Europa 
  es un continente complejo y multicultural, pero en cuya matriz cristiana y clásica 
  se ha formado la personalidad común de una sociedad, que cree en unos 
  valores que han servido de pauta en la evolución histórica del 
  mundo conocido. Esta herencia esta siendo la base de un proceso integrador de 
  los diversos países europeos en un complejo sistema, que algunos piensan 
  puede llevar a la constitución de los Estados Unidos de Europa. 
  En la historia de Europa siempre ha existido la idea de crear un espacio que 
  abarcase a los diferentes pueblos del continente, en directo recuerdo al espíritu 
  romano de su mitad sur. Los romanos consiguieron forjar en torno al Mediterráneo 
  un imperio con sus leyes, costumbres, economía y modo de ver la vida, 
  que se convirtió en sinónimo de orden, paz y progreso civilizador. 
  Esta idea positiva de lo que fue el imperio romano fue seguido por el cristianismo, 
  mejorador de su cultura y quien supo imbuir este espíritu unificador 
  en las mentes de aquellos bárbaros, convertidos en los demiurgos de una 
  nueva era histórica. 
  La Renovatio Imperii fue intentada por los bizantinos de Justiniano con un evidente 
  fracaso y por los francos que consiguieron con la legitimidad de la Iglesia 
  la formación del imperio occidental de Carlomagno. La figura del emperador 
  carolingio ha sido de gran importancia en el proceso unificador de Europa al 
  presentar la antigua CEE unas fronteras similares al del imperio de Carlomagno, 
  y asentarse sobre la cooperación francoalemana. El celebre emperador 
  se ha convertido en el predecesor de la Unión Europea y en el personaje 
  histórico más alabado como ejemplo de la amistad francoalemana, 
  que es la base sustentadora del proceso europeísta. 
  En el profundo significado del imperio para la unidad de Europa, el imperio 
  debía reforzar la unidad de toda la cristiandad, siendo como la realización 
  de la ciudad de Dios. La aparición del que fue llamado Sacro Romano Imperio 
  de Carlomagno, es para muchos el alumbramiento de Europa como unidad de civilización 
  y fraternidad de sentimientos. Se puede decir que Europa nació en la 
  Navidad del 800 en la Basílica Vaticana[1]. 
  La figura del emperador en el aspecto político y la de San Benito de 
  Nursia en el espiritual forman la dualidad creadora de Europa como algo más 
  que una realidad geográfica. San Benito fue el pionero de las órdenes 
  monásticas y quien vertebró la esencia europea en torno a la médula 
  del cristianismo. Pero, este ideal unificador se ira perdiendo y aunque algunos 
  emperadores conseguiran recuperar la imagen europea del Sacro Romano Imperio, 
  el Renacimiento humanista despertará algunas conciencias nacionalistas 
  contra el ideal de la República cristiana, heredada del Imperium Romanorum. 
  
  Carlos V de Alemania y I de España será el último de los 
  grandes emperadores que con su persona simbolizarán la unión europea 
  en torno al ideal cristiano, nacido con Carlomagno. El monarca Habsburgo, heredó 
  una copiosa pluralidad de reinos a los cuales confederó en la fidelidad 
  a la Fe cristiana, respetando sus particularidades jurídicas. Fue el 
  último hombre que puede ser considerado como un estadista europeo, sin 
  favoritismos hacia una nacionalidad determinada. Los intentos posteriores de 
  unidad europea siempre han sido en el marco de la expansión de una nacionalidad, 
  que ha utilizado este ideal como discurso legitimador de las posturas colaboracionistas 
  de ciudadanos de otros países. El final del ideal de la cristiandad, 
  abrió la caja de Pandora de los nacionalismos. 
  En el siglo XIX, considerado como el período del surgir de los nacionalismos, 
  el gran corso por antonomasia, Napoleón, intentó con su ordenamiento 
  de la Europa continental consolidar el predominio francés en toda la 
  península. No obstante, su discurso político no respondía 
  a los ideales unificadores de Europa, porque se realizaban en el predominio 
  de Francia. Después de un equilibrio europeo mantenido por unos británicos 
  dueños del resto del mundo. La Alemania unificada despertó como 
  la gran potencia continental deseosa de ordenar Europa a su gusto. Hitler fue 
  el que consiguió por un corto período de tiempo dominar casi la 
  totalidad de la Europa continental resucitando un discurso europeísta, 
  teñido de anticomunismo, para respaldar el expansionismo teutónico. 
  
  Tendrá que ser después de la II Guerra Mundial cuando el europeísmo 
  aparezca como una realidad tenida en cuenta por las políticas oficiales 
  de los países occidentales. La intelectualidad europeísta no existía, 
  aquel amor a Europa formado en los años de la preguerra en derredor a 
  la unión de los espíritus y de las personas había muerto. 
  
  El trauma de la Primera Guerra Mundial había invadido de pacifismo a 
  la juventud europea, la paz sellada entre el alemán Stresseman y el francés 
  Briand, ayudó a formar un Comité franco-alemán y congresos 
  mixtos de juventudes en ambos países, fueron organizados por Otto Abetz 
  y Jean Luchaire. Incluso durante la II Guerra Mundial, el espíritu europeo 
  entre los belgas, holandeses y luxemburgueses fue tan fuerte que estuvo presente 
  en las dos partes del canal. En 1944, los representantes de estos países 
  refugiados en Londres firmaron la creación del proyecto del Benelux, 
  una unión económica aduanera de los tres países. Idea que 
  resultó común con los compatriotas que defendían el Nuevo 
  Orden Fascista y que defendieron la formación de la Borgoña histórica 
  de las diecisiete provincias de Carlos V. 
  Después de todos estos avatares el europeísmo fue tomando cuerpo 
  en la postguerra como único medio de mantener la paz y evitar el resurgimiento 
  del nacionalismo alemán. Los países de Europa eran demasiado reducidos 
  como para garantizar a sus pueblos la prosperidad que las condiciones hacían 
  posible. El desarrollo y los indispensables avances sociales exigían 
  a los estados una federación que los convirtiesen en una unidad económica 
  común. Para ello Alemania debía ser amputada en su potencial industrial, 
  y sus recursos subordinados a las autoridades europeas para que fuesen gestionados 
  en beneficio de las demás naciones[2]. 
  El compromiso de amistad franco-alemán era la base arquitectónica 
  sobre la cual se podía levantar la futura Unión Europea. Pero, 
  después de tantos enfrentamientos bélicos las ganas de venganza 
  eran muy fuertes entre los franceses y los ingleses. El objetivo era la desaparición 
  de Alemania como potencia ab aeternum. El modo de hacerlo era la separación 
  en diversos estados, pero lo impedía la necesidad americana de formar 
  un colchón entre el expansionismo soviético y occidente. 
  Sin embargo, los americanos disponían de la colaboración de un 
  antiguo político católico que había tenido veleidades separatistas 
  en su Renania natal[3]. Konrad Adenauer, fue el instrumento fiel de los americanos, 
  lo que le llevó a tener bastantes problemas con las autoridades británicas 
  de su sector, favorables a los socialdemócratas de Schumacher. El líder 
  democristiano había concebido en 1919 la formación de un estado 
  occidental alemán, dentro del Reich, pero con sus atribuciones estatales 
  para evitar su anexión por Francia. No obstante, siempre fue acusado 
  de separatista por ello. Ahora tenía la oportunidad de hacerlo, unificar 
  los tres sectores alemanes occidentales en un Estado unido, para servir de colchón 
  ante los rusos y lo suficientemente descentralizado y débil para evitar 
  el renacimiento del nacionalismo alemán. Además, Adenauer fue 
  el primero en sostener la desaparición de Prusia como entidad política[4] 
  y el más firme enemigo del despertar militar de su propio país. 
  El canciller renano prefería que los soldados germanos luchasen en un 
  ejército europeo bajo mando americano, antes que hacerlo por su país[5]. 
  
  La base de una posible recuperación alemana estaba en su cuenca carbonífera 
  del Ruhr, el único modo de controlarla era anexionarla a Francia o crear 
  una autoridad internacional. La primera entidad europea, fue la CECA (Comunidad 
  Europea de Carbón y Acero) de Schuman, una idea de Jean Monnet para controlar 
  de un modo supranacional la cuenca carbonífera alemana y que se complementase 
  con la siderurgia francesa. De este modo, la siderurgia teutona debía 
  compartir la oferta de hulla con la frágil siderurgia francesa. Francia 
  con un producto más caro había protegido históricamente 
  su mercado de los alemanes con fuertes medidas proteccionistas, lo que un anglófilo 
  declarado como Monnet quería evitar, porque ello significaba la vuelta 
  a una economía nacionalista y creía que el librecambismo era la 
  forma financiera apropiada para unir Europa, al estrechar sus intereses económicos[6]. 
  La unión económica europea debía servir para evitar el 
  despertar político alemán y consagrar a Francia como su líder 
  político junto a Inglaterra. Esta colaboración obligada impedía 
  un resurgimiento militar alemán al tener sus reservas económicas 
  controladas y enlazadas con otros países, y además, Francia unía 
  su desarrollo económico al fuerte expansionismo alemán, confirmando 
  su liderato político militar. 
  El resurgimiento de la industria alemana y la relativa debilidad de la industria 
  manufacturera francesa de los años 50 y 60, hizo de Alemania el socio 
  comercial principal de Francia, así como el principal mercado de exportación 
  para su industria más desarrollada y para el sector agrícola. 
  Jean Monnet había concebido la CEE como un mecanismo para alcanzar la 
  paz futura, incorporando el poder económico alemán a una unión 
  monetaria, en la que la estabilidad de los precios para los productos agrícolas 
  y unos tipos de cambio fijos conducirían a una moneda única. Esta 
  moneda estaría controlada por un Banco central franco-alemán, 
  de modo que Francia tendría una considerable capacidad de control sobre 
  la política monetaria en Alemania y su industria más importante 
  recibiría fuertes subvenciones, con lo que la economía francesa 
  podía seguir el ritmo del gigante alemán[7]. 
  En los años sesenta, De Gaulle impidió la entrada de los británicos 
  para evitar que arruinasen la Gloire de Francia con una política agraria 
  que no subvencionase a los labradores. Inglaterra compraba sus alimentos en 
  sus antiguas colonias a precios más baratos que los que los galos vendían 
  a Alemania. Esta aceptaba porque se sentía obligada a pagar reparaciones 
  por las guerras mundiales en sentimiento de culpa colectiva. No obstante, la 
  paridad estable entre las monedas de los dos países ha sufrido un brusco 
  cambio con la unificación de las dos Alemanias en 1989. Francia no puede 
  mantener el ritmo y los sucesivos recortes sociales se suceden por parte de 
  su gobierno. Pero, Alemania con sus problemas en la digestión de la RDA 
  ha comprometido su estado de bienestar, al no poder aplicarlo en su parte oriental. 
  La fortaleza de la economía alemana se resiente y amenaza la estabilidad 
  social del primer país europeo. 
  Laicismo y cristianismo 
  En la actualidad la Europa unida se enfrenta a uno de los peores peligros para 
  conformar su unidad, como es el laicismo militante, que pretende socavar la 
  raíz cristiana de Europa. La caída de los regímenes comunistas 
  de la Europa oriental y el choque ficticio con las sociedades musulmanas, ha 
  producido una brutal catarsis en la conciencia de los países europeos. 
  
  En la sociedad europea se proyecta una comprensible voluntad de autodefensa 
  que se levanta por doquier ante la tendencia a la globalización, ante 
  el peligro de uniformización, ante la despersonalización. Pero 
  la mundialización de los circuitos económicos y de los valores 
  hace impracticable toda solución basada en la creación de fronteras 
  étnicas, nacionales o religiosas[8]. La aparición de las nuevas 
  tecnologías están produciendo una socialización mayor de 
  ciertos valores comunes y la extensión del término aldea global 
  de la cultura. En un contexto moderno como éste, la sociedad debe afrontar 
  el reto con una gran apuesta por la cultura, acompañada por una apertura 
  de la universidad, como entidad formadora de la conciencia de un país, 
  a las nuevas revoluciones culturales y técnicas originarias en un formato 
  sin fronteras. En definitiva una vuelta a la recuperación de las raíces 
  primigenias cristianas, perdidas durante el siglo XIX. 
  La madurez humana no es admisible en el momento presente sin una connotación 
  de apertura y conciencia de universalidad, que proporciona nuestra herencia 
  cristiana. No basta la relación interpersonal con el propio grupo, ni 
  siquiera con otros grupos de la misma etnia o cultura: se hace cada vez más 
  necesaria la adquisición de una conciencia de pertenencia a una realidad 
  universal y globalizadora, denominada universo. La cosmovisión que Teilhard 
  de Chardin había colocado las bases de una concepción global generalizadora 
  e interdependiente de un universo en plena y constante evolución. Esta 
  evolución está dominada por el sentido de complejidad, es decir, 
  en ella se procede de los seres más simples a los más complejos, 
  llevando también aparejados grados progresivos de inmanencia y conciencia[9]. 
  
  La concepción teilhardiana, concebida como una reflexión meta-científica 
  a caballo entre lo científico y lo filosófico, apunta ya con claridad 
  una necesaria conciencia de unidad en la diversidad, que nos aparta totalmente 
  de los personalismos individualistas, fomentadores de una conciencia encorsetada 
  en los estrechos límites de la propia pareja, grupo, etnia o ambiente 
  cultural[10]. Hacia esa concepción globalizadora avanza la ciencia y 
  la cultura en la actualidad en clara incompatibilidad con el discurso político 
  de los nacionalismos micronacionalistas. La ampliación de conciencia 
  constituye un elemento insustituible en el proceso de maduración psicológico, 
  sino en gran medida contribuye tambièn al fomento de comportamientos 
  tolerantes, al avivar y fomentar una conciencia unitaria hacia los demás. 
  Por eso la necesidad obligada de que la educación y especialmente la 
  universidad, mantengan estos valores. No obstante, la dirección actual 
  que las instituciones educativas en manos de militantes laicistas, va por la 
  dirección contraria. 
  El fomento exclusivo de los conocimientos locales, la uniformidad ideológica, 
  relativista y laica del profesorado contribuyen de manera grave a un empobrecimiento 
  del mundo universitario y cultural, como ocurre en Francia. La conquista del 
  aparato educativo por los laicistas culmina en la Universidad, que responde 
  a su fase final de laicización de la sociedad. Pero, en esta fase, la 
  Universidad y los centros de enseñanza superior han perdido su saber 
  universal y tienen como fin principal la formación de dirigentes políticos, 
  económicos y de cuadros ideológicos, adictos a un laicismo, que 
  han de estructurar y cohesionar la sociedad[11]. Por tanto, cualquier veleidad 
  de saber universal y enlace con la cultura cristiana que vivimos, va en contra 
  de los intereses inmediatos del laicismo, aunque estos vayan en contra de la 
  sociedad real a la que pretenden dirigir. 
  La visión laicista se contradice con el avance de la cultura y con la 
  línea política que estaban llevando los fundadores de la integración 
  europea. Es cierto que la mayor preocupación de los ciudadanos es la 
  defensa de su nivel de vida. La televisión fomenta unos valores comunes 
  y los ciudadanos, recién integrados del Este, quieren equipararse a nosotros, 
  en el orden material. Pero aquellas sociedades, aunque muy castigadas por la 
  herencia comunista, todavía mantienen una gran capacidad de supervivencia 
  y de mantenimiento de los valores propios de su sociedad en un contexto hostil. 
  
  Sin embargo, las nuevas sociedades se encuentran con una Unión Europea 
  que no se asienta sobre la realidad tampoco. La realidad del Viejo Continente 
  está conformada por la existencia de unos valores cristianos seculares, 
  producto de un dilatado proceso de gestación histórica que proviene 
  desde la caída del Imperio romano. La prudencia exige no tomar decisiones 
  que puedan trastocar el delicado equilibrio generado por la historia, la tradición 
  y la acción humana, como sería adopción de un laicismo 
  militante. La Europa comunitaria que empezó siendo un club de seis ha 
  pasado a ser de diez, doce y en la actualidad de veinticinco países. 
  Sus raíces son comunes y la pérdida de su patrimonio identitario 
  provoca una pérdida del respeto a los derechos de la persona humana. 
  
  El individualismo radical que fomenta la función utilitarista de la persona, 
  causa que las personas más débiles se las vea como un lastre para 
  la sociedad y se llegue al autoconvencimiento de su necesaria desaparición, 
  por el bien del resto de la sociedad. Estos nuevos criterios atentan contra 
  los principios en los cuales se sustenta la Unión Europea, que se rige 
  en los derechos humanos y en las libertades de las personas. El relativismo 
  laicista que se moldea según los golpes de opinión, carece de 
  unos cimientos morales sólidos y socava el sentido de pluralidad y la 
  capacidad de integrar distintas formas de vida que coexisten en la sociedad 
  actual. Colectivos inmigrantes y grupos sociales sin capacidad de defensa, como 
  ancianos, enfermos terminales y nasciturus. 
  El proceso de integración supranacional como el que actualmente vive 
  Europa, necesita de un cemento comunitario que aúne a la sociedad europea, 
  como una sociedad madura de centenares de millones de ciudadanos con deberes 
  y derechos, en igualdad de condiciones y respeto. Esa unidad, sólo se 
  la puede dar una conciencia renovada y activada por obra de una sensibilidad 
  acorde con una cosmovisión cristiana. 
[1] 
  P. Ricardo García Villoslada, Historia de la Iglesia Católica, 
  Tomo II. Madrid, 1976. pág. 86
  [2] Jean Monnet, Memorias. Madrid, 1995. pág. 216
  [3] Franz von Papen, Memorias. Barcelona, 1953. pág. 116
  [4] Paul Weimar, Adenauer. Barcelona, 1956. pág. 62-67 y 259
  [5] Jean Monnet, Memorias. Madrid, 1985. Pág. 331