¿De qué te quejas, Europa?
Sí, ¿De 
    qué te quejas? ¿Tienes derecho a lamentarte de lo que tú 
    has buscado? ¿Te duele que tus conquistas se emancipen y, luego te 
    amenacen? ¿Te asusta el sobresalto continuo? ¿te irrita que 
    a tus discursos respondan los gritos, y a tus cortesías las coces? 
    ¿Te asombras porque no te dejan progresar en paz?
    Pero... ¿qué creías, Europa? ¿Qué el trabajo 
    garantiza la paz? ¿Qué el "confort" protege el "confort? 
    ¿Tal vez que el ansia de seguridad es ya la seguridad?
    ¿Cómo pudiste creerlo? Antaño te bastaba crispar tus 
    puños para dormir tranquila, ¿no lo recuerdas? ¿Quién 
    te mandó, entonces ridiculizar la autoridad, discutir a los pocos sabios 
    y coronar el número? ¿Olvidaste que el puño eficaz se 
    encuentra siempre en cuerpos fuertes, unidos y bien mandados? ¿Te figuraste 
    que sobraban ya el brazo y el escudo?
    ¿Desde cuando la paz se decide como unas vacaciones? ¿Creíste 
    posible conservar ciencia, bienestar y riqueza declarándote inofensiva? 
    ¿Dónde está aquel entusiasmo tuyo, aquella fe en ti misma 
    que puso el mundo a tus pies? ¿Dónde aquella moral de victoria? 
    Los pusiste en ridículo, ¿verdad? Elegiste el halago intelectual 
    de creerte muy civilizada y muy escéptica. Imaginaste, infeliz, que 
    serías aplaudida por un mundo agradecido y satisfecho. Creíste 
    librarte de la batalla permanente de la vida renunciando a ella. (No eches 
    toda la culpa a América. "Uno no h fracasado hasta que empieza 
    a echar la culpa a los demás".) 
El escéptico presumido
Te equivocas. Nadie 
  se engaña más que el escéptico presumido, ese que, de vuelta 
  de todo, no hace el primo y juzgas las cosas desde el punto de vista práctico; 
  ese que niega los impulsos nobles y entiende la generosidad ajena como cálculo 
  egoísta.
  Eres tú, Europa. El escéptico no reacciona al insulto si no le 
  tocan el bolsillo. Sin embargo, la bolsa y la vida están seguras cuando 
  las defiende un intransigente e irascible sentido del honor. El honor es una 
  línea de combate, una muralla y un excelente negocio. Tampoco esto lo 
  adivina ese pobre bobo que es el escéptico presumido. Supone él 
  que puede vivir él a dos carrillos, sin ilusiones ni desprendimiento; 
  que puede satirizarse la fe, la Patria y el Amor sin peligro para la seguridad, 
  la paz y el cocido.
  Te complaciste en corroerlo y amargarlo todo, Europa. Enseñaste que sólo 
  importa vivir en paz. Convenciste. La doctrina ahondó tanto que, cuando 
  resultó falsa - las dos guerras últimas - hubiste de apuntalar 
  tu falacia: aquellas eran guerras para exterminar la guerra e implantar la paz 
  perpetua. Te creyeron. Y ahora, cara a la tercera, tus hijos no te creen, decepcionados. 
  "Saben" que la guerra no "resuelve nada.", como si los terremotos 
  o las olas del mar resolviesen algo. Han olvidado que la guerra es simplemente 
  la guerra, una tragedia menos probable si el salteador encuentra un hombre resuelto. 
  
  ¿Qué suponías, Europa? ¿Qué podía 
  negarse impunemente que este mundo es un valle de lágrimas donde el sudor 
  da el pan, y la fuerza la custodia? Pues en este valle de lágrimas se 
  llora mucho más de lo que creemos un lugar de delicias con derecho a 
  la paz. Pobre Europa: ¿por qué te chanceaste del heroísmo? 
  Nos guste o no, figuran sin remedio la lucha, el riesgo de guerra y la perspectiva 
  de morir en combate. Es terrible, pero es así. Sin embargo, tú 
  enseñas a tus hijos filosofías comodonas, aficiones hedonistas, 
  frivolidad casi mortal, porque la violencia es un hecho biológico que 
  hay que tener previsto y para el que debemos entrenarnos en cuerpo y alma. Hay 
  que hacerse pez grande so pena de quedarse en pez chico. Ley cruel, espeluznante, 
  que no perdona quien la niega ni a quien la olvida.
Burlador burlado
Tú la has 
  negado. Tú la has olvidado, Europa. Y ahora te retiras de todas partes, 
  paso a paso o a vergonzosos saltos. Ahora te escandaliza el cinismo del bandolero 
  que codicia tu casa y desea a tu esposa. Ahora te rasgas las vestiduras porque 
  el bandido no entiende de Derecho ni escucha la Ley, te han sorprendido, en 
  plana faena, sin moral y sin fe. No sabes siquiera qué debes defender 
  ni cuando te debes plantar. Sólo se te ocurre ofrecer sillas al enemigo, 
  para discutir el asunto en torno a una mesa. Y se burla de ti, claro. Los salvajes 
  resentidos, los piratas y los conquistadores ven la educación y el juego 
  limpio como signos de flaqueza, cínica interpretación (esto es 
  lo peor), no del todo equivocada. Pobre Europa: te burlaste de la patria, de 
  los himnos, de la bandera, de la generosidad y del entusiasmo. Te creíste 
  inteligente.
  Y ahora, ¿qué? Ahora las caras bestiales se rasgan en una carcajada 
  ululante, bizcos los ojos del deseo, alegría y odio. Se ríen de 
  ti y de tu grandote hijo trasatlántico, condiscípulo aventajado 
  de la mercantil filosofía actual. Afilan uñas, dientes y lanzas; 
  patean impaciente como hordas de cuadrúpedos lista para la carga. ?Qué 
  vas a hacer? Un español, hombre de mar, te digo que vale más honra 
  sin barcos que barcos sin honra. Y tú, pobre de ti, te sonreíste. 
  Allá tú. Si te empeñas en vivir por encima de todo, arrastrarán 
  tu cadáver.
Enferma por tecnocracia
  Todo esto es triste e inquietante, por supuesto. Sería más cómodo 
  que un mundo circunspecto aplaudiera tu riqueza, tu educación y tu cultura, 
  contento de ver, desde la jungla, lo bien que lo pasas. Y ahora lo harían, 
  Europa, si te creyesen disciplinada y valiente. Pero saben que la disciplina 
  te resulta una lata y el valiente un primo; menosprecias cuanto no sea aritmética, 
  geometría, cálculo o medidas. Así contrajiste tu gran enfermedad: 
  la tecnocracia. Proclamaste que sólo cuenta lo útil. ¿DE 
  qué te quejas ahora?
  Tú protestas y, encima no escarmientas. Si leyeras esto, la sonrisa de 
  tu escepticismo suicida te levantaría el labio. Estoy seguro. Te obstinas 
  en llamar a Argel mal negocio; a Goa, caso perdido; a Portugal, iluso sin esperanza. 
  Crees que sólo importa el "confort" y que el "confort" 
  hay que disfrutarlo en paz. La paz que sólo la gloria da. Pero ¿quién 
  busca ya la gloria si tú explicaste que es un cuento? En nombre de Dios 
  Señor de los Ejércitos: ¿de qué te asombras, entonces?
  Bórrate de un bofetón esa sonrisa suficiente. Sé humilde. 
  Enseña a tus hijos de nuevo lo que disolvieron tus enciclopedias, tus 
  paradojas, tus sarcasmos, tus matemáticas, tus ironías, tus sectas 
  y tus tertulias. Enséñaselo pronto o morirás arrasada.
I.M.
  (Artículo publicado por Juan Luis Calleja en enero de 1.962, que encierra 
  una magnífica lección histórica)