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.Europa. 
  ¿Qué es exactamente? Esta pregunta de siempre, fue planteada expresamente 
  por el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos 
  del Sínodo de obispos sobre Europa: ¿dónde comienza, dónde 
  termina Europa? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a 
  Europa aunque también la habitan europeos, que tienen un modo de pensar 
  y de vivir completamente europeo? ¿Dónde se pierden las fronteras 
  de Europa en el sur de la comunidad de los pueblos de Rusia? ¿Dónde 
  está su límite en el Atlántico? ¿Qué islas 
  pertenecen a Europa, y cuáles, en cambio, no? Y, ¿por qué? 
  En estos encuentros se manifiesta claramente que sólo de modo secundario 
  Europa es un concepto geográfico. Europa no es un continente netamente 
  determinado en términos geográficos, sino más bien es un 
  concepto cultural e histórico. El surgimiento de Europa
  Esto se percibe con bastante evidencia si intentamos remontarnos a los orígenes 
  de Europa. Quien habla del origen de Europa, cita normalmente a Heródoto 
  (484-425 a.C. aproximadamente), quien, de hecho, es el primero en definir Europa 
  como concepto geográfico; y lo hace así: «Los persas consideran 
  Asia como su propiedad y los pueblos bárbaros que habitan en ella, mientras 
  estiman que Europa y el mundo griego es un país distinto». No hace 
  referencia a las fronteras de Europa, pero está claro que tierras que 
  hoy son el núcleo de Europa estaban completamente fuera del campo visual 
  del historiador antiguo. 
  De hecho, con la formación de los estados helenísticos y del imperio 
  romano, se había formado un continente que se transformó en la 
  base de la sucesiva Europa, pero que tenía otras fronteras: eran las 
  tierras alrededor del Mediterráneo, que gracias a sus vínculos 
  culturales, gracias al tráfico y al comercio, gracias al sistema político 
  común, formaban un verdadero y particular continente. 
  Sólo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y al inicio del siglo 
  VIII trazó una frontera a lo largo del Mediterráneo; por así 
  decirlo, la partió en dos, de tal manera que todo lo que hasta entonces 
  era un continente se subdividía ahora en tres continentes: Asia, África 
  y Europa. 
  En oriente, la transformación del mundo antiguo se realizó más 
  lentamente que en occidente: el imperio romano, con Constantinopla como punto 
  central, resistió hasta el siglo XV, aunque fue quedando cada vez más 
  al margen. Mientras tanto, en torno al año 700, la parte meridional del 
  Mediterráneo queda completamente fuera de lo que hasta ese entonces era 
  un continente cultural. Al mismo tiempo se lleva a cabo una mayor extensión 
  hacia el norte. El límite, que hasta entonces había sido un confín 
  continental, desaparece y se abre hacia un nuevo espacio histórico que 
  ahora abrazaría Galia, Germania, Bretaña como tierras-núcleo 
  propiamente dichas, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia. 
  En este proceso de cambio de los confines, la continuidad ideal con el precedente 
  continente mediterráneo, medido geográficamente de un modo nuevo, 
  tiene como garantía un modelo de teología de la historia: partiendo 
  del libro de Daniel, se consideraba al Imperio Romano renovado y transformado 
  por la fe cristiana como el último y permanente reino de la historia 
  del mundo en general y, por tanto, se definía la trabazón de pueblos 
  y estados que estaba en vías de formación como el permanente «Sacrum 
  Imperium Romanum». 
  Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural 
  se realizó de manera totalmente consciente bajo el reino de Carlomagno. 
  Aquí surge nuevamente el antiguo nombre de Europa, con un significado 
  diverso: este vocablo se utilizaba incluso como definición del reino 
  de Carlomagno, y expresaba, al mismo tiempo, la consciencia de la continuidad 
  y de la novedad con que la nueva trabazón de estados se presentaba: como 
  una fuerza con futuro. Con futuro porque se concebía en continuidad con 
  lo que había sido la historia del mundo hasta entonces y anclada últimamente 
  en lo que permanece para siempre. 
  Esta autocomprensión que se estaba formando se expresa al mismo tiempo 
  en la consciencia de la definitividad, así como la de una misión. 
  
  Es verdad que el concepto de Europa casi desaparece nuevamente después 
  del fin del reino carolingio y se conserva solamente en el lenguaje de los doctos; 
  en el lenguaje popular sólo se usa al inicio de la época moderna 
  -aunque en relación con el peligro de los Turcos, como modalidad de autoidentificación-, 
  para imponerse en general en el siglo XVIII. Independientemente de esta historia 
  del término, la constitución del reino de los francos como el 
  imperio romano jamás desaparecido y entonces renacido, significa, de 
  hecho, el paso decisivo hacia lo que nosotros entendemos hoy cuando hablamos 
  de Europa. 
  Ciertamente no podemos olvidar que hay también una segunda raíz 
  de la Europa, de una Europa no occidental: el imperio romano de hecho, como 
  ya he mencionado, había resistido en Bizancio contra las tempestades 
  de la migración de los pueblos y de la invasión islámica. 
  Bizancio se percibía a sí misma como la verdadera Roma; es un 
  hecho que aquí el imperio no había decaído jamás, 
  razón por la cual seguía reivindicando la otra mitad del imperio, 
  la occidental. 
  También este imperio romano de oriente se extendió ulteriormente 
  hacia el norte, abarcando al mundo eslavo, y se creó un mundo propio, 
  greco-romano, que se diferencia respecto a la Europa latina del occidente en 
  virtud de la diversidad de su liturgia, de una constitución eclesiástica 
  diferente, de una escritura diversa, y en virtud de la renuncia al latín 
  como lengua común enseñada. 
  Ciertamente hay también suficientes elementos unificadores, que pueden 
  hacer de los dos mundos un único, común continente: en primer 
  lugar, la herencia común de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por 
  otra parte, en ambos mundos hace referencia a una realidad que está más 
  allá de sí misma, hacia un origen que ahora se encuentra fuera 
  de Europa, es decir, en Palestina; en segundo lugar, la misma idea común 
  de Imperio, la común comprensión de fondo de la Iglesia y, por 
  tanto, también la comunión en las ideas fundamentales del derecho 
  y de los instrumentos jurídicos; por último, yo mencionaría 
  también el monaquismo, que en los grandes movimientos de la historia 
  se ha mantenido como el vehículo esencial, no sólo de la continuidad 
  cultural, sino, sobre todo, de los valores fundamentales religiosos y morales, 
  de las orientaciones últimas del hombre, y en cuanto fuerza pre-política 
  y super-política se transformó en el vehículo de los renacimientos 
  siempre necesarios. 
  Entre las dos Europas, a pesar de la común y esencial herencia eclesial, 
  hay sin embargo una profunda diferencia, cuya importancia ha quedado subrayada 
  especialmente por Endre von Ivanka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen 
  casi identificados el uno con el otro; el emperador también es el jefe 
  de la Iglesia. Él se considera a sí mismo como representante de 
  Cristo, y en unión con la figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo 
  rey y sacerdote (Gn 14 18), lleva desde el siglo VI el título oficial 
  de «rey y sacerdote». Dado que a partir de Constantino el emperador 
  había escapado de Roma, en la antigua capital del imperio pudo desarrollarse 
  la posición autónoma del obispo de Roma, como sucesor de Pedro 
  y pastor supremo de la Iglesia; aquí ya desde el inicio de la era constantiniana 
  se enseñó una dualidad de potestad: emperador y papa tienen de 
  hecho potestades separadas, ninguno dispone de la totalidad. El papa Gelasio 
  I (492-496) formuló la visión de occidente en su famosa carta 
  al emperador Anastasio y, todavía más claramente, en su cuarto 
  tratado, donde ante la tipología bizantina de Melquisedec subraya que 
  la unidad de las potestades está exclusivamente en Cristo: «él, 
  de hecho, a causa de la debilidad humana (¡soberbia!) Ha separado para 
  los tiempos sucesivos los dos ministerios de manera que ninguno se ensoberbezca» 
  (c. 11). Para las cosas de la vida eterna los emperadores cristianos tienen 
  necesidad de los sacerdotes (pontífices) y éstos, a su vez, se 
  atienen para el curso temporal de las cosas, a las disposiciones imperiales. 
  Los sacerdotes deben seguir en las cosas mundanas las leyes del emperador, puesto 
  por querer divino, mientras éste debe someterse en las cosas divinas 
  al sacerdote. Con esto se introdujo la separación y distinción 
  de las potestades, que fue de máxima importancia para el desarrollo sucesivo 
  de Europa, y que, por así decirlo, puso los fundamentos de lo que es 
  propiamente típico de Occidente. 
  Ya que de ambas partes, ante tales delimitaciones, siempre permaneció 
  vivo el impulso a la totalidad, la codicia de imponer el poder propio sobre 
  el del otro, este principio de separación se convirtió también 
  en fuente de sufrimientos infinitos. La manera en que se debe vivir correctamente 
  y concretar política y religiosamente este principio sigue siendo un 
  problema fundamental, incluso para la Europa de hoy y de mañana. 
  El viraje hacia la época moderna
  Si a partir de cuanto he dicho hasta ahora podemos considerar el surgimiento 
  del imperio carolingio de una parte, y la continuación del imperio romano 
  en Bizancio y su misión hacia los pueblos eslavos por otra, como el verdadero 
  y propio nacimiento del continente Europa, el inicio de la época moderna 
  significa para ambas Europas un viraje, un cambio radical que concierne tanto 
  a la esencia de este continente como a sus contornos geográficos. 
  En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta 
  este acontecimiento de manera lacónica: «los últimos... 
  doctos emigraron... hacia Italia y transmitieron a los humanistas del Renacimiento 
  el conocimiento de los textos originales griegos; sin embargo, oriente se hundió 
  en la ausencia de cultura». Esta afirmación puede ser un poco burda, 
  ya que, de hecho, también el reino de la dinastía de los Osman 
  tenía su cultura; pero es cierto que la cultura greco-cristiana europea 
  de Bizancio tuvo su fin con esta invasión. De este modo, una de las dos 
  alas de Europa estuvo a punto de desaparecer, pero la herencia bizantina no 
  estaba muerta: Moscú se declara a sí misma como la tercera Roma, 
  funda entonces un propio patriarcado sobre la base de la idea de una segunda 
  «translatio imperii» y se presenta, por tanto, como una nueva metamorfosis 
  del «Sacrum Imperium» -como una forma propia de Europa, que, sin 
  embargo, permaneció unida con occidente y se orientó cada vez 
  más hacia él, hasta el punto de que Pedro el Grande intentó 
  convertirla en un país occidental-. Este movimiento hacia el norte de 
  la Europa bizantina implicó también un amplio movimiento hacia 
  oriente de las fronteras del continente. El establecimiento de los Urales como 
  frontera es sumamente arbitrario. De cualquier forma, el mundo que quedaba a 
  su oriente se convirtió cada vez más en una especie de subestructura 
  de Europa -ni Asia ni Europa-; esencialmente forjado por Europa, pero sin participar 
  de su carácter de sujeto: objeto, pero no vehículo de su historia. 
  Quizás con esto se define la esencia de un estado colonial. 
  Por tanto, al inicio de la época moderna, podemos hablar, en la Europa 
  bizantina, no occidental, de un doble acontecimiento: por una parte se da la 
  disolución del antiguo Bizancio con su continuidad histórica en 
  relación con el Imperio Romano; por otra parte, esta segunda Europa obtuvo 
  con Moscú un nuevo centro y amplió sus confines hacia oriente, 
  para erigir en Siberia una especie de pre-estructura colonial. 
  Contemporáneamente, también podemos constatar en occidente un 
  doble proceso con un significado histórico notable. Gran parte del mundo 
  germánico se separa de Roma; surge una nueva forma iluminada de cristianismo, 
  de modo que, por medio de occidente, se crea a partir de entonces una línea 
  de separación que forma también claramente una frontera cultural, 
  un confín entre dos diversos modos de pensar y relacionarse. Ciertamente, 
  también dentro del mundo protestante hay una fractura: en primer lugar 
  entre luteranos y reformados, a los cuales se asocian los metodistas y presbiterianos, 
  mientras la Iglesia anglicana busca formar un camino intermedio entre católicos 
  y evangélicos; a esto se añade también la diferencia entre 
  el cristianismo bajo la forma de una iglesia de Estado, que llega a ser un distintivo 
  de Europa, e iglesias libres, que encuentran su espacio de refugio en Norteamérica, 
  tema éste del que debemos volver a hablar.
  Pongamos atención, en primer lugar, al segundo acontecimiento, que caracteriza 
  esencialmente la situación de la época moderna, diferenciándola 
  de la que era la Europa latina: el descubrimiento de América. A la extensión 
  de Europa hacia el este, gracias a la progresiva extensión de Rusia hacia 
  Asia, corresponde la radical salida de Europa más allá de sus 
  confines geográficos hacia el mundo que está más allá 
  del océano, que ahora se llama América. La subdivisión 
  de Europa en una mitad latino-católica y una mitad germánico-protestante 
  se transfirió y repercutió sobre esta parte de tierra ocupada 
  por Europa. También América fue al inicio una Europa ampliada, 
  una colonia, pero ella también se crea --contemporáneamente a 
  la agitación europea provocada por la Revolución Francesa-- su 
  propio carácter de sujeto: desde el siglo XIX en adelante, aunque forjada 
  en sus aspectos profundos por su nacimiento europeo, América se presenta 
  ante Europa como un sujeto propio. 
  En este intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa 
  a través de una mirada histórica, hemos tomado en consideración 
  dos virajes históricos fundamentales: el primero es la disolución 
  del viejo continente mediterráneo, por obra del continente del «Sacrum 
  Imperium», colocado más hacia el norte, en el que se forma Europa 
  a partir de la época carolingia como mundo occidental-latino, junto a 
  éste está la continuación de la vieja Roma en Bizancio, 
  con su extensión hacia el mundo eslavo. Como segundo paso, hemos observado 
  la caída de Bizancio y, por una parte, el consiguiente traslado hacia 
  el norte y hacia el este de la idea cristiana de imperio de una parte de Europa, 
  y, por otra parte, la división interna de Europa en un mundo germánico-protestante 
  y un mundo latino-católico. Además de esto, se encuentra la expansión 
  hacia América, a la que se trasfiere esta división y que, al final, 
  se constituye como un sujeto histórico propio que está ante Europa. 
  
  Ahora debemos considerar un tercer viraje, cuyo faro más visible lo constituye 
  la Revolución francesa. Es verdad que el «Sacrum Imperium» 
  como realidad política se estaba disolviendo desde el final de la Edad 
  Media y se había vuelto cada vez más frágil, incluso como 
  válida e indiscutible interpretación de la historia; pero sólo 
  entonces este marco espiritual se fragmenta también formalmente, este 
  marco espiritual sin el cual Europa no habría podido formarse. Es un 
  proceso de considerable importancia, tanto desde el punto de vista político 
  como ideal. Desde el punto de vista ideal, esto significa que se rechaza el 
  fundamento sacro de la historia y de la existencia estatal: la historia ya no 
  se mide de acuerdo con una idea de Dios precedente a ella y que le da forma; 
  el Estado es considerado, a partir de entonces, en términos puramente 
  seculares, fundado en la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos.
  Por primera vez en absoluto surge en la historia el Estado puramente secular, 
  que abandona y deja a un lado la garantía divina y la normativa divina 
  del elemento político, considerándolo como una visión mitológica 
  del mundo y declara al mismo Dios como una cuestión privada, que no es 
  parte de la vida pública y de la formación de la voluntad común. 
  Ésta es concebida únicamente como un asunto de la razón, 
  para la cual Dios no aparece claramente cognoscible: religión y fe en 
  Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. 
  Dios y su voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública
  De este modo surge, con el fin del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, un 
  nuevo tipo de cisma, cuya gravedad percibimos cada vez más netamente. 
  En alemán, este proceso no tiene ningún término, ya que 
  se ha desarrollado más lentamente. En las lenguas latinas es caracterizado 
  como división entre cristianos y laicos. En los últimos dos siglos 
  esta laceración ha penetrado en las naciones latinas como una fractura 
  profunda, mientras el cristianismo protestante, al inicio, tuvo una vida fácil 
  al conceder dentro de sí espacio a las ideas liberales e ilustradas, 
  sin destruir el marco de un amplio consenso cristiano. 
  El aspecto de política realista de la disolución de la antigua 
  idea de imperio consiste en esto: las naciones, los estados, que son identificables 
  como tales gracias a la formación de ámbitos lingüísticos 
  unitarios, aparecen definitivamente como los únicos y verdaderos portadores 
  de la historia, y, por tanto, obtienen un rango que antes no les correspondía. 
  
  El dramatismo explosivo de este sujeto histórico, plural, se muestra 
  en el hecho de que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias 
  de una misión universal, que necesariamente debía llevar a conflictos 
  entre ellas, cuyo impacto mortal lo hemos experimentado dolorosamente en el 
  siglo recién pasado.
  La universalización de la cultura europea y su crisis
  Finalmente debemos considerar un proceso ulterior, con el cual la historia de 
  los últimos siglos avanza claramente hacia un mundo nuevo. Si la vieja 
  Europa precedente a la época moderna, en sus dos mitades había 
  conocido esencialmente sólo un adversario, con el cual debía confrontarse 
  para la vida y para la muerte, es decir, el mundo islámico; si el viraje 
  de la época moderna había llevado a la extensión hacia 
  América y hacia partes de Asia sin grandes sujetos culturales propios, 
  ahora tiene lugar la salida hacia los dos continentes hasta ahora tocados sólo 
  marginalmente: África y Asia, que trataron de transformarse en sucursales 
  de Europa, en colonias. Hasta cierto punto, esto también se logró, 
  pues ahora también Asia y África siguen el ideal del mundo forjado 
  por la técnica y el bienestar, de tal modo que también allí 
  las antiguas tradiciones religiosas entran en crisis y estratos de pensamiento 
  puramente secular dominan siempre más la vida pública. 
  Pero hay también un efecto contrario: el renacimiento del Islam no está 
  solamente unido a la nueva riqueza material de los países islámicos, 
  sino que también se alimenta por la conciencia de que el Islam es capaz 
  de ofrecer una base espiritual válida para la vida de los pueblos, una 
  base que parece haberse escapado de la mano de la vieja Europa, que, no obstante 
  su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más, 
  como condenada al declino y al obscurecimiento. 
  Las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo su componente mística, 
  que encuentra expresión en el budismo, se elevan también como 
  potencias espirituales contra una Europa que reniega de sus fundamentos religiosos 
  y morales. El optimismo acerca de la victoria del elemento europeo, que Arnold 
  Toynbee podía sostener todavía al inicio de los años sesenta, 
  aparece hoy extrañamente superado: «de 28 culturas que nosotros 
  hemos identificado... 18 están muertas y nueve de las restantes; de hecho, 
  todas menos la nuestra muestran que están golpeadas de muerte». 
  
  ¿Quién repetiría hoy todavía las mismas palabras? 
  Y, en general, ¿qué es nuestra cultura, la que todavía 
  permanece? La cultura europea, ¿es quizás la civilización 
  de la técnica y del comercio difundida victoriosamente por el mundo entero? 
  ¿O no es esta civilización más bien la nacida de manera 
  post-europea por el fin de las antiguas culturas europeas? 
  Yo veo aquí una sincronía paradójica: con la victoria del 
  mundo técnico-secular post-europeo, con la universalización de 
  su modelo de vida y de su manera de pensar, se da en todo el mundo -especialmente 
  en los mundos estrictamente no-europeos de Asia y África- la impresión 
  de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, aquello sobre lo que 
  se basa su identidad, ha llegado al final y esté saliendo del escenario; 
  da la impresión de que ha llegado la hora de los sistemas de valores 
  de otros mundos, de la América precolombina, del Islam, de la mística 
  asiática. 
  Europa, justo en esta hora de su máximo éxito, parece haberse 
  vaciado por dentro, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema 
  circulatorio, una crisis que pone en riesgo su vida, dependiendo por así 
  decirlo, de trasplantes, que sin embargo no pueden eliminar su identidad. A 
  esta disminución interior de las fuerzas espirituales importantes corresponde 
  el hecho de que también étnicamente Europa parece que recorre 
  el camino de la desaparición. 
  Hay una extraña falta de deseo de futuro. Los hijos, que son el futuro, 
  son vistos como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo 
  de nuestra vida. No se les experimenta como una esperanza, sino como un límite 
  para el presente. Se impone la comparación con el Imperio Romano en declive: 
  funcionaba todavía como gran armazón histórico, pero en 
  la práctica vivía ya de quienes debían disolverlo, porque 
  a él mismo ya no le quedaba ninguna energía vital. 
  Con esto hemos llegado a los problemas del presente. En cuanto al posible futuro 
  de Europa hay dos diagnósticos contrapuestos. 
  Por una parte, está la tesis de Oswald Spengler, quien creía poder 
  fijar una especie de ley natural para las grandes expresiones culturales: existe 
  un momento de nacimiento, crecimiento gradual, florecimiento, lento entorpecimiento, 
  envejecimiento y muerte. Spengler enriquece su tesis -de modo impresionante-, 
  con documentación entresacada de la historia de las culturas, documentación 
  en la que se puede entrever esta ley del decurso natural. Su tesis era que Occidente 
  ha alcanzado su época final, que este continente cultural está 
  corriendo inexorablemente al encuentro con la muerte, a pesar de todos los intentos 
  de rechazarla. Naturalmente, Europa puede transmitir sus dones a una nueva cultura 
  emergente, como ya ha sucedido en los precedentes ocasos de una cultura, pero 
  como sujeto, ella tiene ya su tiempo de vida a las espaldas. 
  Esta tesis -definida como «biologista»- ha encontrado opositores 
  apasionados en el tiempo de entreguerras, especialmente en el ámbito 
  católico; Arnold Toynbee se opuso a ella de manera impresionante, aunque 
  con postulados que encuentran actualmente poca resonancia. Toynbee muestra la 
  diferencia entre progreso técnico-material de una parte y progreso real 
  de otra. Define este último como espiritualización. Admite que 
  Occidente -el mundo occidental- se encuentra en una crisis, y su causa sería 
  el hecho de que se ha pasado de la religión al culto a la técnica, 
  a la nación, al militarismo. La crisis, para él, significa al 
  final secularismo. 
  Si se conoce la causa de la crisis, se puede indicar también el camino 
  hacia la curación: se debe introducir nuevamente el factor religioso, 
  del que forma parte, según él, la herencia religiosa de todas 
  las culturas, pero, especialmente, lo «que ha quedado del cristianismo 
  occidental». Aquí se contrapone a la visión «biologista» 
  una visión «voluntarista», que apunta a la fuerza de las 
  minorías creativas y a las personalidades singulares y excepcionales. 
  
  La pregunta que se plantea es: ¿es justo este diagnóstico? Y si 
  lo es, ¿está en nuestras manos introducir nuevamente el momento 
  religioso, en una síntesis de cristianismo residual y herencia religiosa 
  de la humanidad? En todo caso, la cuestión entre Spengler y Toynbee permanece 
  abierta porque no podemos ver el futuro. Pero independientemente de todo eso, 
  se impone la tarea de preguntarnos qué es lo que puede garantizar el 
  futuro y mantener viva la identidad interior de Europa a través de todas 
  las metamorfosis históricas. O más simplemente: qué podría 
  ofrecer --tanto para hoy como mañana-- la dignidad humana y una existencia 
  conforme a ella. 
  Para encontrar una respuesta debemos echar de nuevo un vistazo a nuestro presente 
  teniendo en cuenta sus raíces históricas. Anteriormente nos habíamos 
  detenido en la Revolución Francesa y en el siglo XIX. Durante este tiempo 
  se han desarrollado sobre todo dos nuevos modelos europeos. En las naciones 
  latinas el modelo laicista: un Estado netamente separado de los organismos religiosos, 
  que son relegados al ámbito privado. El mismo Estado rechaza cualquier 
  fundamento religioso y se sabe fundado solamente sobre la razón y sus 
  intuiciones. Frente a la flaqueza de la razón, estos sistemas se han 
  revelado frágiles y se convierten con facilidad en víctimas de 
  las dictaduras; sobreviven, propiamente, sólo porque partes de la vieja 
  conciencia moral continúan subsistiendo aun sin los fundamentos precedentes, 
  permitiendo así un consenso moral básico. Por otra parte, en el 
  mundo germánico, existen de manera diferenciada los modelos de Iglesia 
  de Estado del protestantismo liberal. En ellos una religión cristiana 
  iluminada, esencialmente concebida como moral -y con formas de culto resguardadas 
  por el Estado- garantiza un consenso moral y un fundamento religioso amplio, 
  al que cada religión que no es del Estado debe adecuarse. Este modelo 
  en Gran Bretaña, en los estados escandinavos y en un primer momento en 
  la Alemania dominada por los prusianos aseguró durante mucho tiempo una 
  cohesión estatal y social. En Alemania, sin embargo, la caída 
  del cristianismo de Estado prusiano creó un vacío, que después 
  se ofreció igualmente como vacío para el surgimiento de una dictadura. 
  Hoy en día, las iglesias de Estado han caído en todas partes, 
  víctimas del desgaste: de cuerpos religiosos que son derivaciones del 
  Estado ya no proviene ninguna fuerza moral, y el mismo Estado no puede crear 
  una fuerza moral, sino que la debe presuponer para después construir 
  sobre ella. 
  Entre estos dos modelos se colocan los Estados Unidos de Norteamérica, 
  que por una parte --formados sobre la base de las iglesias libres-- parten de 
  un rígido dogma de separación y por otra parte --más allá 
  de las denominaciones individuales--, se caracterizan por un consenso de fondo 
  cristiano-protestante no forjado en términos confesionales. Consenso 
  que se vinculaba a una particular conciencia de la misión de tipo religioso 
  frente al resto del mundo. De este nodo, daba al factor religioso un significativo 
  peso público, que en cuanto fuerza pre-política y supra-política 
  podía ser determinante para la vida política. Ciertamente no se 
  puede esconder que también en los Estados Unidos la disolución 
  de la herencia cristiana avanza incesantemente, mientras que al mismo tiempo 
  el rápido aumento del elemento hispánico y la presencia de tradiciones 
  religiosas provenientes de todo el mundo cambian el panorama. Se podría 
  observar también que los Estados Unidos promueven ampliamente la protestantización 
  de América Latina y, de ese modo, la disolución de la Iglesia 
  católica a través de la formación de iglesias libres. Todo 
  ello porque tienen la convicción de que la Iglesia católica no 
  puede asegurar un sistema político y económico estable, ya que 
  fracasa como educadora de las naciones. En cambio, esperan que el modelo de 
  las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática 
  de la voluntad pública, similares a aquellos característicos de 
  los Estados Unidos. Para complicar todavía más el panorama, se 
  debe admitir que actualmente la Iglesia católica forma la comunidad religiosa 
  más grande de los Estados Unidos. Esta Iglesia, en su vida de fe, está 
  decididamente del lado de la identidad católica. Sin embargo, los católicos, 
  por lo que se refiere a la relación entre Iglesia y política han 
  recibido las tradiciones de las iglesias libres, es decir, que una Iglesia que 
  no se confunda con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales del todo, 
  de forma que la promoción del ideal democrático aparece como un 
  deber moral profundamente conforme a la fe. En una posición similar, 
  se puede ver una continuación, adecuada a los tiempos, del modelo del 
  Papa Gelasio, del que se ha hablado anteriormente. 
  Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que he hablado anteriormente se 
  le añadió en el siglo XIX, un tercero: el socialismo, que rápidamente 
  se subdividió en dos vías diversas: la totalitaria y la democrática. 
  
  El socialismo democrático fue capaz, desde el inicio, de integrarse dentro 
  de los dos modelos existentes, como un sano contrapeso frente a las posiciones 
  liberales radicales, enriqueciéndolas y corrigiéndolas. Esto se 
  reveló como algo que iba más allá de las confesiones: en 
  Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse 
  a gusto ni en el campo protestante-conservador, ni en el liberal. También, 
  en la Alemania guillermina el centro católico podía sentirse más 
  cercano al socialismo democrático que a las fuerzas conservadoras rígidamente 
  prusianas y protestantes. En muchos aspectos el socialismo democrático 
  estaba y está cerca de la doctrina social católica; en todo caso, 
  ha contribuido considerablemente a la formación de una conciencia social. 
  
  Sin embargo, el modelo totalitario se vinculaba a una filosofía de la 
  historia rígidamente materialista y atea: la historia se comprende deterministamente 
  como un proceso de progreso que pasa a través de la fase religiosa y 
  de la liberal para alcanzar la sociedad absoluta y definitiva, en la que la 
  religión, como residuo del pasado, se supera y el funcionamiento de las 
  condiciones materiales puede garantizar la felicidad de todos. El aparente carácter 
  científico esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto 
  de la materia; la moral es producto de las circunstancias y debe definirse y 
  practicarse de acuerdo con los objetivos de la sociedad; todo lo que sirve para 
  favorecer la llegada de un Estado final feliz es moral. La inversión 
  de los valores que habían construido Europa es completa. Aún más, 
  se da una fractura frente a la tradición moral de toda la humanidad: 
  ya no hay valores independientes de los objetivos del progreso; en un momento 
  dado todo puede permitirse e incluso resultar necesario, puede ser moral en 
  el sentido nuevo del término. Incluso el hombre puede llegar a ser un 
  instrumento; no cuenta el individuo. Sólo el futuro llega a ser la terrible 
  divinidad que dispone de todos y de todo. 
  Los sistemas comunistas, mientras tanto, han naufragado sobre todo por su falso 
  dogmatismo económico. Pero se olvida demasiado fácilmente el hecho 
  de que han naufragado sobre todo por su desprecio de los derechos humanos, por 
  su subordinación de la moral a las exigencias del sistema y a sus promesas 
  de futuro. La verdadera y propia catástrofe que han dejado a sus espaldas 
  no es de naturaleza económica; consiste en el desecamiento de las almas, 
  en la destrucción de la conciencia moral. Veo esto como un problema esencial 
  del momento actual para Europa y para el mundo: nadie cuestiona el naufragio 
  económico, y por eso sin dudarlo los ex-comunistas se han vuelto liberales 
  en economía. Sin embargo, la problemática moral y religiosa, el 
  problema de fondo, es casi totalmente removida de la consideración. 
  La problemática dejada tras de sí por el marxismo continúa 
  existiendo hoy: la disolución de las certezas primordiales del hombre 
  sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el universo. Esta disolución 
  de la conciencia de los valores morales intangibles es precisamente ahora nuestro 
  problema y puede conducir a la autodestrucción de la conciencia europea 
  que debemos comenzar a considerar -independientemente de la visión del 
  ocaso de Spengler- como un peligro real. 
  ¿En qué punto estamos hoy? 
  Así nos encontramos ante la cuestión: ¿cómo deberían 
  continuar las cosas? En los violentos trastornos de nuestro tiempo, ¿hay 
  una identidad de Europa que puede tener un futuro y por la cual podamos comprometernos 
  con todo nuestro ser? No estoy preparado para entrar en una discusión 
  detallada sobre la futura Constitución europea. Sólo quisiera 
  indicar brevemente los elementos morales fundamentales que, en mi opinión, 
  no deberían faltar. 
  Un primer elemento es el carácter incondicional con que la dignidad humana 
  y los derechos humanos deben presentarse como valores que preceden a cualquier 
  jurisdicción estatal. Estos derechos fundamentales no son creados por 
  el legislador ni son conferidos a los ciudadanos, «sino más bien 
  existen por derecho propio, siempre han de ser respetados por el legislador, 
  a quien le son dados previamente como valores de orden superior». Esta 
  validez de la dignidad humana previa a cualquier actuar político y a 
  toda decisión política nos remite al Creador: sólo Él 
  puede establecer valores que se fundan en la esencia del hombre y que son intangibles. 
  Que existan valores que no son manipulables por nadie es la garantía 
  verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza humana; la fe cristiana 
  ve en esto el misterio del Creador y de la condición de imagen de Dios 
  que Él ha conferido al hombre. 
  Ahora bien, hoy en día casi nadie negará directamente la preeminencia 
  de la dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales respecto a toda 
  decisión política; son aún demasiado recientes los horrores 
  del nazismo y de su teoría racista. Pero en el ámbito concreto 
  del así llamado progreso de la medicina, hay amenazas muy reales para 
  estos valores: sea que pensemos en la clonación, sea que pensemos en 
  la conservación de fetos humanos para la investigación y donación 
  de órganos, sea que pensemos en todo el ámbito de la manipulación 
  genética -la lenta consunción de la dignidad humana que aquí 
  nos amenaza no puede ser desconocida por nadie. A esto se añaden, de 
  manera creciente, el tráfico de personas humanas, las nuevas formas de 
  esclavitud, el negocio del tráfico de órganos humanos para trasplantes. 
  Siempre se aducen finalidades buenas, para justificar lo injustificable. En 
  estos sectores, hay algunos puntos firmes en la Carta de los derechos fundamentales 
  de los que podemos alegrarnos, pero en puntos importantes resulta demasiado 
  vaga, mientras que es propiamente en estos puntos donde se arriesga la seriedad 
  del principio que está en juego. 
  Resumiendo: fijar por escrito el valor y la dignidad del hombre, la libertad, 
  igualdad y solidaridad con las afirmaciones de fondo de la democracia y del 
  estado de derecho, implica una imagen del hombre, una opción moral y 
  una idea de derecho que no son para nada obvias, pero que de hecho son factores 
  fundamentales de identidad de Europa. Estos principios deberían garantizarse, 
  también, en sus consecuencias concretas y sólo se pueden defender 
  si se forma siempre nuevamente una conciencia moral correspondiente. 
  Un segundo punto en donde aparece la identidad europea es el matrimonio y la 
  familia. El matrimonio monógamo, como estructura fundamental de la relación 
  entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula en la formación 
  de la comunidad estatal, se ha forjado a partir de la fe bíblica. Éste 
  dio a Europa, tanto a la occidental como a la oriental, su rostro particular 
  y su particular humanidad, también y precisamente porque la forma de 
  fidelidad y de renuncia delineada en ella siempre debió conquistarse 
  nuevamente, con muchas fatigas y sufrimientos. Europa no sería Europa, 
  si esta célula fundamental de su edificio social desapareciese o se cambiase 
  algo de su esencia. La Carta de los derechos fundamentales habla de derecho 
  al matrimonio, pero no expresa ninguna protección jurídica y moral 
  específica para él, y ni siquiera lo define de forma más 
  precisa. Todos sabemos cuán amenazados están el matrimonio y la 
  familia tanto mediante el vaciamiento de su indisolubilidad a través 
  de formas cada vez más fáciles de divorcio, como por un nuevo 
  comportamiento que va difundiéndose cada vez más: la convivencia 
  de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En notable contraste 
  con todo esto, existe la petición de comunión de vida de los homosexuales, 
  quienes ahora paradójicamente exigen una forma jurídica, que debe 
  equipararse más o menos al matrimonio. Con esta tendencia se sale del 
  complejo de la historia moral de la humanidad, que a pesar de toda la diversidad 
  de formas jurídicas del matrimonio, sabía siempre que éste, 
  según su esencia, es la particular comunión de hombre y mujer, 
  que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de discriminación, 
  sino de la pregunta sobre qué es la persona humana en cuanto hombre y 
  mujer y cómo la convivencia de hombre y mujer puede formalizarse jurídicamente. 
  Si, por una parte, su convivencia se separa cada vez más de las formas 
  jurídicas, si, por otra parte, se ve la unión homosexual como 
  participante del mismo rango del matrimonio, entonces estamos ante una disolución 
  de la imagen del hombre, cuyas consecuencias sólo pueden ser extremadamente 
  graves. 
  Mi último punto es la cuestión religiosa. No quisiera entrar aquí 
  en las complejas discusiones de los últimos años, sino poner de 
  relieve sólo un aspecto fundamental para todas las culturas: el respeto 
  de a lo que es sagrado para otra persona, y particularmente el respeto por lo 
  sagrado en el sentido más alto, por Dios. Es lícito suponer que 
  se pueden encontrar este respeto en quien no está dispuesto a creer en 
  Dios. Donde se quebrante este respeto, se pierde algo esencial en la sociedad. 
  En la sociedad actual, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de Israel, 
  su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a quien vilipendia 
  el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo, cuando se 
  trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión 
  aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o incluso 
  una destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin embargo, 
  la libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir 
  el honor y la dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para destruir 
  los derechos humanos. 
  Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo 
  puede considerarse como algo patológico; occidente sí intenta 
  laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero 
  ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que 
  es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es 
  grande y puro. Europa necesita de una nueva -ciertamente crítica y humilde- 
  aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir. A 
  veces, la multiculturalidad, que se estimula y favorece continua y apasionadamente, 
  se transforma en abandono y negación de lo que le es propio, una fuga 
  de las cosas propias. Pero la multiculturalidad no puede subsistir sin constantes 
  en común, sin puntos de referencia a partir de valores propios. Seguramente 
  no puede subsistir sin respeto de lo que es sagrado. De ella forma parte el 
  andar al encuentro con respeto a los elementos sagrados del otro, pero esto 
  podemos hacerlo sólo si lo sagrado, Dios, no nos es extraño a 
  nosotros mismos. Ciertamente, podemos y debemos aprender de lo que es sagrado 
  para los demás, pero justamente ante los demás y por los demás, 
  es deber nuestro nutrir en nosotros mismos el respeto ante lo que es sagrado 
  y mostrar el rostro de Dios que se nos ha aparecido --del Dios que tiene compasión 
  de los pobres y de los débiles, de las viudas y de los huérfanos, 
  del extranjero; del Dios que hasta tal punto es humano que él mismo se 
  ha hecho hombre, un hombre sufriente, que sufriendo junto a nosotros da dignidad 
  y esperanza al dolor.
  Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino 
  que se desvanece un servicio a los demás al que ellos tienen derecho. 
  Para las culturas del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en 
  Occidente es algo profundamente extraño. Están convencidas que 
  un mundo sin Dios no tiene futuro. Por lo tanto, justamente la multiculturalidad 
  nos llama a entrar nuevamente en nosotros mismos. 
  No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos 
  fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y 
  conscientemente su alma. En esto hace falta darle la razón a Toynbee: 
  el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas. Los 
  cristianos creyentes deberían concebirse a sí mismos como tal 
  minoría creativa y contribuir a que Europa recobre nuevamente lo mejor 
  de su herencia y esté así al servicio de toda la humanidad.
  
  Joseph Ratzinger
  (Conferencia pronunciada por el prefecto de la Congregación para la Doctrina 
  de la Fe, en la biblioteca del Senado de la República Italiana, el 13 
  de mayo de 2004)
  Revista Arbil 
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