España , por Gustavo Bueno.
Revista Arbil
Aunque no es costumbre de la revista
introducir artículos que no sean originales, por su interés, desde la
heterodoxia, publicamos la intervención de Gustavo Bueno el 14 de abril de
1998, en la reunión Hispanismo en 1998, y que merece el esfuerzo de leer
entero. 
    Introducción 
    I. «España», género literario 
    II. Los «problemas» de España 
    III. El «problema de España» 
    Final 
Introducción
    
    Me parece que muy pocos podrán negar que en un día como hoy, en el que coincide 
    el aniversario, tan importante para la Historia de España, de la proclamación 
    de la Segunda República Española con la presencia en Oviedo de un concurso 
    tan distinguido de miembros de la Asociación de Hispanismo Filosófico (no 
    necesariamente republicanos) y con los actos de «presentación pública» de 
    nuestra Fundación (instituida precisamente desde la perspectiva de una filosofía 
    en español), es una ocasión incomparable, y aún podría añadirse, inexcusable, 
    para reflexionar «de frente» sobre España.
    
    
    
    I. «España», género literario
    
    §1. Mis «reflexiones» quieren acogerse a la forma del ensayo y, más precisamente, 
    a la forma del ensayo filosófico. Me atrevo, además, a sostener ante ustedes 
    que la forma del ensayo filosófico es la forma de elección casi obligada para 
    tratar de «España» a secas (es decir, en general, globalmente, no en algún 
    aspecto suyo especial, económico, político, demográfico, &c.). No es que 
    no puedan citarse ensayos sobre España, en general, que no quieran ser filosóficos, 
    sino, por ejemplo, históricos, sociológicos, económicos o apologéticos; La 
    cuestión es si estos ensayos son efectivamente ensayos sobre España o no más 
    bien sobre algún aspecto especial, por importante que él sea; un aspecto especial 
    que agradecería más el estilo del «informe técnico», incluso el estilo de 
    la «memoria científica», que la forma del ensayo. «España», a secas, sin embargo 
    -tal es nuestra tesis- no es susceptible de ser tratada, de un modo responsable, 
    desde coordenadas especiales, económicas, políticas, tecnológicas, científicas. 
    Y no porque estas coordenadas puedan ser desatendidas, sino porque ellas tienen 
    que ser rebasadas o desbordadas al ser referidas a España, hasta alcanzar 
    una perspectiva filosófica. Que no excluye, en modo alguno, las categorizaciones 
    especiales (económicas, técnicas, &c.): antes bien, las incluye, y se 
    nutre de ellas (en cambio, las «categorizaciones especiales» desde las que 
    podemos acercarnos a España pueden en gran medida prescindir, al menos de 
    un modo explícito, de planteamientos filosóficos, y aún muchas veces agradeceríamos 
    que prescindiesen de ellos).
    
    Lo que ocurre con mucha frecuencia es que los planteamientos que pretenden 
    mantenerse, por principio, en una perspectiva especial, suelen ser arrastrados, 
    «por encima de su voluntad», y en virtud de la materia, a una perspectiva 
    filosófica. España en su historia. Cristianos, moros y judíos, de Américo 
    Castro (Losada, Buenos Aires 1948), por ejemplo, no es propiamente un libro 
    de Historia, o de crítica literaria, y, por ello, los reproches que contra 
    él han dirigido tantos historiadores profesionales estaban desenfocados; Es 
    un ensayo filosófico sobre España, que incluso necesita acuñar ideas tales 
    como «morada vital», «vividura», &c.; un ensayo de la misma escala de 
    aquella en la que se mueve España invertebrada, de Ortega, obra a la que nadie 
    regateará su condición de «ensayo filosófico». No parecerá inoportuno que 
    cite aquí, y en este contexto, algunos ensayos filosóficos, que han alcanzado 
    ya la consideración de clásicos, a pesar de que por la apariencia de su temática 
    podría creerse que se circunscriben a cuestiones muy especiales o particulares: 
    son tres ensayos leídos, a título de oraciones inaugurales de apertura de 
    curso, en la Universidad de Oviedo. Me refiero, en primer lugar, al ensayo 
    de Federico de Onís, El problema de la universidad española (Discurso de apertura 
    del curso académico 1912-1913 de la Universidad de Oviedo, [28] recogido posteriormente, 
    por su autor, en los Ensayos sobre el sentido de la cultura española, Publicaciones 
    de la Residencia de Estudiantes, Madrid 1932, págs. 19-109); en segundo lugar 
    el revolucionario ensayo de Julio Rey Pastor, Los matemáticos españoles del 
    siglo XVI (Discurso de apertura del año académico de 1913-14 en la Universidad 
    de Oviedo, recogido, notablemente ampliado, por su autor, en el libro del 
    mismo título publicado por la Junta de Investigación Histórico Bibliográfica, 
    Madrid 1934, 163 págs.); y, en tercer lugar, el ensayo de Pedro Sáinz Rodríguez, 
    La obra de Clarín (discurso de apertura del curso académico 1921-22 en la 
    Universidad de Oviedo, incluido ulteriormente por su autor en el libro Evolución 
    de las Ideas sobre la decadencia española, Biblioteca del Pensamiento Actual, 
    Madrid 1962, págs. 334-429). La universidad española, los matemáticos del 
    siglo XVI y la obra de Clarín son, sin duda, los temas explícitos de estas 
    tres oraciones ovetenses; pero estos temas son propiamente «puntos de cristalización» 
    sobre la idea que de España tenían sus respectivos autores, ideas que se desenvuelven 
    en un terreno claramente filosófico. La universidad española de su época es 
    tratada por Federico de Onís en tanto que foco de regeneración de la cultura 
    española, supuestamente contraída y aletargada a consecuencia de la decadencia 
    de los últimos siglos. El análisis directo de los matemáticos españoles del 
    siglo XVI no tiene como propósito, por parte de Rey Pastor, algún interés 
    arqueológico o filológico localizado, sino que tiene como objetivo el terciar 
    en la célebre polémica sobre la ciencia española, situándose en un terreno 
    distinto del que se situaban los apologistas tradicionales, desde Forner hasta 
    Menéndez Pelayo -el terreno de las retahílas de nombres y de títulos de libros 
    no leídos- y descubriendo que, en realidad, sólo cabía reconocer tres figuras 
    relativamente importantes: Ortega, Pedro Núñez (Nonius) y Alvaro Tomás (estos 
    dos últimos, además, portugueses, como se cuidó de subrayar Fidelino Figueirido 
    en sus referencias a Rey Pastor en Las dos Españas, El Eco de Santiago 1933, 
    pág. 83); por consiguiente, rechazando con conocimiento de causa, el mito 
    de la brillante historia de la matemática en la España imperial, pero rechazando, 
    con no menor energía, el mito de la incapacidad de los españoles para las 
    matemáticas: el retraso se habría debido a no haber mantenido, en este terreno, 
    el debido contacto con Europa (Rey Pastor, que se definió alguna vez a sí 
    mismo como «celtíbero auténtico», pretendió demostrar, con su ejemplo, la 
    posibilidad de poner a la Matemática española, en un par de generaciones, 
    a la altura del mundo, y lo consiguió). La obra de Clarín, por último, no 
    es contemplada por Sáinz Rodríguez con los simples ojos del crítico literario, 
    sino con los ojos de quien busca reformular, a través de uno de los escritores 
    más agudos de la España contemporánea, los problemas relativos a la decadencia 
    española. Se dirá que estos tres catedráticos ilustres, ninguno de ellos asturiano 
    -Onís, Rey Pastor y Sáinz Rodríguez-, sin embargo, al llegar a Oviedo, se 
    encontraban como obligados, en el momento de pronunciar el discurso más importante 
    del año, a hablar, no de algún tema técnico de su especialidad, sino, a través 
    de él, de España; y no sólo a sus colegas de claustro, sino a España entera 
    desde la plataforma de la universidad asturiana.
    
    §2. De lo que llevo dicho puede desprenderse que el concepto que venimos utilizando 
    de «ensayo filosófico sobre España» (cuya estructura estilística, gnoseológica 
    en rigor, habría que examinar más de cerca) contiene una intención crítica 
    (discriminativa, clasificatoria) muy aguda. En efecto, con el término «ensayo 
    filosófico sobre España» pretendemos aislar un tipo de discursos susceptibles 
    de ser diferenciados de otros escritos (tratados escolásticos, informes, memorias 
    científicas, libros de viajes) que, aunque se ocupen de España, no podrían, 
    y muchas veces no querrían, ser clasificados como ensayos filosóficos. Asimismo, 
    con este concepto, «ensayo filosófico», pretendemos «denunciar» a ciertos 
    discursos que, siendo presentados muchas veces como filosóficos, no lo son 
    efectivamente (y esto, dejando aparte su penetración, su validez, &c.) 
    -tal sería el caso del célebre discurso de otro asturiano, Juan Vázquez de 
    Mella, El ideal de España, los tres dogmas nacionales, esta vez pronunciado 
    en el Teatro de la Zarzuela de Madrid el día 31 de mayo de 1915, en tanto 
    es un discurso teológico-dogmático-, o, por el contrario, de ciertos escritos 
    o libros que presentándose como estrictamente técnicos, científicos o históricos, 
    contienen en realidad una auténtica filosofía de la Historia de España -tal 
    sería el caso del libro, en dos volúmenes, España, un enigma histórico, de 
    Claudio Sánchez Albornoz (Sudamericana, Buenos Aires 1956)-.
    
    §3. En cualquier caso, el género «ensayo filosófico sobre España» no tiene 
    paralelos claros en otras naciones. No cabe citar, ni de lejos, para bien 
    o para mal, listas de «ensayos filosóficos sobre Francia» o de «ensayos filosóficos 
    sobre Inglaterra» o de «ensayos filosóficos sobre Suecia» tan copiosas como 
    las listas de «ensayos filosóficos sobre España» (escritos generalmente por 
    españoles, a veces también por extranjeros, como es el caso del ensayo Las 
    dos Españas de Figueirido, antes mencionado). Se trata de un «hecho diferencial» 
    que no puede ser subestimado, ni explicado a partir de ramplonas categorías 
    psicológicas (tales como la «narcisista tendencia de los españoles a satisfacerse 
    mirándose el ombligo»): se trata de un «hecho» cuya razón habrá de tener cabida 
    en los mismos ensayos filosóficos sobre España. Y, en rigor, sólo desde la 
    perspectiva de la teoría filosófica sobre España ensayada, será posible dar 
    cuenta de este hecho diferencial tan notable, y así también, sólo desde esta 
    teoría filosófica sobre España será posible separar los ensayos filosóficos 
    de los escritos que no lo son, aunque lo parezcan, los Laudes Hispaniae, por 
    ejemplo, desde la época isidoriana. Desde la teoría filosófica de España que 
    se expone en el presente ensayo, habría que concluir que los ensayos filosóficos 
    sobre España comienzan propiamente en el siglo XVII, en la época en que puede 
    considerarse ya configurada, tras la «reconquista» de Granada y la «conquista» 
    de América, la idea sobre los límites del imperio español «realmente existente». 
    Sería preciso anteponer al ensayo filosófico sobre España una fase literaria 
    previa, que habría tenido lugar durante el siglo XVI, en donde el «problema 
    de España» no se plantea todavía en forma de ensayo, en español, y en el terreno 
    histórico en el que se planteará tan pronto como comiencen a advertirse los 
    límites efectivos del imperio católico universal (unos límites que anunciarán, 
    de un modo u otro -tal es nuestra tesis-, la idea de la decadencia); pero 
    sí se plantea el problema de España en el terreno de los principios filosófico 
    teológicos, como problema de los límites políticos abstractos con los cuales 
    España ha de contar (independientemente de su capacidad de traspasarlos) en 
    el momento en que se dispone a llevar adelante su proyecto de imperio católico 
    universal. Me refiero a las Relecciones De Indiis iniciadas por Francisco 
    de Vitoria en el curso 1538-39, o a la apología De adserenda hispaniorum eruditione 
    de Alfonso García Matamoros (1550); incluso, prácticamente aún en el siglo 
    XVI, al tratado Monarquía hispánica, de Tomás Campanella, de 1602 (sin perjuicio 
    [29] de que el mismo Campanella, años después, en 1635, encerrado en una cárcel 
    española de Nápoles, se retractase en su Atheismus triumphatus). Aquí será 
    donde se definan las diferencias entre lo que debiera ser un Imperio católico 
    generador de otros reinos, y lo que hubiera de ser un Imperio depredador (puramente 
    colonial) atenido únicamente a la ley de la eutaxia maquiavélica (o hobessiana) 
    expresada en el cesaropapismo de Jacobo I, contra el que Francisco Suárez 
    opuso el monumento de su Defensio Fidei. Es obvio que los planteamientos que 
    tienen que ver con el problema de España no han de circunscribirse necesariamente 
    al género del ensayo filosófico, puesto que la Defensio Fidei de Suárez, por 
    ejemplo, sólo con una gran violencia puede considerarse como un ensayo, dada 
    su condición de tratado, escrito, además, no en el lenguaje popular, en el 
    román paladino propio del ensayo, sino en el lenguaje académico (otros dirán: 
    elitista), el latín; lo que no quiere decir que lo que se escribiera sobre 
    el problema de España en lenguaje popular hubiera a su vez de ajustarse necesariamente 
    al género del ensayo: ahí está la primera parte del Quijote (los capítulos 
    39 a 41, en los que Cervantes analiza el papel de España ante el Islam); ahí 
    están tantas comedias de Calderón, en las que se oponen las ideas de Suárez 
    a las de Maquiavelo o a las de Hobbes: El Príncipe Constante o El lirio y 
    la azucena (en donde Clodoveo y Rodulfo representan respectivamente a «la 
    ley natural» y a «la ley de la Gracia», entretejidos escénicamente en una 
    interpretación sui generis de la Paz de los Pirineos); ahí está la carta que 
    Quevedo envía en 21 de agosto de 1645 a don Francisco de Oviedo, en donde 
    se da la clave, en forma de quiasmo, no en un ensayo, sino en el último terceto 
    de un soneto, de los límites del Imperio universal realmente existente y, 
    por tanto, del problema objetivo de España:
    
    y es más fácil, ¡oh España! en muchos modos que lo que a todos les quitaste 
    sola te puedan a tí sola quitar todos.
    
    Será ajustándose a las formas muy próximas al ensayo filosófico, a través 
    de las cuales, a partir del siglo XVII, comenzará a tratarse el problema de 
    España en su perspectiva real, histórica. Podría considerarse como una de 
    las primeras muestras de este género el escrito del propio Quevedo España 
    defendida, de 1609. El género se consolidaría en el siglo XVIII y, por cierto, 
    en los discursos (verdaderos ensayos) escritos desde Oviedo por Benito Feijoo, 
    por ejemplo el discurso Amor de la patria y pasión nacional, que constituye 
    una trituración del «nacionalismo circunscrito» en nombre de una visión católica-universal 
    que España puede aún ampliamente mantener (Paralelos de las lenguas castellana 
    y francesa). Un género que muy poco tiene que ver, a pesar de las apariencias, 
    con el estilo de la oración apologética que Juan Pablo Forner escribiera en 
    1786 como «exhornación» al discurso del abate Denina en la Academia de Ciencias 
    de Berlín sobre ¿Qué se debe a España? En la «exhornación» se encuentran disueltas, 
    sin duda, algunas ideas filosóficas, pero su perspectiva forense, sus «argumentos 
    de abogado», las ensombrecen y las trivializan. Será en el siglo XIX y, sobre 
    todo, en el nuestro, cuando al ritmo mismo en el que se va desintegrando políticamente 
    el imperio universal católico, se producirá la floración más rica del ensayo 
    filosófico sobre España: los ensayos sobre España de Ganivet, Unamuno, Maeztu, 
    Ortega, Madariaga, Américo Castro, Menéndez Pidal, Lain, Marías, &c. son 
    todavía considerados generalmente como «literatura del presente».
    
    §4. Venimos presuponiendo que los ensayos filosóficos sobre España giran todos 
    ellos en torno a lo que suele denominarse «problema de España». Un concepto 
    que, por lo demás, tendrá que ser re-definido por cada cual, en función de 
    las coordenadas filosóficas que utilice.
    
    Pero con esto estamos diciendo también que «España» no es un tema circunscrito, 
    es decir, un simple número de serie, lista o repertorio de asuntos sobre los 
    cuales es posible disertar o debatir, aunque sea en el contexto, incluso jerárquico, 
    de otros temas. Tema de un ensayo puede ser, por ejemplo, el País Vasco, o 
    Cataluña o Andalucía; pero estos ensayos no tendrían por sí mismos enjundia 
    filosófica, aunque puedan tener importancia política en el sentido corriente 
    de la expresión. Cataluña, el País Vasco, Galicia o Murcia son en efecto temas 
    de gran importancia; pero un poco a la manera de lo que eran los temas en 
    el Imperio Bizantino, es decir, las circunscripciones del Imperio, gobernadas 
    por un estratego o general del tema (el tema de Tracia, por ejemplo, defendía 
    la frontera contra los búlgaros; los temas ibéricos, creados en Oriente por 
    Basilio II en el año 1000). Cataluña, el País Vasco, Galicia o Murcia no son, 
    en cuanto entidades históricas, realidades previas (naciones) al Imperio universal; 
    son partes formales de este Imperio, son temas suyos que buscan a veces, eventualmente 
    y ulteriormente, emanciparse de ese Imperio, pero sin que la emancipación 
    política deseada pudiera convertirlas en naciones históricas. A lo sumo seguirían 
    siendo temas o unidades administrativas de algún otro Imperio universal, o 
    proyecto de tal, como pudiera serlo la Unión Europea.
    
    Pero España, la España de los ensayos filosóficos, no es un tema sin más, 
    es un problema. Y, ¿qué es un problema? Supondremos (en contra de las pretensiones 
    de quienes quieren referir la idea de problema a la misma existencia absoluta 
    -«¿por qué existe algo y no más bien nada?»- de quienes quieren suponer que 
    «lo primero es el problema, la duda») que antes del problema está el saber 
    cierto, el teorema: a fin de cuentas tanto los problemas como los teoremas 
    son conceptos tallados a partir de los Elementos de Geometría de Euclides. 
    Pero lo primero no es la duda, sino el saber, y el saber cierto; y el saber 
    filosófico, en concreto, no parte de la duda universal, aunque sea cartesiana, 
    del problema absoluto, sino de la certeza indubitable que proporcionan algunas 
    evidencias precisas. Acaso por ello Platón escribió en el frontispicio de 
    la Academia: «Nadie entre aquí sin saber Geometría.» Es decir: sin haberse 
    fortificado previamente en evidencias indiscutibles, no por ello definitivas. 
    Porque es precisamente a partir de estas evidencias como podrán plantearse 
    los verdaderos problemas. Sólo a partir del teorema de Pitágoras pudo plantearse 
    el problema de los irracionales. Otra cosa es que los problemas surgidos en 
    el proceso mismo del desarrollo de las líneas canónicas de un teorema presupuesto 
    puedan llegar a comprometer el propio teorema que dio principio al problema.
    
    Un problema, suponemos, se plantea propiamente en función de unas líneas o 
    principios intermedios, esquemas de identidad, que constituyen modelos de 
    referencia: líneas canónicas, paradigmáticas, métricas o prototípicas, tenidas 
    por ciertas (por suposición o por convicción). El problema aparecerá en el 
    momento en el que, en algún punto de su despliegue (por desarrollo interno 
    o por composición con otras líneas) los esquemas de identidad se interrumpan 
    por desvío o por quiebra. El problema requerirá, ante todo, la determinación 
    [30] de las razones o de las causas de la interrupción, desvío o fractura; 
    y, sobre todo, la exploración de las posibilidades de salida, resolución o 
    respuesta al problema, salvando los principios (aunque sea mediante su composición 
    con otros) antes, en todo caso, de desentenderse de ellos, de «arrojarlos 
    por la borda» renunciando a ellos, aborreciéndolos.
    
    Cabrá, según lo dicho, distinguir diferentes tipos de problemas, según la 
    naturaleza de los esquemas de principio en función de los cuales se plantean: 
    habrá problemas paradigmáticos (los que se planteen en función de los modelos 
    de identidad distributivos e isológicos), habrá problemas canónicos, habrá 
    problemas prototípicos y habrá problemas métricos.
    
    §5. Cuando referimos la idea de problema a España será preciso, ante todo, 
    tener en cuenta la naturaleza de los esquemas de identidad mediante los cuales 
    estamos definiendo explícita o implícitamente a España y en función de los 
    cuales el problema podría ser dibujado (lo que no excluye la probabilidad 
    de que, en el plano psicológico, la figura de un problema que sale al paso 
    sea el estímulo para regresar al esquema de identidad implícito que lo determina). 
    En este momento, y para evitar toda prolijidad, me limitaré a distinguir entre 
    los tipos según los cuales España resulta estar definida, explícita o implícitamente, 
    a saber: mediante esquemas de identidad distributivos (paradigmas o cánones) 
    o mediante esquemas de identidad atributivos (prototipos o métricos).
    
    Cuando presuponemos definida a España según esquemas de identidad distributivos 
    (respecto de otras identidades sociológicas, políticas, religiosas, nacionales 
    o culturales) es porque estamos considerando a España como una entidad «social, 
    política, cultural...» que pertenece, como elemento, a una determinada clase 
    (distributiva) de entidades dadas a una escala determinada, por ejemplo, las 
    naciones canónicas constituidas en la época moderna (España, Francia, Inglaterra...) 
    y sin perjuicio de que España haya sido la primera sociedad que se constituyo 
    como nación en sentido político (no en el sentido antropológico, vinculado 
    a las estirpes o a las gentes, relacionadas por nexos de parentesco, según 
    la etimología del término nación). Las naciones canónicas, y España entre 
    ellas, constituyen identidades que se ajustan entre sí dentro de un sistema 
    de equilibrio en virtud del cual sus interacciones han de estar compensadas 
    (para lo cual sus desarrollos en instituciones han de ser homologables) dentro 
    de ciertos límites. Cuando las relaciones de homologación supuestas se interrumpan, 
    o se desvíen, aparecerán los problemas de homologación (paradigmáticos o canónicos). 
    Hablamos de problemas, en plural, porque su tipo implica, por naturaleza, 
    la multiplicidad. No tiene por qué suponerse una única línea de fractura, 
    ruptura o desvío en las homologías distributivas, sino múltiples; en cada 
    una de ellas aparecerá un problema (económico, comercial, tecnológico, político). 
    Entre los problemas de homologación que se suscitan dentro de una nación canónica 
    (como puedan serlo España, Italia o Francia) tendremos que considerar a los 
    derivados de los proyectos de homologación con el todo que algunas partes 
    formales integrantes de las naciones canónicas pueden concebir, de vez en 
    cuando, en cuanto tienden a asimilarse al todo del que proceden: son los problemas 
    que en la España del 78 llamamos nacionalidades o autonomías, los problemas 
    planteados a España, como nación canónica entera, por los proyectos de naciones 
    fraccionarias que buscan homologarse con el todo de cuya descomposición habrían 
    de proceder (por más que pretendan haber encontrado sus raíces, su identidad, 
    mucho más allá de la Historia de España, es decir, en la Prehistoria o en 
    la Antropología de las etnicidades célticas, ibéricas o caucásicas). Siguen 
    siendo problemas de homologación, no ya con otras naciones enteras (de la 
    clase correspondiente) sino con naciones fraccionarias (submúltiplos de las 
    naciones canónicas).
    
    §6. Ahora bien, el problema en singular, es decir, el problema global y fundamental, 
    no es uno más entre los problemas (de homologación); es un problema de naturaleza 
    atributiva que surge a partir de una definición de España, no ya como una 
    nación, entera o fraccionaria, homologable a otras de su misma clase, sino 
    como un Imperio, dotado de unicidad (que es un concepto atributivo); es decir, 
    como una entidad definida por esquemas de identidad atributivos (prototípicos 
    o métricos) respecto de las demás entidades de su entorno. Una tal definición, 
    con esquemas de unicidad atributivos, no implica, desde luego, la unicidad 
    efectiva, por la sencilla razón de que otras unidades atributivas, otros Imperios, 
    resultan estar definiéndose, acaso al mismo tiempo; sólo que entre ellos ya 
    no cabrá hablar de homologías, cuanto de analogías, es decir, de semejanzas 
    en sus mismas diferencias. «Mi primo y yo -dice Francisco I respecto de Carlos 
    I- estamos siempre de acuerdo: los dos queremos Milán.» El problema de España, 
    por antonomasia, lo entenderemos en función de su proyecto de Imperio católico 
    universal. Por ello aparece en el momento en el cual comiencen a percibirse 
    desde dentro los límites de un tal proyecto, es decir, la cuestión de su misma 
    posibilidad.
    
    §7. Al asignar al género «ensayo filosófico sobre España» el cometido de enfrentarse 
    con el problema de España, estamos diciendo también que será preciso distinguir 
    entre los ensayos de este género y los informes, discursos, &c. centrados 
    en torno a los problemas de España. Los problemas [31] de España, que son 
    sobre todo problemas de homologación (como también lo son los problemas de 
    las demás naciones canónicas, enteras o fraccionarias) no requieren, para 
    ser tratados o discutidos, la forma del ensayo filosófico. El género ensayo 
    filosófico sobre España, tal como lo entendemos, irá referido siempre al problema 
    de España. Y la razón por la cual el ensayo filosófico sobre España es un 
    género literario que no tiene paralelos estrictos en otras naciones canónicas 
    de la época moderna, tendrá que ver (tal es nuestra tesis) con la peculiaridad 
    (con la unicidad) de España en cuanto proyecto imperial católico universal, 
    realizado de una manera superior al de la mera especulación megalómana, es 
    decir, en cuanto Imperio «realmente existente» en cuyos dominios no se ponía 
    el Sol. Es este proyecto de imperio católico, encarnado por la España del 
    siglo XVI, aquello que explica (o que exige) un planteamiento filosófico, 
    es decir, una filosofía de la historia universal. Un problema filosófico que 
    no se les plantea, por ejemplo, a los imperios depredadores (es decir, no 
    católicos, sino calvinistas o anglicanos), al imperio inglés o al imperio 
    holandés; porque estos imperios no necesitan justificación filosófica, más 
    allá de la que les imponga su propia potencia depredadora. Porque no son imperios 
    que necesiten justificarse más allá de los límites de su nación, dado que 
    son imperios coloniales, que actúan en beneficio de su propia realidad nacional, 
    de su «razón maquiavélica de Estado». Sus problemas no son filosóficos, sino 
    militares, políticos o económicos. Ni siquiera Francia (la Francia de Richelieu), 
    en cuanto defensora del orden o equilibrio entre los reinos cristianos de 
    Europa, necesitó plantearse «el problema de Francia», en cuanto problema filosófico 
    histórico; a lo sumo Richelieu sólo necesitaba justificar, ante otros teólogos, 
    su política de alianzas con los protestantes, en la Guerra de los Treinta 
    Años, a fin de lograr el equilibrio europeo. Dicho de otro modo, la Francia 
    de entonces no pretendió nunca ser un Imperio.
    
    Todo lo que venimos diciendo caería por los suelos en el momento en que interpretásemos 
    al Imperio español como un imperio colonial más, es decir, como un imperio 
    depredador, como lo interpretan de ordinario los historiadores ingleses y, 
    por reflejo simiesco, tantos historiadores españoles, que de ese modo creen 
    ser más objetivos. Una interpretación que en modo alguno puede considerarse 
    enteramente gratuita, puesto que, supuesta una escala de análisis adecuada, 
    las semejanzas entre los imperios colonialistas y el Imperio católico se nos 
    muestran mucho más estrechas que sus diferencias. También dos organismos de 
    la misma especie (por ejemplo, un asesino y un héroe) o incluso dos organismos 
    de especies o géneros diferentes (por ejemplo, un ave o un mamífero), analizados 
    a escala de partes suyas (incluso si estas son partes formales, como órganos 
    o células; mucho más si son partes materiales, como elementos atómicos o subatómicos) 
    muestran profundas semejanzas, y ni siquiera es posible distinguir, a escala 
    molecular, los procesos fisiológicos neuronales que tienen lugar en el cerebro 
    del asesino y los que tienen lugar en el cerebro del héroe. Así también las 
    empresas depredadoras, tanto si son inglesas u holandesas, como si son españolas, 
    promovidas por individuos o compañías particulares, en busca, en las Indias 
    occidentales o en las orientales, de metales, maderas preciosas o cambio de 
    esclavos arrancados de Africa, son muy semejantes, en sus fines y en sus procedimientos. 
    El Imperio español, el inglés o el holandés, analizados a esta escala, resultan 
    ser homólogos. Pero considerados a escala de su propia definición de Imperio 
    son por completo diferentes e irreductibles. Es cierto que para mantener la 
    tesis de esta irreductibilidad será preciso dar por descontado que la ideología 
    filosófica del Imperio español es algo más que una mera superestructura destinada 
    a disimular o a encubrir las rapacidades más abyectas. Pero, de todas las 
    maneras, no es más racional, ni más crítica, ni más profunda, la tesis de 
    la condición superestructural de la idea de un imperio católico; en cualquier 
    caso esta tesis de la superestructura (utilizada por el marxismo vulgar en 
    funciones propiamente de un no menos vulgar psicoanálisis de los intereses 
    subjetivos) nos lleva al terreno del debate filosófico, al terreno de la filosofía 
    de la historia, que es lo que queríamos demostrar. Un terreno en el cual tendrán 
    que enfrentarse con una concepción alternativa de las superestructuras, en 
    cuanto mapae mundi o reticulas capaces de canalizar las mismas energías subjetivas, 
    de la misma manera a como la estructura de una locomotora de vapor, por artificiosa 
    y «sofisticada» que ella sea, no puede considerarse como una simple superestructura 
    destinada a «encubrir» o «disimular» la energía térmica auténtica procedente 
    de la caldera, que se derramaría y no podría mover a la máquina al margen 
    de ese artificio y sofisticación de las bielas, ruedas, raíles... y conexiones 
    con el refrigerante.
    
    Por otro lado, las diferencias entre los resultados del imperialismo español 
    y los del imperialismo inglés u holandés están a la vista. No son simples 
    diferencias de proyecto, de intención, de fines operantis, mentalistas, que, 
    sin embargo, quedasen igualados en sus resultados (en sus fines operis). Por 
    razones específicas muy precisas, el Imperio español, como imperio generador 
    (de reinos o de naciones) ocupó, al modo romano, las tierras americanas que 
    iba descubriendo, fundando ciudades, universidades, bibliotecas, editoriales, 
    templos, administraciones civiles (todo esto coexistiendo, y no por azar, 
    sino por una necesidad dialéctica con los intereses más egoístas y, desde 
    luego, apoyándose en la rapacidad de las empresas particulares); mientras 
    que Inglaterra u Holanda creaban factorías, colonias e incluso «respetaban» 
    las costumbres de los indígenas (el «gobierno indirecto») e incluso prohibían 
    la esclavitud antes que España o Portugal, no tanto por una «disposición moral» 
    más avanzada (en los mismos años en los cuales Inglaterra prohibía la esclavitud 
    y liberaba a los siervos, abría el mercado de la mano de obra industrial que 
    era tan cruel y depredador, y desde luego mucho más hipócrita, porque hablaba 
    en nombre de la libertad, como pudiera serlo el comercio con los esclavos) 
    sino porque los intereses de la economía, en la época de la revolución industrial, 
    así lo aconsejaba.
    
    §8. En cualquier caso, los ensayos filosóficos sobre España no son separables 
    del todo de los informes o tratados particulares, de la misma manera a como 
    el problema de España no puede separarse, o puede separarse aún menos, de 
    lo que habría que separar a los problemas particulares del problema global. 
    Estamos ante un caso más de la relación entre las Ideas (en este caso, la 
    Idea de España) y las categorías. Las Ideas no flotan en un mundo celeste, 
    situado más allá de las realidades cotidianas que llamamos categoriales; pero 
    tienen ritmos muy distintos de los ritmos según los cuales se agitan los problemas 
    particulares, sobre todo cuando estos se plantean como problemas positivos, 
    prácticos, de homologación. Un problema filosófico, en este caso, un problema 
    de filosofía de la historia, no puede ser abordado sin comprometerse con presupuestos 
    muy precisos que se enfrentan necesariamente a las concepciones contrarias, 
    aun [32] en el mismo terreno filosófico. Sólo desde una perspectiva dialéctica, 
    es decir, no dogmática, es posible el tratamiento del problema de España. 
    Figueirido advirtió, a su manera reducida, esta naturaleza dialéctica de los 
    ensayos sobre España, a propósito de los ensayos de nuestro siglo: «El ensayismo 
    que brota de las premisas Unamuno-Ganivet sigue rumbos varios, algunos más 
    altos y más ambiciosos que la realidad española, pero el problema de la decadencia 
    nacional y las lamentaciones jeremíacas de la inteligencia aislada son ritornellos 
    constantes porque este ensayismo no se alimenta sólo de su propia sustancia, 
    sino que vive también de negar la doctrina opuesta. Es el linaje de Martínez 
    Ruiz (Azorín), Ramiro de Maeztu hasta la dictadura de Primo de Rivera, José 
    Ortega y Gasset, Eugenio d'Ors (Xenius), Grandmontagne, Gabriel de Alomar, 
    Luis Araquistain, Ramón Pérez de Ayala, Miguel Santos Oliver, Manuel Azaña, 
    Salvador de Madariaga, Luis Zulueta, Federico de Onís, &c.» (op. cit. 
    pág. 267).
    
    §9. Por último, sería inverosímil que el ensayo filosófico sobre España, desarrollado 
    en una tradición de casi cuatro siglos, no hubiera desarrollado una estructura 
    estilística más o menos estable, sin perjuicio de su capacidad de variantes. 
    Esta estructura derivará, ante todo, de la misma materia tratada, a saber, 
    España, y de un modo u otro, de la España imperial considerada como un todo 
    «comprometido» con el «Género Humano», también considerado como un todo; un 
    todo analizado a una escala adecuada, aquella en la cual no solamente percibamos 
    individuos, rapaces o héroes, incluso familias y sus relaciones (la intrahistoria 
    unamuniana) sino también, por ejemplo, ciudades, cortes, consejos reales, 
    relecciones, leyes de Indias, requerimientos, encomiendas, alianzas, circunvalación 
    de la Tierra, Armada Invencible, Inquisición, bancarrota del imperio de los 
    Austrias, ilustración y guerra de la independencia, «desastre final» (llamado 
    ordinariamente, por los simios afectos a un peculiar síndrome de Estocolmo, 
    «liquidación del imperio colonial», cuando Cuba no era una colonia, sino una 
    provincia, y no como mera superestructura).
    
    Ningún ensayo sobre España, ni menos aún el presente, podría prescindir de 
    estos elementos de la composición, como ninguna sinfonía para la orquesta 
    podría prescindir de los violines, de las trompas, de los clarinetes o de 
    los contrabajos. A cada ensayo, como a cada sinfonía, se le abre la posibilidad 
    de recombinar estos elementos de modo característico (no se trata de meros 
    ritornellos). Y, lo que es aún más interesante, desde perspectivas globales 
    que acaso pueden ser muy distintas de las utilizadas en ensayos precedentes, 
    que tienen que manejar, sin embargo y obligadamente, los mismos elementos.
    
    II. Los «problemas» de España
    
    §1. No porque el objetivo del presente ensayo sea una reconsideración y aun 
    un replanteamiento del problema de España, podría dejar de lado la referencia 
    a los «problemas» de España. Aunque se tratase de negar la posibilidad de 
    plantear el problema de España en nuestros días (como ya se ha hecho alguna 
    vez) sería precisa la consideración de los problemas de España, a los cuales 
    se trataría de reducir o resolver el «problema». Y si no se niega el problema 
    de España en el presente, la consideración de los problemas es tanto o más 
    necesaria para poder determinar, por contraste, su alcance y su peculiaridad.
    
    §2. En cualquier caso, en tanto los problemas de España, como el problema 
    de España, son problemas, en el sentido antes declarado, habría que tratar 
    a los problemas de España según un método de análisis gnoseológico similar 
    a aquel que utilizamos para el análisis del «problema». Las diferencias gnoseológicas 
    habrá que derivarlas, ante todo, de las diferencias entre los problemas distributivos 
    (canónicos o paradigmáticos) y los problemas atributivos (prototípicos o métricos), 
    si es que la diferencia entre los problemas y el problema la seguimos cifrando 
    en la diferencia entre los modelos de identidad de referencia, distributivos 
    para los problemas y atributivos (sobre todo cuando presuponemos la unicidad 
    del modelo) para el «problema de España». Pero en cualquiera de los casos 
    tendremos que considerar las definiciones canónicas o paradigmáticas de referencia, 
    las desviaciones o fracturas de estas líneas canónicas o paradigmáticas, así 
    como las razones o causas de las mismas, y las resoluciones, salidas o respuestas, 
    que fuera posible proponer a cada problema planteado.
    
    §3. En cuanto a lo primero, es decir, a la definición de los esquemas de identidad, 
    nos atendremos a las líneas canónicas (o paradigmáticas) que definen la clase 
    distributiva constituida por las naciones canónicas europeas, en un primer 
    lugar, aun sin perder de vista naciones de otros contextos. Se supondrá que 
    las «naciones canónicas europeas» (Francia, Inglaterra, Alemania...), independientemente 
    de sus peculiares trayectorias históricas (de su génesis) constituyen una 
    clase de sociedades, culturas, naciones o Estados soberanos definidos según 
    características materiales más o menos precisas (un grado determinado de desarrollo 
    social, económico o político, un grado de desarrollo científico, tecnológico 
    o cultural). Sin duda, cabrían otros cánones o paradigmas de referencia; pero 
    preferimos, en la ocasión presente, atenernos a la clase considerada, entendida 
    como clase (idealmente, intencionalmente) distributiva, sin perjuicio de las 
    conexiones sinalógicas entre sus elementos, muy visibles, especialmente, en 
    el terreno del derecho internacional, en el que, sin embargo, se reconoce 
    la soberanía (distributiva) de cada miembro. Más aún: estas sociedades, aún 
    derivando todas ellas de una cultura común, han pretendido, en la época moderna, 
    y casi a modo de ficción histórica, autopresentarse como culturas independientes, 
    derivadas de tradiciones propias, incluso de estirpe prehistórica (este es 
    el sentido que adquieren muchas veces expresiones tales como «música alemana», 
    «música francesa», o «cultura alemana» o «cultura francesa»).
    
    §4. Definido de este modo el canon (algunos preferirían decir «el paradigma», 
    un paradigma, por cierto, en todo caso cambiante con el tiempo: primero España, 
    después Francia, más tarde Inglaterra, Alemania, &c.) los «problemas» 
    se plantearían, ante todo, como problemas de homologación de las diferentes 
    partes integrantes, constituyentes, &c., de las que se compone cada elemento 
    o miembro de la clase de referencia, a saber: su régimen político, su nivel 
    de desarrollo económico o industrial, el grado de su ciencia, de su tecnología, 
    &c. Se supone que los elementos de una misma clase, aunque sea una clase 
    de «organismos en movimiento», han de ser homólogos en su desarrollo. De este 
    modo los problemas se plantearán en términos de un desvío o fractura, en un 
    elemento dado, de las homologías que habría de mantener con el canon o paradigma.
    
    Ahora bien, los problemas de homologación se plantean en dos planos diferentes. 
    Refiriéndonos a España: [33]
    
    a) Ante todo, como problemas de homologación de España en su totalidad (entera) 
    al canon de las naciones europeas. Se nos plantearán entonces problemas cuyas 
    líneas se reflejarán en el plano político, tanto si se trata de problemas 
    de homologación económica, como de homologación científica o cultural. Los 
    problemas de homologación toman, en general, la forma del atraso o del retraso 
    histórico; curiosamente no suelen considerarse en cambio como problemas los 
    que pudieran derivarse de supuestos adelantos históricos, por relación al 
    canon o paradigma. El problema especial de la forma del Estado -monarquía 
    o república-, como problema de homologación, se plantea porque unos verán 
    a la monarquía como un arcaismo, un atraso, y otros como un adelanto de lo 
    que pudiera ser en un futuro próximo.
    
    b) Pero también, como problemas de homologación de partes formales, integrantes 
    de España (de partes «fraccionarias» suyas), no ya precisamente entre sí, 
    sino con otras «naciones canónicas». Son problemas que no pueden recibir la 
    consideración de problemas «políticos», en el sentido de la política internacional, 
    en la medida en que se interpreten como problemas internos a cada Estado soberano. 
    Sin embargo, desde la perspectiva emic de las minorías que plantean «el problema 
    de su homologación» con los Estados canónicos, por ejemplo, los grupos secesionistas 
    del País Vasco, de Cataluña o de Galicia, que se autoconciben como «naciones 
    o culturas en busca de Estado», sus problemas serán llamados políticos; desde 
    la perspectiva del Estado canónico, tendrán sólo la consideración de problemas 
    de orden público, de opinión o de terrorismo. El «problema de la monarquía 
    española», como problema de homologación, se plantea ahora sobre todo en este 
    terreno: todos los secesionistas (vascos, catalanes, &c.) son republicanos, 
    lo que no significa que todos los republicanos sean secesionistas.
    
    §5. Los problemas de homologación se plantean tanto en una perspectiva histórica, 
    la del pretérito, como en una perspectiva actual, la del presente, aun cuando 
    estas perspectivas están obviamente entretejidas.
    
    Un criterio muy generalizado es aquel que utiliza la categoría de «retraso 
    histórico» para plantear los problemas de España: retrasos relativos respecto 
    del desarrollo atribuido a los países de su entorno. Retraso en el desarrollo 
    industrial, retraso en el desarrollo científico, retraso en el desarrollo 
    filosófico. Incluso se intentará cuantificar la distancia en años. Por ejemplo, 
    según algunos, el desarrollo industrial de España se encontraría, a la altura 
    de 1850, a cincuenta años de distancia de Francia o Inglaterra. La mayoría 
    de los regeneracionistas y de sus sucesores (la generación del 98, sus «hijos» 
    y sus «nietos»), solían expresar una y otra vez la conciencia de este retraso. 
    Retraso acortado, se dirá, en las primera décadas del siglo, pero agravado 
    de nuevo por la Guerra Civil del 36-39. A pesar de todo se reconocerá, por 
    ellos mismos, que en el presente carecería de todo sentido mantener las actitudes 
    propias de la generación del 98: España se encuentra hoy «muy cerca» de Europa. 
    No obstante, se dirá, todavía en la década de los noventa, las empresas dedican 
    sólo el 1,90 de su inversión a I+D, frente a una media europea de 5,3%, y 
    aún padecerán las consecuencias de nuestro retraso político (¡los cuarenta 
    años de dictadura franquista!), o de los retrasos en materia de evolución 
    religiosa (en España no hubo Reforma, por lo que las libertades heredadas 
    del «libre examen» tardarían siglos en llegar hasta nosotros; cabría llevar 
    al límite este diagnóstico añadiendo, irónicamente, por nuestra parte, que 
    el calvinismo no entró en España hasta el siglo XIX y ello en la forma del 
    bombo de la Lotería Nacional).
    
    Por nuestra parte cabría impugnar aquí el concepto mismo de retraso, así como 
    el ambiguo concepto, tantas veces utilizado por Ortega, de «estar a la altura 
    de los tiempos». ¿De qué tiempos? ¿De los que son marcados por el paradigma 
    escogido? ¿Acaso cada nación no tiene su propio ritmo? En particular, ¿no 
    es puramente ideológico proponer, por ejemplo, como criterio de «libertad 
    de pensamiento», el libre examen luterano? ¿Desde qué criterios puede afirmarse 
    que la doctrina cartesiana del cogito o la doctrina de las monadas de Leibniz 
    sean «filosofías más adelantadas» que las doctrinas hilemórficas de la escolástica 
    española? Cuando se habla de la debilidad del pensamiento filosófico español, 
    esa debilidad ¿no está referida a una suerte de falta de engranajes con lo 
    que se considera el paradigma de la filosofía en general? Como si en filosofía 
    pudiese hablarse de «paradigmas» en el mismo sentido en que se habla de ellos 
    en Matemáticas, en Física o en Técnología. En España hubo siempre filosofía, 
    por ejemplo, filosofía escolástica; solamente cuando se da por supuesto que 
    la filosofía francesa o la filosofía alemana, que discurren al margen de la 
    tradición escolástica (y no es el caso de Kant, un escolástico «puro»), son 
    algo más que ideologías, se puede hablar comparativamente de esa «debilidad 
    de la filosofía española». Además, podría decirse que en España, si no hubo 
    en Descartes es porque no hacía falta: los tribunales españoles de la Inquisición 
    controlaban las supersticiones mucho más que los franceses en Francia; por 
    ejemplo, bastaría comparar el proceso de los milagros de Loudun con el proceso 
    de las «energúmenas de San Plácido» para demostrarlo. En particular, ¿en virtud 
    de qué criterios puede concluirse que la filosofía del «tiempo de silencio» 
    del franquismo fue una filosofía inferior a la filosofía producida en la «recuperación 
    democrática»? ¿No actuaban en ese «tiempo de silencio» tanto Ortega como [34] 
    Zubiri, considerados por muchos de los que hablan de ese «tiempo de silencio» 
    como los pensadores más importantes desde Suárez? ¿Y por qué hablar del problema 
    del corte abrupto del ritmo del desarrollo económico y político que comenzó 
    en la década de los veinte, producido por la dictadura franquista? ¿Es que 
    no hubo fascismo en Italia o en Alemania, o dictadura del proletariado en 
    Rusia? ¿Acaso fue la dictadura franquista un episodio producido desde fuera 
    de España y no, más bien, un episodio interno (aunque ayudado sin duda desde 
    el exterior) de la lucha de clases y del proceso de acumulación capitalista 
    que condujo desde un nivel promedio de renta per capita de 498.000 pesetas 
    en 1960 (frente a las 671.000 de la Comunidad Europea) a un nivel promedio 
    de 1.224.000 en 1975 (frente a 1.442.000 promedio de Europa)? ¿No fue este 
    proceso de industrialización el que habría hecho posible la admirable «transición 
    pacífica» de la dictadura franquista a la democracia coronada del 78? Una 
    transición que algunos interpretan como la obligada transformación de una 
    sociedad capitalista en proceso de desarrollo «centralizado y autoritario» 
    a una misma sociedad capitalista que prefiere o necesita, para su desarrollo, 
    la forma democrática.
    
    También es interesante constatar la naturaleza intencionalmente positiva y 
    específica atribuida a las causas o razones alegadas para explicar estos problemas 
    especiales, y por supuesto, su conjunto. Por ejemplo, algunos creen que el 
    descubrimiento de América habría sido la causa más general del retraso de 
    España en las diversas especialidades, ya fuera porque distrajo la atención 
    de los españoles hacia asuntos muy alejados de las ciencias o técnicas que 
    estaban produciéndose en la Europa moderna, bien sea porque la sangría selectiva 
    implicada por la conquista dejó perder a los mejores en beneficio de los peores, 
    que quedaron en la Península. (En otro discurso de apertura de curso, pronunciado 
    también en la Universidad de Oviedo en el año 1968 por Eduardo Zorita Tomillo, 
    Catedrático de Genética y Alimentación, Ideas para una interpretación de la 
    decadencia española, se recupera la tesis de Alfred Fouillée: «la raza se 
    vio afectada hasta en su sangre, de la cual había gastado locamente la parte 
    más pura y más vital... había quemado con sus propias manos, como en un inmenso 
    autodafe, casi todo aquello que tenía fe profunda e interior, pensamiento 
    independiente...») Además, el descubrimiento habría impulsado o facilitado 
    la «medievalización» de España, el fanatismo religioso más irracional. Algunos 
    llegan a señalar, no ya a los Reyes Católicos (por la expulsión de los judíos) 
    sino a Felipe II como la causa precisa más inmediata de la decadencia española, 
    en función de la Pragmática de 1559 prohibiendo a las españoles salir a Europa 
    para realizar estudios: esta sería la causa principal de la decadencia, del 
    retraso histórico de España.
    
    ¿Y qué alternativas -resoluciones, respuestas, salidas- se proponen a los 
    problemas así planteados, al menos a los principales?
    
    (1) En un primer tipo de respuestas podemos englobar a todas aquellas que, 
    aun desde perspectivas muy heterogéneas, acusan, como común denominador, la 
    tendencia a minimizar, o incluso a negar los problemas especiales derivables 
    de ese retraso histórico. Reaccionando ante el catastrofismo del 98 («la España 
    sin pulso» de Silvela) es cada vez más frecuente subrayar hoy que la economía 
    española ya había «despegado» en 1875; que el arancel de 1891 propició un 
    «crecimiento hacia adentro»; que el «desastre» no fue en realidad tal desastre 
    (salvo en el terreno de la guerra naval). La misma repatriación de capitales 
    impulsó un auge financiero -fundación del Banco Hispano Americano, del Banco 
    Español de Crédito- y la «pérdida de las colonias» no implicó una caída en 
    los intercambios comerciales, puesto que su curva ascendió a un ritmo regular 
    casi como si el 98 no hubiera tenido lugar. Además, ni siquiera el 98 fue 
    un fenómeno diferencial español: también Francia, Portugal o Italia tuvieron 
    sus «noventayochos».
    
    (2) Un segundo tipo de respuestas (muy similares a las del primer tipo) estaría 
    constituido por todas aquellas que, reconociendo sin duda los problemas específicos, 
    admiten que ellos están hoy en vías de resolución. Y, en todo caso, que cualquier 
    «problema de España» de tiempos pasados puede hoy ya considerarse como un 
    mal sueño del que debiéramos hoy olvidarnos. España, sobre todo después de 
    su constitución democrática (hace cuarenta años se decía «después del 18 de 
    Julio»: España sin problema, de Rafael Calvo Serer), habría ya resuelto su 
    problema. Sería preciso simplemente no bajar la guardia, atender a todos los 
    problemas de homologación y convergencia exigidos por el Tratado de Mastricht. 
    Es la perspectiva de los tecnócratas políticos, economistas, historiadores, 
    orientados hacia la plena integración en Europa; la perspectiva de los tecnócratas 
    científicos (de la «comunidad científica») que suscriben, en 1996, el Manifiesto 
    de El Escorial, con una cierta nostalgia del regeneracionismo de los del 98. 
    En el fondo, es una actitud que tiene terror pánico a pensar siquiera en la 
    posibilidad de que España sea diferente.
    
    Ahora bien, cabría objetar a todas las respuestas de este tipo, no tanto sus 
    proyectos de homologación, cuanto su voluntad tecnocrática de reducir el problema 
    de España a un conjunto de problemas específicos vinculados por el común denominador 
    de la «entrada en Europa», como si España, en todo caso, se agotase en esta 
    condición de miembro homologado de la clase de las naciones canónicas europeas. 
    Hay un cierto papanatismo en esta actitud, y una petición de principio: el 
    principio de homologación como único criterio práctico de identidad. La homologación 
    será necesaria, pero ¿es suficiente? Desde luego, ni siquiera es necesaria 
    para entrar en Europa o para sostenerse en ella, por la sencilla razón de 
    que España está en Europa desde sus principios. No puede confundirse Europa 
    con un club de naciones europeas, incluso con unos Estados Unidos de Europa 
    que, en ningún caso, podrían formar una nación, menos aún una «nación de naciones», 
    concepto tan absurdo como pueda serlo el de «círculo de círculos»; solamente 
    si se diluyen las naciones o se reabsorben todas en alguna de ellas, cabría 
    hablar en estos términos. Porque Europa no es una nación, ni siquiera pueden 
    serlo, salvo retóricamente, dos naciones europeas unidas («ya no hay Pirineos, 
    ya formamos unidos una sola nación»: pura retórica de la monarquía borbónica). 
    Europa es una suerte de «biocenosis de naciones», una convivencia en común, 
    pero una convivencia que, como la que constituye a las biocenosis biológicas, 
    no implica sólo la paz sino también la lucha por la vida entre sus miembros, 
    la guerra constante. Y si la guerra interior llega a conjurarse, en virtud 
    de la solidaridad de sus socios, será debido no ya a la comunidad interna 
    de sus intereses, sino a la solidaridad de ellos frente a terceros (frente 
    al tercer mundo islámico, por ejemplo, o frente al continente asiático, a 
    China principalmente). [35]
    
    (3) El tercer tipo de resoluciones a los problemas de España se corresponde 
    con unos planteamientos diferentes de estos problemas. No estaríamos ante 
    «problemas de retraso», y el problema principal deberíamos hacerlo consistir 
    en no darnos cuenta de ello, como consecuencia de un ciego afán de homologación 
    con otras naciones de la Tierra, especilamente con las europeas. Hay que volver 
    a Ganivet: noli foras ire, in interiore Hispaniae habitat veritas. Unamuno 
    dirá: que inventen ellos (si seguimos la interpretación convencional más simplista 
    que es frecuente dar a esta consigna y que el propio Unamuno repudió).
    
    ¿Quien podría hoy acompasar su paso a semejantes propuestas? Y sin embargo, 
    cabría apreciar en ellas un principio no enteramente reaccionario, a saber, 
    el principio mismo de la diferencia. España, en los umbrales del siglo XXI, 
    se homologa sin duda a las restantes naciones, incluso en alguna línea las 
    sobrepasa. Pero la pregunta es esta: ¿acaso España se agota en esta homologación 
    con las naciones canónicas del club europeo?
    
    (4) Un cuarto tipo de respuestas podría estar constituido por todas aquellas 
    que no se oponen a la homologación, pero se resisten a tratar el concepto 
    de «homologación» (a veces: «competitividad») como si fuese un concepto unívoco. 
    Hay muchos tipos de homologación y muchas materias susceptibles de ser homologadas; 
    pero hay otras materias en las cuales la misma homologación está fuera de 
    lugar, porque a lo sumo sólo será posible hablar de analogía (pero no de homología). 
    No es lo mismo la homologación tecnológica o científica que la homologación 
    política o filosófica (que acaso habría que concebir más bien como una «analogación», 
    como una «identidad en la diferencia»). Sólo en donde existan homologías será 
    posible establecer grados diversos de desarrollo comparativo en las líneas 
    de los procesos evolutivos homologados. Pero, ¿quién se atrevería en el presente 
    a decir que la filosofía francesa, la filosofía alemana o la filosofía británica, 
    incluso la italiana, se encuentran hoy en un grado más alto del que se encuentra 
    la filosofía española? Una gran parte del profesorado universitario de filosofía, 
    sea por complejo de inferioridad, sea por autodesprecio, cree que únicamente 
    puede elevar su triste mediocridad traduciendo, comentando o jaleando las 
    últimas modas editoriales de otros países a fin de «homologarse» con ellos.
    
    En cualquier caso, el reconocimiento de la conveniencia y aun de la necesidad 
    de las homologaciones especiales, selectivamente establecidas, no constituye 
    una razón suficiente de una negativa a seguir planteando el problema de España 
    como problema filosófico característico.
    
    §6. En cuanto a los proyectos de homologación de determinadas Comunidades 
    Autónomas con las «naciones canónicas» que algunas minorías regionales pretenden 
    llevar a efecto, como una forma de resolver sus particulares problemas, diríamos 
    que son proyectos que no comprometen, en cualquier caso, la Idea de España. 
    Ni siquiera en el supuesto de que alguna de estas Comunidades, llamadas «históricas», 
    consiguiera elevarse, tras un acto de secesión (violento, pacífico o mixto), 
    a la condición de una nación canónica más con asiento en el club europeo. 
    Pues no por ello estas hipotéticas «naciones fraccionarias», aun transformadas 
    o reexpuestas bajo la figura de «naciones enteras», pasarían a pertenecer 
    directamente al concierto de la Historia universal: comenzarían a ser simplemente 
    un socio más del club, dejarían, a lo sumo, de alinearse con España, pero 
    a costa de ser reabsorbidas, en idioma, o en costumbres, por Francia o por 
    Inglaterra. Las «señas de identidad» que ellas pudieran conservar ni siquiera 
    podrían servir para reivindicar la calificación de «históricas», que burocráticamente 
    tienen asignada. A lo sumo, conservarían un interés antropológico de primer 
    orden. Cataluña, como el País Vasco, Galicia o como cualquier otra autonomía 
    del 78, tienen que saber que si ellas tienen una historia real la tienen a 
    través de la historia de España. Por que sólo a través de la historia de España, 
    en cuanto miembros de un Estado universal llegaron a participar de la Historia 
    Universal. Separadas de España (en cuanto sistema histórico «realmente existente» 
    constituido por la confluencia y codeterminación de Reinos en gran medida 
    diferentes) sólo podrán reivindicar un interés etnológico-antropológico (por 
    no decir folklórico), pero no histórico.
    
    III. El «problema de España»
    
    §1. El «problema de España» es un problema filosófico. Un problema sólo se 
    plantea (si nos atenemos a los expuesto al comienzo de este ensayo) en función 
    de los esquemas de identidad mediante los cuales es definida la estructura 
    o el sistema problemático. En nuestro caso el «sistema problemático» es España. 
    Y es España en tanto, y sólo en tanto, que se considere constituida como un 
    Imperio católico (universal); un Imperio constituido no tanto en virtud de 
    una constitución explícita, de índole jurídico administrativa, sino en virtud 
    de una sustasiV (constitutio) resultante o efecto de una causalidad histórica 
    compleja, no por ello menos determinista: la causalidad que atribuimos a las 
    figuras de la anamnesis de una sociedad que, tras una incesante descomposición 
    y recomposición de sus partes formales, logra configurar las prolepsis relativas 
    a la constitución de un imperio católico único. Prolepsis (planes y programas) 
    por cuya mediación se canalizaron durante siglos las energías etológicas, 
    políticas o sociales emanadas del conglomerado de los pueblos que venían habitando 
    la Península Ibérica.
    
    Ahora bien: una Idea de España que se asemeje a la expuesta, es una Idea que 
    pertenece a la Historia Universal y, por ello, es una idea filosófica. La 
    misma Idea de Historia Universal no es propiamente una categoría historiográfica 
    (en el sentido de la historia científica) porque no es posible construir científicamente 
    una Historia Universal de la Humanidad. La Idea de una Historia Universal 
    forma parte de filosofía de la historia (otros dirán: de la teología de la 
    historia o de la metafísica de la historia).
    
    Suponemos, en efecto, que la Historia, en tanto es historia positiva, «categorial» 
    (la historiografía científica) no tiene como campo de estudio a la Historia 
    Universal, sino por ejemplo a Cartago, a Roma, a las sociedades feudales del 
    medievo, y a sus interrelaciones e interacciones. La «historia científica» 
    es «Historia de China», «Historia de las sociedades mediterráneas», de sus 
    relaciones e interacciones, pero no es «Historia Universal». La Idea de una 
    Historia Universal (y, por tanto, su negación) es una idea filosófica, es 
    asunto de la filosofía de la historia, por más que los historiadores «profesionales» 
    suelan dar por supuesto que trabajan en la construcción de una «Historia Universal 
    de la Humanidad». Para lo cual tendrían también que suponer que esa Historia, 
    [36] lejos de circunscribirse en el pretérito, habría de incluir también al 
    «presente de la humanidad»: se reivindicará una «historia del presente». Pero 
    no será suficiente: la Historia Universal tiene que ocuparse también del futuro, 
    como es evidente, si quiere ser universal; por ello algunos se atreverán a 
    predecir, en calidad de historiadores, el futuro histórico de la humanidad. 
    Es una situación muy similar a aquella en la que se encuentran los antropólogos 
    profesionales, que les incita a creer, cuando se ocupan del análisis de las 
    formas agrícolas del Bierzo o de la Patagonia, que están trabajando en la 
    construcción de una «teoría del Hombre».
    
    Desde un punto de vista histórico-positivo (por no referirnos al punto de 
    vista antropológico-etnográfico o sociológico), ya la simple presentación 
    del «problema de España» como un problema global (incluso como un enigma histórico) 
    habría de considerarse como un error de planteamiento; porque un planteamiento 
    histórico-positivo (historiológico) es un problema de historia particular 
    o especial, que se suscita en el momento de establecer las relaciones (de 
    homología, por ejemplo) entre el proceso de un sistema histórico de referencia 
    y otros sistemas dados. Pero desde una perspectiva histórica (historiográfica) 
    España, en su historia, no tendría por qué constituir un problema, menos aún 
    un enigma histórico de mayor enjundia que la que pudiera corresponder, por 
    ejemplo, al problema histórico de Suiza, de Bretaña o del Bierzo. En efecto, 
    desde una perspectiva histórica estricta, la idea de España, en cuanto Imperio 
    católico (universal) habría de ser reducida a la condición de una ideología 
    propia (emic) de una sociedad muy particular (nada universal), la sociedad 
    que habitó la península ibérica a partir de un cierto momento del tiempo métrico 
    (sidéreo); dicho de otro modo, la idea de un Imperio Católico (universal) 
    español puede ser tratada y analizada ampliamente desde las categorías historiográficas 
    de la historia positiva (no filosóficas) particular como una «formación ideológica». 
    Ahora bien: es en el momento de hablar de Historia Universal (de la Humanidad) 
    cuando la idea de un Imperio Universal, sin perder su carácter ideológico, 
    puede comenzar a adquirir un significado distinto, trascendental a las categorías 
    especiales (y a los problemas especiales) de la historiografía, aunque tenga 
    que «abrirse camino» a través de ella. Un significado filosófico y, por tanto, 
    práctico, en cuanto obligadamente referido al presente, y aún al futuro, y 
    no solamente al pretérito (que es el ámbito propio, según presuponemos, de 
    la historia positiva).
    
    Con todo, es preciso advertir (principalmente a quienes no están al corriente 
    del significado de la Idea de una Historia Universal y precisamente desde 
    su condición de historiadores profesionales) que la Idea de una Historia Universal 
    no es una Idea clara y distinta, unívoca, sino una idea confusa, analógica, 
    en la que se mezclan modos muy diversos. Dejando aquí de lado los modos correspondientes 
    a la idea de una «historia cíclica» (y precisamente por ello, universal, idea 
    que mantiene su aliento desde los griegos, Platón o Aristóteles, hasta nuestros 
    casi contemporáneos Vico o Spengler) nos atendremos a otros dos modos de historia 
    universal no cíclica (sin que por ello deban excluirse las reiteraciones ocasionales 
    de determinados circuitos históricos) que denominamos respectivamente (1) 
    el modo metafísico (y, en su origen, teológico), de la Idea de Historia Universal 
    y (2) el modo dialéctico (materialista y, a veces, idealista) de esta misma 
    Idea de Historia Universal.
    
    (1) La modalidad metafísica de la idea de Historia Universal o, si se prefiere, 
    la idea metafísica de una Historia Universal, podría hacerse equivalente a 
    la misma concepción de la Historia Universal como «Historia de la Humanidad», 
    como una «historia del género humano», en cuyo caso esta historia habría de 
    desplegarse, al parecer, a través de sus diferentes «especies evolutivas» 
    (tomando aquí «especie evolutiva» en el sentido comúnmente admitido por los 
    biólogos, desde que G.G. Simpson acuñó el concepto: «un continuo de poblaciones 
    que se suceden en el tiempo, siguiendo una trayectoria propia, independientemente 
    de las demás especies del género, y sostenidas a lo largo de un intervalo 
    temporal significativo, como consecuencia de su mismo aislamiento relativo»). 
    Sin embargo, la mayor parte de los historiadores positivos tienden a circunscribir 
    la Historia Universal en la historia de la «especie humana», en cuanto especie 
    única (aunque no faltan hoy antropólogos, como Milford Wolpoff o Alan Thorne, 
    que mantienen las ideas poligenistas defendidas en su momento por Franz Weidenreich 
    y Carleton Coon). La Historia Universal de la especie humana habría de comenzar, 
    por tanto, incluyendo a toda la Prehistoria de esa supuesta especie única; 
    una especie que, formada probablemente en Africa, habría ido sustituyendo 
    a las diferentes poblaciones autóctonas, ya humanas (Homo neanderthalensis, 
    Homo erectus, &c.) que vemos ya habitando Eurasia, como casos, entre otros, 
    de la evolución alopátrida, a través del mecanismo del aislamiento reproductor 
    (teoría de la sustitución de Gunter Bräuer y Christopher Stringer).
    
    Lo que importa subrayar es que la idea de Historia Universal, como Historia 
    de la especie humana, totalizada, al menos de un modo intencional, metaméricamente 
    (es decir: desde el exterior de sus partes, incluso «desde el exterior de 
    la humanidad», como si el sujeto operatorio estuviera segregado de su campo), 
    es el equivalente de la Historia Universal que toma al Hombre (o a la Humanidad) 
    como sujeto de la Historia; una totalidad que implica una sustantivación de 
    esta Humanidad (por ello se trata de una idea metafísica) como si cualquier 
    población de esa especie, por el hecho de [37] ser considerada parte de la 
    especie humana, «entrase», por sí misma, en la Historia Universal (cuando 
    en realidad lo que habría entrado es en la Zoología antropológica o en la 
    Antropología). Según esto, la Historia Universal tendería a concebirse como 
    la «sección humana» de la teoría general de la evolución, en general; y así, 
    de hecho, fue concebida, por ejemplo, en la época en que Henri Berr dirigió 
    la monumental Historia Universal titulada La evolución de la Humanidad. Esta 
    Historia Universal metafísica es, en todo caso, una secularización de la idea 
    teológica de una Historia Universal, una Historia que se suponía escrita «desde 
    el punto de vista de Dios» y, por tanto, muy próxima a la Historia sagrada. 
    Es la idea teológica que inspiró La Ciudad de Dios de San Agustín; pero también 
    las Metamorfosis (como las llamo E. Gilson) de esta Ciudad de Dios. Y como 
    metamorfosis de la Ciudad de Dios nosotros hemos podido considerar también 
    (en Cuestiones quodlibetales) a la Idea de la historia vinculada a la Idea 
    del progreso lineal, continuo o en zig-zag de la humanidad; idea que, originada 
    en el siglo XVIII (al menos si nos atenemos a la tesis de Bury o de Stent) 
    o, si se quiere, mil años antes (según la tesis de Niesbett), fue incorporada 
    al idealismo alemán como núcleo de una Filosofía de la Historia Universal 
    (Fichte, Hegel). Pero también, poco después, y desde una perspectiva materialista, 
    a la teoría general de la evolución, por Herbert Spencer, o a la teoría general 
    de la historia de Carlos Marx. Recordemos aquí de nuevo que en el discurso 
    funeral que Engels pronunció sobre su tumba, Marx fue comparado con Darwin: 
    «Si Darwin ha descubierto la ley de la evolución de la Naturaleza, Marx ha 
    descubierto la ley de la evolución de la Historia.»
    
    Con todas las modificaciones, variaciones, incluso limitaciones cronológicas 
    (¿cuando comenzó la historia del hombre?), pero también con limitaciones a 
    la misma Idea del progreso lineal, la idea metafísica de una historia universal 
    del hombre sigue vigente. Unas veces como historia siempre inacabada, infecta, 
    como ocurre, pongamos por caso, con la teoría de las generaciones, tal como 
    las concibió no ya sólo Ranke («cada generación es un eslabón de una cadena 
    humana que está siempre igualmente cerca de Dios») sino el propio Ortega (cada 
    generación significa un modo característico de ser hombre, que se va acumulando 
    a los otros modos que se han dado sucesivamente en la historia universal). 
    Otras veces como Historia Universal a punto ya de terminar, como historia 
    perfecta (el fin de la Historia de Kojève-Fukuyama).
    
    Y no faltará alguien, entre este ilustre público, que se esté ya preguntando 
    con impaciencia, ¿y qué tiene que ver el asunto que nos ocupa, España, con 
    estas referencias a la Idea metafísica de una Historia Universal de la Humanidad? 
    Tendría que responderle: mucho tiene que ver, aun cuando, con frecuencia, 
    quienes hablan de España y de su Historia, intentando mantenerse en su análisis 
    con el mayor rigor positivo que les es posible, pueden no tener si siquiera 
    conciencia de que están inmersos, aunque no lo quieran, en la idea metafísica 
    de una Historia Universal. Sus planteamientos «positivos» resultan ser ellos 
    mismos tributarios de esa Idea metafísica que, subterránea o insidiosamente, 
    les acompaña.
    
    En efecto, cuando se utilizan las categorías históricas (historiográficas) 
    que antes hemos mencionado, tales como «altura de los tiempos», «retraso» 
    (o atraso histórico), o sobre todo, la categoría de «modernidad» referida 
    a la Humanidad misma «en su evolución», ¿no se está siendo prisionero de una 
    Idea metafísica de Historia Universal de la Humanidad, entendida de un modo 
    u otro, como el proceso, generalmente progresivo, evolutivo, global o lineal 
    en el que se «despliega» la Humanidad? Sólo así tienen sentido los diagnósticos 
    del «problema de España» tales como el siguiente: «España, en el siglo XVI, 
    por motivos muy diversos (entre los que se alegan su misma orientación hacia 
    América) perdió la ocasión de incorporarse a la modernidad; y, en lugar de 
    contribuir, como podría haberse esperado (al menos, por los más optimistas) 
    al desarrollo de la técnica, de la política o de la ciencia (a la «altura 
    de su tiempo») quedó estancada o retrocedió hasta la edad media, produciendo 
    los arcaísmos sorprendentes de la «escolástica española», la Inquisición, 
    la censura de libros, al precio de desviarse de las formas más innovadoras 
    de la devotio moderna, entre ellas el luteranismo o el calvinismo.»
    
    Ahora bien, ¿cómo puede hablarse de una «modernidad» (salvo desde la perspectiva 
    de esa historia universal metafísica) que engloba cosas tan diversas como 
    el luteranismo, la política de Maquiavelo, la astronomía de Copérnico o las 
    revueltas de la Baja Sajonia? ¿Cómo puede considerarse «explicada» científicamente 
    a la escolástica española, a partir de la categoría del «retraso» o del estancamiento 
    histórico en la época medieval? ¿Acaso no era tan actuales las Disputaciones 
    metafísicas de Suárez como los Tratados de Giordano Bruno? ¿Acaso no era tan 
    medieval Lutero como San Juan de la Cruz? ¿Es que se enseñaban verdades filosóficas 
    superiores en Europa a las que se enseñaban en España? Esto sólo podrá afirmarlo 
    quien suponga que el cogito cartesiano es el fundamento de la filosofía moderna 
    o el que sostenga que las «mónadas» de Leibniz constituyen un descubrimiento 
    asombroso comparable con el de las geometrías no euclidianas; pero quien vea 
    en el cogito, o en las mónadas, meras construcciones ideológicas (sin duda, 
    de gran interés arqueológico, el mismo que puedan tener las pelucas o las 
    reverencias en la Corte) no podría lamentar el supuesto «retraso» de la filosofía 
    española en esos terrenos. Es preciso liberarse de la categoría histórica 
    del «retraso histórico» como si fuese una categoría historiográfica explicativa. 
    ¿Acaso la escolástica española no tiene que ser explicada históricamente por 
    su mismo presente, y no por un pasado declarado inerte? Es decir, por las 
    funciones que a ella le correspondió desempeñar, en un imperio católico que 
    necesitaba urgentemente organizar un clero, una administración, unos gobernantes, 
    que estaban actuando no ya mirando a un pasado, sino en un presente que les 
    urgía.
    
    Y en este conglomerado designado como «modernidad», ¿no es necesario desglosar 
    contenidos y contenidos, algunos ridículos y puramente supersticiosos, como 
    podrían serlo las teorías contractuales del pacto social, y otros abyectos, 
    como pudiera serlo la concepción del Estado de Hobbes? Solamente para los 
    católicos «postconciliares» podría ser Lutero algo así como una vanguardia. 
    Queda, en verdad la música, las matemáticas, la física, la revolución industrial; 
    pero ni siquiera estos contenidos pueden hoy día ser considerados sin más 
    como episodios de una escala progresiva del desarrollo de una humanidad, ni 
    las naciones en las cuales se incubaron estos asombrosos descubrimientos -Francia, 
    Inglaterra o Alemania- pueden considerarse como las naciones «mas evolucionadas» 
    o adelantadas en esa Historia Universal metafísica de la humanidad, como si 
    la racionalidad francesa, la ciencia inglesa o la música o la filosofía alemana, 
    hubieran emanado del genio de unas naciones [38] autónomas, como si sus raíces 
    no estuvieran hundidas en una sociedad medieval cristiana de las que todas 
    ellas procedían, para bien o para mal. Ha hecho falta, es cierto, llegar a 
    la Segunda Guerra Mundial, al holocausto y a la bomba, para saberlo «a ciencia 
    cierta». Para decirlo con palabras que Thomas Mann escribió, en su Doctor 
    Faustus, en un 25 de abril de 1945 (y que yo mismo he citado alguna vez en 
    otro contexto): «¿Es construcción enfermiza preguntarse cómo en el porvenir 
    Alemania, de cualquier forma que sea, osará abrir la boca cuando se trate 
    de problemas que conciernen a la Humanidad?»
    
    (2) Pero cabe construir una modalidad no metafísica (ni, por supuesto, teológica) 
    de la idea de Historia Universal. Una modalidad que ha de ser llamada dialéctica, 
    por cuanto implica contradicciones flagrantes, pero objetivas, materiales 
    y no formales; una idea de la que se hayan extirpado las sustantivaciones 
    o hipóstasis de la Humanidad como sujeto (metamérico) de la Historia. Y ello, 
    del único modo posible: mediante el regreso hacia una perspectiva diamérica, 
    en la que los sujetos operatorios, los propios sujetos que piensan la historia 
    y, por tanto, las sociedades en las cuales ellos están envueltos y conformados, 
    puedan mantener su presencia sin ser eliminados del campo histórico. (¿Acaso 
    las ciencias históricas podrían dejar de ser, para decirlo en nuestra terminología, 
    beta operatorias, si quieren seguir siendo históricas?).
    
    Se trata, por tanto, de sustituir la Idea metafísica de una Historia Universal, 
    por una Idea dialéctica; pero no de eliminar la Idea misma de Historia Universal, 
    como han pretendido hacer, después de considerar a la Historia Universal como 
    uno más de los «grandes relatos» propios de la «modernidad», los «posmodernos» 
    practicantes del «pensamiento débil». Y nunca mejor dicho; pues tales posmodernos 
    (precisamente los que, para definirse, necesitan construir la idea de «modernidad») 
    comienzan, sin ver más allá de sus narices, por identificar a los «grandes 
    relatos» precisamente con esas construcciones metafísicas que tienen que ver 
    con la Historia Universal de la Humanidad (la Idea de Progreso, incorporada 
    por el materialismo histórico), como si con ello hubiera que renunciar a todo 
    género de Historia Universal, sustituyéndolo por el género de las «microhistorias» 
    propias del «pensamiento fragmentario». Esos posmodernos que continúan sin 
    querer o sin poder ver, en sus propias narices, que nuestro presente (me refiero 
    al presente positivo: no sólo al que abrió el final de la Segunda Guerra Mundial, 
    sino también el que se abrió la caída de la Unión Soviética) podría ser definido 
    precisamente por su proclividad a los «grandes relatos» cosmológicos (el big-bang, 
    las TOE, el proyecto Genoma,...) o políticos (la ONU, la OMS, la FAO) o incluso 
    históricos, aunque de signo opuesto a los relatos marxistas (el fin de la 
    historia).
    
    No se trata, por tanto, de eliminar la idea de una historia universal; se 
    trata de ajustarla a sus propios quicios. Y el quicio (o los quicios) de la 
    historia universal no es la Humanidad, considerada como un todo (metamérico), 
    como un sujeto capaz incluso de «autoproponerse su propio destino» o, por 
    lo menos, de ser tratado como si su estructura estuviese destinada a desplegar 
    un proceso universal. El quicio (o los quicios) de la Historia Universal hay 
    que referirlo (referirlos) a partes suyas, a sujetos operatorios (que son 
    los únicos capaces de anamnesis y prólepsis). Sujetos operatorios que, no 
    por ser operatorios, se agotan en su individualidad, puesto que, como tales 
    sujetos operatorios, sólo actúan en tanto que están «moldeados» por grupos 
    y sociedades humanas capaces, aun siendo partes de la especie humana, de «enfrentarse» 
    -en grados distintos de penetración y de poder- a todas las demás partes en 
    función de sus fines.
    
    Ahora bien, como tales fines pueden figurar, desde luego, los fines de las 
    otras partes, de algunas, al menos, en tanto sean incorporadas a las prólepsis 
    de los mismos sujetos que proyectan. Dicho de otro modo: la Historia Universal 
    sólo podría configurarse como tal a partir de la constitución (sustasiV) de 
    ciertas sociedades o culturas (que la Antropología o la Prehistoria comienza 
    por reconocer en su propio campo) como sociedades o culturas universales, 
    es decir, como civilizaciones o, en términos políticos, como Imperios universales. 
    No queremos decir con esto que todas las sociedades o todas las culturas, 
    en virtud de un desarrollo «normal» paralelo, hayan de culminar en una civilización, 
    como sugirieron los clásicos de la Antropología, Morgan principalmente, al 
    concebir a la civilización como la fase superior de toda cultura que hubiera 
    atravesado ya las fases del salvajismo y la barbarie; y menos aún que la civilización 
    en la que todas las culturas habrían de desembocar fuese una civilización 
    única, común, armónica, &c. Porque, en realidad, sólo algunas culturas, 
    por motivos muy precisos, alcanzan el rango de civilizaciones universales, 
    sólo algunas sociedades políticas alcanzan la condición de imperios universales 
    efectivos (al menos con un grado suficiente de presencia histórica como para 
    ser categorizadas como tales). Y, lo que es más importante, estas civilizaciones 
    o estos imperios universales resultan no ser únicos; y no tanto porque se 
    sucedan los unos a los otros (la translatio Imperii) cuanto porque, a veces, 
    coexisten incluso aunque no, desde luego, de un modo pacífico: «Así como no 
    caben dos soles en el Cielo, tampoco en la Tierra caben dos reyes como Alejandro 
    y Darío.»
    
    Ahora bien, cuando estos Imperios universales actúan de suerte que pueda decirse 
    de ellos que son «realmente existentes» según su proyecto, será cuando pueda 
    hablarse de Historia Universal. De una Historia Universal escrita por ellos, 
    desde luego. «La Historia (universal) la escriben los vencedores»; pero por 
    la única razón de que sólo en función de estos vencedores imperialistas, la 
    Historia Universal se ha prefigurado como tal. Sólo en función de un Imperio 
    universal pudieron las demás «partes» de la humanidad existente comenzar a 
    congregarse y a participar de un «mercado mundial» (para decirlo en términos 
    de Marx). Es desde esta perspectiva desde la que Polibio, en la última fase 
    de la República romana, pudo hablar por primera vez de una Historia de rango 
    superior al que pudieron alcanzar las historias de Herodoto o de Tucídides: 
    «Los sucesos ocurridos en el Mundo se hallaban como diseminados... a partir 
    de aquí, la historia comienza a tener cuerpo; los acontecimientos acaecidos 
    en Italia y Africa se enlazan con los que han tenido lugar en Asia y en Grecia, 
    y todo conspira al mismo fin» (I,4,2).
    
    El «problema de España», en cuanto problema filosófico, es decir, en cuanto 
    problema de la filosofía de la Historia Universal, sólo podría plantearse 
    de un modo no metafísico, según lo dicho, en función de una asignación a España 
    de unos proyectos (planes y programas) constitutivos de tal alcance que permitieran 
    reconocerle una suerte de unicidad en el conjunto de las demás sociedades 
    políticas y, con ella, [39] una diferencia irreductible respecto de ellas 
    en la perspectiva de la Historia. Pero esta diferencia sólo puede corresponderle 
    en su condición de Imperio católico (universal). Sólo si se comienza a reconocer 
    que «España es diferente» (de las restantes naciones o Estados de su entorno) 
    cabrá hablar del «problema de España» como problema filosófico. Hablamos de 
    una diferencia material, precisa, determinada («paramétrica»), no de diferencias 
    indeterminadas («no-paramétricas») que habrían de afectar a cualquier sociedad 
    o a cualquier individuo que se considere. Porque, para decirlo con los estoicos, 
    «no hay dos hierbas iguales»; es decir, cualquiera es diferente de cualquier 
    otro. Sin duda. Aquí hablamos de diferencias referidas al «parámetro» de la 
    unicidad universal (católica) asumida como constitutiva del proyecto mismo 
    de una sociedad política, que llamamos España.
    
    ¿Y cómo -habría que preguntar de inmediato- podemos atribuir una tal diferencia 
    a una sociedad política que, como todas las demás, ha de constituirse según 
    las reglas de su eutaxia propia? ¿Acaso estas reglas no son similares, uniformes, 
    genéricas, distributivas, por tanto, compatibles con diferencias dadas en 
    su propio género? Respondemos negativamente, porque la eutaxia sólo, en la 
    propia formalidad de su concepto, resulta ser genérica, unívoca y distributiva; 
    no tiene por qué serlo cuando tenemos en cuenta la materia a la que sus reglas 
    se aplican. No tiene por qué ser similar la eutaxia de una nación «cerrada 
    sobre sí misma», aislada (como la isla de Utopía o como la isla de La Ciudad 
    del Sol), que la eutaxia de un Estado rodeado de Estados vecinos que mantienen 
    un consenso relativo al equilibrio de sus poderes; no tienen por qué ser similares 
    la eutaxia de un «imperio colonial depredador», que busca ya sea universalmente, 
    ya sea en el área de su influencia, mantener su poder y su dominio a costa 
    de las materias primas extraídas de sus colonias, a quienes pude dejar, por 
    lo demás, en absoluta libertad en cuanto a sus costumbres, lengua o supersticiones 
    se refiere, que la eutaxia de un «Imperio generador», que tiene escrita en 
    su bandera la divisa de la transformación de los pueblos sometidos en pueblos 
    libres y civilizados (se entiende, obviamente, según su propia civilización).
    
    Es desde esta perspectiva de la «España diferente» como nosotros planteamos 
    el problema de España como problema filosófico. Es una diferencia que tendremos 
    que perseguir hasta los momentos mismos de su constitución (puesto que no 
    está dada eternamente); los momentos a partir de los cuales pudiera ser tratada 
    la Historia de España como el equivalente, en la Historia Universal, de lo 
    que una especie evolutiva, en el sentido de Simpson, que antes hemos citado, 
    es en la evolución genérica: un continuo de poblaciones que se suceden en 
    el tiempo en «relativo» aislamiento de los demás, manteniendo no sólo su independencia 
    de ritmo sino el carácter único de su ortograma: el ortograma del Imperio 
    católico universal. Es una diferencia que tendremos que examinar también en 
    los momentos de su limitación, por enfrentamiento con otras diferencias de 
    rango paramétrico similar y, muy especialmente, en los momentos de la caída, 
    de la decadencia de esa misma diferencia constitutiva.
    
    No hablamos, por tanto, de cursos lineales de desarrollo marcados por una 
    «modernidad» que estableciese las pautas a la historia universal. Hablamos 
    de una Historia Universal como el equivalente de esas «especies evolutivas» 
    que venimos mencionando, cada cual con sus ritmos de desarrollo propios, aunque 
    en competencia y lucha a muerte con otras especies evolutivas de su misma 
    escala. Es en este contexto de la Historia Universal, que hade estar escrita 
    desde cada parte de ese universo, y desde una parte en algún sentido victoriosa, 
    desde donde podemos hablar de España, en cuanto como problema filosófico pues 
    sólo entonces podrá hablarse del significado de España en la Historia Universal.
    
    §2. La constitución del Imperio católico español
    
    1. La constitución (sustasiV) de España como Imperio católico (universal) 
    es un proceso, no es un acto de creación. Como tal proceso, ha de implicar 
    el concurso de componentes diversos y heterogéneos, refundidos, en una suerte 
    de anamórfosis, en un resultado «tangible». ¿Cómo determinar los componentes 
    y el número de los mismos? No podemos separar enteramente la cuestión de la 
    naturaleza de estos componentes de la cuestión del número, puesto que el número 
    no es aquí tanto una característica abstracta, sino la expresión de una pluralidad 
    concreta. El número determina en gran medida la naturaleza del proceso de 
    constitución que buscamos.
    
    2. La prueba es que si supusiéramos que el número de componentes o «factores» 
    que intervienen en la constitución de España (y que, en cualquier caso, habría 
    de tener un cardenal finito) hubiera de contarse por millones, es porque estábamos 
    refiriéndonos a los individuos que integran las «sociedades ibéricas»; estaríamos 
    tratando de ofrecer una teoría explicativa de la constitución (sustasiV) de 
    España como resultado de un pacto social, o de un «plebiscito cotidiano» entre 
    los millones de individuos que, como partes, se hubieran «autodeterminado» 
    en la «época fundacional» a la manera como algunas partes (partidos), reconocidas 
    como tales en la España del presente, pretenden conseguir, por autodeterminación 
    plebiscitaria, la constitución de nuevas naciones, como Estados segregados 
    del Estado común que todavía hoy llamamos España. Pero no fue en virtud de 
    una autodeterminación plebiscitaria por la que España se constituyó como tal; 
    no fueron millones de componentes o de factores individuales quienes la constituyeron, 
    aunque, sin duda, debieron reconocer de algún modo el hecho, aunque fuera 
    «plegándose» a él, al hecho de la constitución lograda.
    
    La teoría explicativa de la constitución de España a partir de millones de 
    factores o componentes es inviable, por la sencilla razón de que esos millones 
    de factores sólo pueden intervenir en el proceso constituyente cuando España 
    estuviese ya constituida: lo que se llama «Constitución» en el lenguaje político 
    jurídico es un abuso de los términos, y, cuando menos, no traduce la idea 
    ontológica de la sustasiV sino que la supone ya dada. Además, se refiere al 
    régimen o forma de gobierno de un Estado, mucho más efímero, en todo caso, 
    de lo que designamos con la idea de «Constitución (sustasiV) de España». De 
    otro modo: la constitución histórica de España es un proceso muy anterior 
    al de su constitución como Estado: España está ya constituida, históricamente, 
    no sólo antes de que Carlos I reuniese en un único reino la herencia de su 
    madre doña Juana, sino también antes de que los Reyes Católicos contrajesen 
    matrimonio. Sólo políticos o historiadores con la deformación propia de un 
    burócrata, se atreverán a poner una fecha jurídica precisa a la Constitución 
    de España como una sociedad unitaria. Como si la Constitución de España fuese 
    un proceso equiparable a la Constitución, ante notario, de una sociedad anónima. 
    [40]
    
    3. En el otro extremo numérico, en el que ya no consideramos millones de componentes 
    o factores, sino un único factor, las posibilidades de una «teoría de la constitución 
    histórica» se nos presentan todavía más oscuras. Pues con un único factor 
    o componente no puede explicarse nada, sino él mismo. Operando con un sólo 
    factor, sólo cuando pedimos el principio (llamando España a ese mismo factor 
    que no se sabe de donde viene) podemos obtener la ilusión de haber podido 
    reconstruir el proceso de su constitución. Y, sin embargo, no deja de ser 
    interesante constatar una suerte de tendencia al «monismo factorial» (aunque 
    modulado de muy diferentes maneras) en los más diversos ensayistas en torno 
    al problema de España. Descontamos, por supuesto, las «teorías», más bien 
    retóricas, de la España eterna, del pueblo intemporal ibérico, o celtibérico, 
    que «desde siempre» habitó la Península, recibiendo sin variar, en su intrahistoria 
    las visitas de cartagineses y romanos, de visigodos y bereberes. También utiliza 
    de hecho un solo factor, al menos determinante, quien, como Ganivet, intenta 
    derivar la constitución de España a partir de su condición peninsular (tan 
    diferente, según él, de la condición propia de los pueblos insulares o de 
    la de los pueblos continentales). Más aún, en la propia teoría ensayada por 
    Ortega, en su España invertebrada, cabría advertir la sombra de este monismo 
    factorial; porque, al menos como factor determinante, Ortega toma como hilo 
    conductor a los visigodos, como fracción de los godos más «civilizados», menos 
    combativos, decadentes en suma, que entraron en España como un último reducto 
    al que hubieran sido empujados por pueblos germánicos o asiáticos más enérgicos. 
    Sin duda, es este monismo factorial el que obligó a Ortega a establecer su 
    teoría de España como una continua decadencia: a partir de un factor único, 
    endogámicamente tratado, sólo podemos esperar la degeneración del organismo, 
    su decadencia. Pero son excesivas paradojas las que tiene que superar Ortega 
    al tener que disponerse a interpretar como decadencia no sólo los episodios 
    de la conquista de Granada, sino también los de la conquista de América.
    
    Con dos factores parece que puede lograrse algo más. La cuestión es cómo determinarlos. 
    Pero las teorías de «las dos Españas», no ya en el sentido de la España y 
    de la anti España (que sigue siendo una teoría monista), sino en el sentido 
    de dos supuestas Españas dioscúricas, que conviven «peleando, como Esaú y 
    Jacob en el vientre de su madre», está mucho más extendida de lo que fuera 
    de desear (y Machado, en sus famosos versos, contribuyó a fijar este dualismo.) 
    Algunos hablan de esos dos supuestos factores de la constitución española 
    en términos raciales: iberos y celtas, o indoeuropeos y africanos; otros tratarán 
    de identificarlos con determinados conceptos históricos (las dos Hispanias 
    romanas, la ulterior y la citerior). Otras veces, como símbolos al menos de 
    estos dos supuestos factores constitutivos, se tomarán las figuras de Don 
    Quijote y Sancho, o bien, la división entre señores y siervos o entre derechas 
    e izquierdas -que en España no se limitan al concepto de Estado- y que acaso 
    podrían ponerse en correlación con esos «dos hemisferios del alma española» 
    que corresponden a una España negra y a una España roja (o blanca) que se 
    habría prefigurado «en la España quinientista del siniestro Felipe II». No 
    falta quien, a partir de la constatación de una fractura social y política 
    de España en dos partes (denominadas primera y segunda), fractura que jamás 
    habría desaparecido de España, ni siquiera tras la toma de Granada en 1492, 
    cree poder construir una teoría constitucional de España a partir de la hipótesis 
    de una tercera España, síntesis de la primera España y de la segunda; una 
    España que, esbozada en Cervantes o en Jovellanos, en Cánovas o en Costa, 
    fracasada y descuartizada en los años del franquismo, renace otra vez en La 
    velada de Benicarló de Azaña o en Descargo de conciencia de Laín, como una 
    firme esperanza en la tolerancia final de nuestra convivencia ética (Cesar 
    Vidal, La tercera España, Espasa, Madrid 1998).
    
    No hará falta decir que estas teorías «bifactoriales», tal como suelen ser 
    llevadas a efecto, en grados que oscilan desde la ramplonería más extremada 
    hasta la tautología más radical, no son, en cualquier caso, propiamente ni 
    siquiera teorías, sino, a lo sumo, racismo simplista, marxismo vulgar, lamentaciones 
    jeremíacas -«una de las dos Españas ha de helarte el corazón»- o bien homilías 
    éticas o metafísicas.
    
    4. La teoría «trifactorial» más célebre es sin duda la que asociamos al nombre 
    de Américo Castro. Ahora resulta que no son dos, sino tres, los componentes 
    o ingredientes a partir de los cuales España se constituyó, entrada ya la 
    Edad Media (y no antes): judíos, moros y cristianos, las tres creencias o 
    pueblos que se nombran en la inscripción del sepulcro de Fernando III en la 
    Catedral de Sevilla. Estos serán los tres factores que han constituido a España. 
    ¿Quien puede dudar de que el «juego» que dan tres factores es de un orden 
    cualitativamente superior al juego que dan dos? Tria faciunt collegia: con 
    tres factores es posible establecer tres coaliciones de a dos, frente a un 
    tercero, con lo que la tautología desaparece y la posibilidad de construir 
    modelos diferentes de situaciones históricas aumenta. Sin embargo, la teoría, 
    aunque contiene ideas imprescindibles, adolece de su tendencia a dar un «peso 
    teórico» equivalente a estos tres factores, como si no hubiese habido más, 
    y como si esos tres tuvieran fuerza bastante para explicar la Historia de 
    España en su conjunto. No entramos aquí en las cuestiones relativas al idealismo 
    histórico (mentalismo o psicologismo) que la teoría de Américo Castro entraña.
    
    5. Para nuestro propósito no necesitamos, por fortuna, determinar (o escoger 
    a priori) el número de factores con los cuales fuera posible alcanzar la constitución 
    de España, como idea perteneciente a la «constelación» de las ideas propias 
    de la filosofía de la historia. Y no lo necesitamos porque vamos a cambiar 
    de método de construcción, es decir, vamos a desistir de comenzar nuestra 
    construcción a partir de factores integrantes o constituyentes, obtenidos 
    por análisis, a fin de obtener, tras su recomposición o síntesis, la constitución 
    buscada. Nos proponemos, en cambio, partir de algún constituyente que pueda 
    ser determinado a la misma escala de aquello que queremos construir (no es 
    lo mismo construir una superficie plana triangular a partir de rectas unidimensionales, 
    que construrirla a partir de rectángulos divididos por diagonales). Por supuesto 
    no podemos hacer aquí sino una exposición de las líneas generales de una construcción 
    semejante, sin pretender reconstruir, ni siquiera con un mínimo de detalle, 
    los pasos y eslabones precisos. Nos parece además que una reconstrucción más 
    detallada del proceso sería superflua, puesto que los eslabones constan en 
    tratados o manuales de Historia de España; y además, el detalle, encubriría 
    la línea global de la construcción, determinada por los puntos característicos, 
    suscitando por ejemplo cuestiones particulares y debates colaterales de gran 
    importancia, pero que no tendrían por qué afectar necesariamente a la construcción 
    global.
    
    El constituyente global de escala que hemos escogido es la idea del Imperio 
    romano, definido como Imperio universal, [41] aunque por modo más bien negativo. 
    Suponemos, en efecto, que la «universalidad ecuménica» que alcanzó el Imperio 
    romano fue la universalidad de la ecumene mediterránea, una «totalidad centrada» 
    en torno a un mar interior, rodeado de tierra romana; una «totalidad centrada» 
    en torno a Roma, que se habría ido constituyendo, durante siglos, hasta alcanzar 
    sus fronteras naturales, siguiendo «ortogenéticamente» una regla que, en otro 
    lugar, hemos enunciado de este modo: «Las tierras visibles al otro lado de 
    un mar (o de un río) que baña territorio romano han de ser también romanas.» 
    Primer ensayo sobre las categorías de las «Ciencias políticas», Logroño 1991, 
    pág. 387). Lo que queda más allá de esas tierras, o de los mares ilimitados, 
    es propiamente un espacio «extrahumano», habitado por bárbaros.
    
    El Imperio romano se habría fijado, casi desde el principio, sus propios límites, 
    y no habría pretendido siquiera, como Alejandro, extenderse ilimitadamente 
    hacia el Oriente a fin de circunvalar la Tierra entera, una Tierra cuyo perímetro 
    había fijado Eratóstenes: sus cálculos fueron, en esencia, los que dieciocho 
    siglos más tarde, a través del mapa de Toscanelli, hubiera de utilizar Cristóbal 
    Colón. El Imperio romano fue, sin duda, un imperio esclavista, pero su significación 
    histórica no queda agotada por este concepto. Al mismo tiempo que esclavizó 
    y extorsionó a centenares de miles de hombres, en beneficio de la Ciudad, 
    generó la constitución de otras muchas ciudades, a las cuales, terminó concediendo, 
    en la época de Caracalla, la ciudadanía romana. La grandeza del Imperio y 
    su dialéctica estriba en esto, en haber establecido un inmenso ámbito densamente 
    interconectado y organizado, a fin de asegurar las tareas recurrentes de extracción 
    de metales, madera o esclavos, con destino a la Urbs, pero de un modo tal 
    (determinadno por su propia cultura) que simultáneamente, y merced a esta 
    misma explotación esclavista (imprescindible para sus objetivos: es ridículo 
    hablar del «lado malo», o de la pars pudenda de la grandeza romana), en haber 
    multiplicado su propia ciudad en las colonias (que terminarían, por ello, 
    de dejar de serlo), tolerando las costumbres y religiones populares (los dioses 
    de la segunda y tercera función en la terminología de Dumézil), con tal de 
    que en todos los lugares se respetase el culto al emperador y a su triada 
    capitolina (los dioses de la «primera función»); porque esto equivalía a imponer 
    el «imperio de la ley», una ley hecha, desde luego (¿cómo podía ser de otra 
    manera?), a medida de los propietarios, pero en todo caso una ley que podía 
    servir de regla «racionalizada» de la justicia: Tu romane memento, regere 
    Imperio populos. Virgilio, al señalar a Augusto esta regla, exponía algo más 
    que una mera disculpa ideológica del esclavismo (como tantos marxistas «vulgares» 
    han pretendido o siguen pretendiendo).
    
    Damos por descontado, junto con otros muchos autores (aunque no con todos) 
    que la Hispania romana, aunque «totalizada» como tal, en cuanto unidad territorial 
    y administrativa por el Imperio, no es, desde luego, traducible por «España», 
    en el sentido actual, puesto que quienes en ella vivieron (incluido los antiguos 
    pobladores pre romanos), fueron «provinciales» del imperio, y no «españoles» 
    en el sentido propio posterior.
    
    El Imperio romano, a lo largo del siglo IV, será «recubierto» por las iglesias 
    cristianas, que tras pactar con él, se transformarán en una nueva institución 
    que pretende llegar a todo el mundo, a todas las gentes (San Marcos, 16,15: 
    «Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura»), es decir, a 
    constituirse como Iglesia católica (universal), aun cuando, de hecho, y en 
    principio, los apóstoles no hicieron sino re-correr las mismas calzadas que 
    el Imperio «les había preparado» (según sugirió Eusebio en su Praeparatio 
    evangelica).
    
    El Imperio romano se desmembra en el siglo V, en gran medida por el empuje 
    de las invasiones germánicas, desviadas por el Imperio de Oriente hacia Roma; 
    invasión de unos pueblos infiltrados desde siglos en las fronteras del Imperio 
    y romanizadas en grados diversos. La Iglesia católica recubrirá también a 
    estos pueblos bárbaros que terminarán sucediendo, como reinos, al Imperio 
    desmembrado. Entran en las provincias, muchas veces, bajo banderas con águilas 
    imperiales: son cristianos, algunos herejes, como los visigodos, al entrar 
    en la Península Ibérica; pero terminarán convirtiéndose al catolicismo en 
    el siglo siguiente, con Recaredo, en la época del tercer concilio de Toledo.
    
    Lo que tenemos que subrayar es que, en nuestra construcción, siguiendo una 
    línea trazada ya por muchos historiadores, aunque no compartida por todos, 
    no se considera tampoco al reino de los visigodos, pese a que él se ha extendido 
    por toda la Península, como el Reino que hubiera ya constituido a España. 
    Los visigodos han entrado en la Península, como el agua de un torrente entra 
    en una cuenca cerrada, ocupándola íntegramente, incluso expulsando adherencias 
    «externas». Pero no es suficiente esta ocupación íntegra de la Península, 
    y la constitución de un reino que durará más de tres siglos, para poder hablar 
    de la «constitución de España» (lo que no significa ignorar las influencias 
    profundas que el reino visigodo hubo de ejercer sobre su posterioridad). En 
    cualquier caso un test inmejorable (y en cualquier caso imprescindible) para 
    esclarecer la Idea que de España pueda mantener un ensayista determinado es 
    el que consiste en observar el modo según el cual nuestro ensayista o historiador 
    trata al Reino de los visigodos. [42]
    
    En la construcción que estamos bosquejando el Reino visigodo no puede aún 
    identificarse con España. A pesar de que tal Reino ha ocupado toda la Península, 
    y precisamente por ello: la ha ocupado íntegramente, pero la ocupado con la 
    voluntad de mantenerse recluido en ella. Y esto sería suficiente para tener 
    que considerar al Reino visigodo como un mero «reino sucesor» que ha intentado 
    reconstruir de un modo nuevo, y aún en nombre de una Roma más o menos ficticia, 
    una parte del Imperio, cada vez más aislada de las otras. El significado histórico 
    de los «reinos sucesores» creados a raíz de las invasiones bárbaras es el 
    de haber introducido una diferenciación enteramente nueva en el «continuo 
    de partes del Imperio» (diferenciadas también, sin duda, pero de otras maneras); 
    una diferenciación según líneas fronterizas a partir de las cuales se desarrollarán 
    las sociedades que prefigurarán las «naciones canónicas» que aún existen en 
    nuestros días.
    
    No ha existido propiamente una traslatio Imperii: el Imperio de Oriente mantiene 
    su rango y aún propósitos de su reconstrucción. Lo que ha habido, en los visigodos, 
    o en los francos, y luego en los demás reinos germánicos, es una traslación 
    de ciertos principios imperiales, de signos e imitaciones inequívocas (Toledo 
    = Constantinopla); pero la voluntad imperial se ha extinguido. No puede hablarse 
    de «Imperios realmente existentes» en la Edad Media de la Europa suprapirenaica. 
    El llamado Imperio carolingio nunca tuvo voluntad imperial genuina (habría 
    que esperar a la aparición de una voluntad imperial, tan efímera por otra 
    parte, como la de Napoleón). Su voluntad consistió en mantenerse con «eutaxia 
    restringida» en las Galias y en algunas regiones limítrofes, pero nunca traspasó 
    el Ebro, el Danubio o el Po. Fue un «Imperio fantasma», y eso sin contar con 
    la superchería en la que tal Imperio se fundó, a saber, la supuesta donación 
    de Constantino, denunciada en el siglo XV por Lorenzo Valla, a instigación 
    del Cardenal Cusano. Lo que no significa que una tal superchería no estuviese 
    llamada a tener una gran trascendencia en el momento de la firma del Tratado 
    de Tordesillas (la línea de demarcación del «reparto del Mundo» fue trazada 
    por el Papa Alejandro VI, en su calidad de «albacea del legado de Constantino»). 
    Algo similar habría que decir, con permiso de los historiadores que no tienen 
    a bien distinguir la perspectiva emic de la etic, del Sacro Imperio Romano 
    Germánico, otro fantasma imperial (emic) que se mantuvo circunscrito a las 
    fronteras de Alemania, con incursiones a Italia, pero no a España, ni a Francia, 
    ni a las Islas Británicas ni, menos aún, a Africa. Habría que esperar el Tercer 
    Reich, a Hitler, para que en Alemania surgiera al menos la idea de un Imperio; 
    y, por cierto, de un Imperio de signo, inequivocamente depredador.
    
    6. Con los puntos señalados en el bosquejo que precede hemos querido sugerir 
    nuestra tesis según la cual el único Imperio católico (universal) «realmente 
    existente» que se preparó y se consumó en Europa fue el Imperio católico español 
    (descontando el Imperio de Bizancio, que acabaría, aún antes de constituirse 
    plenamente el Imperio español, arruinado por el Islam). Es un Imperio que, 
    en modo alguno, puede considerarse (etic) como una traslatio Imperii. No cabe 
    hablar de un Imperio «oficialmente» detentado en la Edad Media por Bizancio 
    o por Aquisgrán y desplazado ulteriormente, a través de la persona de Carlos 
    V a España. Se trata de una reconstrucción desde los fundamentos, de una nueva 
    entidad que se preparó precisamente en Asturias, como consecuencia de la destrucción 
    del Reino visigodo por el Imperio musulmán.
    
    En efecto, la expansión fulgurante del Imperio islámico liquidó en muy poco 
    tiempo el Reino visigodo. El oleaje musulmán se ejerció sobre toda la Península; 
    los restos del Reino visigodo, refugiados tras los montes cantábricos y mezclados 
    con gentes astúricas más o menos gotizadas, tuvieron que enfrentarse contra 
    este Imperio procedente del Sur o del Oriente (no del Norte ni del Oeste). 
    Del enfrentamiento contra el Islam que hubo de mantener el Reino o «jefatura» 
    de Pelayo resultaría el embrión del nuevo Imperio español. Es aquí donde ya 
    puede decirse que comienza la construcción de España. Covadonga es su símbolo.
    
    ¿Podría añadirse que la constitución de España como embrión de un Imperio 
    fue, paradójicamente, una imitación del Islam? Esta es una tesis muy próxima 
    a ciertas ideas de Américo Castro; ideas que, a nuestro juicio, abarcan una 
    gran franja de verdad. Sin embargo, el concepto de «imitación» es muy ambigüo, 
    habría acaso que sustituir el concepto de imitación, como mimesis, por el 
    concepto de recubrimiento, que, paso a paso, tuvo que practicando, de modo 
    reiterado o recurrente, el nuevo Reino de Asturias sobre el propio Imperio 
    islámico, aunque no fuera más que porque quiso evitar ser barrido por él. 
    Los francos, en cambio (como advirtió Sánchez Albornoz), pudieron beneficiarse 
    de la tranquilidad que les deparaba el Reino de Asturias, en tanto «fijaba» 
    a los ejércitos musulmanes más allá del Pirineo, y los mantenía distraídos 
    y alejados de la cordillera. A cambio de esa tranquilidad, el reino de Carlomagno 
    «no tuvo» que asumir como misión la tarea de recubrimiento, año tras año, 
    del Imperio musulmán; tarea que sería suficiente para dar cuenta de los principios 
    de la constitución de un nuevo Imperio.
    
    El Reino de Asturias se habría constituido, según esto, como algo más que 
    un Estado orientado a permanecer amurallado, pero recluido, tras sus fronteras 
    naturales, las montañas cantábricas. Y, desde el primer momento, lo vemos 
    saliendo de ellas y desbordándose hacia el exterior, y no por una nostalgia 
    del pasado, por el mero deseo de «recuperar» o «reconquistar» el Reino perido, 
    sino porque no podía permitirse el no hacerlo, teniendo enfrente a un Imperio, 
    el musulmán, que intentaba en cada momento borrarlo de la faz de la Tierra. 
    Esto es lo que le obligó a salir, desde su principio, de su recinto originario, 
    a extenderse por el poniente (hasta Compostela) y por el naciente (hasta Grañón), 
    ya en los primeros momentos de la monarquía, a rebasar las montañas y llegar 
    muy pronto al Duero, y sabiendo que tampoco podía detenerse allí. Tuvo que 
    desplegar, desde el principio, una suerte de ortograma recurrente que equivalía 
    a una regla de expansión indefinida o, si se prefiere, un «imperialismo metodológico», 
    sin límites definidos, por tanto, in-finitos (es decir, universal, al menos 
    negativamente). Este imperialismo ejercido podría considerarse, como una regla 
    ya bien consolidada, en los tiempos de Alfonso II, fundador de Oviedo. Un 
    lugar elegido precisamente por su posición estratégica de punto de intersección 
    de los ejes Norte/Sur y Este/Oeste, como sede de su Reino ya muy ampliado, 
    respecto de sus fronteras primitivas por oriente, por occidente y por el sur. 
    Alfonso II es ungido rey el 14 de septiembre de año 791. Pero ¿qué significa 
    «ser ungido»? Significa, ante todo, una reivindicación de su soberanía ante 
    los demás reinos y, sólo en segundo lugar, significa un gesto de restauración 
    del ceremonial visigótico (al cual, en todo caso, la anamnesis no pudo menos 
    de recurrir).
    
    Estamos ante un nuevo Reino, con centro en Oviedo, como ciudad imperial, civitas 
    regia. La nueva Toledo, que, [43] a su vez, pretendió reproducir en el ámbito 
    urbanístico, a Constantinopla. Alfonso II inventa o descubre a Santiago, y 
    Alfonso III, anunciado en la Crónica como aquel que in omnia Spania regnaturus, 
    adopta como símbolo propio la cruz latina, con la leyenda del emperador Constantino, 
    In hoc signo vinces. (Conviene recordar hoy, cuando se celebran los milenarios 
    de algunas autonomías, que ningunos de sus condes o de sus reyes primitivos 
    pudieron asumir tales planes imperiales: bastante tenían con mantener sus 
    territorios a la sombra del Reino de los francos.) Pero lo decisivo es que 
    el nuevo Reino astur no pudo haberse constituido como un mero proyecto de 
    reconstrucción o reconquista del Reino visigodo: ninguno de sus reyes mantiene 
    nombres de reyes godos (ninguno se llama Ataulfo o Sigerico). Los nombres 
    de los nuevos reyes son los nombres de una dinastía nueva: Alfonso I, Alfonso 
    II, Alfonso III... Otra cosa es que la influencia del Reino aniquilado, y 
    su anamnesis, tenga unas consecuencias decisivas, a través de la anamnesis 
    de los nuevos monarcas, en la configuración de las correspondientes prolepsis.
    
    Cuando los resultados históricos del «imperio metodológico» obligan a la capital 
    a desplazarse más allá de las montañas, para fijarse en León, la continuidad 
    de la nueva «especie evolutiva», cuyo embrión ya se ha formado, se mantendrá 
    tenazmente: Ordoño II, Fruela II, Alfonso IV, Ramiro II, Alfonso V... Los 
    sucesores de los Alfonsos se mantendrán, por cierto, hasta nuestros días.
    
    En conclusión: en la constitución del nuevo reino asturiano, y como consecuencia 
    del enfrentamiento con el Islam, podemos ver la prefiguración de una nueva 
    sociedad política que ya no es romana, ni visigoda, sino que puede ser ya 
    identificada con la misma «España embrionaria». Un «imperio metodológico» 
    que irá dotándose de «planes» y «programas» necesarios para esa ampliación 
    recurrente e indefinida que podrá conducir a un Imperio universal, si las 
    «condiciones del medio» le son propicias, como lo fueron en el siglo XVI. 
    Una voluntad imperial que se reiterará a lo largo de los reyes sucesores: 
    Imperator totius Hispaniae es un título que se atribuirá Alfonso VI; como 
    atribuirá doña Urraca a su marido, Alfonso el Batallador, Rey de Aragón, el 
    título de Imperator de Leone et rex totius Hispaniae. Es cierto que la idea 
    imperial, como observó Menéndez Pidal, se desvanece tras la muerte de Alfonso 
    VII «el Emperador», en 1157 (acaso por el bloqueo ejercido por los «imperios 
    fantasmas europeos»). Pero la reconquista continúa extendiéndose imparable, 
    y sobre todo continua ejerciendo la función de horizonte común de la actividad 
    coordinada de los cinco reinos cristianos, cuyos titulares están, por lo demás, 
    emparentados todos entre sí.
    
    Lo cierto es que en 1469 se celebra el matrimonio de Fernando e Isabel, y 
    que en la Crónica de Fernando del Pulgar, capítulo 126, cuando comienza el 
    relato de la guerra de Granada (1482), podemos leer: «El rey e la reyna, conosciendo 
    que ninguna guerra se debía principiar salvo por la fe y por la seguridad, 
    siempre tuvieron en el animo pensamiento grande de conquistar el Reino de 
    Granada e lanzar de todas las Españas el señorío de los moros y el reino de 
    Mahoma.»
    
    Y es bien sabido que el mismo año 1492, cuando el Islam sea por fin «barrido» 
    de España, los reyes patrocinan el primer viaje de Colón, no ya a América 
    (anacronismo incomprensible) sino «a las Indias». Es bien sabido también que 
    la expedición no fue una simple aventura de entretenimiento: había sido precedida 
    de actividades «imperialistas» en Africa y en las Islas Canarias; el dominio 
    de la navegación de los españoles era el más alto posible y, sobre todo, disponían 
    de una teoría (no sólo desconocida, sino incognoscible para los aztecas o 
    para los mayas coetáneos), a saber, la teoría de la esfericidad de la Tierra 
    que, «rodando» desde Eratóstenes hasta Toscanelli, llegó a Colón y a la Junta 
    de Salamanca. La expansión por Africa fracasó, no así la «aventura hacia el 
    poniente», hacia las Indias. Pero, ¿se ha puesto en conexión el hecho de que 
    en el mismo 1492 en el que los musulmanes fueron arrojados de la Península, 
    en el mismo año se organizó la expedición hacia las Indias, a fin de, entre 
    otras cosas, «coger a los musulmanes por la espalda»? La teoría de Eratóstenes 
    ofrece la ruta, la misma ruta, pero en sentido contrario, que la que Alejandro 
    había deseado recorrer casi veinte siglos antes. Dicho de otro modo: todo 
    ocurre como si el «recubrimiento del Islam», en cuyo principio habíamos cifrado 
    el origen de la reconquista (como imperialismo universal indefinido, in-finito, 
    negativo) se continuase ahora, en 1492, con el proyecto de «recubrir el Islam» 
    en un imperialismo definido, positivo, finito, determinado por la teoría de 
    la redondez de la Tierra, «totalizada» y medida por Eratóstenes.
    
    El recubrimiento del imperialismo islámico y su transformación en imperio 
    católico (universal) puede considerarse como un proceso ya maduro a partir 
    del descubrimiento de América. De hecho fue en 1494 cuando Alejandro VI otorgó 
    a Fernando e Isabel el título de Reyes Católicos, es decir, universales (el 
    título de Rey cristianísimo que tenían los reyes gálicos, no implicaba tanto 
    universalidad cuanto «trascendencia» en la piedad).
    
    Lo demás ya es bien conocido: fue estudiado por Menéndez Pidal en su libro 
    sobre la idea imperial de Carlos V. Lo que importa subrayar ahora es que la 
    inicial idea de una Monarquía Universal, propuesta por Gattinara (y que se 
    hacía consistir en una incorporación sucesiva de territorios) fue sustituida, 
    a iniciativa del Obispo de Badajoz, don Pedro Ruiz de la Mota, por la idea 
    del Imperio Cristiano, o Universitas Christiana, en la que el Rey de España 
    desempeñaría el papel de un rey de reyes.
    
    Con la conquista de América el imperio católico español dejará de ser un fantasma 
    y se convertirá en un imperio universal «realmente existente», en cuyos dominios 
    no se pone el Sol. Cuando Elcano consiga circunvalar por primera vez la Tierra, 
    realizando así la teoría de Eratóstenes, Carlos V podrá inscribir en su escudo: 
    Primus circundedisti me.
    
    El Imperio español se constituye, por tanto, como un imperio católico, cuyo 
    objetivo es organizar al mundo, sin limitación alguna, desde la ley de Dios. 
    Es evidente que esta constitución -dado que el Dios del que se habla es el 
    Dios de la cristiandad, organizada como una Iglesia universal, con el Papa 
    a la cabeza- entra de inmediato en la dialéctica entre el Estado y la Iglesia. 
    Una dialéctica que las naciones protestantes orientarán en el «sentido bizantino» 
    del cesaropapismo: Enrique VIII, jefe de la Iglesia anglicana, puede ser un 
    equivalente moderno del emperador Constantino IX. Pero en ningún caso puede 
    hablarse de una subordinación del Imperio católico español a una política 
    de trascendencia que pudiera acogerse a la divisa «por el imperio hacia Dios», 
    más bien propia del Islam, particularmente en sus corrientes chiitas, de plena 
    actualidad todavía en nuestros días. Antes bien habría que decir que Dios, 
    y aun la Iglesia, son tanto [44] «instrumentos del Imperio» («por Dios hacia 
    el Imperio») que recíprocamente, Y lo que decimos de Dios hay que extenderlo 
    a la Iglesia. El mismo Concilio de Trento podría ser interpretado como una 
    operación al servicio de la política de Felipe II. Esta idea está muy bien 
    expresada en un libro reciente: «no será quizá muy exagerado interpretar el 
    Concilio de Trento (al menos por lo que se refiere a su fenómeno histórico 
    visible)... como un instrumento de la política exterior de Felipe II, en lugar 
    de pensar como parecería en principio más razonable, que este habría aplicado 
    el espíritu de la doctrina católica romana, con alguna ayuda, eso sí, de hierro 
    y de espada» (Patricio Peñalver, Los místicos españoles, Akal, Madrid 1997, 
    pág. 46). Se ha llegado a hablar incluso, por escritores católicos, de una 
    «dejación» por parte del papado de competencias tradicionales de la Sede Apostólica 
    a los Reyes españoles, a través de la institución del Patronato de Indias, 
    que darían ciento y raya a las aspiraciones del galicanismo: «El Pontífice 
    cedió casi toda su jurisdicción y constituyó a los reyes [españoles] vicarios 
    suyos, y les entregó los hilos del gobierno aún espiritual.» (P. Constantino 
    Bayle, S.J. Expansión misional de España, Labor, Barcelona 1936, pág. 24).
    
    La fórmula que estamos empleando, «por Dios hacia el Imperio», como clave 
    de la naturaleza del Imperio católico español (en dialéctica, sin duda, con 
    los intereses específicos de la Iglesia universal) no la entendemos, desde 
    luego, obviamente, en el sentido de una mera fórmula ideológica destinada 
    a encubrir con un manto espiritual e idealista los propósitos de la depredación 
    más rapaz; entre otras cosas porque una tal fórmula no fue utilizada jamás 
    explícitamente. La fórmula clave quiere, ante todo (y con esto ya rendiría 
    un importante servicio), separar los objetivos del Imperio de cualquier otra 
    concepción imperialista, cesaropapista o islamista, efectivamente orientada 
    a subordinar el Imperio a los intereses de un Dios trascendente (de una trascendencia 
    divina, o de una Iglesia definida como institución sobrenatural). Pero, sobre 
    todo, lo que pretende afirmarse bajo la fórmula clave, es que el Imperio católico 
    español se concibe como un mando constituido «desde Dios» (ni siquiera desde 
    la ley romana), el Dios de la teología natural, que fue el objeto de la teología 
    de Salamanca y de la escolástica española en general: un Dios deslindado del 
    Dios de la revelación (las Disputaciones metafísicas de Suárez son la primera 
    obra en donde se expone un sistema filosófico completo independiente de la 
    teología positiva), pero un Dios que conoce a todos los hombres, cualquiera 
    que sea su raza y condición, y que se preocupa, mediante su «premoción física», 
    por ejemplo, por la libertad de todos ellos. Sólo de este modo «se justifica» 
    el imperio católico español, y no en modo alguno por el derecho natural que 
    los más fuertes pudieran tener para expropiar y subyugar a los más débiles, 
    como sostuvieron los tratadistas maquiavélicos de la Inglaterra de Hobbes 
    o la minoría, ya en la España del siglo XVI, del grupo aristotélico representado 
    por Ginés de Sepúlveda que fue, sin embargo, condenado.
    
    §3. El problema de España como problema filosófico
    
    1. El problema de España, en cuanto problema filosófico, lo planteamos como 
    el problema de los límites del imperio católico español. Es decir, el problema 
    del proceso interno y necesario de limitación de una realidad existente cuya 
    «razón de ser» (si se prefiere, su esencia) consiste en su ilimitación, en 
    no admitir límites. Es un problema filosófico cuya estructura es, además, 
    enteramente análoga a la de un «argumento ontológico» (sea o no teológico), 
    es decir, a un «argumento» acerca de situaciones (personales, de conocimiento...) 
    o de proyectos de los cuales pueda decirse que su esencia implica su existencia 
    (su realización). Pero el objetivo del imperio católico español, es decir, 
    su esencia, sólo tiene sentido si se pone en ejercicio, en existencia. Y, 
    por tanto, cuando comienza a existir algo, cada vez más real porque va tomando 
    cuerpo de modo impresionante (al menos en el mundo de las apariencias), algo 
    que está «echando a andar» en virtud de un objetivo esencial que le confiere 
    sentido, es cuando las limitaciones a su realización o existencia, comprometen 
    a su misma esencia. De otro modo, no pueden ser limitaciones accidentales, 
    contingentes o externas, limitaciones de ejecución; será la esencia misma, 
    y no sólo la existencia del imperio católico lo que se encuentra comprometido. 
    El «problema filosófico» se plantea entonces como el problema mismo de un 
    argumentos ontológico práctico que está implícito en un proyecto de escala 
    universal. En el momento mismo en que aparecen los límites a la realización 
    del proyecto imperial católico (descontando las cuestiones de si estos límites 
    son superficiales o profundos) podrá hablarse ya de decadencia de la esencia 
    ilimitada, aunque las manifestaciones reales, empíricas, o existenciales de 
    esta decadencia esencial, es decir, las que constituyen la decadencia esencial, 
    tarden algún tiempo en producirse. Dicho de otro modo: la esencia del imperio 
    católico no admite limitaciones, porque es una esencia que implica su existencia 
    real, es decir, su realización en el tiempo, a la vez que recíprocamente, 
    esa realización en la existencia sólo puede sostenerse desde una esencia que 
    continúe dando significado a sus actos. En el momento en el que la evidencia 
    esencial desfallezca y llegue la «esencia» a presentarse incluso como un delirio 
    (o una locura), en este mismo momento la existencia del proyecto decaerá también, 
    más aún que recíprocamente (porque una decadencia ocasional o parcial no tendría 
    por sí sola fuerza para producir la decadencia de la esencia).
    
    No podríamos encontrar un símbolo más característico del problema filosófico-ontológico 
    inherente al Imperio [45] católico español que el don Quijote de la Mancha. 
    Don Quijote se nos presenta como si encarnase en su personalidad individual 
    el problema central del imperio católico español (en marcha) que lo ha moldeado. 
    Y de la misma manera que este imperio católico no tiene por sí asegurada una 
    realidad exenta, puesto que sólo puede concebirse como resultante de un largo 
    proceso de conformación histórica de unas gentes o naciones que en su vida 
    cotidiana, en su existencia a ras de suelo, prosaica y rapaz, han de estar 
    acompañando y proporcionando la energía indispensable para la empresa imperial, 
    así también don Quijote ha de estar siempre acompañado por Sancho. La esencia 
    u objetivo de su vida de caballero andante (incluso si esta condición la recibe 
    «por escarnio») exige su realización; es su existencia de caballero la que 
    realiza su esencia, porque es esta esencia la que exige existir, como esencia 
    práctica, y no meramente especulativa o soñada, «delirante». En el momento 
    en el cual don Quijote, ante las razones prosaicas que le convencen de la 
    realidad de su existencia contingente, es decir, no implicada en una esencia 
    que le obligue a existir como caballero, en este mismo momento don Quijote 
    decae, por desfallecimiento de su esencia, y por muerte o fallecimiento de 
    su existencia: don Quijote «entregó el alma a Dios, quiero decir (aclara Cervantes) 
    que se murió.»
    
    2. El problema de España, como problema filosófico, es un caso particular 
    del caso general, en filosofía de la historia, que hay que suscitar ante aquellos 
    proyectos históricos de «planificación global de la humanidad» que sólo son 
    posibles, como hemos dicho, desde algunas de sus «partes», las que parecen 
    capaces de poder emprender la realización de ese objetivo esencial constituyéndose, 
    por ello mismo, en imperios universales, en «partes totales». Los límites 
    de estos imperios, cuando se dibujan, con límites reales, aunque más o menos 
    lejanos, anuncian ya la decadencia de su esencia, porque esta esencia no puede 
    reconocer límites en su expresión «realmente existente». Por ello, la formulación 
    del problema filosófico del imperio español que nos ocupa toma generalmente 
    el aspecto del problema de la decadencia y, en general, de la caída; pero 
    la «caída» es la última expresión de la limitación o decadencia de una «esencia» 
    ilimitada.
    
    Dos grandes situaciones tenemos que citar como referencias obligadas en las 
    cuales sería preciso plantear este mismo problema filosófico en el que ciframos 
    la clave del problema del Imperio español: la caída del Imperio romano, de 
    la primera Roma (su fallecimiento, fall, si traducimos literalmente la fórmula 
    de Gibbon) y la caída de la Unión Soviética, de la tercera Roma (como llamó 
    a Moscú Iván el Terrible), en cuanto «Patria del comunismo». El Imperio romano 
    de Augusto, o la Unión Soviética de Lenin, eran imperios que «no estaban calculados» 
    para caer, y que sólo se pusieron en pie, como la propia Iglesia católica, 
    de divina institutione, bajo la condición de durar eternamente. Pero cayeron, 
    y en ello está el problema: porque si cayeron en la existencia también deben 
    caer en su esencia; habría que decir que si ellos no existen (o han dejado 
    de existir) son imposibles. Y decir esto es sólo expresar la contrarrecíproca 
    del argumento ontológico: si son posibles en su esencia, ellos tienen que 
    existir.
    
    Advertiremos que el problema filosófico que plateamos a propósito del Imperio 
    romano, o a propósito de la Unión Soviética, no tiene por qué ser planteado 
    a propósito del Imperio colonial inglés o del Imperio colonial holandés. Estos 
    Imperios han caído también, sin duda; pero su caída solamente plantea problemas 
    históricos especiales, de índole económica, ecológica, política. Lo mismo 
    diríamos a propósito de la «caída» del proyecto nazi de un Tercer Reich: este 
    «tercer Reino», en cuyo nombre se desencadenó la Segunda Guerra Mundial, era 
    un Reino (un Reich) que sólo podía interesar a Alemania o, a lo sumo, a la 
    raza aria. Además, era un reino concebido para durar mil años, y no para toda 
    la eternidad. (¿La idea del «fin de la historia» desenvuelta a la sombra del 
    Imperio actual «realmente existente», no estará calculada para sugerir que 
    la «esencia» de este Imperio ya ha sido realizada?)
    
    En suma, el problema filosófico de España, en cuanto núcleo del Imperio católico, 
    es del mismo género que el «problema de la caída del Imperio romano». Es un 
    problema filosófico por su carácter trascendental, es decir, porque transciende 
    (no elimina) los problemas especiales (económicos, militares, &c.) que 
    consideran los historiadores positivos y obliga a replantear la cuestión misma 
    de la historia universal en cuanto tiene que ver con la posibilidad de la 
    «autodirección de la Humanidad» en su evolución histórica; una «autodirección» 
    que es absurda si se le atribuye a la «Humanidad» considerada como un todo, 
    pero no lo es tanto atribuyéndola a algunas de sus partes si éstas son capaces 
    de proponerse a esa humanidad total como objetivo. Porque, en tal caso, la 
    Humanidad ya no será el sujeto que se «autodirige» (como si fuese causa sui) 
    sino, a lo sumo, el objeto que intenta ser organizado desde una parte suya. 
    Parte que habrá de constituirse para ello necesariamente en Imperio. Y que, 
    una vez constituida, una vez asumida una tal responsabilidad se suscitará 
    la cuestión de la legitimidad de renunciar, por motivo de la razón práctica, 
    a esa «autodirección». Renuncia que equivaldría a que la historia de la Humanidad 
    marche «a la deriva», sin dejar más consuelo que recordar, a lo sumo, aquella 
    confesión que Escipión el Africano hizo a Polibio poco después de su victoria, 
    ante las ruinas de Cartago: [46]
    
    Escipión miró sobre la ciudad que había florecido por más de setecientos años 
    desde su fundación, que había dominado extensos territorios, islas y mares, 
    y había sido tan rica en armas, flotas, elefantes y dinero como los más grandes 
    imperios, pero que los había sobrepujado en valor audaz y sublime, puesto 
    que, privada de todas sus armas y naves, había no obstante resistido un gran 
    asedio y hambre por tres años, y ahora llegaba a su fin en una destrucción 
    total; y se asegura que lloró y lamentó abiertamente la suerte de su enemigo. 
    Después de meditar por largo tiempo sobre el hecho de que no sólo los individuos, 
    sino también las ciudades, las naciones y los imperios, todos deben llegar 
    inevitablemente a un fin, y sobre la suerte de Troya, aquella ciudad una vez 
    gloriosa, en la caída de los imperios de Asiria, Media y Persa, y en la más 
    reciente destrucción del brillante imperio de los macedonios, deliberada o 
    inconscientemente, citó las palabras de Héctor en la Iliada de Homero: «Llegará 
    el día en que la sagrada Troya caerá, y el rey Príamo y todos sus guerreros 
    con él.» Y cuando Polibio, que estaba con él, le preguntó qué quería decir, 
    se volvió y le cogió por la mano diciendo: «Este es un momento glorioso, Polibio; 
    y sin embargo, estoy sobrecogido de temor y presiento que el mismo sino caerá 
    sobre mi propio patria.»
    
    3. Desde España, el «problema filosófico» se advirtió desde el principio, 
    pero muy oscura y confusamente, como problema de «incomprensión» de los objetivos 
    del Imperio; más aún, el problema filosófico se enmascaró interpretando los 
    fracasos como tropiezos o caídas circunstanciales. Y en esta interpretación 
    no faltaba un fundamento: el desastre de «la Invencible», al parecer, no fue 
    de hecho la catástrofe que los ingleses y los franceses, y con ellos la historiografía 
    posterior, quisieron ver (de sus 130 barcos volvieron 100, como en nuestros 
    días se empieza a reconocer); los ejércitos españoles seguían siendo temibles, 
    aunque los «elementos» hubieran demostrado que no eran invencibles. Todavía 
    en 1624, casi cincuenta años después del desastre, Francisco Bacon, en sus 
    Consideraciones políticas para emprender la guerra contra España, dirigidas 
    al príncipe de Gales, el que sería Carlos I de Inglaterra, dice que existen 
    motivos para que este reino tema ser destruido por España: «¿Crees que es 
    poca cosa que la corona de España haya extendido sus límites desde hace sesenta 
    años mucho más que los otomanos los suyos?»
    
    En realidad, parece que el problema de España sólo comenzó a plantearse en 
    toda su crudeza hace cien años, a raíz precisamente de la liquidación total 
    de las «últimas joyas del Imperio», Cuba, Puerto Rico y Filipinas, tras el 
    Tratado de París del 14 de diciembre de 1898. Esta crudeza en el planteamiento 
    tampoco fue ninguna garantía de claridad. La percepción catastrofista del 
    desastre era también una percepción distorsionada (como hemos dicho), una 
    distorsión que, desde nuestro punto de vista, podría interpretarse precisamente 
    en función del problema filosófico que estaba implicado, desde luego, en los 
    acontecimientos vinculados al «final definitivo» del Imperio católico. La 
    decadencia o el desastre sólo puede medirse por relación a la altura desde 
    la que se cae o se fallece.
    
    4. Ahora bien: el problema filosófico de España, como problema de las limitaciones 
    del Imperio católico, por tanto, como problema de su decadencia (de la decadencia 
    como problema) es un problema objetivo. Sus límites no son imaginarios, sino 
    que van dibujándose, y no podía ser de otro modo, precisamente al compás del 
    proceso mismo del avance de su realización. Los límites del Imperio católico 
    español aparecen tanto «por la parte» del sustantivo (al menos gramaticalmente), 
    el Imperio, como «por la parte» del adjetivo (al menos gramaticalmente), Católico; 
    y, por supuesto, estos límites se dibujarán no sólo desde el exterior del 
    Imperio católico, sino también desde su misma interioridad «en acción».
    
    Los límites del Imperio son, ante todo, los límites impuestos, «desde el exterior», 
    por otros Imperios que compiten con España en la «lucha a muerte» por las 
    colonias; los límites internos, surgidos por las propias dificultades derivadas 
    de la «puesta en existencia» de la conquista, de la falta de recursos y de 
    hombres («me ha maravillado a veces España -confiesa Francisco Bacon- cómo 
    abarca y encierra tan vastos dominios con tan pocos españoles nativos»). Límites 
    internos del Imperio impuestos por los hombres o por la Naturaleza, la «Noche 
    triste» de Hernán Cortés o el desastre de «la Invencible» de Felipe II.
    
    Límites del Catolicismo, y también, ante todo, límites externos, impuestos 
    por el Islam (a pesar de Lepanto) y por los protestantes ingleses y holandeses, 
    cuyo odio a los españoles se confunde con el odio a los papistas, al Anticristo. 
    Límites internos, impuestos por la misma gestión de los católicos (denunciados 
    por Montesinos, o por Las Casas) y, sobre todo, por la acción de una contradicción 
    fundamental, implícita en el mismo descubrimiento, y que hemos señalado en 
    otras ocasiones, a saber, la contradicción entre la necesidad de evangelizar 
    a unos hombres que parecían «haber sido dejados de la mano de Dios» durante 
    quince siglos y el supuesto de que los apóstoles, haría ya quince siglos, 
    habían ya llegado a todas las partes del mundo. Una contradicción que, como 
    una bomba de relojería, estallaría en el siglo XVIII, con la Ilustración; 
    una contradicción que obraría en el sentido de la reducción del catolicismo 
    a la condición de una religión positiva, lindante con la superstición.
    
    Pero, sobre todo, la combinación y refuerzo recíproco de estas dos fuentes 
    incesantes de limitaciones del Imperio católico español es suficiente para 
    dar cuenta de su decadencia. Desde una perspectiva católica y armonista, como 
    pueda serlo la de Julián Marías, esta acción constante y sañuda de la limitación 
    exterior (que toma cuerpo en la llamada «leyenda negra»), podría tratarse 
    como una falta de comprensión del imperio católico español, que es considerado, 
    por otro lado, como «posible» (léase el capítulo XVIII de su España inteligible, 
    titulado «La incomprensión europea de la originalidad española»). Pero, desde 
    una perspectiva menos armonista, desde una perspectiva dialéctica, tendremos 
    que hablar, no de incomprensión, sino de incompatibilidad; y, por tanto,no 
    de posibilidad del proyecto («si hubiera sido comprendido») sino de su imposibilidad.
    
    Precisamente es la imposibilidad del Imperio católico español el fundamento 
    del problema filosófico de España, como fueron la imposibilidad del Imperio 
    romano o la imposibilidad de la Unión Soviética los fundamentos del planteamiento 
    de los problemas de la «caída del Imperio romano» y de la «caída de la Unión 
    soviética», como problemas filosóficos ineludibles en una Filosofía materialista 
    de la historia.
    
    §4. Las «resoluciones» al problema de España
    
    1. Dificilmente podrá esperarse que un problema filosófico del calibre del 
    que estamos considerando hubiera recibido [47] una respuestas única. Habrá 
    que esperar que las propuestas de resolución, o salida del problema sean muy 
    diversas. Las clasificaremos en cuatro tipos; tipos que podrán ponerse en 
    correspondencia con los tipos de «respuestas» o «resoluciones» que habrán 
    sido también propuestos en función de problemas filosóficos análogos al problema 
    de España: las resoluciones o salidas al «problema de la caída del Imperio 
    Romano» y las resoluciones o salidas al «problema de la caída de la Unión 
    Soviética».
    
    2. Podemos formar un primer tipo con todas aquellas respuestas que consistan 
    en tratar de demostrar que, en realidad, no hubo caída, sino, a lo sumo, una 
    apariencia de tal. La «decadencia de España» será sólo un efecto óptico producido 
    por la «leyenda negra».
    
    Comos ejemplos de este tipo primero de resoluciones cabría poner tanto a las 
    propuestas por Forner, como las propuestas por Menéndez Pelayo.
    
    3. Un segundo tipo de respuestas o resoluciones al problema de la decadencia 
    española podría estar constituido por las opiniones de quienes, aun reconociendo 
    la decadencia, la atribuyen a causas accidentales. En todo caso, sugieren 
    que la decadencia no es irreversible, y que es posible reconstruir los ideales 
    del Imperio católico español.
    
    Una gran parte de la ideología de la guerra de la Independencia contra Napoleón 
    (en su calidad de Anticristo), alentó esta salida, que fue la común en los 
    representantes del llamado «pensamiento reaccionario». Además de algunos conspicuos 
    representantes de la ideología carlista, podrían ponerse en esta línea las 
    opiniones de Donoso Cortés y aún de Vázquez de Mella, que volvió a defenderla 
    en su discurso, ya mencionado, del 31 de mayo de 1915 en el Teatro de la Zarzuela 
    de Madrid. Durante las primeras décadas franquistas, el ideal de España como 
    «unidad de destino en lo universal», permitía incorporar, en la fórmula de 
    Otto Bauer el contenido central de la divisa «por el Imperio hacia Dios».
    
    4. Un tercer tipo de respuestas correspondería a todas aquellas posiciones 
    que comienzan por exigir que se renuncie de una vez para siempre a este modelo 
    de planteamiento del problema. No existe «problema de España» en este sentido; 
    tal problema se plantea en función de un delirio anacrónico. Demos siete vueltas 
    a la llave del sepulcro del Cid; muera don Quijote (una blasfemia que el propio 
    Unamuno reconoció haber pronunciado al mismo tiempo que se arrepentía de ella); 
    dejemos de lado la Historia de España y resolvámosla en la Historia de las 
    «nacionalidades históricas»: en la Historia de Cataluña, en la Historia del 
    País Vasco, de Galicia... incluso en la Historia de Castilla, considerada 
    como una nacionalidad más de entre las que constituyen el llamado «conglomerado» 
    de la Península Ibérica.
    
    5. Pero cabe todavía considerar un cuarto tipo de resoluciones, a saber, aquellas 
    que, aun reconociendo la caída del Imperio católico, y aun aceptando la imposibilidad 
    de recuperarlo, se resisten, por los motivos que sean, a la liquidación del 
    problema filosófico y a su transformación en una muchedumbre de problemas 
    particulares. El fundamento de las resoluciones de este cuarto tipo acaso 
    tiene mucho que ver con la distinción entre la caída del Imperio Católico 
    y su aniquilación. El Imperio Católico, sin duda, ha caído, y la caída es 
    irreversible. Pero, ¿puede por ello considerarse aniquilado? ¿Qué es lo que 
    queda de él? ¿No queda lo suficiente como para obligarnos a concluir que España 
    no sería lo que es si el proyecto del Imperio católico no hubiera intentado 
    existir?
    
    Final
    
    1. Si reconocemos la naturaleza filosófica del problema de España es porque 
    reconocemos también que el proyecto del Imperio católico fue algo más que 
    un delirio de megalomanía subjetiva, una delirio que se habría consumido con 
    las vidas mismas de quienes lo alimentaron. ¿Qué queremos decir al afirmar 
    que el propio Imperio católico fue «algo más que un delirio subjetivo»?
    
    Ante todo, que no fue un mero proceso psicológico incubado en algunas subjetividades 
    exaltadas, sino la resultante de un largo proceso de maduración de muy diversos 
    gérmenes sociales, políticos, religiosos, que lo codeterminaron de un modo 
    históricamente necesario. La constitución del Imperio católico, lejos de poder 
    reducirse a la condición de un ensueño que algunos (o muchos) hombres pudieron 
    padecer en unas circunstancias determinadas, mientras mantenían sus rutinas 
    cotidianas, fue ella misma (esa constitución) la condición para que la existencia 
    real de esos mismos hombres (de algunos de ellos, al menos, pero capaces de 
    arrastrar a los demás, de grado o por fuerza, como arrastró don Quijote a 
    Sancho) saliera de sus rutinas cotianas y para que ellos emprendieran unos 
    rumbos efectivos que, de otra manera, no se hubieran tomado. Sobre todo, porque 
    el ejercicio de las empresas orientadas por el Imperio constituyente, determinó 
    unos efectos en los que nosotros mismos estamos comprometidos. Dicho de otro 
    modo: nuestro pretérito imperial transciende su horizonte pretérito en cuanto 
    ha estructurado y sigue constituyendo la estructura de nuestro [48] propio 
    presente. En este sentido habría que decir que el Imperio español no es simplemente 
    una entidad pretérita, sino una entidad actual, presente, en sus efectos todavía 
    actuantes. Por tanto, no podremos fingir, en un rapto de falsa conciencia, 
    que podemos «distanciarnos» de aquellos acontecimientos históricos, como si 
    fuéramos capaces de desentendernos de ellos, o simplemente interesarnos de 
    ellos a la manera como podríamos interesarnos (sin necesidad de pertenecer 
    al Islam) por las circunvalaciones que todos los años, en sus finales (según 
    su cómputo), centenares de miles y aún millones de musulmanes tienen a bien 
    dar alrededor de la piedra santa de la Kaaba.
    
    ¿Cuáles son estos efectos del pretérito que consideramos constitutivos de 
    nuestro presente? Múltiples, sin duda, e inagotables al análisis más sutil; 
    hasta el punto de que podría considerarse temeraria cualquier pretensión de 
    enumerarlos. Pero es necesario que señalemos algunos, al menos aquellos que 
    nos parecen más significativos.
    
    2. Comenzaremos por los «efectos» que nuestro «pretérito imperial católico» 
    ha determinado en el tablero político del presente. Me referiré a los dos 
    efectos que considero, en este terreno, los más importantes.
    
    En primer lugar, el efecto de constitución de la nación española (una vez 
    detenido el Islam y la reforma protestante), de la constitución (sustasiV) 
    de España como nación canónica y, por cierto, la primera en constituirse como 
    tal (antes que Inglaterra, Francia, Alemania o Italia). Mediante este «efecto», 
    España pasó a ser, como tal, una parte formal de la Historia Universal, es 
    decir, una nación histórica; de otro modo, acaso se hubiera convertido en 
    el «extremo (desdibujado) del Occidente europeo», algo así como lo que hoy 
    pueda ser Finlandia, es decir, un país sin historia (sin perjuicio de la riqueza 
    de su etnología). Y no porque Finlandia no esté hoy incorporada «a la cultura 
    internacional»: su arquitectura, sus conciertos sinfónicos, sus contribuciones 
    científicas, o sus análisis filosóficos, circulan, como sus ordenadores, en 
    la corriente de la civilización común internacional, pero no en calidad de 
    cultura finlandesa, que hay que circunscribirla a su folklore. Es cierto que 
    de un siglo hasta la fecha, el desarrollo de algunos «nacionalismos» que son, 
    en rigor, subproductos fraccionarios de la propia nación española (aunque 
    ellos pretenden obviamente atribuirse orígenes anteriores a la misma nación 
    española, es decir, por tanto, orígenes pre-históricos), está ocultando a 
    muchos españoles de nuestros días este «efecto» principalísimo de nuestro 
    pretérito, a saber, la constitución de España como nación; porque estos nacionalismos 
    pretenden ignorar a la nación española (a España como nación) reduciéndola 
    a la condición, no tanto de un Estado de hecho, anterior a los consensos de 
    un Parlamento determinado, sino a la condición de un Estado de derecho, el 
    Estado español entendido como una «superestructura»; encontrando a veces suficiente 
    la absurda redefinición de España como «nación de naciones». Se pretende descomponer 
    (balcanizar) a España en múltiples naciones («capaces de darse su propia constitución»), 
    sustituyendo la «nación española» por Castilla, a fin de poder alcanzar la 
    equivalencia entre todas las «nacionalidades fraccionarias». Pero es imposible 
    equiparar la «nacionalidad catalana» o la «nacionalidad vasca» con la «nacionalidad 
    española»: son magnitudes de distinto orden (y no sólo por sus dimensiones 
    demográficas o territoriales). España es una nación histórica porque es parte 
    formal, como tal nación, de la Historia Universal; pero Cataluña, el País 
    Vasco y desde luego Castilla, sólo pueden ser llamadas «regiones históricas» 
    a través precisamente de España, en cuanto partes suyas; segregadas de España 
    (aunque sea tras la ficción burocrática de un referéndum, incluso en el supuesto 
    de que fuera mayoritariamente refrendado), estas regiones perderían su significado 
    histórico y, como en el caso de Finlandia, sólo podrían recuperarlo a través 
    de Francia o de Inglaterra, por ejemplo. En sí mismas consideradas, estas 
    «nacionalidades», aunque se denominen «históricas», sólo pueden ofrecer, como 
    muestra de su «identidad cultural propia», etnología o antropología.
    
    En segundo lugar, y no por ello menos importante, señalamos también un efecto 
    trascendental de nuestro pretérito, que se aprecia al considerar a España, 
    no ya en relación a sus partes integrantes (a sus «autonomías») sino en relación 
    con Europa, y en particular, con la Unión Europea. No se trata de suscitar 
    aquí la cuestión del significado de «entrar», no ya en Europa (puesto que 
    España está dentro de ella desde su principio) sino en el «club de naciones 
    canónicas» de que hemos hablado. De lo que se trata es de señalar que, al 
    margen de que España entre o no entre en ese club, España no se agota en su 
    condición de miembro del club, porque tampoco se agota siquiera en su condición 
    de parte formal, y desde su principio, de Europa (como se agota Alemania, 
    Austria, Suiza o Italia). El curso relativamente independiente y aún aislado 
    (en un sentido análogo, otra vez, a la independencia y aislamiento propio 
    de una «especie evolutiva») de España hace preciso reconocer el «desbordamiento» 
    que España significa por respecto de Europa y de la Unión Europea. Este «efecto» 
    ha sido advertido hace mucho tiempo, sin duda; pero en la mayor parte de las 
    ocasiones de modo distorsionado, tanto por los europeos (bastaría recordar 
    las opiniones de Fenelon) como por muchos españoles, afirmando que «España 
    no es Europa» o bien que «Africa comienza en los Pirineos». Pero la fórmula 
    adecuada es esta [49] otra: «España es Europa pero no es únicamente Europa, 
    no se agota en ser europea.» Sus problemas, por tanto, no ya su problema (del 
    que aquellos derivan en gran medida), no deberán plantearse como si pudieran 
    ser resueltos plenamente en el contexto de la Unión Europea, y como si «Europa» 
    fuese la panacea de nuestra industria, de nuestra tecnología, de nuestra ciencia, 
    de nuestra filosofía, de nuestra cultura y de nuestra «responsabilidad». Nuestros 
    políticos debieran «mantener las distancias» con el club de las naciones canónicas 
    europeas, en lugar de entregarse, en cuerpo y alma, a las exigencias de convergencia 
    de este club.
    
    3. Terminaremos señalando otros efectos que nuestro pretérito puede estar 
    ejerciendo en nuestro presente cuando este no lo reducimos al plano en el 
    que se dibujan los mapas políticos (económico-políticos). Porque los efectos 
    de los componentes de este pretérito imperial católico, tanto si es posible 
    disociarlos, como si se analizan en su confluencia recíproca, desbordan la 
    política, al menos cuando esta se reduce a los límites de una «eutaxia maquiavélica».
    
    El Imperio católico cayó sin duda, cayó definitivamente como gran imperio, 
    pero no fue aniquilado, como hemos dicho. Quedan muchas cosas y cosas vivientes 
    que sólo él hizo reales. La principal, el español, la lengua española, con 
    todo lo que esto implica: mucho más de lo que puede desempeñar una «lengua 
    auxiliar», un esperanto internacional. Lo que implica el español, como lengua, 
    es una visión del mundo, pero una visión universal precisamente porque es 
    un producto de muchos siglos de incorporación y asimilación de innumerables 
    culturas (como ha ocurrido también con las músicas y los ritmos hispánicos, 
    cuya vitalidad no tiene parangón con los de otras naciones: su sincretismo 
    es un efecto más de «espíritu católico» integrador de culturas: peninsulares, 
    africanas, americanas). La diferencia del español respecto de las lenguas 
    vernáculas, cuya «visión del mundo» ha de ser necesariamente primaria, rural 
    (no por ello menos interesante, desde el punto de vista de la etnolingüística), 
    reside en este mismo punto. Es por su historia, desde que el romance primerizo 
    tuvo que asimilar las traducciones de la filosofía griega a través del árabe, 
    hasta que, ya en su juventud,tuvo que incorporar en su «organismo» los vocabularios 
    jurídicos, políticos, técnicos que necesitaba precisamente como «Lengua del 
    Imperio», sin contar el importante conjunto de conceptos tomados de las mismas 
    lenguas americanas. Por ello, el español es un idioma filosófico «por constitución»: 
    es imposible hablar en español sin filosofar. No hay que atender sólo, por 
    tanto, a la población de cuatrocientos millones que hoy lo hablan, y que va 
    en ascenso, sino a la estructura, riqueza y complejidad desde la que esos 
    cuatrocientos millones lo hablan. Y todo esto, sin duda, es herencia del Imperio. 
    Resulta verdaderamente cómico escuchar a quienes hablan, de vez en cuando, 
    del español en tono de reproche indefinido, calificándolo como «idioma del 
    Imperio». ¿Acaso si no hubiera sido por el Imperio se hablaría hoy el español 
    por tantos millones de personas, y, sobre todo, tendría el español la complejidad, 
    riqueza y sutileza que le son propias? ¿Por qué el latín se extendió por toda 
    Europa? ¿Por qué el inglés por todo un mundo? ¿No fue también a consecuencia 
    del «Imperio»? Quienes, desde posiciones antiimperialistas, «democráticas» 
    o populistas, se refieren críticamente al español en el que hablan como «idioma 
    del Imperio», recuerdan a aquella señora inglesa que, durante el te de las 
    cinco, sin duda, en el que se comentaban las nuevas teorías de Darwin, decía: 
    «Será verdad que descendemos del mono, pero por lo menos que no se entere 
    la servidumbre.»
    
    El Imperio católico español cayó como Imperio, pero no fue aniquilado. Pero, 
    ¿cayó como católico? Desde luego, en todo caso, no del mismo modo, porque 
    España y América siguen siendo católicas (sin perjuicio de la política tenaz 
    del «Imperio que habla inglés» en orden a introducir las iglesias protestantes, 
    como modo de debilitar tanto al español como al catolicismo: los sucesos que 
    están ocurriendo en Chiapas son una prueba de ello). Me refiero a la España 
    «sociológica», no ya a la España del «Estado de derecho no confesional» de 
    1978, al Estado que reconoce, por una especie de ficción jurídica, diversas 
    confesiones, entre ella la católica «como una más» (sin perjuicio de ciertos 
    «privilegios fácticos» -explicables precisamente pongamos por caso, las procesiones 
    de Semana Santa- por su condición de religión sociológica mayoritaria). Pero 
    la cuestión no es tratar de demostrar que la religión católica se ha segregado 
    de la sociedad española con la caída del Imperio católico, ni siquiera de 
    equipararla por decreto a otras religiones. La Iglesia católica no es en España 
    una más, es la Iglesia por antonomasia.
    
    La cuestión, a mi juicio, habría que plantearla de este modo: ¿cuáles son 
    los efectos que el catolicismo pretérito ha podido dejar en nuestro presente, 
    no ya considerando a los católicos practicantes y creyentes, sino también 
    a quienes no son ni practicantes ni creyentes? Porque esta pregunta vale tanto 
    en la hipótesis de una España sociológicamente católica como en la hipótesis 
    de una España que hubiera dejado de serlo. Es un modo de plantear la cuestión 
    que podría plantearse de este otro modo: ¿qué queda del espíritu católico, 
    de un catolicismo que ha actuado durante siglos y siglo en España, en estrechísima 
    vinculación con el Imperio? Otros (que además suelen ser cristianos, más que 
    católicos) podrán fijarse en multitud de efectos considerados como lacras 
    (se señalará, por ejemplo, el desinterés por la lectura, el temor a ser denunciado, 
    el formalismo litúrgico externo, la gazmoñería sexual, a pesar de que la Iglesia 
    católica [50] fue siempre la más tolerante en este orden de cosas). En esta 
    ocasión interesa subrayar efectos que, aun sin necesidad de presentarlos como 
    «virtudes» dignas de ser imitadas, acaso porque no tendría sentido una tal 
    imitación, en modo alguno podríamos considerarlas como lacras, sino sencillamente 
    como características grabadas por la historia en las «pautas de conducta» 
    propias de los españoles (aunque no necesariamente exclusivas de ellos). Es 
    obvio que en el momento de disponerse a señalar estas características tendríamos 
    que preservarnos de la costumbre inveterada de quienes ejercitan el género 
    literario que en otro tiempo (en los tiempos de Wundt) se llamó «psicología 
    comparada de los pueblos»; un género literario que todavía se cultiva por 
    los ensayistas sobre España, si bien es verdad que está siendo desplazado 
    por otros géneros literarios, o científicos, como puedan serlo el de las encuestas 
    sociológicas de opinión, o el de los sondeos de «aptitudes primarias». Sería 
    de todo punto inoportuno entrometerme, en esta ocasión, en el terreno del 
    ensayo sobre las pautas católicas del español promedio, o en el análisis de 
    encuestas sociológicas sobre el particular. Teniendo en cuenta la perspectiva 
    del presente ensayo filosófico, lo que nos concierne es señalar, diferencialmente, 
    los efectos que en el presente podrían esperarse de nuestro pretérito católico, 
    en cuanto constituyó una alternativa secular al islamismo y al protestantismo. 
    Y no sólo «constituyó», sino que lo sigue constituyendo, dado el auge de un 
    islamismo que recubre hoy prácticamente el tercer mundo de nuestro hemisferio: 
    ni Covadonga ni Lepanto pudieron evitar que la humanidad musulmana vaya a 
    iniciar nuestro próximo milenio con más «efectivos» personales de los que 
    tiene el mundo cristiano, cuya curva demográfica está en descenso.
    
    Frente al islamismo señalaría, por mi parte, como herencia católica, la «reivindicación» 
    de quienes subrayan el papel que en la individuación personal hay que asignar, 
    no tanto al alma, cuanto al cuerpo (materia signata quantitate: dogma de la 
    resurrección de la carne); y, en consecuencia, la reivindicación de la racionalidad 
    como característica que implica la actividad del sujeto corpóreo operatorio 
    (individual, por tanto), es decir, el rechazo de un principio de racionalidad 
    suprapersonal, de un «Entendimiento Agente Universal» averroísta. Y también 
    el catolicismo (más que el cristianismo a secas) representa, a través de su 
    teología trinitaria, el principio del pluralismo ontológico general, frente 
    al monismo islámico (de estirpe aristotélica, y, a su través, eleática). Este 
    pluralismo, visto desde el monismo teológico musulmán, se presentó como un 
    politeísmo. En las crónicas árabes las guerras contra los cristianos fortificados 
    en Asturias se justificaban como guerras contra los politeístas; y esta oposición 
    es la que está en el fondo del conflicto entre Elipando, Obispo de Toledo 
    y defensor de un adopcionismo islamizado, y Beato de Liébana, el autor del 
    Himno a Santiago y defensor del dogma de la trinidad divina, Padre, Hijo y 
    Espíritu Santo.
    
    Frente al protestantismo cabría señalar la desconfianza hacia la «concepción 
    subjetivista de la conciencia» (tan extendida, sin embargo, entre nuestros 
    jóvenes clérigos y, en general, entre tantos jóvenes «objetores de conciencia»), 
    en beneficio de una concepción objetiva de la conciencia, como «conciencia 
    pública», que debe manifestarse en la argumentación racional.
    
    Pero, hablando más en general, me atrevo a señalar dos efectos, visibles en 
    nuestro presente, del catolicismo español. En primer lugar el gusto por la 
    teología escolástica, en cuanto alternativa a la teología mística (que siempre 
    fue sospechosa de heterodoxia), y esto advirtiendo el aprecio y el respeto 
    que por la teología escolástica tuvieron también los grandes místicos españoles 
    como San Juan de la Cruz o Santa Teresa. Del racionalismo inherente a la teología 
    escolástica pudo esperarse una educación en un tipo de racionalismo lo más 
    alejado posible, tanto del simple ergotismo de quien lo ve todo claro, como 
    de las nieblas místicas propias para la ensoñación retórica. Un racionalismo 
    teológico que consiste en saber que está racionalizando una materia inagotable 
    (que toma el nombre religioso de revelación). Y en segundo lugar la asombrosa 
    presencia de hispanos, tanto en forma de misioneros como en forma de guerrilleros 
    o de voluntarios internacionalistas no gubernamentales y no depredadores, 
    que mantienen en nuestro presente el mismo «espíritu quijotesco» que impulsó 
    a las grandes órdenes católicas españolas, la de Santo Domingo de Guzmán, 
    desde el siglo XIII, y la de San Ignacio de Loyola desde el XVI.
    
    4. Por último, si hubiera que reducir a una fórmula lo que pueda ser España 
    en cuanto plataforma que «ha resistido» a la caída del Imperio mismo que la 
    conformó, me atrevería a decir lo siguiente: que España no es una mera reliquia 
    del pretérito, ni siquiera una reliquia, reanimada por fin como nación, que 
    ha podido reconquistar al menos la condición de miembro de número en un club 
    de naciones canónicas. En cuanto efecto de su pretérito, no se reconocería 
    como tal en esa forma de ser. Acaso porque España no tenga por qué ser definida 
    como un modo de ser característico; sino que más bien habría que ensayar su 
    definición como un modo de estar. Un modo de estar que haríamos consistir 
    no tanto en una tendencia a encerrarse o plegarse sobre sí misma (tratando 
    de extraer la verdad de su sustancia o de su pretérito) sino en mirar constantemente 
    al exterior, a todo el mundo, a fin de conocerlo, asimilarlo, digerirlo o 
    expeler lo que sea necesario para seguir manteniendo ese su «modo de estar». 
    Un modo de estar que no descarta el «estar a la espera» de que se presente 
    una ocasión cualquiera de intervenir en el mundo de un modo digno de ser inscrito 
    en la Historia Universal.