LA FE QUE CIMENTÓ E IMPULSÓ LA CULTURA 
  OCCIDENTAL
  por Jorge Enrique Mújica, L.C.
  Ha sido el cristianismo quien ha cimentado la cultura occidental y quien ha 
  posibilitado su desarrollo. Las leyendas negras que gustan centrar su atención, 
  sin argumentación histórica competente, en periodos o hechos puntuales 
  como la Edad Media, la Inquisición, el caso Galileo o Pío XII, 
  suelen cerrar los ojos a toda esa herencia que hoy tenemos. Se goza del fruto 
  y se olvida la raíz.
  Ahora todo lo que huele a cristianismo es rechazado a priori. Pocos se fijan 
  en la validez de la propuesta católica y menos todavía en la justificación 
  racional que le da soporte. Se descalifica a la fe por el solo hecho de serla 
  y se evita mirar a ese legado de dos milenios de historia donde, objetivamente, 
  la Iglesia católica ha tenido un papel positivo muy importante. 
  Cada vez es más fácil atacar al cristianismo con sofismas fáciles 
  como que impide el progreso. Paradójicamente, es precisamente el progreso 
  auténtico lo que han posibilitado los cristianos y el cristianismo. 
  Edad Media: no sólo fue la universidad, la preservación de la 
  literatura y las catedrales 
  La contribución de los monjes-copistas en la preservación de la 
  literatura de la antigua Grecia y Roma, el arte arquitectónico y la construcción 
  de catedrales -aún no superado en pleno siglo XXI-, y el nacimiento de 
  las universidades al amparo del Papado, son contribuciones contundentes e irrefutables, 
  acaso las más conocidas, pero no son las únicas. 
  En un discurso de inicios del siglo XX, Henry H. Goodel, entonces presidente 
  del Colegio Agrícola de Massachusetts, reconoció “el esfuerzo 
  de estos grandes monjes del pasado a lo largo de mil quinientos años”. 
  ¿Esfuerzo en qué? Goodel responde: “Fueron ellos quienes 
  salvaron la agricultura en un momento en que nadie podía haberlo conseguido. 
  La practicaron en el contexto de una vida y de unas condiciones nuevas, cuando 
  nadie se habría atrevido a abordar esta empresa [1] ”. Para Alexander 
  Clarence Flick, “los monasterios benedictinos eran una universidad agrícola 
  para la región donde se ubicaban”. 
  Los monjes ayudaron a poblaciones enteras a aprovechar mejor la tierra previniendo 
  así grandes hambrunas. Fueron ellos quienes desarrollaron el uso de fertilizantes 
  naturales y el concepto de la siembra por temporadas, tipos y con descansos 
  del campo. 
  En este contexto, un monje de la abadía de san Pedro, en Hautvilliers 
  del Marne, descubrió el champán. Nombrado bodeguero de la abadía 
  en 1688, Dom Perignon hizo el hallazgo experimentando con distintas mezclas 
  de vinos. La fórmula sigue usándose hasta nuestro presente. 
  Quizá hoy, en una sociedad más bien abocada a lo tecnológico, 
  no se alcance a valorar lo suficiente la contribución en materia de agricultura 
  de los monjes. Sin embargo, sus aportaciones no fueron exclusivamente métodos 
  de cultivo y de explotación de la tierra. También fomentaron la 
  sofisticación tecnológica en el uso de instrumentos y mecanismos 
  para obtener mejores resultados. 
  Los cistercienses son una de las órdenes que se valieron de sistemas 
  hidráulicos, poco comunes en su época, al grado de ser denominados 
  por Randall Collins “unidades económicas más eficaces que 
  había existido en Europa, y acaso en el mundo, hasta la fecha [2] ”. 
  Muchos monasterios cistercienses se valieron de la energía hidráulica 
  para moler grano, tamizar la harina, elaborar telas y curtir pieles. Toda esta 
  tecnología pasó luego al ámbito civil con sus consiguientes 
  beneficios. 
  Los monjes medievales también fueron pioneros en el trabajo industrial 
  metalúrgico. A mediados del siglo XIII, los monjes fueron los principales 
  productores de hierro en la Campaña francesa. Sus métodos de explotación 
  pasaron también a los laicos y justamente aquí se plasma y evidencia 
  su contribución. 
  Pero no es todo. A inicios del siglo XI, un monje de nombre Eilmer, voló 
  con un planeador a más de 90 metros de altura. Como recuerda Stanley 
  L. Jaki en su Medieval Creativity in Science and Technology, la hazaña 
  sería recordada siglos más tarde por el sacerdote jesuita Francesco 
  Lana-Terzi, quien desarrolló una técnica de vuelo más sistemática 
  que le valió el nombre de padre de la aviación. De suyo, su libro 
  Prodromo alla Arte Maestra (1670) fue el primero en describir la parte geométrica 
  y física de una aeronave. 
  Los relojes había nacido por la necesidad de medir el tiempo y fueron 
  los monjes benedictinos quienes los inventaron para dividir el día a 
  partir de las horas en que debían rezar la lectio divina. Después 
  vinieron quienes perfeccionaron la idea. Uno de ellos incluso llegó a 
  Papa: fue Silvestre II. 
  Silvestre II se consumó en el arte de la relojería en torno a 
  996 cuando personalmente construyó un reloj para la ciudad alemana de 
  Magdeburgo. Siglos más tarde, Peter Lightfoot, un monje de Glastonbury, 
  también hizo su contribución al arte. En pleno siglo XIV construyó 
  uno de los relojes más antiguos y que aún hoy es conservado en 
  el Museo de la Ciencia, en Londres. El precursor de la trigonometría 
  occidental, Ricardo de Wallingford, abad de Saint Albans, es conocido por el 
  reloj astronómico que elaboró también en el siglo XIV para 
  su monasterio y que incluso era capaz de predecir los eclipses de luna. 
  La labor de copista no era sencilla. Charles Montalembert cita en su libro The 
  Monk of the West: From Saint Benedict to Saint Bernard [3] una transcripción 
  final en el comentario de san Jerónimo sobre el Libro bíblico 
  de Daniel. Ahí, el copista agrega unas líneas que roban nuestra 
  simpatía: “Tengan a bien los lectores que empleen este libro, no 
  olvidar, se lo ruego, a quien se ocupó de copiarlo; fue un pobre hermano 
  llamado Luis que, mientras transcribía este volumen llegado de un país 
  extranjero, hubo de padecer el frío y de concluir de noche lo que no 
  fuera capaz de escribir a la luz del día. Mas Tú, Señor, 
  serás la recompensa de nuestro esfuerzo”. A monjes como a Luis 
  y a las escuelas y bibliotecas dependientes de las catedrales debemos el gran 
  cuerpo de literatura griega y latina que ha sobrevivido hasta hoy. 
  “Se recuperaron de un plumazo textos que de otro modo se habrían 
  perdido para siempre –escriben L.D. Reynolds y N.G. Wilson–; al 
  esfuerzo de este monasterio (se refiere a Montecassino, ndr) le debemos la conservación 
  de los últimos Anales e Historias de Tácito, El asno de oro de 
  Apuleyo, los Diálogos de Séneca, De lingua latina de Varro, De 
  aquis de Frontino y treinta y tantos versos de la sexta sátira de Juvenal 
  que no figuran en ningún otro manuscritos [4] ”. 
  Fue la Iglesia católica quien se ocupó de preservar libros y documentos 
  de importancia para nuestra civilización. Pero no todos los monasterios 
  copiaban los mismos textos. Unos se ocupaban de determinadas materias y otros 
  de unas distintas. De hecho, tampoco se redujo todo a un mero copiar. Muchos 
  clérigos rescataron lo que de bueno y verdadero había en los escritores 
  paganos. De esta manera, algunos monasterios destacaron por el conocimiento 
  que sus miembros tenían en determinadas ramas del saber. Fueron buena 
  parte de esos mismos religiosos quienes luego se dedicaron a la docencia formando 
  así, poco a poco, a los que luego serían los profesores de las 
  universidades que nacerían de la mano de la fe, precisamente en un periodo 
  hoy comúnmente tachado de oscuro: la Edad Media. 
  ¿Realmente lo fue? Parece que no. La universidad nació precisamente 
  en el contexto cultural de estos siglos y fue un evento del todo nuevo pues 
  ni en Grecia ni en Roma había existido nada parecido. Las facultades, 
  exámenes, títulos, programas, etcétera, eran algo novedoso. 
  
  En el libro The Medieval University, 1200-1400 [5] , Lowrie J. Daly señala 
  abiertamente que fue la Iglesia quien desarrolló el sistema universitario. 
  “Era la única institución en Europa que mostraba un interés 
  riguroso por la conservación y el cultivo del conocimiento”, remarca. 
  La universidad de París y Bolonia, por ejemplo, iniciaron su marcha como 
  escuelas catedralicias en la segunda mitad del siglo XII. Poco a poco el papado 
  confirió un estímulo y apoyó a las nacientes casas de estudios. 
  De hecho, era ley aceptada la imposibilidad de poder conferir títulos 
  sin la aprobación del Papa, del rey o del Emperador. 
  El afecto y solicitud de los pontífices fue clara desde el inicio. Inocencio 
  IV (1243-1254) describía a la universidad como “ríos de 
  ciencia que riegan y fertilizan la tierra de la Iglesia universal”; y 
  Alejandro IV (1254-1261) las nombraba “lámparas que iluminan la 
  casa de Dios”. El conocido historiador Daniel Rops recuerda, no sin razón, 
  que “gracias a la constante intervención del papado la educación 
  superior pudo ampliar sus fronteras; la Iglesia fue la matriz que produjo la 
  universidad, el nido a partir del cual emprendió el vuelo [6] ”. 
  
  La Edad Media también brilló por la pléyade de intelectuales 
  cuya contribución académica sigue siendo estudiada en nuestro 
  tiempo en muchas facultades civiles y eclesiásticas. Es el caso de grandes 
  como san Anselmo y su argumento ontológico para demostrar la existencia 
  de Dios; Pedro Abelardo, profesor en París por diez años, quien 
  en el prólogo de su libro Sic et Non testimonia la importancia del quehacer 
  intelectual de su época; Pedro Lombardo, arzobispo de París por 
  algún tiempo, cuyas Sentencias fueron libro de texto para muchos estudiantes 
  de su época en temas que van desde los atributos de Dios, pasando por 
  temas de pecado y gracia, hasta las postrimerías; y santo Tomás 
  de Aquino, el más grande de los escolásticos y maestros de todos 
  los tiempos. En su Summa Theologiae plantea y responde miles de cuestiones sobre 
  teología y filosofía. Fue uno de los primeros grandes pensadores 
  cuya grandeza radicó en la defensa racional de la fe. Son conocidas sus 
  cinco vías para demostrar la existencia de Dios y la armonización 
  que logró de la filosofía de Platón y Aristóteles. 
  
  Fue gracias a todo este ambiente que la ciencia pudo desarrollarse con mayor 
  amplitud: todo lo que la fe había ayudado a desarrollar fue la base del 
  progreso auténtico, un regalo del Medioevo al mundo contemporáneo, 
  aunque pocas veces se reconozca. Al centro de todo, no huelga decirlo, estaba 
  la Iglesia católica. 
  Hombres, nombres y hechos 
  El nacimiento de la universidad bajo la protección e impulso del Papado, 
  la contribución técnica, muchas veces sencilla, pero hondamente 
  enriquecedora de varias órdenes religiosas y monasterios, así 
  como el ambiente académico sostenido y estimulado por numerosos intelectuales 
  católicos cuya fe complementó perfectamente la razón, fueron 
  caldos de cultivo donde la ciencia, contrariamente a lo que muchos suponen, 
  fue secundada a lo largo de los siglos. 
  Quizá una de las formas más claras de evidenciar la contribución 
  del genio católico, sea el de traer a colación el nombre de tantos 
  hombres de ciencia que la impulsaron. 
  Profesor de la universidad de Oxford en el siglo XIII y admirado por sus contribuciones 
  en matemáticas y óptica, al franciscano Roger Bacon se le considera 
  el precursor del método científico moderno. Otro sacerdote, aunque 
  éste danés y converso del luteranismo, Nicolaus Steno (Niels Stensen 
  en danés, 1638-1686), estableció la mayoría de los principios 
  de la geología actual al grado de ser llamado, en ciertos ámbitos, 
  padre de la estratigrafía y de cristalografía. Aunada a su labor 
  científica, Steno también fue un modelo de santidad. Por este 
  motivo Juan Pablo II lo beatificó en 1988. 
  Fue también un monje quien “inventó” la comunidad 
  científica. Marin Mersenne (1558-1648) estudió en el colegio jesuita 
  de La Flêche y fue compañero de René Descartes con quien 
  mantuvo después una copiosa correspondencia epistolar. Tras su paso por 
  La Flêche, la Sorbona y el Collage de France, Mesenne abrazó la 
  vida religiosa ingresando en la orden de los mínimos fundada por san 
  Francisco de Paula. Fue ahí donde desarrolló su fecundo apostolado 
  de oración y ciencia realizando valiosas aportaciones al enunciar leyes 
  pendulares y oscilatorias que siguen vigentes en la actualidad. Fue Mersenne 
  quien desarrolló importantes investigaciones sobre la propagación 
  del sonido y la introducción de los “números primos de Mersenne”, 
  tan importantes en matemáticas. También se considera valiosa su 
  contribución como musicólogo. 
  En torno a su celda del convento situado a mitad de París, se aglutinaron 
  Roberval, Descartes, Pascal y Gassendi, hombres de ciencia dispuestos a compartir 
  sus conocimientos al servicio de la verdad en una época histórica 
  donde no eran tan común la conciencia del transmitir el saber. La materialización 
  del sueño que congregaba a sabios de aquella época se llamó 
  inicialmente Academia Mersenne y luego Academia Parisiense. Más tarde, 
  tomando la idea de Mersenne, nacería la Academia de las Ciencias de Francia 
  (1666) y la Royal Society de Londres. 
  Nacido el 1401 en la ciudad alemana de Krebs (Cusa en latín), el cardenal 
  Nicolás de Cusa sostuvo antes que Copérnico que la tierra no era 
  el centro del universo, basándose en la observación de eclipses, 
  y afirmó el movimiento de los planetas y estrellas, además de 
  influir en otros sabios como Leonardo Da Vinci y Giordano Bruno. En De docta 
  ignorantia expuso una epistemología y teología distintas a las 
  enseñadas hasta entonces propugnando, a partir de la idea de que el mundo 
  es una imagen de Dios uno y trino, la infinitud del espacio que, más 
  tarde, René Descartes propondrá con la idea de un espacio-tiempo 
  infinito. A Nicolás de Cusa debemos perfeccionamiento en el sistema de 
  medición de relojes y balanzas y la creación del barómetro. 
  Hombre de confianza de papas como Nicolás V, Eugenio IV y Pío 
  II, fue también obispo de profunda vida eclesial. 
  Pero quizá la congregación religiosa católica que más 
  aportaciones estrictamente científicas haya dado a la humanidad, sea 
  la de los jesuitas. No sin razón, Jonathan Wright recuerda en su libro 
  Los jesuitas: una historia de “soldados de Dios” que “científicos 
  tan influyentes como Fermat, Huygens, Leibniz y Newton no fueron los únicos 
  para quienes los jesuitas figuraban entre sus más valiosos corresponsales 
  [7] ”. 
  Fue un hijo de san Ignacio, el padre Christóforo Scheiner, quien descubrió 
  las manchas solares en enero de 1612 (Galileo las descubrió en marzo 
  del mismo año) y quien fabricó el primer telescopio terrestre, 
  además de los interesantes estudios sobre el ojo, la retina y la luz, 
  recogidos luego en la obra Oculus . El padre Atanasius Kirchner, conocido también 
  como el creador de la geología moderna, defendió que las enfermedades 
  eran causadas por micro-organismos, mucho antes que el también católico 
  y padre de la microbiología, Luis Pasteur (1822-1895), lo hiciera e inventara 
  la vacuna contra la rabia. 
  Físico, matemático, filósofo, poeta y diplomático, 
  el padre Rudjer Joseph Boscovich es el precursor de la teoría atómica 
  e incluso de la misma teoría de la relatividad. No por nada sir Harold 
  Hartley, de la Royal Society, le calificó en pleno siglo XX como “uno 
  de los más grandes intelectuales de todos los tiempos”. 
  El historiador de las matemáticas, Charles Bossut, incluyó a 16 
  jesuitas entre los primeros 303 matemáticos más eminentes, del 
  siglo X antes de Cristo al siglo XIX después de Cristo. En el siglo XIX 
  los jesuitas construyeron importantes observatorios astronómicos, geomagnéticos 
  y de medición sísmica en América central y del sur, proporcionando 
  avances notorios en estas disciplinas a nivel regional. De hecho, fue un jesuita, 
  el padre Frederick Louis Odenbach, quien planteó en 1908 la idea de lo 
  que luego convertiría en el Servicio Sismológico Jesuita y que 
  actualmente lleva el nombre de Asociación Sismológica Jesuita. 
  Pero sin duda el más famosos sismólogo de la Compañía 
  de Jesús es el padre J.B. Macelwane, S.J., quien con su Introduction 
  to Theoretichal Seismology ofreció a todo el continente americano, en 
  1936, el primer libro de texto sobre sismología. El padre Macelwane fue 
  presidente de la American Geophysical Union y de la Seismological Society of 
  America. La primera concede desde 1962 una medalla en honor del religioso a 
  los geofísicos sobresalientes más jóvenes. 
  Pero no es todo. Treinta y cinco cráteres lunares recibieron su nombre 
  de miembros de la Compañía de Jesús mientras que otro sacerdote, 
  Nicolas Zucchi, es quien inventó el telescopio reflectante. En China, 
  India, África y Latinoamérica, fueron los jesuitas quienes aportaron 
  sus conocimientos para la creación de una infraestructura que mejoró 
  la condición de vida de los nativos. 
  La economía no ha estado exenta del enriquecimiento que la fe católica 
  le ha brindado. En History of Economic Analysis (Oxford University Press, Nueva 
  York, 1954), el reconocido economista Joseph Schumpter dice, refiriéndose 
  a los escolásticos católicos de la Edad Media, que fueron ellos 
  “quienes merecen más que nadie el título de “fundadores 
  de la economía científica” (Cf. p. 97). 
  El franciscano Pierre de Jean Olivi (1248-1298) postuló una teoría 
  del valor basada en la utilidad subjetiva y, siglos más tarde, otro fraile, 
  san Bernardino de Siena, tomó prácticamente los postulados de 
  Jean de Olivi. Años después confluyeron en la misma posición 
  grandes pensadores católicos como los jesuitas Juan de Lugo (1583-1660) 
  y Luis de Molina (1535-1600). A otro religioso, aunque éste abad, Ferdinando 
  Galiani, se le considera como el creador de las ideas de abundancia y escases 
  como factores que determinan el precio. 
  Jean Buridan (1300-1358) destacó en pleno siglo XIV por su contribución 
  sobre la teoría del dinero. Rector de la universidad de París, 
  Buridan explicó cómo el dinero no había emanado de un decreto 
  del gobierno sino de un proceso de intercambio libre simplificado notablemente 
  precisamente en la moneda. Jean Buridan fue el iniciador de los “manuales” 
  de dinero y banca (hasta que el oro dejó de ser el patrón hacia 
  1930). Pero Buridan dejó escuela. Nicolás Oresme, su discípulo, 
  escribió un tratado sobre el origen, la naturaleza, las leyes y las alteraciones 
  del dinero que le valió el título de “padre de la economía 
  monetaria”. 
  En el campo de la teoría económica es loable el trabajo y contribución 
  de Thomas de Vio (1468-1534), mejor conocido como el Cardenal Cayetano. De él 
  escribió Murray N. Rothbard en su Economist Thougth Before Adam Smith: 
  puede considerarse al Cardenal Cayetano, un príncipe de la Iglesia del 
  siglo XVI, como el fundador de la teoría de las expectativas económicas” 
  (Cf. p. 100-101). ¿En qué consistían esas expectativas? 
  Thomas Woods nos los explica: “el valor del dinero en el presente podía 
  verse afectado por las expectativas de mercado en el futuro. Así, el 
  valor del dinero en un momento dado puede verse afectado cuando se prevén 
  acontecimientos perturbadores y nocivos, desde una mala cosecha hasta una guerra, 
  o cuando se esperan variaciones en las reservas monetarias [8] ”. 
  Ciertamente no todo mundo fue sacerdote católico ni perteneció 
  a una orden o congregación religiosa. Ha habido y siguen habiendo laicos 
  cuya fe les ha dado el impulso para expresar mejor su pensamiento o plasmar 
  mejor su arte. En su obra Civilización (Alianza Editorial, Madrid, 1979), 
  Kenneth Clark nos dice respecto a las grandes obras y autores del Renacimiento: 
  “Guercino dedicaba muchas mañanas a la oración; Bernini 
  realizaba frecuentes retiros y practicaba los Ejercicios Espirituales de san 
  Ignacio; Rubens iba a Misa todos los días antes de comenzar su trabajo. 
  Esta conformidad no obedecía al miedo a la Inquisición, sino a 
  la sencilla creencia de que la vida de los hombres debía regirse por 
  la fe que inspiraba a los grandes santos de la generación precedente”. 
  
  Así, por ejemplo, a un eminente católico francés del siglo 
  pasado debemos el descubrimiento de los cromosomas que causan el síndrome 
  de Down, Jerónimo Lejeune. Es también a tres hombres de política, 
  Robert Schuman (1886-1963), Alcide de Gasperi (1881-1954, fundador del partido 
  de la Democracia Cristiana en Italia) y Konrad Adenauer (1876-1967, primer canciller 
  federal de la República Federal de Alemania y miembro del partido católico 
  del Centro, Zentrumspartei), a quienes debemos sobremanera la gestación 
  de la actual Unión Europea. 
  Caridad que transforma 
  Ni las universidades, ni la preservación del acervo greco-latino, ni 
  las enseñanzas académicas, ni el impulso y la contribución 
  científica han sido lo más decisivo que ha aportado el cristianismo 
  a la cultura occidental. De hecho, hay que remontarse a los primeros siglos 
  de nuestra era, a la epístola neo testamentaria de san Pablo a los gálatas, 
  para entender y sopesar la valía de la novedad que Cristo aportó 
  al mundo en temas específicos como los derechos humanos, el derecho internacional, 
  la educación y la caridad. 
  La primera carta magna de los derechos humanos no se remonta al 10 de diciembre 
  de 1948, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó 
  la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fue san Pablo quien en 
  el versículo 28 del capítulo III de su carta a los gálatas 
  recordó que “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; 
  ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. 
  Corría el primer cuarto del siglo I de nuestra era. Comenzaba así 
  la revolución cristiana de la igualdad de derechos y obligaciones para 
  todos. 
  Los griegos y los romanos no conocieron la dignidad de la persona. Son bien 
  conocidas las prácticas de selección humana que aplicaban estos 
  pueblos a los neonatos, la condición de la mujer en un Estado donde no 
  tenía voz ni voto, y las situaciones de esclavitud que el cristianismo 
  reprobaba. Como afirma Giovanni Reale, “el concepto de persona es un concepto 
  que los griegos, pese a la nobleza de la noción de psyche (que también 
  iba en esa misma dirección), no poseían; en cuanto al cuerpo, 
  tenían de él un concepto negativo [9] ”. 
  La palabra persona deriva de la máscara del actor (persona, etimológicamente, 
  viene del latín personare, resonar) que identificaba el papel que le 
  tocaba desempeñar en escena. Los estoicos tardíos aplicaron el 
  término al hombre, personaje movido por el destino, mientras que el derecho 
  romano llamaba persona al sujeto de derechos, en oposición al esclavo 
  y a las cosas. 
  Pero el sentido filosófico de persona, con sus consiguientes implicaciones 
  en la vida de la sociedad, proviene propiamente de las discusiones teológicas 
  trinitarias y cristológicas del cristianismo primitivo, que debían 
  precisar en qué sentido hay un sólo Dios en tres sujetos distintos 
  o en qué sentido puede decirse que Dios se ha encarnado. 
  Como recuerdan Cortés y Martínez Riu: “Al concepto latino 
  de persona y griego de prósopon, se añade el de hypóstasis 
  o sujeto subsistente en una naturaleza. El concilio de Nicea (325) sostuvo que 
  en Cristo hay dos naturalezas (humana y divina) pero una sola persona divina 
  subsistente, y en la Trinidad, una sola naturaleza (divina) y tres personas 
  (Padre, Hijo y Espíritu Santo). El término griego de hipóstasis 
  (sustrato, subsistencia o supuesto) se tradujo al latín por suppositum, 
  pero los latinos continuaron aplicando el término persona, dado que suppositum 
  significaba tanto «subsistencia», esto es, sujeto, como «esencia», 
  esto es, naturaleza, indefinición o ambigüedad que llevaba a herejías. 
  Boecio, introductor de términos filosóficos y teológicos 
  al latín de la Escolástica, formuló la primera definición 
  formal de persona: «Persona es la sustancia individual de naturaleza racional». 
  A esta definición se añade otra igualmente clásica, de 
  Ricardo de Saint Victor: intellectualis naturae incommunicabilis existentia 
  [existencia incomunicable de naturaleza intelectual] (De Trinitate, IV, 22, 
  24). Ambas definiciones destacan principalmente, junto con la naturaleza racional, 
  el carácter de individuo y la autonomía de aquello que llamamos 
  persona [10] ”. 
  Sería éste el bagaje con el que siglos más tarde el conocido 
  filósofo alemán Emmanuel Kant desarrollaría su noción 
  de “persona”, insistiendo en su autonomía, su libertad, su 
  dignidad y su pertenencia al “reino de los fines”, donde cada ser 
  racional es siempre sujeto y nunca objeto de fines. 
  Es a un fraile católico español, al sacerdote dominico Francisco 
  de Vitoria (1486-1546), a quien debemos las bases del Derecho Internacional. 
  En su lección De Indis abordó el asunto de los derechos de la 
  corona española, en la conquista de América, y los derechos de 
  los nativos. Como recuerda Carl Watner, Vitoria “defendió la doctrina 
  de que todos los hombres son libres, y, sobre la base del estado de libertad 
  natural, proclamaron su derecho a la vida, a la cultura y a la propiedad [11] 
  ”. Otra de las contribuciones que debemos al “padre del Derecho 
  Internacional”, aunque quizá más estrictamente hemos de 
  atribuirla a Tomás de Aquino (1225-1274), es la costumbre de hacer tomar 
  apuntes a los estudiantes universitarios a quienes impartía clases. 
  Fray Bartolomé de las Casa, también dominico español, y 
  quien llegó incluso a obispo de Chiapas, México, fue un gran defensor 
  de los derechos indígenas al grado de ser considerado universalmente 
  como uno de los precursores, en la teoría y en la práctica, de 
  los derechos humanos. El código moral que emanaba de su arraigada fe 
  católica le llevó a dignificar la vida de los nativos chiapanecos. 
  
  Pero para entender la caridad cristiana, que no surgió de la nada, hemos 
  de remontarnos a las enseñanzas de Jesucristo mismo. En el capítulo 
  13, versículos 34 y 35, el evangelista san Juan recoge las siguientes 
  palabras de su Maestro Jesús: “Un nuevo mandamiento os doy: que 
  os améis los unos a los otros como yo os he amado. Así todos sabrán 
  que sois mis discípulos”. Y en la carta de san Pablo a los romanos 
  (Cf. capítulo 12, versículos14 al 20; o también en Gal 
  6, 10) el apóstol de los gentiles explica que aquellos que no pertenecen 
  a la comunidad cristiana, también se les debe la caridad, aun si son 
  enemigos de la fe. 
  Fue la caridad cristiana la que sorprendió al Emperador Juliano el Apóstata 
  quien en una de sus cartas reconoce: “Mientras que los sacerdotes paganos 
  desprecian a los pobres, los odiados galileos [es decir, los cristianos, ndr] 
  se entregan a obras de caridad y, en un alarde de falsa compasión, establecen 
  y cometen los más perniciosos errores. Ved sus banquetes de amor y sus 
  mesas dispuestas para los indigentes. Esta práctica es común entre 
  ellos y provoca desprecio hacia nuestros dioses [12] ”. 
  “Con el paso de los años y de la difusión progresiva de 
  la Iglesia –escribe Benedicto XVI en la Encíclica Deus Caritas 
  est– el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos 
  esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio 
  de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los 
  presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia 
  tanto en el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio” (Cf. 
  n. 22). 
  Son muchos los historiadores que han puesto en duda la existencia de hospitales 
  en la Grecia y Roma antiguas. En Charity and Charities (Cf. Catholic Enciclopedia, 
  2ª ed., 1913) John A. Ryan recuerda que existen casos documentados de que 
  la Iglesia en el siglo IV patrocinó hospitales a gran escala en buena 
  parte de Europa. De hecho, muchos monasterios, especialmente los benedictinos, 
  se convirtieron en dispensarios médicos. 
  Pero de una manera más institucional, es quizá a la actual Orden 
  de Malta [13] a quien debemos la propagación de los hospitales. Conocida 
  también como Orden Hospitalaria de san Juan de Jerusalén, los 
  hospitalarios dieron amparo y medicina a los peregrinos que iban a Jerusalén 
  durante las Cruzadas. 
  En el siglo XII los hospicios-hospitales iniciaron el proceso de transformación 
  especializándose en el tratamiento de enfermedades específicas 
  (posibilitado a su vez por las investigaciones del momento). Para el siglo XIII, 
  los hospitalarios contaban con cerca de 20 hospicios y leproserías. 
  Si bien no fue la única congregación (ahí están 
  también los lasallistas, los maristas, los salesianos y tantos otros), 
  los jesuitas respondieron como nadie más lo había hecho hasta 
  entonces a una necesidad acuciante en pleno siglo XVI: la educación. 
  A pocos años de su fundación, establecieron una red educativa 
  que se amplió en relativamente corto tiempo a toda Europa, luego pasó 
  a América y, más recientemente en la línea del tiempo, 
  llegó al resto del mundo. Hoy por hoy, las instituciones de enseñanza 
  básica, media y superior jesuita, la inmensa mayoría fieles al 
  Magisterio católico, son las más numerosas alrededor del mundo. 
  
  ¿Pero no fue más bien el marxismo quien con su concepto de solidaridad 
  fomentó la sensibilidad humanitaria? “El uso del término 
  "solidaridad" fue conceptualmente desarrollado inicialmente por Lerou 
  en el ámbito del socialismo originario. Fue concebido como un concepto 
  laico opuesto a la idea cristiana del amor-caridad. En ese contexto, la solidaridad 
  fue pensada como una nueva respuesta, efectiva y racional, a los problemas sociales. 
  
  »Carlos Marx lanzó la idea de que había llegado el momento 
  de dar una solución práctica a la pobreza en el mundo. Según 
  él, el cristianismo había tenido milenio y medio para mostrar 
  su eficacia, y no la había logrado. Era hora de recorrer otros caminos. 
  
  »Así, el socialismo se presentó como solidaridad, como una 
  forma del todo original y a-religiosa por la que la igualdad entre todos los 
  hombres, la paz y el final de la pobreza, serían logradas. ¿Sucedió 
  efectivamente así? Hoy conocemos la tristeza y la desolación que 
  una teoría sin Dios y una praxis atea dejaron en los países que 
  abrazaron o a los que se les impuso el socialismo marxista. 
  »¿Qué falló? ¿Efectivamente el cristianismo 
  había sucumbido y se había mostrado ineficaz? No cabe duda que 
  el discurso socialista plasmado en el concepto de solidaridad en su forma parecía 
  justo. Sin embargo, carecía de una base y de una visión más 
  amplia del hombre mismo. Marx “indicó cómo lograr el cambio 
  total de la situación. Pero no nos dijo cómo se debería 
  proceder después. Suponía […] que […] con la socialización 
  de los medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén. 
  En efecto, por fin el hombre y el mundo habrían visto claramente en sí 
  mismos. Entonces todo podría proceder por sí mismo por el recto 
  camino, porque todo pertenecería a todos y todos querrían lo mejor 
  unos para otros [14] ”. 
  »En este campo, el error del marxismo estribó en el olvido de que 
  “el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad. 
  Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el mal. Creyó 
  que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. 
  Su verdadero error es el materialismo [15] ”. 
  »Esa base que le faltaba al concepto de solidaridad estaba ya en la idea 
  cristiana de amor-caridad. Fue precisamente por este motivo que la solidaridad 
  pudo ser acogida dentro del catolicismo y mostrarse como una consecuencia de 
  esa caridad que es médula de toda la fe cristiana. Fue así que 
  la solidaridad fue bautizada. 
  »El amor o caridad cristiana, más que ineficacia, había 
  puesto de manifiesto la necesidad y urgencia de ser comprendida correctamente 
  y asumir con responsabilidad sus implicaciones. La caridad ya llevaba implícito 
  el efecto de “dar” sobre el que giraba la solidaridad. Pero el “dar” 
  cristiano de la caridad no se vinculaba exclusivamente al aspecto material, 
  lo comprendía pero partía y tendía a otro más necesario 
  y de acuerdo a la naturaleza del hombre, el espiritual. 
  »Desde el momento en que la solidaridad entró a formar parte del 
  discurso cristiano, su significación se enriqueció al ampliarse. 
  Ahora, “solidaridad significa que uno se hace responsable de los otros, 
  el sano del enfermo, el rico del pobre, los países del norte de los países 
  del sur. Significa que se es consciente de la responsabilidad mutua y que somos 
  conscientes de que recibimos en tanto que damos, y que siempre podemos dar sólo 
  lo que nos ha sido dado y que por eso jamás nos pertenecemos solamente 
  a nosotros [16] ”. 
  »La solidaridad cristiana es mucho más que un dar materialista 
  pero tampoco permanece en un acompañar pasivo sin hechos concretos que 
  influyan positivamente en alguien, de acuerdo a su dignidad de ser humano. La 
  solidaridad cristiana es acción porque parte de la contemplación; 
  es palabra pero también es obra. Es compañía, es presencia, 
  pero también es consecuencia hecha acción que repercute para bien 
  [17] ”. 
  “¡Cuántos testimonios de caridad pueden citarse en la historia 
  de la Iglesia! –continúa Benedicto XVI en la encíclica Deus 
  Caritas est–. Particularmente todo el movimiento monástico, desde 
  sus comienzos con san Antonio Abad, muestra un servicio ingente de caridad hacia 
  el prójimo […] Así se explican las grandes estructuras de 
  acogida, hospitalidad y asistencia surgidas junto a los monasterios. Se explican 
  también las innumerables iniciativas de promoción humana y de 
  formación cristiana destinadas especialmente a los más pobres 
  de los que se han hecho cargo las Órdenes monásticas y mendicantes, 
  primero, y después los diversos institutos religiosos masculinos y femeninos 
  a lo largo de todas la historia de la Iglesia. Figuras de santos como Francisco 
  de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Dios, Camilo de Lelis, Vicente de 
  Paúl, Luisa de Marillac, José B. Cotolengo, Juan Bosco, Luis Orione, 
  Teresa de Calcuta –por citar sólo algunos nombres– siguen 
  siendo modelos insignes de caridad social para todos los hombres de buena voluntad” 
  (Cf. n. 40). 
  Kierkegaard decía que el cristianismo descubrió al hombre. Y es 
  que “El cristianismo no sólo tiene en sí algo que el hombre 
  no se ha dado por sí mismo, sino que contiene cosas que nunca se le habrían 
  ocurrido al hombre, ni siquiera como deseo ideal [18] ”. Es verdad que 
  habría mucho más que escribir. Los datos, hechos y nombres referidos 
  en este ensayo tratan de proyectarnos a partes de ese pasado que, sobremanera, 
  ha posibilitado mucho de lo bueno de nuestro presente. Sería una injusticia 
  olvidar estos acontecimientos. 
  Un hombre sin pasado es un hombre sin historia. No es sectarismo tener vivas 
  y sentirse orgulloso de esas raíces cuyo legado nos atañe hoy. 
  Quizá, “La verdadera razón por la que el hombre se escandaliza 
  del cristianismo es porque es demasiado elevado, porque su medida no es la medida 
  del hombre, porque quiere hacer del hombre algo tan extraordinario que supera 
  cualquier mente humana [19] ”. 
  •- •-• -••••••-•
  Jorge Enrique Mújica, L.C. 
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  [1] Cf. The influence of the monks in agriculture, Discurso ante la Massachusetts 
  State Board of Agriculture, el 23 de agosto de 1901.
  [2] Cf. Weberian Sociological Theory, Cambridge University Press, 1986, p. 53-54.
  [3] Cf. vol. V, Nimmo, Londres 1896, p.151-152.
  [4] Cf. Scribes and Scholars: A Guide to the Transmission of Greek and Latin 
  Literature, Clarendon Press, Oxford, 1991, p. 83. 
  [5] Sheed and Ward, Nueva York, 1961, p. 4.
  [6] Cf. La catedral y la cruzada, Círculo amigos de la historia, Madrid, 
  1978.
  [7] Cf. op. cit, Debate, Barcelona, 2005, p.189.
  [8] Cf. Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, 
  Ciudadela, Madrid 2007, p. 198.
  [9] Cf. Raíces culturales y espirituales de Europa, Herder, Barcelona 
  2005, p. 97.
  [10] Cf. J. Cortés- A. Martínez Riu, “Persona”, en 
  Herder ed., Diccionario de filosofía en CD-ROM, Barcelona.
  [11] Cf. All Mankind Is One: The Libertarian Tradition in Sixteenth Century 
  Spain, Journal of Libertarian Studies, 8, verano, 1987, pp 295-296 .
  [12] Cf. Cajetan Baluffi, The Charity of the Church, Gill and Son, Dublín, 
  1885, p. 16 .
  [13] Sobre la historia de la Orden, véase nuestro artículo en 
  http://es.catholic.net/jorgemujica/articulo.php?tem=2970&id=34222. 
  [14] Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi n. 21
  [15] Idem .
  [16] Cf. J. Ratzinger, Caminos de Jesucristo, Cristiandad, p. 117.
  [17] Cf. J.E. Mújica, De cómo la solidaridad pasó de concepto 
  marxista a valor cristiano, Arbil, revista de pensamiento y crítica, 
  n. 17, 2008, en www.arbil.org. 
  [18] Cf. S. Kierkegaard, Diario, tercera edición revisada y ampliada, 
  a cargo de Cornelio Fabro, Morcelliana, Brescia 1980-1983, vol. II, p. 178.
  [19] Cf. S. Kierkegaard, Malattia mortale en Diario, cit., vol. III, p. 95; 
  en español existe la versión La enfermedad mortal, Alba Libros, 
  Madrid 1998.