad a nuestros hijos, los ciudadanos de mañana. El caso de Menéndez Pelayo no admite parigual, ni soporta semejanza. Si se escribe, para enseñarle junto a nuestra doctrina católica, un catecismo donde se inspire al niño a que sienta orgullo por haber nacido español y con ello se prenda el fuego de su amor a la Patria, el nombre de don Marcelino Menéndez Pelayo debe ser citado

Deteneos un momento, que aquí reside la entera verdad. El XIX se halla plagado de figuras que antes de comenzar a escribir partían de un supuesto, tan deprimente y agostador, como este de lamentar la hora de España, juzgada equivocadamente no en decadencia pasajera, sino en ruidosa y definitiva caída. Sentado este supuesto de soportar fatalmente un país que ha perdido su alma, empezaban a escribir y la buscaban por el extranjero, o requebraban a las almas de otros países en cortejo trashumante y agrio, que daba como frutos ese montón de obras sin nervio, sin carácter y sin corazón, que casi han plagado los catálogos del ochocientos. Comenzaban por pedir perdón al mundo de haber nacido españoles, y, como dudando de obtener semejante indulgencia, se consideraban obligados a la mortificación y desprecio de lo propio, y al ensalzamiento sin discernirlo bien de todo lo ajeno, por el hecho de no ser español.

Menéndez Pelayo y pocos más hicieron en el ochocientos, con toda su obra y la obra de su vida, lo opuesto.

En la obra de Menéndez Pelayo no se hallará, página a página, rastro de tibieza, ni aleteo de duda, con reiterada afirmación de su gran confianza y su gran amor: fe en Cristo, y todo por España. Resuelta de manera tan concluyente la dirección de su espíritu, por eso trabajó tan desenvuelto y con tanto fruto, como quien no sufre de ninguna demoledora piqueta interior.

Personas de capacidades indiscutibles anularon toda posibilidad de hacer algo importante, precisamente por lo contrario; acosados por dudas, devorados por el mordisco de la desconfianza, decepcionados ante su falta de seguridad, ni la más pequeña obrita levantaba vuelo, sordamente devorada por la indecisión agotadora. El caso más formidable de orden, de serenidad y de bueno y abundante y fácil fruto le da como ninguno don Marcelino, ante cuya producción asombrosa razona y justifica algo el entusiasmo, comprendiendo que ella solo fue posible con la ayuda que suponía su querer a España, tan dulcemente apoderado de sí -que este querer tan hondo, obra en el interior milagros- y esa su fe en Jesús tan temprana, bien cimentada y absoluta, que con la posesión de tanta venturosa riqueza, no se ve solamente la obra del hombre; de la cruz desciende quien, a su santa sombra, le guía en vida. Por eso, apreciando su caso, el homenaje máximo de nuestro entusiasmo hemos de rendirle a quien hace posible tal magnitud, llevando la paz y la ventura al corazón

La lección de su vida encaja de manera perfecta con el horizonte de la España Eterna. Toda una existencia entregada con devoción ardorosa a esos sus dos amores: la Patria y Cristo. Transportado en ellos, guiado por su luz, ¿qué cumbre del pensamiento humano pasó desapercibida para él? Hoy es glorioso como la nueva España puede mañana ser grande: dando cara a Dios, buscando en él inspiración y guía y acometiendo la cimentación del Imperio, sin volverle la espalda.

Ha de caminar España en directa ruta de su grandeza, cara también a otra fuente formidable de fuerzas: las que ofrece un pasado glorioso, con el que hemos de hacer enlace, saltando sobre años y aun siglos de estúpido abatimiento.

Apartarse de este camino recto y claro, supondría perderse en la selva oscura donde aguardan el paso del caminante que se extravía, tantas y tantas bocas hambrientas.

Apartarse sería tanto como caer en la tiniebla y el abismo, para no gozar ya nunca de la luz y del suelo firme. Nuestro destino, el destino de la nueva España, es precisamente el contrario.

La nueva España, España Eterna, renacerá prosiguiendo su historia, bajo doble signo y milicia: dispuesta a reñir todas las batallas, todas, por Dios y su existencia, como país grande, uno y libre. El vigía la observa, en puras auras inmarchitables de la gloria eterna.

Don Marcelino sonríe sin duda, entreviendo con sobrenatural certeza los días gloriosos que nos aguardan.

Vuelva España su mirada a él, que sigue viviendo y actuando en sus libros y con sus ideas, que si son sabiamente invocadas, ganarán batallas para una nueva España gloriosa, al recoger, en abundantes gavillas, espigas y más espigas de luz, en la cantera inagotable y esplendorosa de la obra de don Marcelino, esta sombra querida que sentimos muy cerca del corazón cuando le leemos.

"Arbil" Teófilo Ortega.

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