En su magistral libro Revolución y Contra-Revolución, 
  el pensador católico brasileño, Plinio Corrêa de Oliveira, 
  nos ofrece una enjundiosa síntesis de los orígenes y desarrollo 
  del proceso secularizador que él denomina Revolución. Escuchémosla 
  juntos: «En una carta dirigida en 1956, a propósito del Día 
  Nacional de Acción de Gracias, a Su Eminencia el Cardenal Carlos Carmelo 
  de Vasconcellos Motta, Arzobispo de San Pablo, el Excmo. y Revmo. Mons. Angelo 
  Dell'Acqua, Substituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, decía 
  que, “como consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados”, 
  quedó “amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir 
  de la Iglesia”. Ahora bien, ¿qué enemigo asestó contra 
  la Esposa de Cristo este golpe terrible? ¿Cuál es la causa común 
  a éste y a tantos otros males concomitantes y afines? ¿Con qué 
  nombre llamarla? ¿Cuáles son los medios por los cuales actúa? 
  ¿Cuál es el secreto de su victoria? ¿Cómo combatirla 
  con éxito? Como se ve, difícilmente un tema podría ser 
  de más palpitante actualidad. Este enemigo terrible tiene un nombre: 
  se llama Revolución. Su causa profunda es una explosión de orgullo 
  y sensualidad que inspiró, no diríamos un sistema, sino toda una 
  cadena de sistemas ideológicos. De la amplia aceptación dada a 
  éstos en el mundo entero, derivaron las tres grandes revoluciones de 
  la Historia de Occidente: la Pseudo-Reforma, la Revolución Francesa y 
  el Comunismo (cfr. León XIII, Encíclica Parvenu à la Vingt-Cinquième 
  Année, 19.III.1902 - Bonne Presse, París, vol. VI, p. 279). El 
  orgullo conduce al odio a toda superioridad, y, por tanto, a la afirmación 
  de que la desigualdad es en sí misma, en todos los planos, inclusive 
  y principalmente en los planos metafísico y religioso, un mal. Es el 
  aspecto igualitario de la Revolución. La sensualidad, de suyo, tiende 
  a derribar todas las barreras. No acepta frenos y lleva a la rebeldía 
  contra toda autoridad y toda ley, sea divina o humana, eclesiástica o 
  civil. Es el aspecto liberal de la Revolución. Ambos aspectos, que en 
  último análisis tienen un carácter metafísico, parecen 
  contradictorios en muchas ocasiones, pero se concilian en la utopía marxista 
  de un paraíso anárquico en que una humanidad altamente evolucionada 
  y “emancipada” de cualquier religión, viviría en profundo 
  orden sin autoridad política, y en una libertad total de la cual, sin 
  embargo, no derivaría desigualdad alguna. La Pseudo-Reforma fue una primera 
  revolución. Implantó el espíritu de duda, el liberalismo 
  religioso y el igualitarismo eclesiástico, en medida variable, por lo 
  demás, en las diversas sectas a que dio origen. Le siguió la Revolución 
  Francesa, que fue el triunfo del igualitarismo en dos campos. En el campo religioso, 
  bajo la forma del ateísmo, especiosamente rotulado de laicismo. Y en 
  la esfera política, por la falsa máxima de que toda desigualdad 
  es una injusticia, toda autoridad un peligro, y la libertad el bien supremo. 
  El Comunismo es la trasposición de estas máximas al campo social 
  y económico. Estas tres revoluciones son episodios de una sola Revolución, 
  dentro de la cual el socialismo, el liturgicismo, la “politique de la 
  main tendue”, etc., son etapas de transición o manifestaciones 
  atenuadas» (Plinio Corrêa de Oliveira. Revolución y Contra-Revolución, 
  con un apéndice sobre la Revolución cultural (IV Revolución).
  Tenemos aquí, pues, expuesta de una manera felizmente sintética, 
  la esencia del proceso histórico que ha conducido a la instauración 
  del anti-decálogo en todos los ámbitos de la existencia y a escala 
  –nos atrevemos a afirmar– mundial. Ahora bien, considero que para 
  tener una idea cabal de lo que ello ha significado para la identidad cristiana 
  de Europa y de Occidente en general, es necesario adentrarse –en líneas 
  generales– en la forma mentis de aquella sociedad, que a pesar de todas 
  sus imperfecciones y límites humanos y epocales, no podía no decirse 
  cristiana, esto es, la Cristiandad romano-germánica. 
  La vida social en la Cristiandad romano-germánica
  Al contrario de lo que ocurre en nuestra época, en la sociedad cristiana 
  medieval se vivía la vida social y política teniendo como referente 
  a la Iglesia. El nacimiento de los hijos, su educación, el matrimonio, 
  la muerte, la organización de la vida colectiva, la constitución 
  y el funcionamiento del poder político se hacía al amparo de la 
  religión confesional, sacerdotal y jerárquica. La Religión 
  era un asunto de Estado, y el Estado estaba consagrado por la Religión. 
  No solamente no se pensaba en separar a la Iglesia del Estado, sino que excepcionalmente 
  se hablaba de Iglesia y de Estado, ya que se preferían términos 
  como poder político y poder religioso; gobierno y clero; rey y obispos, 
  o Papa. Estas autoridades se consideraban como partes distintas de una misma 
  sociedad cristiana.
  Es un hecho confirmado por la historia y por la naturaleza del hombre post peccatum, 
  que a lo largo de todos estos siglos de Reinado personal y social de Nuestro 
  Señor Jesucristo se dieron anti-testimonios: todos conocemos el acto 
  solemne con el cual el Pontífice gloriosamente reinante, Juan Pablo II, 
  pidió públicamente perdón por los pecados cometidos a lo 
  largo de los dos mil años de historia cristiana por los hijos de la Iglesia. 
  No creo pues necesario insistir sobre el tema. Lo que sí considero importante 
  resaltar es que a pesar de las imperfecciones y límites se trataba de 
  una sociedad que reconocía la supremacía del Amor generoso y desinteresado 
  sobre las pasiones desordenadas típicas de la naturaleza decaída 
  por el pecado. Un reconocimiento que era la consecuencia natural de la Fe viva 
  y operante en el Dios uno y trino que en palabras de su apóstol san Juan 
  se define como Amor.
  Pues bien, esta civilización cristiana, este orden europeo cimentado 
  sobre la roca imperecedera de Pedro, sufre un primer golpe mortal a manos de 
  la Reforma protestante. No cabe duda que el terreno ya había sido abonado 
  por el humanismo antropocéntrico típico de la edad del Renacimiento, 
  no obstante fue con la rebelión de Lutero que se quebró por vez 
  primera y de forma definitiva el orden de la Cristiandad romano-germánica. 
  Lógica consecuencia de la pseudo-reforma protestante fue la imitación 
  luciferina y suplantadora de la facultad legislativa de Dios. Libre de lo que 
  en su visión eran cadenas inaceptables impuestas por el Magisterio moral 
  y por la tradición católica a su orgullo y sensualidad, el hombre 
  comenzó a deslizarse por la pendiente del libre albedrío hasta 
  llegar –tras la primera fase de negación: Cristo sí, Iglesia 
  no– a la segunda gran negación: Dios sí, Cristo no. Es evidente 
  que el dios del que aquí se habla es un dios difuso, despersonalizado, 
  inmanentista y panteísta –sentidentalista nos atreveríamos 
  a decir–, que en la imaginería y liturgia de la Revolución 
  francesa asumía la silueta de una prostituta parisina, símbolo 
  de la entronizada diosa razón.
  En efecto, es merced a la Revolución francesa que por vez primera en 
  la historia de la Europa cristiana, se llegó a la completa laicización 
  del Estado y de la vida pública; se realizó por primera vez desde 
  la época de Constantino, la total separación entre la Iglesia 
  y el Estado. A partir de la Revolución, la humanidad –inclusive 
  los católicos– se acostumbró a vivir su vida social y política 
  sin hacer referencia a la Iglesia, sin recurrir a sus poderes espirituales ni 
  a sus ministros. Tal fenómeno se puede sintetizar en el esfuerzo de realizar 
  en la vida asociada los principios de liberté, égalité, 
  fraternité que no traduzco para que no pierdan su significado históricamente 
  condicionado. Tal revolución constituye la mayor agresión política 
  a la tradición, así como el protestantismo fue la mayor agresión 
  religiosa. De los muchos aspectos de la tradición, el que mayormente 
  ha sufrido los ataques del gobierno revolucionario fue, sin lugar a dudas, el 
  de la función social. La noción de hereditariedad de las funciones 
  sociales es víctima del ímpetu revolucionario y el triunfo histórico 
  va al carácter anónimo y sin raíces de la fortuna burguesa.
  La jerarquía social no desaparece inmediatamente, pero surgen grupos 
  humanos que presentan su propio proyecto de sociedad. Cada uno de estos grupos 
  presenta una alternativa de sociedad que desborda los límites sobre los 
  que se asentaba el pluralismo de una sociedad natural que opinaba sobre las 
  formas de gobierno, pero que no cuestionaba sus principios básicos. Nacen 
  así los partidos modernos, clubes revolucionarios, con su propia interpretación 
  de la historia y la sociedad, con sus funcionarios y sus escuelas de partido. 
  
  Frente a la Revolución francesa, hito político-social crucial 
  de la Revolución, esto es, del proceso del cual las varias revoluciones 
  constituyen momentos de afianzamiento y profundización, la primera rebelión, 
  la primera reacción es popular, irreflexiva, por tanto, a veces, confusa: 
  es la Insurgencia. En toda Europa el pueblo llano intuye que, con las guerras 
  de invasión y con la conflictividada cultural y social, los revolucionarios 
  no aspiran solamente a adueñarse del poder para ser sus nuevos titulares 
  y recaudar tributos, sino que quieren utilizarlo como instrumento para cambiar 
  la vida, para volver a hacer el mundo, con técnicas y actitudes que anticipan 
  los métodos de todos los totalitarismos. Buen ejemplo de ello es el paralelismo 
  existente entre el genocidio llevado a cabo por los republicanos franceses en 
  la Vendée y los realizados por los revolucionarios socialcomunistas rusos 
  y nacionalsocialistas alemanes en el siglo XX. Única diferencia: la rudimentariedad 
  de los instrumentos genocidas de los primeros frente a la técnica avanzada 
  de los segundos.
  A esta primera Insurgencia espontánea y popular motivada por la sabiduría 
  cristiana y el sentido común, sucede, a finales del siglo XVIII y en 
  la primera mitad del siglo XIX, la reacción de los intelectuales, representada 
  ejemplarmente por la tríada Joseph de Maistre, Louis de Bonald y Juan 
  Donoso Cortés. Precedida en términos cronológicos por la 
  de Edmund Burke, anglicano, pero de cultura católica, y primer crítico 
  de la Revolución francesa. El cuadro, no obstante, quedaría incompleto 
  si no recordara que la rebelión popular primero y la concienciación 
  después fueron precedidas por la intuición del santo, del hombre 
  espiritual, que de la catástrofe inminente tiene pre-sentimiento, a veces 
  incluso pre-visión. Me refiero en especial a la predicación de 
  san Luis María Griñón de Montfort, sin la cual resultaría 
  difícil entender el fuego de amor cristiano que abrasaba los corazones 
  de los campesinos y nobles vendeanos, sublevados contra el gobierno revolucionario 
  de París.
  No obstante, pues, ésta magnífica reacción de los pensadores 
  católicos y de la inmensa mayoría de la sociedad católica 
  con sus santos como abanderados espirituales, no todos los católicos 
  reaccionan en mancomún y así vemos nacer una derecha coherente 
  e intransigente y unas minorías iluminadas que darían lugar a 
  un centro –será el liberalismo católico– que acepta 
  la liberté y trata de interpretar pro bono égalité y fraternité, 
  y a una izquierda –será la democracia cristiana– que ve en 
  la Revolución un signo positivo de los tiempos, una nueva Revelación.
  El perjuicio que supuso la actitud de éstas minorías iluminadas 
  hacia el Magisterio de la Iglesia –y por tanto para con la naturaleza 
  profunda del hombre y su destino eterno: nos atrevemos a calificarla de auténtica 
  tragedia antropológica– , se comprende mejor si tenemos presente 
  todo aquello que contribuye a destruir la democracia cristiana con su ideología 
  aconfesional, no católica, en la que el sistema democrático es 
  interpretado como semilla evangélica capaz de llevar por sí mismo 
  al ejercicio de la virtud. Además la verdad ya no es un dogma de fe, 
  sino el resultado de la confrontación dialéctica entre varias 
  opiniones. De aquí la convicción de que el progreso histórico 
  moderno sea una consecuencia evangélica y por consiguiente fruto de una 
  gracia histórica invisible. Todo ello condujo a la idea que el Cristianismo 
  era una corriente de la democracia y la democracia el contenido político 
  del Cristianismo. El resultado más coherente de toda esta teoría 
  fue la divinización de la democracia.
  Se comprende pues cómo con tales ideas hayan podido participar en la 
  marcha triunfal de los ejércitos revolucionarios de todos los tiempos 
  –aunque eso sí, en una posición subordinada y de retaguardia– 
  representando el momento místico de la fraternité. Tampoco nos 
  sorprenderán las reacciones que tales ideas provocaron en la jerarquía 
  eclesiástica, preocupada a partir de la Revolución Francesa de 
  poner en guardia y de preservar la ortodoxia de la fe, frente a los ataques 
  de lo que tenía todos los visos de ser una nueva herejía.
  Fruto maduro de la Revolución religiosa (el protestantismo) y de la Revolución 
  política (la Revolución francesa) es la Revolución social, 
  esto es, el comunismo científico de Karl Marx. Sin embargo, al contrario 
  de lo que en un primer momento podría parecer, el comunismo no ha sido 
  sólo (sigue siéndolo en varias partes del mundo) una ideología 
  político-económica, sino una visión del mundo integral 
  que imponía una respuesta a todos los interrogantes del hombre, también 
  a los fundamentales, como por ejemplo, los relacionados con la familia. Se presentaba 
  como una religión sui generis, sin historia, sin Dios y sin naturaleza. 
  Para dar a luz al hombre nuevo tenía que eliminar al viejo, todavía 
  empapado (sobre todo en las capas populares y en las élites que no habían 
  transigido con los principios revolucionarios) de historia, de Dios y de naturaleza. 
  El hombre nuevo no ha nacido, el viejo tampoco ha muerto: pero su intoxicación 
  es enfermiza, cuando no terminal, en el mejor de los casos está enfermo 
  de gravedad.
  Desde este enfoque, se puede afirmar que, la en un primer momento, incomprensible 
  caída del Muro tiene en cambio para sus proyectistas un sentido estratégico 
  para la gestión de la nueva fase. El Muro representaba para Occidente 
  un objetivo memento que se traducía por un lado en un límite para 
  la decadencia moral, por otro en un estímulo para la lucha; su caída 
  silenciosa y asumida sin reflexión (a pesar de lo mucho que se habló, 
  se habla y se hablará) y sin memoria por el mismo Occidente, ha conllevado, 
  en el plano moral, la minimización de la producción de anticuerpos 
  contra los virus inoculados –paciente pero incesantemente– durante 
  más de sesenta años, por los sacerdotes de aquella religión 
  sin Dios y sin naturaleza, que bajo los escombros del Muro, ha enterrado sólo 
  sus elementos institucionales y económicos debido a la imposibilidad 
  de ocultar por más tiempo su fracaso.
  En 1974, Giovanni Cantoni, fundador y regente de Alianza Católica, escribía 
  en la revista Cristianità: «El solve liberal, la corrupción 
  individualista que relaja y destruye todo vínculo social es solamente 
  la fase preparatoria de la gran obra de la alquimia revolucionaria; en su horizonte 
  se yergue el coagula comunista con su hombre nuevo artificial y completamente 
  heterodirigido». Pues bien, a treinta años, una vez que la utopía 
  comunista se estrelló contra la irreprimible terquedad de la realidad, 
  aquel programa de acción solve et coagula no ha sin embargo desaparecido 
  con ella: ha perdido solamente el segundo elemento operativo, mientras que el 
  primero continúa su labor en el cuerpo social, con la agravante, de que 
  este último ha perdido los ya entonces débiles anticuerpos por 
  el derrumbe del memento al que aludíamos con anterioridad. Piénsese 
  por ejemplo en las biotecnologías: éstas mediante otros medios 
  podrían alcanzar el sueño comunista del hombre nuevo artificial 
  y completamente heterodirigido ya que en la sociedad líquida, porque 
  licuada por los ácidos del solve, el coagula podría ser realizado 
  in vitro. Mas, no obstante este escenario sombrío, cabe también 
  señalar otras posibilidades que van tomando cuerpo a raíz de la 
  caída del imperio social-comunista.
  Una nueva época
  El final del gran sueño del hombre nuevo y de la sociedad comunista acaecido 
  con el derrumbe del Muro en 1989, ha puesto en evidencia (y superado) el recubrimiento 
  ideológico que ha escondido a los hombres la realidad del mundo humano 
  por al menos cincuenta años, desde el final de la segunda guerra mundial 
  hasta el final de la tercera, la denominada guerra fría –un medio 
  siglo que entre otras cosas representó el culmen de un proceso que cubrió 
  grosso modo quinientos años de historia–. Pues bien, con tal superación 
  ha comenzado una nueva época, no caracterizada ciertamente por el surgir, 
  sino por un nuevo resaltar de las culturas y de las civilizaciones, escondidas, 
  cautivas, languidecidas por varios espacios de tiempo, a veces por siglos, bajo 
  la cobertura ideológica, cuando no radicalmente devastadas por la inculturación 
  de la ideología. 
  Esta nueva época ha encontrado su paradigma en el 11-S cuando éste 
  remató la función del circo ideológico que había 
  cubierto el mundo y evidenciando la existencia de un mundo humano e histórico, 
  el mundo descubierto y descrito, por el politólogo estadounidense Samuel 
  P. Huntington: un mundo constituido por seres humanos y no por maniquís 
  a la espera de vestir un uniforme ideológico ni radicalmente transformados 
  por costumbres ajenas; por etnias y no por partidos políticos; por organizaciones 
  políticas y no por estados, o, al menos, no por estados modernos.
  El 11-S ha puesto en evidencia la supervivencia, invisible para el hombre ideológico, 
  de un mundo producido por los hombres en la historia: ha sido el primer flash, 
  un primer relámpago que nos permite ver un mundo real, un mundo que ha 
  vuelto a ilusionarse (siguiendo la descripción hecha por Max Weber que 
  identificaba la época de la racionalización técnico-científica 
  con su inevitable desengaño del mundo, con la modernidad). No cabe olvidar, 
  por ejemplo, que el ataque del 11-S viene de un mundo humano que no se ha constituido 
  para el menester ni el 10 de septiembre ni en las semanas anteriores, sino de 
  una realidad catorce veces secular.
  Ahora bien, ¿cómo se vive este cambio epocal en Europa? ¿Cómo 
  se refleja entre nosotros el resurgir de todos aquellos valores e íntimas 
  aspiraciones del hombre que habían sido escondidos por el telón 
  de acero de las ideologías contrapuestas? Para dar una respuesta (aunque 
  sea breve) a la pregunta considero necesario arrojar un poco de luz sobre el 
  concepto de postmodernidad. Para ello me serviré de una traducción 
  hecha para Arbil de un artículo del presidente del Centro Estudios sobre 
  las Nuevas Religiones, además de dirigente de Alianza Católica, 
  Massimo Introvigne.
  «El punto de partida de la discusión sobre el postmoderno es, en 
  general, la crisis de los mitos centrales de la modernidad: la “razón” 
  –en el sentido ilustrado del término–, la ciencia, el progreso 
  y la democracia. La época postmoderna es, en sentido cronológico, 
  la época subsiguiente a la crisis de estos mitos. Más allá 
  de esta simple constatación comienza el desacuerdo.
  Para los primeros teóricos del postmoderno –que, por lo general, 
  procedían de la crítica literaria– la postmodernidad es 
  la época en la que ya no se cree que haya una sola respuesta “racional” 
  y “científica” para cada pregunta. Cada uno formula la respuesta 
  que más le agrada, y no hay ningún criterio para afirmar que una 
  respuesta sea más o menos “verdadera” que otra. De la literatura 
  la interpretación postmoderna se ha extendido a toda la vida social, 
  tan es así que hoy no es extraño oir afirmar que no hay ninguna 
  razón cierta para defender que la medicina es una ciencia más 
  “segura” que la magia, o la historia académica es más 
  “verdadera” que la reconstrucción del pasado realizada por 
  el medium en trance o por quien mira en una bola de cristal. Cuando se leen 
  estas afirmaciones nos damos cuenta no obstante que se puede hablar de época 
  postmoderna en dos sentidos distintos. 
  Primeramente –en sentido sociológico– se puede constatar 
  sencillamente una serie de hechos: caídos los mitos de la modernidad, 
  para un porcentaje significativo de nuestros contemporáneos hoy la ciencia 
  ya no es más segura que la magia, la medicina que la fe en las curaciones 
  milagrosas, etc. La difusión, socialmente relevante, de esta persuasión 
  puede ser medida mediante instrumentos sociológicos apropiados. Distinta 
  es la teoría de los filósofos del postmoderno según los 
  cuales es justo que así sea, y la realidad es sólo un haz de infinitas, 
  posibles interpretaciones. Este tipo de teorías –por mucho que 
  se presenten como el “nuevo” absoluto– representan simplemente 
  una ulterior, quizás más extrema, gradación de aquel relativismo 
  que ya constituía la esencia de la modernidad. Si, en cambio, nos limitamos 
  al hecho, se puede constatar que la crisis de los grandes mitos modernos –que 
  se puede denominar, si se desea, pasaje a la época postmoderna– 
  baraja los naipes y vuelve a poner todas las posturas en la misma línea 
  de salida: ciencia y magia, “razón” e intuición, etc. 
  Se explican así fenómenos que han sorprendido a muchos, desde 
  el intenso retorno de la magia en los últimos decenios al retorno, dentro 
  del cristianismo, de una religiosidad “primaria” fundamentada en 
  la inmediatez de los milagros, de las curaciones, de las profecías escatológicas 
  como la descrita en el último trabajo de Harvey G. Cox.
  La crisis de la modernidad –que, en su línea principal, era ciertamente 
  antirreligiosa, y aspiraba a sostituir las respuestas religiosas a las grandes 
  preguntas del hombre con respuestas de otro tipo presentadas como “científicas”– 
  es también el telón de fondo de aquello que muchos –y el 
  mismo Harvey G. Cox– describen como un grande resurgir religioso a escala 
  mundial. No faltan, en efecto, los indicadores cuantitativos para defender la 
  tesis que el interés por temas religiosos –o que guardan relación 
  con lo sacro– no solamente no ha disminuido, como postulaban las teorías 
  cuantitativas de la secularización, sino que está lentamente aumentando 
  tras haberse reducido en los decenios y en los siglos en los que los mitos de 
  la modernidad dominaban incontrastados, que hace difícil decir si no 
  obstante no permanece todavía en Occidente una mayoría de personas 
  “no religiosas”. Para los católicos este resurgimiento religioso 
  es a la vez, como se suele decir, una buena y una mala noticia. Es una buena 
  noticia, porque muestra cómo –no obstante siglos de propaganda 
  “moderna”– el sentido religioso sea capaz de reaflorar, irreprimible, 
  en un número significativo de nuestros contemporáneos. Es una 
  mala noticia, porque el sentido religioso reaflora en formas inesperadas –a 
  menudo “débiles”, poco institucionales, poco capaces de influir 
  en la cultura y en la sociedad– y sólo en una pequeña medida 
  alienta a nuestros contemporáneos a volver a las Iglesias y comunidades 
  un tiempo mayoritarias. Para la parte mayor se dirige a formas de religiosidad 
  individualistas no estructuradas –como ocurre con la denominada “Nueva 
  Era”– o a movimientos religiosos de origen más reciente, 
  como el pentecostalismo o las nuevas religiones. El resurgimiento religioso 
  del que tanto se habla existe, pero es un fenómeno estructuralmente ambiguo. 
  La Iglesia católica –y más aún las denominaciones 
  protestantes ecuménicas– no han sacado grandes ventajas por una 
  serie de razones complejas: una de las principales consiste en el hecho que 
  las teologías “aggiornate” –en el caso católico 
  “post-conciliares”– han estimado que se salvarían siguiendo 
  a la modernidad sin darse cuenta que estaban surgiendo, al contrario, grandes 
  movimientos de protesta contra todo aquello que se presentaba como moderno.
  Frente a la ambigüedad del resurgimiento religioso postmoderno son posibles 
  distintas actitudes. Asistimos, ante todo, a una reacción en nombre de 
  la modernidad que descalifica el nuevo interés por la religión 
  y por la religiosidad como irracionalismo socialmente peligroso. No sorprende 
  que sea ésta la actitud del denominado “movimiento anti-sectas” 
  de origen laicista –que cada vez más se va precisando como un movimiento 
  hostil no sólo a los nuevos movimientos religiosos, sino también 
  al protestantismo evangélico, al pentecostalismo [y a varias realidades 
  católicas]–, bastión de una defensa acrítica de la 
  modernidad. Es más singular –pero no del todo imprevisible– 
  que el resurgimiento religioso contemporáneo moleste asimismo a un buen 
  número de ambientes católicos y protestantes –ecuménicos–, 
  que no están dispuestos a una nueva “conversión” tras 
  haberse apenas convertido a la modernidad». (Massimo Introvigne. “Fuego 
  del Cielo” Harvey G. Cox, el pentecostalismo y el "final" de 
  la secularización. Revista Arbil nº 71. ).
  Tras esta descripción tan acertada del cambio epocal en Europa y en Occidente 
  en general, hecha por el sociólogo Massimo Introvigne, entendemos mucho 
  mejor la preocupación constante del Santo Padre para que nosotros, los 
  católicos, sepamos aprovechar la coyuntura ambigua –pero rica de 
  posibilidades– representada por la postmodernidad. Debemos darnos cuenta 
  de que vivimos en un mundo que ha llevado a sus últimas consecuencias 
  los principios anticristianos de la Revolución secularizadora iniciada 
  con el Renacimiento y que la Cristiandad romano-germánica ha dejado de 
  existir. 
  Contemporáneamente no debemos perder el ánimo y encastillarnos 
  en un mundo de minorías que desprecian con soberbia todo aquello que 
  se opone a la Cristiandad que ha sido, dándolo todo por perdido o, en 
  el mejor de los casos, luchando por restaurar formas e instituciones de un pasado 
  glorioso pero que actualmente resulta imposible reivindicar (lo cual no significa 
  que en un futuro –deseamos próximo–, adaptadas a las posibles 
  nuevas circunstancias, no vuelvan a recuperar su actualidad). Tampoco, evidentemente, 
  pensamos en una solución “entreguista“, esto es, de renuncia 
  de lo esencial para adaptarnos al relativismo imperante.
  Más bien defendemos el sano realismo y la prudencia cristiana, sabedores 
  de que las promesas de Nuestra Señora de Fátima, al menos en parte, 
  se han cumplido. No caigamos en la tentación de pasar por alto, sin un 
  mínimo de reflexión, la enorme trascendencia que tuvo para la 
  libertad de la Iglesia y, por lo tanto, para su misión evangelizadora, 
  el derrumbe del Muro en 1989 (y ello a pesar de las estrategias y ambigüedades 
  de los proyectistas del cambio de fase revolucionaria). A pesar de que el comunismo 
  en su fase científica sigue vivo en varias partes del mundo, ya no tiene 
  la importancia que tenía antes del fatídico 1989 librando, por 
  tanto, de su amenaza al mundo occidental. Ello nos debería hacer reflexionar 
  sobre la enorme deuda de gratitud que tenemos contraída con el Señor 
  –y con los santos, pues no cabe olvidar que las canonizaciones del Santo 
  Padre nos desvelan quiénes con sus méritos nos han salvado del 
  comunismo– ya que a pesar de todos nuestros pecados y traiciones, nos 
  ha preservado del infierno de las naciones que representaba. Muchos quizás 
  se imaginaban escenarios apocalípticos, con el Arcángel San Miguel 
  desenvainando su espada y poniendo orden en medio del caos revolucionario. A 
  mi entender, en cambio, el hecho de que podamos volver a ponernos en juego utilizando 
  la libertad imperfecta y ambigua del mundo postmoderno, es un auténtico 
  signo de los tiempos y una gracia altamente inmerecida que nos debe alentar 
  a comprometernos más en la misión evangelizadora, so pena de la 
  continuación y empeoramiento de la actual situación, proseguimiento 
  del castigo anunciado en Fátima.
  No obstante, debemos también ser humildes y constatar cómo nuestra 
  primordial tarea en el mundo actual es la de crear los supuestos de la felicidad 
  sostenible, esto es, echar los fundamentos que nos permitan perseguir con más 
  comodidad nuestro fin natural y cristiano. Eso sí, conscientes de que 
  nuestro apostolado se desenvuelve bajo la mirada y guía de la Regina 
  Christianorum seguros, por tanto, de que libramos el buen combate para la restauración/instauración 
  de una futura Cristiandad.
"Arbil" nº 77
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