Capítulo V
  El arte de la Cristiandad
  Durante mucho tiempo se consideró el arte medieval como un arte decadente. 
  Grave error. La Edad Media fue una de las épocas 
  en que el arte resplandeció con mayor fulgor. Y conste 
  que al afirmar esto no pensamos tan sólo en los artistas en sentido estricto. 
  La sociedad, en su conjunto, vivió en un ambiente de belleza. Como afirma 
  Huizinga, la estética de la existencia se mostraba en el aspecto cotidiano 
  de la ciudad y del campo. Ya el mismo modo de vestir, con tanta diversidad de 
  telas, colores, gorras y caperuzas, confería a los distintos estamentos 
  de la sociedad un marco externo de hermosura y dignidad, que permitía 
  percibir tanto las diferentes dignidades cuanto las delicadas relaciones entre 
  los amigos y los enamorados. La estética de las emociones no se restringía 
  a las alegrías y dolores del nacimiento, el matrimonio y la muerte, en 
  que el espectáculo estaba impuesto por las circunstancias especiales. 
  Todo lo que se refería al valor, el honor y el amor, era considerado 
  a través de formas bellas y estilizadas (cf. El otoño de la Edad 
  Media… 85-88).
  En la presente conferencia analizaremos las diversas manifestaciones del arte 
  en la Edad Media, pero lo haremos a la luz de la catedral, punto de partida 
  y lugar de retorno de todas las expresiones estéticas que impregnaron 
  de belleza la Cristiandad medieval.
  
  I. La catedral, un microcosmos
  Siendo la catedral la expresión 
  más majestuosa de la sociedad medieval, y conteniendo 
  en sí, aunque sea germinalmente, todas las llamadas bellas artes, penetremos 
  ante todo en el significado espiritual y cultural que tuvo en aquella época.
  "Los cielos relatan la gloria de 
  Dios, las catedrales agregan a ello la gloria de los hombres. Ofrecen a todos 
  los hombres un espectáculo espléndido, reconfortante, exaltador”.
1. 
  La catedral y la naturaleza
  
August Rodin, el 
  más grande escultor de los últimos tiempos y un espíritu 
  enamorado de la auténtica belleza, –dejó escrito: «Las 
  catedrales de Francia han nacido de la naturaleza francesa... Es el aire, a 
  la vez tan ligero y tan ¡dulce, de nuestro cielo, el que ha dado su gracia 
  a nuestros artistas y afinado su gusto. La adorable alondra nacional, alerta 
  y graciosa, es la imagen de su genio. Se lanza con el mismo impulso, y el vuelo 
  de la piedra dentada se irisa en el aire gris como las alas del pájaro» 
  (Las Catedrales de Francia, El Ateneo, Buenos Aires, 1946, 33-34).
  Solía decirse que las bóvedas ramificadas de las catedrales, arrancando 
  de las grandes avenidas que forman los pilares, habían sido erigidas 
  a imitación directa de los bosques. Tal observación no constituye 
  un mero dato de curiosidad erudita. Escóndese en ella algo mucho más 
  profundo, una suerte de reflejo, en el nivel estético, de la doctrina 
  teológica acerca de la relación que media entre la naturaleza 
  y la gracia, sobre la base de que la gracia no –destruye la naturaleza 
  sino que la despliega hacia dimensiones inalcanzables a sus solas fuerzas. En 
  la arquitectura medieval, particularmente en su vertiente gótica, encontramos 
  que hay una raíz, un brote, una ramificación, un entrelazado, 
  y finalmente un florecimiento. «De que el bosque haya inspirado al arquitecto, 
  estoy absolutamente convencido –asegura Rodin–. El constructor ha 
  oído la voz de la naturaleza... El árbol y su sombra son la materia 
  y el modelo de la casa. El ensamblamiento de árboles, con orden, las 
  agrupaciones variadas las divisiones y las direcciones que la naturaleza les 
  asigna, eso es la iglesia» (ibid., 132). Así lo experimentó 
  Péguy cuando, yendo en peregrinación a la catedral de Chartres, 
  al ver desde lejos cómo sus flechas brotaban de los trigales, la comparó 
  a las plantas que nacen en la tierra de la Beauce.
  Emile Mâle es, a nuestro juicio, quien mejor ha penetrado, en dos soberbios 
  volúmenes, profusamente ilustrados, el alma de la catedral medieval, 
  con especial atención a las catedrales de Francia ( L’art religieux 
  du XIIe siècle en France, 6ª ed., Libr. Armand Colin, Paris, 1953)*. 
  Pues bien, el insigne estudioso, constatando la simbiosis que los artistas de 
  la Edad Media realizaron entre la catedral y el paisaje, con su flora y su fauna, 
  tan frecuentemente representadas en sus portales y capiteles, afirma que en 
  el fondo del arte medieval, se encuentra una actitud de simpatía cósmica. 
  Aquellos artistas juzgaron que las plantas de las llanuras y los árboles 
  de los bosques de Francia tenían bastante nobleza como para contribuir 
  al adorno de la casa de Dios. ¿Quién sabrá nunca las razones 
  por las que eligieron tal o cual flor para ornato de su catedral? Una encantaba 
  por su belleza y sus formas elegantes, otra parecía inocente como un 
  niño, aquélla era la flor del país, el emblema de toda 
  una provincia. Y obraron con entera libertad. Muy controlados cuando debían 
  expresar los misterios de la fe, se sintieron enteramente libres de elegir aquellos 
  elementos de la naturaleza que les parecían más adecuados para 
  el decoro de la casa del Señor (cf. ibid., 52-53).
  *En esa obra estudia los orígenes de la iconografía en la Edad 
  Media y sus fuentes de inspiración; su relación con la liturgia 
  y el drama litúrgico, con las vidas de los santos, las peregrinaciones, 
  la naturaleza, tratando de descifrar sobre todo el significado de las fachadas 
  de las principales catedrales e iglesias románicas. Y también: 
  L’art religieux du XIIIe siècle en France, 7ª ed., Libr. Armand 
  Colin, París, 1931. En este volumen demuestra que la iconografía 
  gótica de la Edad Media es una escritura, una aritmética y una 
  simbólica, señalando la inserción en ella de temas como 
  el trabajo y las ciencias, los vicios y las virtudes, la vida activa y la contemplativa, 
  la historia, la antigüedad clásica y el Apocalipsis.
  2. La catedral en la ciudad
  Fruto de la tierra pero también corazón de la ciudad o de la aldea. 
  Cuando se observa con atención las catedrales de París, de Burgos, 
  de Siena o de Colonia, impresiona advertir la familiaridad que entonces existía 
  entre el pueblo y su iglesia, cómo sus gigantescas formas, lejos de estar 
  aisladas, al modo de los templos de la antigüedad clásica, en medio 
  de espacios vacíos, emergen de una sabana de humildes casas, que parecen 
  apretujarse a su alrededor y hasta alojarse a veces debajo de su mismo campanario, 
  armonizándose con ellas, o mejor, coronándolas.
  Por otra parte, las catedrales, sobre todo las góticas, a diferencia 
  también en esto de los templos griegos y romanos, habían sido 
  concebidas para ser vistas en perspectiva vertical. La mole imponente de la 
  iglesia madre dominaba la plaza de armas y se erguía por encima del recinto 
  ceñido por las murallas, con sus torres puntiagudas que apuntaban al 
  cielo. Los viejos planos de Segovia, Reims, Florencia, trasuntan la misma preocupación 
  en su concepción edilicia. Si se observa un dibujo medieval de París, 
  se nota cómo las torres truncas de Notre-Dame dominan todo el espacio 
  urbano.
  No se trata de lirismo romántico ni de retórica aparatosa. La 
  ciudad encontraba su realización acabada en ese himno de piedra a la 
  gloria de Dios. La catedral era el centro topográfico y espiritual de 
  la ciudad. Hacia ella convergían todos los caminos. Todas las aspiraciones 
  del hombre medieval confluían en ella y en ella se vertica1izaban. 
  Nada escapaba al influjo de esas catedrales. Casa de Dios, ante todo, era al 
  mismo tiempo escuela, teatro, y lugar de reunión para los asuntos comunales 
  de cierta importancia, sea del ámbito político como del económico. 
  En su interior se celebraba el Santo Sacrificio de la Misa, se administraba 
  el bautismo, se concertaba el matrimonio y se realizaban los funerales. Es decir 
  que desde la infancia hasta la muerte constituía el lugar de paso obligado. 
  
  Y lo que la catedral era en la ciudad, lo era también, y aún de 
  manera más intensa, la iglesia en los pueblos de campo, en las aldeas. 
  Las iglesias rurales enseñoreaban el espacio agrario no sólo por 
  su prestancia arquitectónica sino también mediante el sonido de 
  sus campanas: el toque del Angelus, a la mañana, el mediodía y 
  el atardecer, señalaba las horas de trabajo y de descanso, jugando el 
  papel de las modernas sirenas de fábricas. La campana anunciaba los días 
  de fiesta, llamaba a socorro en caso de peligro, convocaba al pueblo para las 
  asambleas generales, tocaba a rebato cuando estallaba algún incendio, 
  tañía lúgubremente en ocasión de algún duelo. 
  El entero acontecer cotidiano del pueblo se podía seguir a su voz. 
  3. La catedral y la vida cotidiana
  Señala Daniel-Rops que la catedral era la casa del pueblo, no por cierto 
  en el sentido político que ha tomado esa expresión, sino en cuanto 
  que en ella el pueblo se sentía cómodo. Una casa muy particular, 
  a la verdad, ya que su estructura contenía algo de mistérico para 
  el pueblo sencillo, sólo inteligible a los eruditos, que conociendo profundamente 
  la Escritura y la teología, estaban capacitados para interpretar los 
  numerosos símbolos que la ornaban, pero ello no era óbice para 
  que también el pueblo humilde la encontrase familiar. Las mismas formas 
  revestidas de belleza que ofrecían a la gente culta la enseñanza 
  espiritual más sublime, llegaban al corazón de los fieles más 
  sencillos hablándoles de la fe y excitando su esperanza. El lenguaje 
  de las catedrales se les hacía particularmente accesible por el hecho 
  de que muchos de los temas que inspiraban las imágenes y esculturas, 
  sobre todo de sus fachadas, estaban tomados de las acciones que mechaban su 
  vida cotidiana. Recordemos esos «calendarios» en los que el campesino 
  se veía representado en sus actividades ordinarias, podando la viña 
  o cosechando el trigo, calentándose en el hogar o matando un cerdo. Las 
  plantas y los animales que veía representados en diversos lugares del 
  edificio, eran los que observaba todos los días, si bien a veces se mostraban 
  con extrañas apariencias, como para fomentar la fantasía (cf. 
  La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 471).
  Este carácter tan popular de la catedral, este contacto tan íntimo 
  entre la catedral y el pueblo humilde es lo que explica que las imágenes 
  de los reyes, nobles y obispos ocupen en ella un lugar tan modesto, en favor 
  de las ocupaciones, aparentemente banales, de las artes y oficios. Como es sabido, 
  la catedral de Chartres se caracteriza por sus famosos vitrales, varios de ellos 
  ofrecidos por las corporaciones artesanales. Pues bien, en la parte inferior 
  de los mismos, sus donantes se han hecho representar manejando la paleta de 
  albañil, el martillo de carpintero, la masa de panadero, el cuchillo 
  de carnicero. No se consideraba entonces que hubiese inconveniente alguno en 
  poner esos cuadros de la vida cotidiana al lado de las escenas heroicas de la 
  vida de los santos. El trabajo era una ocupación llena de dignidad, apto 
  para ser transfigurado por la virtud (cf. E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIIe siècle en France, 64-65).
  Asimismo el pueblo recibía de la catedral una enseñanza, sencilla 
  pero completa, de lo que debía ser su vida moral. Esto se realizaba sobre 
  todo a través de las representaciones esculpidas de las diversas virtudes 
  y de los vicios opuestos. ¡Cómo debían gozar cuando veían 
  a la Cobardía figurada por un esbelto caballero que huía temeroso 
  ante una liebre, o a la Discordia representada en el altercado de un marido 
  con su mujer donde acababan volando por el aire el vaso de vino del uno y la 
  rueca de la otra. Incluso no faltan bajorrelieves que no eran más que 
  chanzas, bromas de amigos o bufonadas de taller. «Como la risa es propia 
  del hombre –escribe Daniel-Rops– la Iglesia era lo bastante humana 
  para que aquellas carcajadas no la escandalizasen; y como todo concluía 
  en la catedral, le parecía lógico que las diversiones de sus hijos 
  y sus algazaras no estuvieran ausentes de ella» (La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada… 471).
  Jamás la iconografía sagrada se ha extendido con más complacencia 
  a los trabajos manuales, a los gestos familiares de cada día. Como observa 
  R. Pernoud, semejantes imágenes serían inconcebibles en la capilla 
  de Versalles (cf. La femme aux temps des cathédrales, 106). El hecho 
  es que junto a un espléndido «Juicio final», expresión 
  viva de la majestad soberana de Cristo y del fin postrero del hombre, o una 
  galería de hieráticas estatuas, los artistas de la Edad Media 
  no trepidaron en representar a campesinos armando parvas o a carpinteros haciendo 
  una mesa.
  4. La catedral, suma de artes
  Al mismo tiempo que casas de oración, las iglesias del Medioevo fueron 
  catedrales del arte. El mobiliario litúrgico estaba primorosamente trabajado, 
  desde los sitiales del coro hasta el altar, que solía ser extremadamente 
  sobrio. Detrás de la mesa de piedra, casi desnuda, se tendían 
  unas cortinas de lienzo, con los colores propios de las fiestas del día 
  o del tiempo litúrgico. Ulteriormente ese decorado, en vez de ser movible, 
  se iría transformando en un monumento fijo, esculpido y pintado, el retablo, 
  que en los siglos posteriores alcanzaría un imprevisible desarrollo. 
  Sobre el altar o sobre los grandes atriles de los lectores y cantores, se desplegaban 
  espléndidos misales y salterios, cuyas páginas resplandecían 
  de caligrafías y miniaturas pletóricas de colores.
  Dice Daniel-Rops que varias formas artísticas debieron su vida a la catedral, 
  al deseo unánime de la época de poner la belleza al servicio de 
  Dios. Así, por ejemplo, ese extraño arte que procede de la pintura, 
  la orfebrería y el vitral, el de los esmaltistas, que practicado ya en 
  tiempos de Carlomagno, alcanzó en la Edad Media una gran importancia 
  y tuvo su centro principal en Limoges. Igualmente el arte de la tapicería; 
  en ocasión de las principales solemnidades, se aprovechaban las columnatas 
  que dividían la nave central de las laterales, para colgar enormes tapices 
  alusivos a la fiesta que se conmemoraba, cuyo suave colorido armonizaba tanto 
  con las esculturas como con los vitrales, añadiendo su cuota de belleza 
  al conjunto de la catedral. También la música puso su parte, creando 
  un clima espiritual, sea a través del canto gregoriano, que se había 
  ido perfeccionando desde el siglo VII hasta entonces, como del canto polifónico, 
  que hizo su aparición en Cluny en el curso del siglo XII y se desarrolló 
  en el XIII, sin por ello suplir al gregoriano.
  Más adelante nos detendremos en la consideración particular de 
  las artes principales. Contentémonos ahora con decir que esta belleza 
  polifacética no debe ser considerada como algo inmóvil y cuajado, 
  tal como se la puede admirar en los museos o, si es sonora, percibirla a través 
  del disco. Todas las artes que se cobijaban en la catedral tomaban parte conjunta 
  en la realidad mistérica de sus celebraciones, y es en su transcurso 
  cuando mostraban especialmente la vitalidad que las animaba. La catedral sacaba 
  a flor de piel la plenitud de sus virtualidades en ocasión de las grandes 
  fiestas, en el esplendor de la sagrada liturgia, por ejemplo el día de 
  la Vigilia Pascual, o cuando se llevaba a cabo la consagración del rey. 
  No deja de ser conmovedor que fuese la misma liturgia, el drama litúrgico, 
  quien diese origen a un arte olvidado por siglos, el del teatro, al principio 
  sobre libretos sagrados y luego abierto a los otros temas de la existencia humana.
  Fue así en la catedral donde la Cristiandad se sintió mejor expresada 
  en sus anhelos más puros y sublimes. Su 
  grandeza, al tiempo que suscita nuestra admiración más rendida, 
  no deja de apabullarnos. «No somos más que despojos», 
  exclamó Rodin, deslumbrado por el esplendor de la catedral de Chartres 
  (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 471-474). 
  ¿Quién no ha experimentado una sensación semejante al contemplar 
  los diversos pórticos de Chartres o al entrar en la catedral de Colonia?
  Es evidente que el contacto permanente con la catedral no pudo dejar de influir 
  sobre el pueblo cristiano. «Un hombre –o 
  un pueblo– no se habitúa en vano a vivir rodeado de belleza –ha 
  dicho con acierto Daniel-Rops–; algo de ella penetra en él, y le 
  hará luego oponerse a las vulgaridades y a las caídas» 
  (ibid., 471).
  
  II. Los 
  constructores de la catedral
  Las catedrales de la Edad Media no aparecieron por generación espontánea. 
  Son el producto de un largo período de gestación y la expresión 
  más cabal del espíritu comunitario de la época.
  1. Las fuentes inspiradoras del artista medieval
  Más allá del influjo que sobre el artista ejercieron la Sagrada 
  Escritura y la naturaleza, «los dos vestidos de la Divinidad», como 
  se decía por aquel entonces, es posible señalar diversas vertientes 
  que confluyeron en la concepción estética del Medioevo. La primera 
  influencia que se puede detectar es la de la cultura clásica, que a través 
  del cristianismo primitivo llegó hasta la Edad Media. Porque los primeros 
  cristianos, apenas se vieron libres de las persecuciones y pudieron salir a 
  la luz pública, buscaron la forma de edificio que les parecía 
  más adecuada para la celebración del culto, y así adoptaron 
  para sus iglesias las estructuras edilicias de la basílica romana, que 
  era un lugar de reunión para la administración de la justicia 
  y para los actos públicos. De manera análoga, eligieron para los 
  baptisterios la forma redonda o poligonal empleada en los ninfeos o en las termas 
  romanas; y para los sepulcros copiaron la forma de los sarcófagos paganos. 
  En lo que toca a los pisos se recurrió enseguida al mosaico, que era 
  una costumbre casi exclusivamente romana, representándose en ellos dibujos 
  simétricos y con mayor frecuencia figuras de índole simbólica.
  Otra vertiente fue la que provenía del arte bizantino, Dicho arte, que 
  desde los siglos IX al XI inspiró ampliamente el ámbito oriental, 
  como puede observarse, por ejemplo, en los mosaicos de Dafni, en Grecia, durante 
  los siglos XI y XII influyó decisivamente en la Cristiandad occidental. 
  Ello se hace evidente cuando se contemplan diversas basílicas de Italia 
  del norte, como San Marcos de Venecia, o también del sur, como las de 
  Palermo, Monreale o Cefalú, las tres en Sicilia. Refiriéndose 
  a estas últimas dice Daniel-Rops que al contemplarlas uno creería 
  estar en algún barrio de Constantinopla. Cuando los normandos que se 
  posesionaron de Sicilia quisieron levantar monumentos dignos de la gloria a 
  que ambicionaban, recurrieron no sólo a la técnica de los bizantinos 
  sino también a sus arquitectos y artistas, sin que ello obstara a que 
  aceptasen asimismo algunos elementos artísticos que el Islam había 
  legado a la isla en sus 150 años de dominación. Fue así 
  como Roger II hizo construir la llamada Capilla Palatina, una de las obras maestras 
  del arte de la Sicilia medieval, pletórica de mosaicos rutilantes, de 
  columnas antiguas y de techo musulmán, desde donde un icono de Cristo 
  bendice con abrumadora majestad. Cuarenta años más tarde, Guillermo 
  II edificaba la catedral de Palermo. Y doce años después, la magnífica 
  basílica de Monreale, como Panteón de la familia real, bajo la 
  custodia de un Pantocrátor que en nada cede a la grandeza del mejor Cristo 
  de Bizancio.
  La irradiación de Constantinopla llegó a regiones muy distantes 
  de la Europa central, como por ejemplo la primitiva Rusia. Luego de que el Gran 
  Duque de Kiev, Vladimir, logró que sus súbditos se convirtiesen 
  al cristianismo, su hijo, Jaroslav el Grande, llamado el Carlomagno ruso, hizo 
  construir en Kiev una espléndida catedral, Santa Sofía, cuyos 
  mosaicos del Pantocrátor y la Panaghia son típicamente bizantinos.
  E. Mâle se complace en destacar el influjo que en el arte medieval ejerció 
  el Oriente que está más allá de Bizancio, influjo muchas 
  veces preterido o incluso ignorado por los críticos de arte. Aquellas 
  columnas asentadas sobre leones, que pueden verse en diversas ciudades de Italia 
  del norte, como Módena, Verona, Trento y otras, se inspiran más 
  que en Roma, Grecia o Bizancio, en las viejas culturas del Oriente. Ya en el 
  siglo VI los asirios decoraban los manuscritos del Evangelio con graciosos pórticos 
  apoyados sobre leones. Los monjes de Mesopotamia que los pintaron tendrían 
  ante sus ojos las grandes ruinas de los palacios asiríos, con sus columnas 
  sobre base animal. Esos monumentos y miniaturas llegaron al Occidente y fueron 
  asumidos por los artistas del Medioevo. Los motivos, un tanto exóticos, 
  de columnas serpenteadas o en zigzag, así como las que se acoplan por 
  un nudo, tan frecuentes entre los artistas franceses e italianos del siglo XII, 
  se encuentran ya en los manuscritos orientales (cf. L’art religieux du 
  XIIe siècle en France... 39.41).
  Fue quizás la abadía de Cluny la que abrió las puertas 
  de la Cristiandad occidental a estas influencias del Oriente, de modo que no 
  seria exagerado afirmar que buena parte de las obras del siglo XII, más 
  que en Bizancio, se inspiran en prototipos mesopotámicos o sirios (cf. 
  ibid., 91-92). Ello es particularmente visible en la fauna que adorna los capiteles 
  y portales románicos: leones enfrentados, con un árbol en el medio, 
  águilas bicéfalas, etc. Todo ello proviene del arte decorativo 
  del Oriente, de los tejidos de Constantinopla, ampliamente inspirados en los 
  de Persia, Caldea y Asiria. Los tejidos sasánidas tuvieron en su momento 
  un prestigio tal que llegaron hasta la China. Cuando la Mesopotamia se hizo 
  árabe, Bagdad reemplazó a Ctesifon, y los califas continuaron 
  las tradiciones de magnificencia de los reyes sasánidas. Así el 
  arte decorativo de Persia continuó sobreviviendo en los talleres cristianos 
  de Constantinopla y en los talleres musulmanes de la Mesopotamia, Siria, Egipto 
  y hasta Sicilia. De allí pasaron al Occidente, ornando capiteles, tapices 
  y casullas. El estandarte árabe tomado en la batalla de las Navas de 
  Tolosa que hoy se conserva en el museo del Monasterio de las Huelgas, cerca 
  de Burgos, es de ese origen. El águila bicéfala, que procede de 
  las ciudades más antiguas de Caldea, fue llevada a los tejidos orientales 
  y quizás a los estandartes musulmanes. No deja de ser curioso el hecho 
  de que en la batalla de Lepanto los turcos hayan podido ver en los barcos de 
  don Juan de Austria el águila bicéfala que antes había 
  adornado sus banderas.
  Como se ve, también hay que incluir el aporte árabe entre las 
  fuentes del arte medieval, si bien como eslabón intermediario entre el 
  Oriente y la Cristiandad occidental. Aquellos seres tan extraños que 
  se encuentran en las fachadas de las catedrales, al mismo tiempo cuadrúpedos, 
  pájaros y mujeres, como concentrando la fuerza, la rapidez y la inteligencia, 
  se inspiran en motivos orientales que arribaron a Occidente a través 
  del mundo musulmán. Asimismo los graciosos arabescos que ornan tantos 
  capiteles románicos, formados por dos pájaros cuyos cuellos se 
  entrelazan, llegaron del Oriente a los árabes de España, y de 
  allí pasaron a la Europa cristiana (cf. E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIe siècle en France, 340-357).
  El último influjo advertible en el primitivo arte de la Cristiandad proviene 
  de las entrañas mismas del Occidente, de España. Entre las fuentes 
  inspiradoras de este origen se destaca un comentario del Apocalipsis, que en 
  784 compuso Beatus, abad de Liébana, en un paraje escondido de los montes 
  de Asturias, donde se acababa de detener la invasión árabe. Dicho 
  libro, admirado tanto por el texto como por las miniaturas que lo ilustran, 
  fue adoptado por la Iglesia en España y recopiado una y otra vez, desde 
  el siglo x hasta comienzos del XIII. El hecho de que en el siglo XI los abades 
  de Cluny ejercieran tanta influencia en el norte de España, creando monasterios 
  a lo largó del camino de Santiago, y de que tantos caballeros franceses 
  se enrolasen en los ejércitos cristianos para compartir la lucha contra 
  los moros, hizo que los libros y las obras de arte atravesasen los Pirineos 
  en una y otra dirección. Entre ellos pasó también de España 
  a Francia nuestro comentario al libro póstumo de S. Juan, y sus imágenes, 
  de colores luminosos, contornos extraños y atmósfera de ensueño, 
  orientaron la imaginación de los artistas románicos hacia la esplendidez 
  y el misterio. Dicho influjo es claramente advertible en la fachada de la iglesia 
  de Moissac y en el tímpano de Vézelay, lugar este último 
  donde los largos rayos de luz que brotan de las manos del Cristo, tan poco conformes 
  al genio de la escultura, bastarían para traicionar su origen miniaturesco 
  (cf. ibid., 4-6.16.36-37)*.
  *El mismo Mâle cree poder afirmar que el pórtico de la abadía 
  de Ripoll, en Cataluña, cubierto de bajorrelieves, que semeja una especie 
  de arco de triunfo, reproduce los dibujos de una Biblia catalana, la Biblia 
  llamada de Farfa por el lugar donde se conservó durante mucho tiempo. 
  Ningún ejemplo mostraría mejor que éste la influencia de 
  las miniaturas sobre la escultura, ya que en Ripoll el artista no sólo 
  se inspiró en ellas, sino que las copió tal cual: ibid., 37-38.
  Tales son las fuentes que inspiraron al artista medieval. «Nuestros pintores 
  y nuestros escultores –escribe Mâle–, como verdaderos artistas, 
  sintieron por instinto la belleza de este legado que les venía de un 
  pasado tan hondo. No sabían que tantas razas, tantos siglos, habían 
  colaborado en ello; ignoraban que los Griegos allí habían puesto 
  su noble ritmo y los Sirios su pasión, pero respetaban en este arte antiguo 
  un misterio casi tan venerable como el del dogma. Por mucho tiempo conservaron 
  estas formas grandiosas, y se puede decir que la Edad Media jamás renunció 
  del todo a ellas» (ibid., 106). Si bien, como agrega enseguida, más 
  allá de cualquier copia servil, supieron dar un toque propio y original 
  a ese legado. Al genio de Grecia y de Oriente se agregó el genio de Occidente 
  (cf. ibid., 109). 
  2. La obra de todo un pueblo
  Cabe preguntarse con Daniel-Rops quiénes eran aquellos hombres que proyectaron 
  esas obras maestras que todavía hoy encontramos no sólo en las 
  grandes ciudades sino también en perdidas aldeas de campo. Todavía 
  no se los llamaba arquitectos, como lo hacemos ahora, sino simplemente «maestros 
  de obras» o «maestros de albañiles», o también, 
  y más simplemente, «maestros albañiles». Cuando las 
  corporaciones se organizaron, fueron inscriptos en el gremio de los «talladores 
  de piedra», de tan inexistente como era en aquel tiempo la diferencia 
  que ahora establecemos entre artesano y artista, y de tan apareado como iba 
  el respeto al trabajo manual ya la más elevada inspiración artística.
  Los constructores de catedrales eran, por cierto, hombres conocedores de su 
  oficio, pero también, y al mismo tiempo, hombres de fe. Cuando proyectaban 
  los planos de las catedrales y trabajaban en su construcción a la par 
  de los albañiles, sabían que estaban trabajando para la gloria 
  de Dios. ¿Acaso no era Dios mismo el gran arquitecto? En la tapa de «La 
  Biblia moralizada», obra que vio la luz en Viena, se lo representaba con 
  un compás en la mano, proyectando el universo entero. Su arte y su fe 
  eran dos cosas inseparables por lo que, como ha advertido Daniel-Rops, en aquel 
  tiempo se estaba a años luz de esos artistas modernos que «hacen 
  arte sagrado» declarando que no tienen fe (cf. La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada… 438-441). «El arte era, para ellos –escribe 
  Rodin–, una de las alas del amor; la religión era la otra. El arte 
  y la religión daban a la humanidad todas las certidumbres de que tiene 
  necesidad para vivir y que ignoran las épocas imbuidas de indiferencia, 
  esa niebla moral» (Las Catedrales de Francia... 65).
  La fecundidad fue prodigiosa. Las catedrales brotaban como hongos, aquí 
  y allá, en gozosa emulación. Las iglesias románicas de 
  Ferrara o de Santa María del Trastevere, en Roma, así como las 
  de Worms, Salamanca o Coimbra son contemporáneas de Poitiers o de Saint-Denis, 
  lo mismo que lo serán más tarde Laon, Chartres, Reims o Amiens 
  en Francia, de Orvieto, Siena o la basílica de Asís en Italia, 
  y las de Rochester o Westminster en Inglaterra, de las de Frankfurt o Colonia 
  en Alemania.
  La construcción de las catedrales puso a toda la Cristiandad en ebullición. 
  Una suerte de fiebre creadora. Cierto autor ha observado que un maestro albañil 
  que hubiera comenzado su tarea a los veinte años como aprendiz en las 
  obras de Laon o de París, y que hubiera llegado a Chartres hacia los 
  treinta, hubiese podido trabajar en los comienzos de Reims y vivir suficientemente 
  como para poder contemplar las flechas de Amiens, cuatro obras maestras (cf. 
  Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 429-431).
  De los artesanos salieron generaciones de artistas. Si bien es muy posible que 
  al principio sólo los monjes estuviesen en condiciones de proyectar y 
  hacer construir iglesias, claustros y capillas, de esculpir imágenes, 
  y pintar los frescos que decoraban los ábsides y paredes de las iglesias 
  románicas, mientras los laicos trabajaban a sus órdenes, sin mayor 
  iniciativa propia, limitándose a ejecutar estrictamente las tareas que 
  aquéllos les encomendaban, con el tiempo fueron los albañiles, 
  los pintores, los picapedreros, los tallistas quienes condujeron y llevaron 
  a término la polifacética obra de las grandes catedrales. A este 
  respecto se ha notado hasta qué punto el oficio ejerció un papel 
  decisivo en la creación del gótico ojival. 
  Lo más extraordinario de todo, señala Calderón Bouchet, 
  era la participación voluntaria, fervorosa y absolutamente desinteresada 
  de la gente común en la edificación de las catedrales, cosa que 
  hoy nos parece un imposible y utópico sueño. Cuando la antigua 
  basílica románica de Chartres quedó destruida a raíz 
  de un voraz incendio, se produjo en toda la zona un movimiento unánime 
  y entusiasta. Hombres maduros, mujeres, ancianos, niños, interrumpieron 
  sus labores habituales, abandonaron sus hogares y, con lo que tenían 
  a su disposición, corrieron a reparar el santuario asolado (cf. Apogeo 
  de la ciudad cristiana… 343). Refiriéndose a esta restauración 
  testimonia un contemporáneo, el abad Aimont: «Se veía a 
  hombres poderosos, orgullosos de su nacimiento y de su riqueza y acostumbrados 
  a una vida muelle, uncirse con correas a un carromato y arrastrar en él 
  piedras, cal, madera y todos los materiales necesarios... A veces, más 
  de mil personas, hombres y mujeres, arrastraban esos carromatos, de tan pesada 
  como era su carga. Guardaban un silencio tal que no se oía la voz ni 
  el cuchicheo de ninguno de ellos. Cuando se detenían durante el camino 
  no se oía más que la confesión de sus faltas y una oración 
  a Dios, pura y suplicante, para obtener el perdón de los pecados. Los 
  sacerdotes exhortaban a la concordia, se acallaban los odios, desaparecían 
  las enemistades, se perdonaban las deudas y las almas volvían a la unidad. 
  Si se encontraba alguno tan aferrado al mal que no quería perdonar y 
  seguir el parecer de los sacerdotes, su ofrenda era arrojada fuera del carromato 
  como impura, y él mismo era expulsado con ignominia del pueblo santo» 
  (Aimont, PL 181, 1707). Y, como observa Calderón Bouchet, lo más 
  curioso para la mentalidad moderna, tan celosa de la propiedad intelectual de 
  sus obras, es que nunca haya trascendido el nombre del genio que concibió 
  el plan de la nueva catedral y dirigió sus trabajos (cf. Apogeo de la 
  ciudad cristiana… 343).
  3. Variedad de estilos dentro de la unidad
  Durante mi estadía en Europa para la obtención de los grados académicos, 
  visité metódicamente las catedrales románicas y góticas, 
  que son mis iglesias preferidas. Siempre me impresionó constatar las 
  grandes diferencias que median entre un templo y otro, entre una obra maestra 
  y otra, aunque fuesen de la misma época. No hay dos catedrales iguales, 
  no hay ni la sombra de lo que podría ser un calco sin vida.
  R. Pernoud ha destacado dicha variedad sobre todo en el campo de la escultura. 
  Si bien es cierto que por aquel entonces tanto los personajes como las escenas 
  en que intervienen debían ser representados con características 
  determinadas: el ángel y la Virgen en la Anunciación, la Sagrada 
  Familia y los animales en la cueva de Belén, el Cristo del Juicio final, 
  aureolado de gloria, y escoltado por los símbolos de los cuatro evangelistas, 
  S. Pablo con una espada en la mano y S. Pedro con las llaves, pareciendo así 
  que al artista se le hubiese arrebatado la libertad de crear nuevas formas, 
  sin embargo y paradojalmente, en la innumerable galería de las estatuas 
  medievales de Nuestra Señora, para poner un ejemplo, no hay dos rostros 
  idénticos. Dentro de los límites en que podían moverse, 
  los artistas supieron evitar las copias y las actitudes convencionales. «El 
  academismo se introduciría en el arte precisamente en el momento en que 
  la inspiración parecía no estar más limitada, en que el 
  arte sacro se volvía cada vez menos tradicional y litúrgico, mientras 
  que el arte profano tomaba cada vez más extensión» (Lumière 
  du Moyen Âge, 180).
  Variedad en la unidad. Porque por encima de todas las diferencias es claramente 
  advertible la continuidad, podría decirse, de este inmenso y secular 
  esfuerzo de los constructores medievales. Las generaciones que se sucedían, 
  por el hecho de haberse abrevado en las mismas fuentes espirituales, formaban 
  un todo; las tradiciones de los diversos oficios se transmitían sin traumas, 
  y mientras se avanzaba en la construcción, nadie experimentaba escrúpulo 
  alguno en recurrir a todas las novedades y progresos que la técnica iba 
  ofreciendo. En no pocas ocasiones, arquitectos de la época gótica 
  que tuvieron que llevar a término una catedral comenzada en la época 
  románica, lograron reunir, en armonía perfecta, una admirable 
  nave románica y un esplendoroso presbiterio gótico. Es que el 
  espíritu de fondo era idéntico, a pesar de la diversidad de las 
  formas. El arte de la Cristiandad se desarrolló al modo de un árbol 
  fecundo; las ramas eran diferentes pero el tronco era el mismo. «Cuando 
  sería imposible –escribe R. Pernoud–, por ejemplo, concebir 
  una ventana a lo Le Corbusier hundida en un edificio estilo 1900, y sin embargo 
  menos de treinta años los separan entre sí, en el castillo de 
  Vincennes, en cambio, se puede ver una junto a la otra dos ventanas abiertas 
  a cien años de distancia, y que parecen hechas para estar juntas, aunque 
  totalmente diferentes como arte y como arquitectura» (ibid., 193).
  Las evoluciones del arte medieval se explican casi siempre por un progreso logrado 
  gracias a la técnica, o por necesidades reales de la construcción. 
  No se habrían construido gárgolas –partes esculpidas del 
  canalón en los edificios góticos, a menudo con formas grotescas, 
  humanas o animales–, si no hubiesen servido como canaletas para evacuar 
  el agua de la lluvia, así como los rosetones góticos no hubiesen 
  tomado la forma característica del estilo flamígero, si no fuese 
  para facilitar también el desagüe, ya que cuando llovía, 
  el agua caída se congelaba en los ángulos de los rosetones, y 
  con frecuencia resquebrajaba la piedra (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen 
  Âge... 193).
  Cabría aquí tratar de la relación entre la utilidad y la 
  belleza (cf. al respecto la interesante tesis de Coomaraswamy, que expusimos 
  en nuestro libro El icono, esplendor de lo sagrado ... 317-320). Los artistas 
  de las catedrales no pretendían hacer algo bello, sino algo útil, 
  que por ser realmente tal, era, de hecho, bello. Querían expresar la 
  verdad –natural y sobrenatural– y por eso lo que salía de 
  sus manos era necesariamente bello. Por algo la belleza ha sido definida como 
  el esplendor de la verdad. El arte por amor del arte no existía. Pero 
  la resultante era verdaderos poemas de piedra. «No habrían tenido 
  la idea de esculpir gárgolas –escribe R. Pernoud– que no 
  cumpliesen la función de canales de agua, como no habrían pensado 
  en delinear jardines para el solo placer de los ojos. Su sentido estético 
  les permite hacer surgir por doquier la belleza, pero en ellos la belleza no 
  se encuentra sin la utilidad. Es por otra parte sorprendente ver con qué 
  facilidad los dos conceptos de bello y útil se armonizan en ellos, cómo, 
  por una exacta adaptación a su fin, por una gracia en cierta manera natural, 
  un simple utensilio de hogar, un vaso, un jarrón, una copa de cerveza 
  adquieren verdadera belleza. Es de creer que no se encontraban en el dilema 
  de sacrificar una a otra, o agregar una para hacer aceptar otra, según 
  una concepción corriente en el siglo último» (Lumière 
  du Moyen Âge... 250).
  Señala Cohen que muy probablemente los constructores de catedrales no 
  tuvieron conciencia de que estaban llevando a cabo obras sublimes. Hacían 
  algo práctico y necesario para el culto divino. El ilustre medievalista 
  basa su aserto en una constatación histórica, es a saber, el escaso 
  eco que aquellas construcciones, que suscitan en nosotros tanta admiración 
  y resonancias tan profundas, encontraron en las obras literarias de la época. 
  Se hubiera esperado un coro de alabanzas a la gloria de los arquitectos ya la 
  pericia de los albañiles que lograron dar a Dios un templo tan digno 
  de su poder. Nada de eso podemos encontrar. Serán los poetas, los novelistas 
  y los historiadores de los siglos XIX y XX –los Hugo, los Huysmans, los 
  Verlaine, los Claudel– quienes tejan el elogio de la catedral. Los contemporáneos 
  de aquellas obras tan esplendorosas habrán visto acumularse los materiales 
  sin manifestar su admiración, y sobre todo, habrán orado en el 
  coro o en las naves, sin imaginar que estaban en un lugar tan espléndido. 
  Cosas propias de épocas de gloria (cf. La gran claridad de la Edad Media... 
  76-77).
  Rodin, él sí, no ha ocultado su emoción frente a aquellos 
  «admirables obreros que, a fuerza de concentrar su pensamiento en el cielo, 
  llegaron a fijar su imagen sobre la tierra... Los góticos han amontonado 
  piedras sobre piedras, cada vez más arriba, no como los gigantes, para 
  atacar a Dios, sino para acercarse a El... Y es el poeta quien ha guiado al 
  maestro de obra y el que realmente ha levantado la Catedral» (cf. Las 
  Catedrales de Francia... 30-31).
  Y también: «¡Ah! ¡Proporción! ¡Síntesis 
  de las artes! ¡Perfección incomprensible!... Pero ¿dónde 
  estás ahora? El artista parece haber perdido hasta la noción de 
  tu existencia, desde que ha renunciado a edificar el templo de Dios, desde que 
  se propone levantar el templo de la vanidad humana. Y para este nuevo templo 
  quiere materias más preciosas, prodigadas en tantos ornamentos como no 
  se han visto jamás. Pero la vanidad proclama la pobreza espiritual del 
  vanidoso. Demasiadas molduras en nuestros palacios. La mesura le conviene a 
  la morada del hombre como al hombre mismo... Nuestra ignorancia no nos permite 
  ver que nuestras catedrales son admirables, y por qué, y cómo. 
  Y los sacerdotes encomiendan sus nuevas iglesias a los arquitectos de nuestros 
  cafés cantantes y encargan sus estatuas de santos a los mercaderes» 
  (ibid., 78-79).
  
  III. La 
  arquitectura de la catedral
  Analicemos ahora, no tanto desde el punto de vista técnico cuanto más 
  bien mistérico, los dos grandes estilos que gestó la Cristiandad. 
  Lo haremos ayudándonos de lo que sobre ello ha escrito Daniel-Rops.
  
1. El románico
  En el curso del siglo XI, inspirándose en el modo de construir de la 
  época carolingia, apareció un nuevo estilo arquitectónico, 
  que se fue propagando por casi todas las regiones que habían estado en 
  la jurisdicción del gran Emperador. Tratábase de un arte lleno 
  de reminiscencias, como ya lo dijimos, de Roma, de Bizancio, del Oriente asiático 
  y del Islam. Poco a poco aquellos elementos se fueron fusionando hasta llegar 
  a constituir el primer arte románico, el de la abadía de Saint-Foy 
  de Conques y la basílica de San Hilario de Poitiers, ambas del siglo 
  XI. De la misma época es el coro de Saint-Sernin de Toulouse, anterior 
  a la primera Cruzada, más antiguo que la Chanson de Roland.
  Un abanico de iglesias semejantes comenzó a cubrir Europa, desde Cataluña 
  hasta Suiza. Eran edificios de estructura sólida y robusta, construidos 
  casi exclusivamente con piedra, cuyo exterior se caracterizaba por un sistema 
  de arquerías ciegas que ornaban la parte inferior de las cornisas. A 
  mediados del siglo XI, dichas iglesias se fueron ampliando; sus naves se alargaron 
  y se hicieron inmensas. Por algún tiempo se tanteó en la dirección 
  de la iglesia redonda, al estilo del Panteón romano o de la Capilla Palatina 
  de Aquisgrán, pero pronto ese plan fue abandonado casi en todas partes, 
  si bien no definitivamente ya que, cuando a raíz de la toma de Jerusalén, 
  los cruzados conocieron en Oriente las mezquitas redondas y los templarios tomaron 
  como sede la célebre mezquita de Omar, que es también circular, 
  entonces dicha forma volvió a aparecer en Europa, como puede verse, por 
  ejemplo, en las iglesias del Temple que hoy se conservan en Laon y Segovia. 
  Con todo, la iglesia redonda siguió siendo una forma más bien 
  singular.
  El modelo que prevaleció estuvo inspirado por la vieja basílica 
  romana, más apta para cobijar grandes multitudes, como eran las que se 
  dirigían a los diversos centros de peregrinación; una nave central 
  flanqueada por dos o más laterales*. Sobrias y sólidas, estas 
  primeras iglesias de la tradición románica producen ya esa impresión 
  de sacralidad y de placidez que conservaría siempre dicho estilo. El 
  arte del siglo XII fue sobre todo un arte contemplativo y monástico. 
  No, por cierto, que todos los artistas de entonces fuesen monjes, pero los que 
  inspiraban su estilo y sus temas lo eran casi todos. Con el tiempo, las naves 
  tenderían a ensancharse y elevarse, mientras que las torres y campanarios, 
  que en las iglesias paleocristianas y del primer bizantino solían estar 
  aisladas del edificio, se incorporaron ahora al bloque central, integrando en 
  adelante su fachada.
  *Cuando la Revolución Francesa destruyó la basílica de 
  San Martín de Tours, la más antigua y la más espléndida 
  de todas las iglesias de peregrinación en Francia, hizo desaparecer uno 
  de esos monumentos-tipos que explican toda una arquitectura. En efecto, sobre 
  ese santuario se modelaron la mayor parte de las iglesias que jalonan el camino 
  de Compostela. La red de iglesias románicas que va de San Martín 
  de Tours a Santiago de Compostela, muestra hasta qué punto el camino 
  de Compostela fue la gran ruta del arte (cf. E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIe siècle en France... 299-301).
  En cuanto a la techumbre, fue al comienzo de madera, a dos aguas, con vigas 
  que se apoyaban sobre ambos muros. Pero luego, y sobre todo en orden a ensanchar 
  la nave, los arquitectos románicos recurrieron frecuentemente a dos tipos 
  de bóvedas heredadas de Roma: la llamada «bóveda de cuna», 
  que es simplemente un techo en forma de semicírculo, y la «bóveda 
  de aristas», que se define como la línea de intersección 
  de dos planos en forma de cuna, de lo que resultan cuatro compartimentos, cada 
  uno de los cuales se apoya por su base sobre sólidos soportes. Porque 
  el defecto de la bóveda romana era el inmenso peso de su mole, para contener 
  el cual no quedaba otro recurso que reforzar los muros, haciéndolos anchos 
  y fornidos, de un metro y medio o dos, lo cual no permitía casi la apertura 
  de ventanas para el ingreso de la luz.
  Los templos románicos que han llegado hasta nuestros días se nos 
  muestran despojados, robustos como la fe de aquella gente, severos y grises. 
  Así los hemos conocido y así los hemos amado. Sin embargo, originalmente 
  sus muros estaban pintados, cubiertos de coloridos frescos, como todavía 
  lo podemos observar en la basílica romana de San Juan ante Portam Latinam. 
  Sus altares eran de plata y esmalte, y un crucifijo imponente, que colgaba en 
  la entrada del coro, dominaba el conjunto con severa majestad.
  Entre 1000 y 1200, la Cristiandad se cubrió de edificios románicos, 
  desde las más humildes iglesias rurales o capillas de templarios construidas 
  en planta rectangular con ábside semicircular, hasta esas enormes basílicas, 
  aptas para acoger a miles de peregrinos. Brotaron iglesias en Francia, Alemania, 
  España, Italia, Inglaterra. Todas eran del mismo estilo, y sin embargo 
  muy diversas entre sí. Tan románica es Santiago de Compostela 
  como San Sernin de Toulouse, San Ambrosio de Milán, San Zenón 
  de Verona, las catedrales de Durham y Módena, San Miniato de Florencia, 
  y tantas otras... Algunos estudiosos han intentado clasificarlas por escuelas, 
  otros han querido catalogarlas por regiones. Labor infructuosa quizás. 
  Tratóse más bien de un magnífico poema en que cada región 
  pronunció su estrofa original. 
  Así fue el románico, primera expresión arquitectónica 
  del arte medieval. Con frecuencia se ha considerado al gótico como el 
  estilo propiamente medieval, en detrimento del románico. Mas ello no 
  es así. Ambos estilos son típicamente medievales. Si la iglesia 
  gótica simboliza el vuelo vertical del alma mística hacia Dios, 
  la iglesia románica, en cierto modo horizontal, expresa el carácter 
  peregrino y viril de la Iglesia militante. Esta arquitectura que, como dijimos, 
  es profundamente monacal, constituye una delicada pero elocuente convocatoria 
  a la vida interior, a la contemplación silenciosa. Es cierto que el románico 
  se vio ulteriormente superado, pero eso no acaeció porque hubiese entrado 
  en un ocaso cultural o cultual, sino porque, técnicamente, se abrían 
  camino nuevas soluciones a sus dificultades edilicias. Alguien ha dicho que 
  si el románico es la expresión más espléndida de 
  la fe, el gótico, que lo sucederá, es la manifestación 
  más lograda de la esperanza que anida en el hombre, de la nostalgia verticalizante 
  de Dios. Quiero, con todo, confesar aquí que mi predilección particular 
  recae en el románico más que en el gótico.
  2. El gótico
  «El románico es siempre más o menos la bóveda, la 
  cripta pesada. El arte está ahí prisionero, sin aire. Es la crisálida 
  del gótico», escribía Rodin. (Las Catedrales de Francia... 
  93). Sin embargo agregaba enseguida: «El gótico, aun en la época 
  de su más excesiva prodigalidad de ornamentos, no ha desconocido jamás 
  el principio románico. Sucede al románico como la flor sucede 
  al capullo» (ibid., 94).
  La catedral gótica se diferencia de la románica por dos características 
  notables. La primera es su verticalidad. Nadie que entre en una iglesia gótica 
  dejará de experimentar una suerte de vértigo invertido, o lo que 
  llama Daniel-Rops, «la poderosa sugestión del auge vertical de 
  sus líneas». Mientras la basílica románica está 
  enraizada en el suelo, sólidamente apoyada sobre sus bases, aquélla 
  es una construcción erguida, un edificio que está de pie. La segunda 
  característica es la iluminación. La iglesia románica, 
  por exigencias técnicas, estaba impedida de abrir ventanales en razón 
  del gran espesor de sus muros, debiéndose contentar con aberturas pequeñas 
  que permitían un paso menguado de la luz; la técnica gótica–, 
  en cambio, al permitir el acceso abundante de la luz, inundaría el edificio 
  entero con una claridad pletórica de colores. Como bien señala 
  Daniel-Rops, esos dos rasgos distintivos que tanto nos impresionan cuando penetramos 
  en el interior de una catedral gótica, influyen de manera determinante 
  en el alma. «Pues en ella se exalta algo sobrenaturalmente unido a ese 
  ímpetu ya esa llamada a las alturas; y la instintiva dicha que derrama 
  la luz a torrentes parece la promesa de los esclarecimientos definitivos, y 
  el reflejo terrestre de la luz increada» (La Iglesia de la Catedral y 
  de la Cruzada… 450).
  No es que los arquitectos que hicieron las catedrales góticas, agrega 
  el escritor francés, se propusieran de manera expresa construir las naves 
  con una altura tan vertiginosa como para que pudiesen expresar el ímpetu 
  místico de las almas, ni multiplicar los ventanales con el fin de que 
  la luz que por ellas se filtrara simbolizase al Dios que es la fuente de toda 
  iluminación interior. En la base de las grandes innovaciones que el arte 
  ha conocido se encuentra siempre un invento técnico, en nuestro caso, 
  la ojiva, un recurso descubierto para resolver el problema del techo de la nave, 
  más apto que la antigua y pesada bóveda románica. La nueva 
  copertura, que descansaba sobre cuatro sólidos pilares. Y cuyos aspectos 
  técnicos no tenemos acá tiempo de desarrollar, no pesando ya casi 
  nada, podía elevarse todo lo alto que se quisiera, y en consecuencia 
  los muros podían ser mucho más estrechos, lo que permitía 
  abrir en ellos grandes ventanales que tenderían a ocupar buena parte 
  del espacio. Esta innovación, que hizo posible la catedral gótica, 
  no contenía en sí misma ninguna significación específicamente 
  religiosa. Lo prueba el hecho de que sirvió también para cubrir 
  salas de toda índole, dormitorios o bodegas. «Pero, y ahí 
  está el misterio del arte, la invención técnica se produjo 
  en el mismo momento y en las condiciones en que, por todo un juego de concordancias, 
  y por la coincidencia de aspiraciones, podía lograr sus más notables 
  triunfos y asumir su pleno sentido espiritual» (ibid., 450-451). Y así 
  se hablaría de la ojiva, o mejor, del cruce de ojivas, como de un símbolo 
  de la plegaria verticalizada: «la ojiva que se cierra como se juntan las 
  manos».
  Quedaba un solo problema: cómo hacer para que aquellos cuatro pilares 
  sobre los cuales caía todo el peso de los arcos de la ojiva, se mantuviesen 
  sólidamente en su lugar. La solución fue simple: se los apuntaló 
  desde afuera del edificio, haciendo que el peso de la mole fuese recogido y 
  conducido por los arbotantes hasta unos macizos pilares de piedra, los contrafuertes, 
  bien cimentados en la tierra. Y para estar todavía más tranquilos, 
  se los cargó con un peso suplementario, el pináculo, también 
  de piedra. Fue una solución sugerida por el sentido común: cuando 
  una pared corre peligro de desplomarse, se la contiene con una traba oblicua, 
  y para evitar que ésta se resbale, se recarga lo más posible su 
  punto de apoyo en la tierra. Analizando la configuración exterior e interior 
  de estas catedrales, un especialista del gótico ha señalado que 
  si el espacio interior es todo mística, el exterior del edíficio 
  es todo escolástica. Pero ello en íntimo desposorio, ya que la 
  mística del espacio interior redunda hacia el exterior, hacia esa «escolástica 
  de piedra». Todos los recursos técnicos parecen contribuir para 
  expresar dicha idea; los pináculos, por ejemplo, no dan la impresión 
  de pesar sobre los contrafuertes, sino de integrarse en el movimiento ascensional, 
  como si los elementos externos del edificio no hiciesen sino retomar el impulso 
  vertical del espacio interior. Las fuerzas hacia lo alto, que en el interior 
  se encontraban de alguna manera aprisionadas en el espacio cerrado, parecen 
  liberarse en la parte exterior de modo que, ya sin limitación alguna, 
  se lanzan al infinito. Es el preludio del gran movimiento de las torres, de 
  alturas hasta entonces jamás alcanzadas (82 metros en Reims, 123 en Chartres, 
  160 en Ulm), y de sus agujas, transfiguración del trascendentalismo gótico.
  No es una de las menores paradojas de la arquitectura gótica, como bien 
  lo señala Daniel-Rops, la de dar la impresión de un ímpetu 
  hacia el cielo cuando en realidad su entera estructura edilicia responde a un 
  movimiento que va de arriba hacia abajo. Toda esa filigrana de vitrales y de 
  ojivas reposa sobre cimientos de enorme volumen, hundidos en el suelo hasta 
  más de quince metros. Como cuando se trata del románico, algunos 
  escritores han querido determinar diversas escuelas dentro del gótico. 
  Se ha hablado así de un gótico francés, el de Laon, Notre-Dame 
  de París, Chartres, Reims, Amiens; de un gótico alemán, 
  algunos de cuyos exponentes serían Naumburg, Bamberg, Strasburg; de un 
  gótico inglés, con Wells, Salisbury; de un gótico español, 
  el de Zamora, Salamanca, Barcelona, León, Burgos, Toledo; de un gótico 
  portugués, en Lisboa, Oporto, Evora; de un gótico italiano, el 
  de Siena, Orvieto, Milán... Nos parece un intento excesivamente libresco 
  y preferimos resaltar la unidad de un estilo que hizo las delicias de la Cristiandad. 
  
  Digamos, para terminar, que aquel arte casi sobrehumano no lo fue a la manera 
  de Nietzsche, sino al modo evangélico, y por eso siguió siendo 
  profundamente humano. Nada encontramos en él de colosal, de desmesurado, 
  al modo de los templos romanos de la decadencia. La arquitectura, grandiosa 
  por cierto, conserva la dimensión humana, como lo prueba, por ejemplo, 
  el tamaño que aquellos arquitectos asignaron a las puertas de sus catedrales 
  y hasta a las gradas de sus escaleras, siempre a la medida del hombre. Por eso 
  se experimenta mucha mayor impresión de majestuosidad en Amiens o en 
  Santiago de Compostela que en San Pedro de Roma, ya que, aunque ello suene a 
  paradoja, en la inmensidad del monumento renacentista –espacios y puertas– 
  falta esa escala humana. El profundo humanismo de la doctrina tomista encuentra 
  en el gótico su más lograda explicitación.
  Tal fue el arte que en la época del Renacimiento se quiso estigmatizar 
  calificándoselo de «gótico», cosa de godos, de bárbaros, 
  y en el cual Fénelon no veía más que un confuso amasijo 
  de extraños adornos (cf. Daniel-Rops, op. cit., 443-453).
  
  IV. La 
  escultura de la catedral
  La escultura es hija de la arquitectura. No resulta, pues, insólito, 
  que la madre la incluyese amorosamente en su ímpetu místico y 
  trascendentalista. Abordaremos este tema con cierta extensión, ya que 
  ilumina esplendorosamente el sentido y el simbolismo del arte medieval.
  1. Resurrección y desenvolvimiento de la escultura
  Ya hemos dicho anteriormente que el genio griego, genio plástico por 
  excelencia, que había logrado conferir a la estatua una belleza incomparable, 
  a partir del siglo V fue relevado por otro tipo de genio, nacido en Siria y 
  en la Mesopotamia, que predileccionaría un arte nuevo, el cual acabaría 
  por conquistar el mundo cristiano. Tratábase de un arte puramente decorativo, 
  merced al cual la escultura pasaría a un segundo plano. No ha de olvidarse, 
  por otra parte, que el naufragio cultural ocasionado por las invasiones bárbaras, 
  si bien había respetado, en cierto grado, la arquitectura, porque el 
  hombre no puede vivir sin casas ni el cristiano sin iglesias, barrió 
  prácticamente .con cualquier tipo de escultura, máxime que algunos 
  cristianos consideraban a ésta como inseparable del paganismo idolátrico. 
  El Oriente prefirió decorar sus iglesias y :palacios con mosaicos, pinturas 
  y tapices, y la primera Europa cristiana, la de la época de Carlomagno, 
  se puso en dicha escuela.
  Fue sólo al fin de la era carolingia cuando reapareció tímidamente 
  la escultura, no bajo la forma de estatua sino de bajorrelieve, que en su origen 
  no fue sino una transposición de la miniatura. Recién en el siglo 
  XI la escultura comenzó a germinar ya crecer.
  El primer espacio que logró conquistar fue el capitel. Hasta entonces 
  éste se había contentado con imitar los modelos corintios, pero 
  ahora comenzaba a revestirse de una decoración geométrica, vegetal 
  o animal, e incluso humana, si bien todavía tosca y como escondida en 
  la piedra. Luego, cuando el pórtico fue tomando mayores dimensiones, 
  comenzó a aparecer lo que se dio en llamar la estatua-columna, es decir, 
  la pilastra que adopta la forma humana, como pudo verse quizás por primera 
  vez en el pórtico real de Chartres*. Ulteriormente la escultura ganó 
  otras partes del edificio, principalmente el tímpano, espacio triangular 
  entre las dos cornisas inclinadas del frontón y la horizontal inferior 
  o dintel, que ofrecía una amplia superficie para la representación 
  de grandes escenas**.
  *No se olvide la importancia que teman los pórticos por ser el lugar 
  de ingreso al interior del templo o recinto sagrado. En uno de ellos se lee: 
  Ingrediens templum refer ad sublimia vultum («entrando en el templo, eleva 
  tu rostro a lo sublime»). 
  **Viene aquí a cuento recordar la famosa polémica que a raíz 
  de la introducción de estos ornatos mantuvo S. Bernardo, especialmente 
  con los monjes de Cluny. En los mismos momentos en que el abad de Claraval despojaba 
  a las iglesias cistercienses de todos sus adornos, Pedro el Venerable, abad 
  de Cluny, hacía cincelar los capiteles y esculpir los tímpanos 
  de sus monasterios. La elocuencia del ardiente apóstol de la austeridad 
  y del despojo no logró persuadirlo de que la belleza fuese peligrosa; 
  por el contrario, veía en ella, como cien años atrás había 
  dicho S. Odón, también abad de Cluny, un presentimiento del cielo. 
  «El amor del arte –escribe E. Mâle– es una de las grandezas 
  de Cluny, que las tuvo tantas» (L’art religieux du XIIe siècle 
  en France... págs. II-III).
  Con todo, aquel arte, todavía elemental, pero ya tan prometedor, estaba 
  íntimamente subordinado a la arquitectura. El escultor trabajaba para 
  la arquitectura, ningún detalle de ornamentación podía 
  desentenderse del conjunto arquitectónico. Las figuras de los pórticos 
  estaban talladas en el mismo bloque que la columna o la pilastra, a tal punto 
  que cuando los energúmenos de la Revolución Francesa quisieron 
  destruir las estatuas de las catedrales románicas, no pudiendo separarlas 
  de la piedra, tuvieron que destrozarlas a martillazos. Una de las críticas 
  que se ha hecho a estas primerizas figuras de los pórticos, como las 
  de Chartres, por ejemplo, es su aparente rigidez, pero los que tal cosa objetan 
  no se dan cuenta que las hacían así adrede, ya que las líneas 
  de las estatuas tenían que sujetarse a las otras líneas exigidas 
  por la hilera de columnas a las que reemplazaban. En esta primera etapa la escultura 
  fue hija sumisa de la arquitectura, y es evidente que a ello se debe la impresionante 
  sensación de unidad que suscita la contemplación de aquellas antiguas 
  catedrales.
  Sin embargo, con el correr del tiempo se fue produciendo un cambio altamente 
  significativo. Sin traicionar lo más mínimo el plan unitario que 
  había presidido la primitiva manera de construir, los escultores comenzaron 
  a concebir sus obras con mayor libertad y autonomía. Sus estatuas seguían 
  siendo esculpidas en los mismos bloques del edificio, pero ahora parecía 
  como si se evadiesen de ellos, desbordando, aunque sólo fuese por los 
  pliegues de los vestidos, la alineación estricta de las líneas 
  arquitectónicas. Si bien este cambio trajo consigo que el conjunto del 
  monumento perdiera tal vez algo de su unidad, con todo la escultura ganó 
  en agilidad, perfección y gracia.
  El paso de la estatua-columna a la estatua más independiente fue, en 
  cierta manera, el tránsito de la escultura románica –la 
  de Vézelay, Autun, Moissac, Santiago de Compostela y el espléndido 
  pórtico real de Chartres–, la escultura gótica –la 
  de Reims, Amiens, Burgos, Naumburg–, una evolución semejante a 
  la que implicó el paso de la arquitectura románica a la gótica. 
  Había llegado la hora en que la escultura alcanzaría una plenitud 
  insospechada. La estatuaria, bajo la técnica del altorrelieve, se expresaría 
  en variadísimas figuras de diversas tallas, que iban desde los 20 centímetros 
  hasta los 5 metros, ocupando arquivoltas, tímpanos, rosetones, las columnitas 
  de las puertas, las galerías de las fachadas, los pórticos laterales, 
  los contrafuertes, los pináculos, los campanarios... La severidad de 
  la estilización bizantina había desaparecido casi por completo 
  para dejar lugar a un nuevo realismo, sacro por cierto, pero más cercano 
  a nosotros, a una euritmia de formas y de actitudes, donde el ideal y la belleza 
  se armonizan de manera admirable. La variedad y la gracia se notan, por ejemplo, 
  en la insinuación de algún gesto, el esbozo de una sonrisa, la 
  inclinación de una cabeza o el adivinarse de una rodilla bajo el paño 
  de piedra. La cumbre de este esfuerzo se alcanzó en el Reims del Angel 
  de la Sonrisa, en el pórtico de Amiens con su famoso Beau Dieu, o en 
  el Pórtico de la Gloria de Compostela con la imagen de Santiago.
  También en el campo de la escultura hubo notables diferencias según 
  las regiones. La más llamativa y original sea quizás la que se 
  cultivó en Italia. La escultura italiana penetró en algunas partes 
  de la catedral a las que hasta –entonces no había llegado en otros 
  lugares, como por ejemplo el púlpito, que adquirió especial relevancia 
  por el bosque de pequeñas figuras de mármol que lo decoraron, 
  evocando escenas de la Sagrada Escritura, según puede verse en las catedrales 
  de Siena y de Pisa; y también la puerta, cuyas hojas fueron admirablemente 
  decoradas con garbosas ilustraciones de bronce, cual puede observarse en San 
  Zenón de Verona o en el acceso posterior de la catedral de Pisa.
  Refiriéndose a esto escribe Daniel-Rops: «No sabemos a qué 
  inmemorial tradición ya qué disciplina del arcano obedecerían 
  al hacer esto, puesto que desde los tiempos bíblicos, la “puerta” 
  había tenido siempre un sentido simbólico y su apertura significaba 
  el acceso a lo divino. Desde Bizancio, desde la venerable basílica de 
  Santa Sabina en Roma, desde Salerno o desde Hildesheim se transmitió 
  la costumbre de cincelar aquellas pesadas hojas; se las adornó con páginas 
  enteras de bronce; y cuando el Renacimiento hizo sonar una nueva hora, Andrés 
  de Pisa y Ghiberti, dieron a esta tradición su forma sublime y se obtuvieron 
  así aquellas gloriosas puertas que Miguel Angel apodó “puertas 
  del paraíso”» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 
  480).
  Pregúntase Daniel-Rops si era solamente estético y decorativo 
  el fin que intentaban los constructores al conceder una importancia tan grande 
  a la plástica. «Ciertamente que no. Un Sínodo reunido en 
  Arrás hacia el 1025 había aconsejado representar sobre los muros 
  de los santuarios, las escenas y las enseñanzas de la Sagrada Escritura, 
  pues, decía, ello permite a los analfabetos conocer lo que los libros 
  no pueden enseñarles. San Gregorio Magno lo había dicho ya en 
  el siglo VI. Esta intención fue la de los artistas románicos y 
  góticos. Se ha comparado a menudo la catedral, sobre todo desde Víctor 
  Hugo, a un gran libro de piedra donde podían instruirse los más 
  humildes, a una Biblia en imágenes que hablaban con voz que todos entendían. 
  Sin embargo podemos maravillarnos legítimamente de que un inmenso pueblo 
  pudiera comprender este lenguaje, y se interesase por tantos hechos, por tantas 
  historias o por tantos signos que son letra muerta para la inmensa mayoría 
  de los hombres del siglo XX» (ibid., 462. Para el análisis de la 
  escultura medieval en su conjunto, cf. 458-462).
  2. El 
  «Speculum Maius» y los grandes temas de la escultura medieval
  Abundemos un tanto en la temática que inspiraba a los escultores de la 
  Edad Media. El mundo de la escultura medieval es como un bosque inmenso. A nuestro 
  juicio nadie lo ha penetrado mejor que ese genio de la crítica del arte 
  que es Emile Mâle. El eminente estudioso basa .su investigación 
  en la teoría que se encuentra expresada en una obra que fue clásica 
  durante el Medioevo, el Speculum maius, del erudito dominico francés 
  Vincent de Beauvais, autor en cierto modo comparable con el mismo Sto. Tomás, 
  amigo como éste del rey S. Luis, cuya biblioteca frecuentaba. La obra, 
  escrita a mediados del siglo XIII, es realmente abrumadora por los conocimientos 
  que revela. Divídese en cuatro grandes partes.
  En la primera de ellas, que lleva por título «Espejo de la Naturaleza», 
  sobre la base del relato de la creación se estudian los diversos elementos 
  que integran el cosmos, los minerales, los vegetales, los animales, y finalmente 
  el hombre.
  En la segunda parte, denominada «Espejo de la Ciencia», tras señalarse 
  hasta qué punto la caída original afectó la naturaleza 
  humana y la consiguiente necesidad que tiene el hombre de un Redentor para alcanzar 
  su salvación, se explica cómo :aquél puede colaborar en 
  la misma mediante el conocimiento y la acción cotidiana, pasándose 
  luego revista a las diversas ciencias y artes ya los trabajos del hombre.
  En la tercera parte, titulada «Espejo moral», se muestra que no 
  basta con saber y con obrar, sino que es preciso comportarse .de una manera 
  ética, ofreciéndose a continuación un detallado estudio 
  de los diversos vicios y virtudes, en estrecho parentesco con el análisis 
  tomista de la Summa Theologica. La obra se cierra con lo que su autor llama 
  el «Espejo histórico», donde el sabio dominico expone las 
  grandes líneas de la historia de la salvación que es, en última 
  instancia, la historia de la Ciudad de Dios. El Speculum maius fue la Enciclopedia 
  del siglo XIII.
  Emile Mále afirma que esta obra puede resultar la guía de consulta 
  más segura para llegar a comprender las ideas directrices de la iconografía 
  medieval, especialmente en el ámbito de Francia, al que dedica su estudio, 
  aun cuando resulta fácilmente aplicable al de otras regiones de la Cristiandad, 
  señalando analogías impresionantes entre aquel escrito y los pórticos 
  de las catedrales. Si bien no consta que los artistas se hayan inspirado directamente 
  en esa gran obra literaria, con todo, el hecho de que el «Speculum maius» 
  no pertenezca con exclusividad a Vincent de Beauvais sino a la Edad Media en 
  su totalidad, permite afirmar los denominadores comunes. «El mismo genio 
  ha dispuesto los capítulos del Espejo y las estatuas de las catedrales: 
  es pues legítimo buscar en los unos el secreto de las otras» (cf. 
  L’art religieux du XIIIe siècle en France).
  No resulta ello extraño ya que la Edad Media concibió el arte 
  como la expresión de la doctrina al tiempo que como cátedra de 
  la misma. Todo lo que el hombre necesita conocer: la historia del mundo desde 
  su creación, los misterios del cristianismo, la vida y los ejemplos de 
  los santos, la diversidad de las virtudes, la variedad de las ciencias, artes 
  y oficios, se transparentaba en los vitrales de las iglesias, a través 
  de la luz transfigurada, y se materializaba en las estatuas de los pórticos, 
  cuyo ordenamiento jerarquizado no era sino el reflejo del orden admirable que 
  reinaba en el mundo de las ideas, según lo había expuesto Sto. 
  Tomás. Por la intermediación del arte, las lucubraciones más 
  elevadas de la teología y de la ciencia llegaban confusamente hasta las 
  inteligencias más humildes.
  Recordemos asimismo un dato imprescindible para penetrar en el mundo de la iconografía 
  medieval, y es su carácter alegórico. Tal es una de sus características 
  más propias. Su lenguaje es eminentemente simbólico. Para el hombre 
  de aquel tiempo, no sólo los doctos sino también el pueblo sencillo, 
  la historia y la naturaleza eran un inmenso símbolo. Y consiguientemente 
  lo era también el arte, que las representaba: mostraba una cosa, invitaba 
  a ver otra. El artista, habrían podido decir los doctores, debe imitar 
  a Dios, que ha escondido un sentido profundo bajo la letra de la Escritura. 
  La predilección por el simbolismo se advertía particularmente 
  en el ámbito de la liturgia. Véase, si no, aunque tan sólo 
  fuera a modo de ejemplo, los comentarios con que Guillaume Durand, prelado francés 
  del siglo XIII, acompañaba la explicación de la Santa Misa, donde 
  hasta las rúbricas se transfiguran. El simbolismo del culto familiarizaba 
  a los fieles con el simbolismo del arte. 
  Señala E. Mâle que desde la segunda mitad del siglo XVI, el arte 
  de la Edad Media se convirtió en un enigma inextricable, precisamente 
  porque habla muerto el simbolismo, entendiéndose la imagen en una forma 
  muy diversa al modo como la hablan comprendido los medievales. Aparecieron entonces 
  los «técnicos del arte», quienes intentaron descifrar los 
  presuntos «enigmas» de los bajorrelieves y de las estatuas como 
  si se tratase de monumentos de la India. En el pórtico de Notre-Dame 
  de París creyeron encontrar el secreto de la piedra fiosofal, o en su 
  Zodíaco un argumento en favor del origen solar de todos los cultos! (cf. 
  L’art religieux du XIIIe siècle en France…, pág.II).
  Trataremos ahora de aplicar las cuatro partes del libro de Vincent de Beauvais 
  a la iconografía medieval, siguiendo las eruditas explicaciones de E. 
  Mâle. 
  
a) 
  La naturaleza
  
Si observamos cualquiera 
  de las grandes catedrales, inmediatamente nos llamará la atención 
  el ver allí representados, no sólo en los capiteles de las naves 
  sino también en su parte exterior, plantas diversas y animales extraños 
  para el europeo como el león, el elefante, el camello, e incluso fieras 
  exóticas y monstruosas. A fin de entender esta fauna tan variada y original 
  que nos observa desde las catedrales, es conveniente recurrir a aquellos famosos 
  libros del siglo XII denominados «Bestiarios», antologías 
  de fábulas o de relatos de animales reales o legendarios, con aplicaciones 
  a la vida humana e incluso a los misterios del cristianismo, que sin duda influyeron 
  en la decoración de las iglesias. En la nave de la catedral de Le Mans, 
  por ejemplo, un precioso capitel del siglo XII nos muestra una lechuza acosada 
  por un grupo de pájaros pequeños. Por el Bestiario sabemos que 
  la lechuza (nicticorax), que no ve sino de noche, era una figura del pueblo 
  judío que prefiere las tinieblas a la luz, objeto de burla para los demás. 
  En un capitel de Vézelay se ve un personaje que parece avanzar hacia 
  un animal compuesto, gallo por delante, serpiente por detrás, lo que 
  llamaban un basilisco. El Bestiario explicaba que ese extraño animal, 
  que participa de la naturaleza del pájaro y de la serpiente, no era temible 
  al hombre sino por su mirada, que resultaba letal; sin embargo el fluido mortal 
  que arrojaba no era capaz de atravesar un vidrio, y por consiguiente bastaba 
  con cubrirse el rostro con una escafandra para poder mirarlo impunemente. ¿Qué 
  es el basilisco, agregaba el Bestiario, sino una figura del demonio, sobre el 
  que Cristo triunfó encerrándose en el seno de una Virgen más 
  pura que el cristal?
  Un capitel del claustro de Tarragona nos muestra un zorro tirado en tierra y 
  que parece tan muerto que ]os pájaros revolotean despreocupadamente en 
  torno a su cadáver. El texto del Bestiario nos informa que el zorro no 
  está muerto, sino que finge estarlo para atraer a los pájaros 
  incautos; cuando éstos están a su alcance, se levanta de un salto 
  y los atrapa; imagen de los engaños del demonio que nos atrae y nos devora. 
  En otro capitel se ve un barco dado vuelta, un hombre que se cae al mar y un 
  enorme pez al que un nadador trata de atravesar con su puñal. Según 
  el Bestiario, la ballena era un animal que engañaba a veces a los navegantes; 
  imaginándose ver una isla, amarraban allí sus naves y hacían 
  fuego sobre la espalda del monstruo; de pronto la ballena se sumergía, 
  arrastrando la nave y su tripulación al fondo del mar; imagen también 
  de las tretas engañosas del demonio (cf. ibid., 332-334).
  Frecuentemente vemos en las fachadas de las catedrales los famosos cuatro animales 
  que, como se sabe, representan a los cuatro evangelistas: el león a S. 
  Marcos, quien desde las primeras líneas de su evangelio nos habla de 
  la voz que clama en el desierto; el toro a S. Lucas, quien comienza el suyo 
  por el sacrificio que ofrece Zacarías; el águila a S. Juan, porque 
  desde el prólogo se eleva a las alturas de la divinidad, mirando al sol 
  en la cara; y el hombre a S. Mateo, quien abre su evangelio con la genealogía 
  de Cristo según la carne. Pero también esos cuatro seres simbolizaban 
  los principales misterios de la vida de Cristo: el hombre recuerda su encarnación, 
  el toro su sacrificio, el león simboliza su resurrección, y el 
  águila su gloriosa ascensión. Según el Bestiario, el león 
  pasaba por dormir con los ojos abiertos. Asimismo podían representar 
  las virtudes necesarias para la salvación: el cristiano debe ser hombre, 
  porque ha de ser racional; toro, porque debe inmolarse a sí mismo; león, 
  porque no puede ceder a la cobardía; águila, porque ha sido llamado 
  a elevarse a las alturas. Eso es lo que enseñaba la Iglesia sobre el 
  simbolismo de los cuatro animales (cf. E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIIe siècle en France... 36-37). Una sola de esas explicaciones, 
  la relativa a los evangelistas, sobrevivió a la Edad Media. Las otras 
  desaparecieron en la época de la Reforma.
  La enseñanza de los Bestiarios penetraron en el acervo del clero de la 
  Edad Media por un libro de Honorio de Autun, autor del siglo XII, que llevaba 
  por titulo Speculum Ecclesiæ, antología de sermones para las principales 
  fiestas del año (PL 172. 813-1108). Diversas figuras de las catedrales 
  pueden explicarse a la luz de esa obra. Por ejemplo en Lyon se encuentra un 
  medallón de la resurrección del Señor, que está 
  flanqueado por la escena de Jonás y la ballena, conocida imagen de dicho 
  misterio, pero también por un león acompañado de sus cachorros 
  brincando. «Se cuenta –dice Honorio tras los Bestiarios– que 
  la leona pare cachorros que nacen muertos, pero tres días después, 
  un rugido del león los devuelve a la vida. Así Cristo estuvo en 
  la tumba como muerto, pero al tercer día se levantó, despertado 
  por la voz de su Padre» (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe 
  siècle en France... 40-41).
  Por cierto que no siempre hay que buscar un sentido simbólico a los animales 
  que comparecen en los pórticos o capiteles: leones enfrentados, por ejemplo, 
  o pájaros con sus cuellos entrelazados, o águilas de dos cabezas. 
  Lo más frecuente es que su oficio sea puramente decorativo. En esto S. 
  Bernardo tenía razón; dichos monstruos no son didácticos, 
  exclamaba con indignación, no están destinados a instruir sino 
  a agradar. «Esos monstruos –comenta Mâle– son el legado 
  de los viejos paganismos del Asia, y a nosotros nos parecen maravillosamente 
  poéticos, cargados, como están, de los ensueños de cuatro 
  o cinco pueblos que se los transmitieron unos a otros durante miles de años. 
  Ellos introducen en la iglesia románica la Caldea y la Asiria, la Persia, 
  el Oriente griego y el Oriente árabe. Toda Asia aporta sus presentes 
  al cristianismo, como antaño los Magos al Niño» (L’art 
  religieux du XIIe siècle en France... 363).
  De modo que, abstracción hecha de ejemplos muy precisos, en que la influencia 
  simbolizante de Honorio de Autun y de los Bestiarios resulta incontestable, 
  las figuras de animales que aparecen en las iglesias revisten un carácter 
  meramente decorativo. O en alguna circunstancia particular pueden aludir a un 
  hecho histórico determinado, como por ejemplo las 16 estatuas de bueyes 
  que se encuentran en Laon, presumiblemente puestas allí para perennizar 
  el recuerdo de los bueyes infatigables que durante varios años estuvieron 
  transportando desde la llanura a la cumbre de la acrópolis las piedras 
  de la catedral. Pero este es un caso muy especial. Por lo general, los artistas 
  recurrieron a los animales para adorno de la casa de Dios. La iglesia era el 
  resumen del mundo (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France... 54-56).
  Asimismo en las catedrales se encuentran a veces, como en los misales o en los 
  Libros de Horas, figuras de dragones con cabeza de obispos, un mono disfrazado 
  de monje... La risa no fue proscripta de la Edad Media. No en vano Dante reservaba 
  un círculo del infierno «para los que lloraron, cuando pudieron 
  ser felices» (ibid., 59-61).
  
b) 
  El trabajo, las artes y las ciencias
  
Ya hemos señalado 
  poco antes el lugar que tenían en las catedrales los calendarios de piedra, 
  admirablemente esculpidos en sus portales, como los encontramos en Chartres, 
  Amiens, Reims, Ferrara, caracterizando los distintos tiempos del año, 
  en base a la diversidad de las actividades agrícolas. En esos pequeños 
  recuadros, obras de verdadera poesía, el escultor cristalizaba los gestos 
  permanentes y reiterados del hombre común. Recordemos que los artistas 
  de las catedrales no vivían lejos de la naturaleza. Al pie de las murallas 
  de las pequeñas ciudades de la Edad Media comenzaba el campo, las llanuras, 
  las tierras aradas y sembradas, el noble ritmo de los trabajos virgilianos (cf. 
  ibid., 65-66).
  Mas no sólo el trabajo dignificaba al hombre, y merecía por ello 
  figurar en las catedrales, sino también, y aún en un grado superior, 
  el saber y la ciencia. Las siete artes liberales –el trivium y el quadrivium– 
  abrían siete caminos a la inteligencia del hombre, resumiendo el conjunto 
  de los conocimientos que éste podía adquirir, aparte de la revelación. 
  Y por encima de ellas, la filosofía, su corona. Los medievales no dejaron 
  de esculpir estas siete u ocho Musas en la fachada de sus catedrales, generalmente 
  bajo la forma de jóvenes llenas de circunspección, majestuosas 
  como reinas, cada una llevando en sus manos los atributos propios de su especialidad, 
  de simbolismo claro, sin duda, para sus contemporáneos, aunque no siempre 
  para nosotros. Nos impresiona verlas en la catedral de Chartres; en ninguna 
  parte las siete musas fueron más honradas que en ese centro intelectual. 
  También en la catedral de París, Que vio crecer a su sombra la 
  joven Universidad (cf. ibid., 75.81-82).
  A las figuras de las siete Artes y de la Filosofía, ulteriormente se 
  agregaron algunas otras, como la que representa a la Medicina, por ejemplo en 
  Laon, o la Arquitectura, en Chartres, esta última bajo la forma de un 
  hombre que tiene en sus manos la regla y el compás. Semejante esfuerzo 
  por ampliar el marco un tanto estrecho del trivium y el quadrivium, descubre 
  el anhelo de cobijar en la catedral todo conocimiento, toda ciencia, toda arte 
  (cf. ibid., 92-93).
  
c) 
  El combate interior o la moral
  
Esta parte del 
  Speculum maius se refleja también en las catedrales del Medioevo. Es 
  cierto que el tema de la lucha espiritual, medular en el Evangelio, ya había 
  tomado forma literaria en el famoso poema que redactara Prudencio, español 
  del siglo IV, el primer poeta cristiano, bajo el título de Psycomachia, 
  donde el autor describe en versos virgilianos la batalla de las Virtudes y los 
  Vicios. Allí vemos al Pudor, joven virgen de armadura resplandeciente, 
  recibiendo el choque de la Libido, una cortesana; la Paciencia, reservada y 
  modesta, espera el ataque de la Ira; la Soberbia, sobre un caballo fogoso, enfrenta 
  a la Humildad, quien toma la espada que le tiende la Esperanza y le corta la 
  cabeza; la Lujuria, lánguida, con los cabellos perfumados, es vencida 
  por la Sobriedad; la Discordia o Herejía es derrotada por la lanza de 
  la Fe... Las Virtudes, por fin victoriosas, celebran su triunfo elevando un 
  templo semejante a la Jerusalén nueva del Apocalipsis.
  Tal el poema de Prudencio en que se inspiraron los artistas. Inicialmente el 
  tema fue representado bajo un aspecto caballeresco, de torneo feudal. Pero en 
  el curso del siglo XIII varió el estilo, manteniéndose por cierto 
  el tema de fondo. Las virtudes siguen triunfando sobre los vicios, pero parecen 
  haber vencido sin combate; tienen a éstos bajo sus pies y ni siquiera 
  se dignan mirarlos. Los artistas ya no querían representar la batalla 
  sino la victoria (cf. ibid., 100-106).
  Otras veces los vicios y las virtudes aparecen representados como dos árboles 
  vigorosos. Uno es el árbol del viejo Adán y tiene por raíz 
  y tronco la soberbia. Siete ramas principales parten del tronco: la envidia, 
  la vanagloria, la cólera, la tristeza, la avaricia, la intemperancia 
  y la lujuria. Cada una de esas ramas, a su vez, da nacimiento a ramas secundarias; 
  de la tristeza, por ejemplo, brotan el temor y la desesperación. El segundo 
  es el árbol del nuevo Adán. La humildad es su tronco, y las siete 
  ramas principales son las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales, 
  dividiéndose también cada virtud en las virtudes subsidiarias, 
  según el esquema clásico de los doctores medievales. Adán 
  fue quien plantó el primero de esos árboles y Jesucristo el segundo. 
  A nosotros toca la elección (cf. ibid., 108).
  Con frecuencia, las virtudes esculpidas en los bajorrelieves son mujeres sentadas, 
  inmóviles, majestuosas; su escudo ostenta un animal heráldico 
  que testimonia su nobleza. En cuanto a los vicios, no están ya personificados, 
  sino presentados en acción. Un marido que pega a su mujer, figura la 
  discordia; la inconstancia es un monje que huye del convento arrojando su cogulla. 
  La virtud es, pues, representada en su esencia y el vicio en sus efectos. De 
  un lado, todo es reposo, del otro, todo tráfago e inquietud. Sólo 
  la virtud unifica el alma y le da paz; fuera de ella no hay sino agitación. 
  Los escultores románicos del siglo XII prefirieron subrayar el carácter 
  de lucha de la vida cristiana; el siglo XIII destacó sobre todo la serenidad 
  que comunica la victoria de la virtud (cf. ibid., 109-110). Tras la lucha, la 
  paz, donde brillan las lámparas de las Vírgenes prudentes de la 
  parábola evangélica, tantas veces representadas en las catedrales. 
  Porque la llama de esa lámpara simbólica, decían los doctores, 
  es la llama de la caridad. De este modo los pórticos, de una arquivolta 
  a otra, nos invitan a elevarnos de los trabajos a las virtudes, y de éstas 
  a la caridad, que es su reina (cf. E. Mâle, L’art religíeux 
  du XIIe siècle en France... 441).
  En Chartres, cerca de las virtudes, doce encantadoras y pequeñas figuras 
  simbolizan las dos formas de vida del cristiano. A la izquierda, seis jóvenes 
  sonrientes están abocadas al trabajo, lavando la lana, poniéndola 
  en la madeja, hilando... A la derecha, otras seis jóvenes veladas, se 
  ocupan en leer, meditar, rezar; una de ellas eleva los ojos al cielo en actitud 
  extática. El primer grupo representa la vida activa, el segundo la contemplativa. 
  En la parte superior, una sola corona parece atribuir la misma recompensa a 
  los dos tipos de vida (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France... 131).
  
d) 
  La historia salvífica
  
Es la última 
  parte del Speculum maius, elaborada sobre la base de un tríptico, el 
  Antiguo Testamento, el Nuevo y la Iglesia, que también se refleja, y 
  cuán esplendorosamente, en las catedrales. 
  Para exponer el contenido del Antiguo Testamento los artistas prefirieron atenerse 
  no tanto a la letra cuanto a su espíritu. Guiados por los teólogos, 
  el Antiguo Testamento se les presentaba como una vasta figura del Nuevo, y por 
  eso seleccionaron algunos personajes y acontecimientos de aquél, que 
  tenían especial relación con los misterios revelados en el Evangelio, 
  señalando así su profunda concordancia. Mâle destaca la 
  influencia que en este campo ejerció Suger, el abad de Saint-Denis. Los 
  siglos anteriores no ignoraron, por cierto, las armonías del Antiguo 
  y del Nuevo Testamento, tan frecuentadas por los Padres de la Iglesia, pero 
  curiosamente aquéllas no inspiraron a los artistas. El simbolismo, que 
  estaba en la base de estas concordancias, resucitó precisamente en tiempos 
  de Suger, quien hizo decorar su iglesia con temas inspirados en la armonía 
  de los dos testamentos. Ministro del rey y hombre de acción, Suger fue 
  también un hombre profundamente contemplativo. La consonancia de los 
  Libros Sagrados, la poesía de las maravillosas armonías dispuestas 
  por Dios en las Escrituras, encantaban su espíritu y excitaban su imaginación, 
  como lo dejó demostrado sobre todo en los vitrales de Saint-Denis, que 
  él mismo ordenó hacer. Uno de los medallones que integran dichos 
  vitrales resume su pensamiento: en él se ve a Cristo coronando con una 
  mano la Ley Nueva, y quitando con la otra el velo que esconde el rostro de la 
  Antigua Ley; abajo se lee: Quod Moyses velat Christi doctrina revelat («lo 
  que Moisés cubre con un velo lo revela la doctrina de Cristo») 
  (cf. S. Mále, L’art religieux du XIIe siècle en France... 
  159).
  Ya S. Agustín había dicho: «El Antiguo Testamento no es 
  otra cosa que el Nuevo cubierto con un velo, y el Nuevo no es otra cosa que 
  el Antiguo develado» (Civ. Dei, 1. XVI, cap. XXVI). Agrega Mále: 
  «No resulta sorpresivo en forma alguna encontrar en Suger a uno de los 
  creadores de la iconografía nueva, porque Suger fue uno de los grandes 
  espíritus de la Edad Media. El abarcaba en su vasta cultura toda la antigüedad 
  cristiana: los Padres, con su exégesis simbólica, le eran familiares. 
  Su maravillosa memoria le entregaba su erudición siempre presente, pero 
  ello no lo abrumaba, porque tenía el genio del orden. Es este genio el 
  que hizo de él un hombre de Estado: “Habría podido, dice 
  su biógrafo, gobernar el mundo”. Este hombre de razón era 
  al mismo tiempo un hombre de pasión. Cuando consagraba la hostia, su 
  rostro se bañaba en lágrimas; irradiaba alegría el día 
  de Navidad y el día de Pascua. Esta profunda sensibilidad explica su 
  amor por el arte: lo amaba, como lo aman los verdaderos artistas, que adoran 
  lo bello y desprecian el boato. Daba todo a su obra sin reservarse nada para 
  sí mismo. Cuando Pedro el Venerable, el gran abad de Cluny, fue a Saint-Denis, 
  admiró, como buen conocedor que era, la iglesia y sus maravillas; pero 
  cuando vio la pequeña celda en que Suger se acostaba sobre un lecho de 
  paja, exclamó: “Este hombre nos condena a todos; construye no como 
  nosotros, para él mismo, sino únicamente para Dios”» 
  (L’art religieux du XIIe siècle en France... 185). Es importante 
  señalar que el influjo de Suger se irradió más allá 
  de su monasterio. Sabemos que una vez terminados los trabajos en Saint-Denis, 
  hacia 1145, el taller por él formado se trasladó en pleno a Chartres. 
  
  Las realidades que el Nuevo Testamento nos muestra a la luz del sol, para hablar 
  el lenguaje de la Edad Media, el Antiguo nos las hace percibir al claroscuro 
  de la luna y las estrellas. En el Antiguo Testamento la verdad lleva un velo; 
  pero la muerte de Cristo desgarra ese velo místico. Por eso se dice en 
  el Evangelio que cuando Jesús murió, la cortina del Templo de 
  Jerusalén se rasgó de arriba a abajo. El Antiguo Testamento no 
  tiene sentido si no es por su relación con el Nuevo, y la Sinagoga, en 
  el grado en que se obstina en explicarlo por sí mismo, lleva un velo 
  sobre sus ojos (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France... 134-135).
  También en relación con este tema de la correspondencia entre 
  ambos testamentos, Mâle ha encontrado una obra de aquella época 
  que parece ofrecernos la clave del mismo. Trátase de la llamada «Glosa 
  ordinaria», escrita por Walafried Strabón (PL 93 y 94), benedictino 
  inglés del siglo IX, de la escuela de Rábano Mauro, hábil 
  compilador del pensamiento tradicional, bastante conocido durante la Edad Media. 
  Es probable que dicho libro haya servido de manual de enseñanza práctica 
  para los artistas en las escuelas monásticas y episcopales. El hecho 
  es que a comienzos del siglo XIII, precisamente cuando los artistas se abocaban 
  a decorar las catedrales, los doctores enseñaban desde el púlpito 
  que la Escritura podía interpretarse en cuatro sentidos diferentes: el 
  sentido histórico, el sentido alegórico, el sentido tropológico 
  y el sentido anagógico. El sentido histórico era el que correspondía 
  a la realidad de los hechos; el sentido alegórico, el que mostraba en 
  el Antiguo Testamento una figura del Nuevo; el sentido tropológico, el 
  que permitía conocer la verdad moral a veces escondida en la Escritura; 
  el sentido anagógico, el que hacía posible relacionar los textos 
  con la vida futura y la felicidad eterna. El nombre de Jerusalén, por 
  ejemplo, que aparece tantas veces en la Sagrada Escritura, podía recibir, 
  según los casos, una de esas cuatro interpretaciones: «Jerusalén 
  –dice Guillaume Durand– es, en sentido histórico, la ciudad 
  de Palestina donde van ahora los peregrinos; en sentido alegórico, es 
  la Iglesia militante; en sentido tropológico, es el alma cristiana; en 
  sentido anagógico, es la Jerusalén celestial, la patria de lo 
  alto» (Rationale divinorum officiorum, Proem. 12, Lyon, 1672). Por cierto 
  que no todos los pasajes de la Biblia eran susceptibles de esa cuádruple 
  interpretación: algunos no podían entenderse sino en tres sentidos, 
  como por ejemplo la historia de los sufrimientos de Job, que no sufre una interpretación 
  anagógica. Otros pasajes sólo eran susceptibles de recibir dos 
  explicaciones, y muchos debían ser entendidos simplemente a la letra 
  (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France..., 
  140-141).
  Este sistema de interpretación es del todo conforme a la ortodoxia. Sin 
  embargo, señala Mâle que desde el Concilio de Trento, la Iglesia 
  fue dejando en la sombra el método simbólico, prefiriendo atenerse 
  al sentido literal del Antiguo Testamento. Lo cierto es que la exégesis 
  fundada sobre el simbolismo, tan propia de los Padres y de la Edad Media, hoyes 
  generalmente desconocida.
  Si la obra de Strabón fue el libro de cabecera para la inteligencia de 
  los sentidos de la Escritura, se divulgó también por aquel tiempo 
  otro comentario que descendía a detalles. Nos referimos a una obra escrita 
  por S. Isidoro de Sevilla bajo el título de Allegoriæ quædam 
  sacræ Scripturæ (PL 83, 97-130), donde el autor pasa revista a los 
  principales personajes del Antiguo Testamento haciendo conocer su significación 
  tipológica. Las pocas líneas que consagra a cada uno de ellos 
  –Adán, Noé, Melquisedec, Abraham, Isaac, José, Moisés, 
  David, Salomón son tan concisas y claras que hubiesen podido ser puestas 
  en las filacterias de las estatuas correspondientes. En la entrada de las catedrales, 
  los artistas representaron a los patriarcas ya los reyes que S. Isidoro, en 
  continuidad con los Padres anteriores, designara como figuras del Salvador. 
  Esas estatuas constituyen una especie de avenida simbólica hacia Cristo. 
  Tras los patriarcas y los reyes, que figuraron a Cristo por los hechos de su 
  vida, la Edad Media representó también a los profetas, que lo 
  anunciaron con su palabra, sobre todo Isaías, Jeremías y Daniel. 
  Según Mâle, fue el corto tratado De ortu et obitu Patrum, atribuido 
  al mismo Isidoro de Sevilla, la principal fuente a que recurrieron los artistas 
  para seleccionar a estos últimos. Por desgracia, las palabras de los 
  profetas, elegidas para las banderolas de piedra que hay en cada una de sus 
  estatuas, han desaparecido por la incuria del tiempo, lo que nos impide conocer 
  el motivo preciso merced al cual cada uno de ellos fue incorporado a la procesión 
  de los que anunciaron a Cristo (cf. L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France... 153-163).
  El pueblo de la Edad Media estaba familiarizado con los profetas. Todos los 
  años, durante el tiempo de Navidad o de Epifanía, los veía 
  llegar en los dramas sacros bajo la figura de ancianos de barba blanca, envueltos 
  en largas vestiduras, avanzando en procesión por la catedral. Alguien 
  pronunciaba su nombre en alta voz, y el aludido daba testimonio de la verdad, 
  recitando algún versículo de su autoría. Isaías 
  hablaba del tronco que saldría de la raíz de Jesé, David 
  profetizaba el reino universal del Mesías, el anciano Simeón mostraba 
  su satisfacción por haber visto al Salvador antes de morir. A veces se 
  incorporaban a esas procesiones algunos personajes paganos: Virgilio, por ejemplo, 
  quien recitaba un verso de su misteriosa égloga: Jam nova progenies coelo 
  demittitur alto, o la Sibila, que entonaba su acróstico sobre el fin 
  de los tiempos. Sin duda que cuando los fieles veían pasar a esos actores, 
  reconocerían enseguida a los que diariamente contemplaban en los pórticos 
  de las catedrales. Ya la inversa, se puede incluso pensar que las estatuas de 
  Reims y de Amiens reproducen el traje y el aspecto de aquellos actores sagrados. 
  Más adelante nos referiremos al drama en la Edad Media pero recalquemos 
  desde ahora el carácter unificante de la cultura: medieval: el culto, 
  el drama y el arte ofrecen las mismas lecciones trasuntan las mismas ideas (cf. 
  ibid., 173-174).
  Reyes, patriarcas, profetas, finalmente Cristo, el figurado y el anunciado. 
  Quizás la concreción más notable de este dinamismo de la 
  historia de la salvación la podamos encontrar en el pórtico septentrional 
  de Chartres. Hay allí diez estatuas de patriarcas y profetas, que resumen 
  las grandes etapas de la historia del mundo, por orden cronológico, al 
  tiempo que simbolizan o anuncian a Cristo. Melquisedec, Abraham e Isaac representan 
  la primera época de la humanidad, en la cual, para hablar como los doctores, 
  los hombres vivían bajo la ley de la circuncisión. Moisés, 
  Samuel y David, representan las generaciones que vivieron bajo la ley escrita. 
  Isaías y Jeremías, Simeón y Juan Bautista representan los 
  tiempos proféticos, que se prolongan hasta el advenimiento de Cristo. 
  Finalmente S. Pedro, el último, coronado con la tiara, llevando la cruz 
  y el cáliz, anuncia que Cristo es la plenitud de la ley y las profecías 
  y que, al crear la Iglesia, ha establecido el reino definitivo del Evangelio. 
  Al mismo tiempo, cada uno de aquellos grandes personajes es figurado llevando 
  un elemento simbólico que lo relaciona con Cristo. Melquisedec tiene 
  en sus manos el cáliz y el incensario, Abraham se apresta a inmolar a 
  su hijo Isaac, Moisés tiene las tablas de la ley y la columna con la 
  serpiente de bronce, Samuel inmola el cordero del sacrificio, David sostiene 
  la corona de espinas y la lanza (anunció en sus salmos la pasión 
  del Señor), Isaías el tronco de Jesé*, Jeremías 
  (profeta del dolor) presenta la cruz, Simeón tiene en sus brazos al Niño 
  divino, Juan Bautista el cordero, y por fin S. Pedro el cáliz. El misterioso 
  cáliz, que al comienzo de la historia, aparecía en manos de Melquisedec, 
  se vuelve a encontrar ahora en las de S. Pedro. Son los capítulos mismos 
  del «Espejo histórico» de Vincent de Beauvais. La Biblia 
  se nos muestra acá como fue entendida en la Edad Media: una sucesión 
  de figuras de Jesucristo (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe 
  siècle en France... 178). No hay en toda Europa un conjunto teológico 
  comparable al que nos presenta la catedral de Chartres. Por otra parte esas 
  estatuas son quizás las más admirables que produjo la Edad Media**.
  *El tema del «árbol de Jesé» es frecuente en las catedrales. 
  Jesé suele ser representado durmiendo sobre un lecho; de él brota 
  un árbol gigantesco donde se asientan diversos reyes, y en la cumbre, 
  la Santísima Virgen. Corresponde a la profecía de Isaías: 
  «Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño 
  de sus raíces brotará, y reposará sobre él el espíritu 
  del Señor» (Is 11, 1-2), La primera vez que aparece este tema es 
  en Saint-Denis, por lo que se puede creer que fue Suger quien lo mandó 
  hacer, introduciéndolo en la iconografía medieval. A partir de 
  entonces se volvería habitual.
  **Con frecuencia en los pórticos de las iglesias están también 
  representados los diversos coros de los ángeles. Fue sin duda Dionisio, 
  con su De cælesti hierarchia, traducida al latín precisamente durante 
  la Edad Media, quien inspiró a los artistas que esculpieron las nueve 
  jerarquías angélicas en el pórtico meridional de Chartres. 
  Aparecen rodeando a Dios, fuente de luz, según la doctrina del Areopagita, 
  a modo de grandes círculos luminosos, y su resplandor disminuye a medida 
  que se alejan de dicha fuente. Por eso los Serafines y los Querubines, los dos 
  coros más elevados, llevan en sus manos llamas y bolas de fuego (cf. 
  E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 8).
  Pero no es siempre en torno a Cristo que se agrupa la escenografía iconográfíca 
  medieval. A veces lo hace alrededor de la Santísima Virgen. Fue a partir 
  del siglo XII que la Virgen, «Notre Dame», para emplear esa noble 
  palabra caballeresca que apareció precisamente entonces, comenzó 
  a inspirar el gran arte. Su culto se expresó primero con timidez, no 
  atreviéndose los artistas a separar la Madre de su Hijo; pero con los 
  años se avinieron a celebrarla sola, y el siglo XII terminó con 
  su «Triunfo» (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle 
  en France... 437). 
  Al parecer, el motivo de la «Coronación de la Virgen», tan 
  amado por la Edad Media, se debe también a Suger. Se lo encuentra en 
  la iglesia de Santa María del Trastevere de Roma, datando de una época 
  muy vecina a aquella en la que Suger debió hacer componer el vitral homónimo 
  de Notre-Dame de París; el mosaico de Roma fue hecho por encargo de un 
  amigo y un huésped de Suger, el Papa Inocencio II.
  El Antiguo Testamento confluye así en Cristo y en María. Mas los 
  artistas no se contentaron con reproducir sus imágenes, sino que figuraron 
  también algunos misterios de su vida. Iluminados por los teólogos, 
  comprendieron que el Evangelio no es una mera recopilación de hechos 
  históricos o de escenas conmovedoras, sino una sucesión de misterios. 
  Si el Antiguo Testamento puede ser considerado como una gran figura, no quiere 
  ello decir que el Nuevo sea pura realidad fáctica, carente de cualquier 
  tipo de significación simbólica. El nacimiento de Cristo, por 
  ejemplo, fue representado en Chartres a la manera de un acto sacrificial: obsérvase 
  allí un altar coronado de arcos, sobre el Niño recién nacido 
  brilla una lámpara ritual, la cuna es asimilada a un altar y el Niño 
  representado como víctima. He ahí una lectura teológica 
  de la Navidad. Pero fue sobre todo el misterio de la Pasión y Muerte 
  del Señor el que ofreció al arte las más ricas posibilidades 
  de simbolismo. Cristo fue representado en la cruz como el nuevo Adán, 
  de cuyo seno sale la nueva Eva, la Iglesia, figurada al modo de una Reina que 
  recoge en un cáliz la sangre y el agua. Otra idea no menos importante: 
  al morir el Señor, no sólo dio nacimiento a la Iglesia, sino que 
  también declaró caducos los poderes de la Sinagoga. Por eso los 
  artistas, al representar la crucifixión, pusieron a la Iglesia a la derecha 
  de Cristo ya la Sinagoga a su izquierda; de un lado la Iglesia coronada, con 
  un estandarte triunfal en la mano, recogiendo en el cáliz el agua y la 
  sangre que brotan del costado del Salvador; del otro la Sinagoga, con los ojos 
  cubiertos por una venda, teniendo en una mano el asta quebrada de su estandarte, 
  y dejando escapar de la otra las tablas de la Ley, mientras la corona cae de 
  su cabeza. También los dos ladrones crucificados a ambos lados de Cristo 
  fueron considerados como símbolos de la Iglesia y de la Sinagoga. Se 
  decía que la cruz de Cristo había sido orientada de tal forma 
  que tenía detrás suyo a Jerusalén y delante a Roma; en 
  la hora de su muerte, el Señor daba la espalda a la ciudad que mataba 
  a los profetas, para mirar a la Ciudad Santa de los tiempos nuevos (cf. E. Mâle, 
  L’art religieux du XIIIe siècle en France... 187-196).
  Parece conveniente señalar que las crucifixiones del Medioevo divergen 
  notablemente de las del primer milenio y comienzos del segundo. El arte antiguo 
  representaba a Cristo clavado en una cruz suntuosa, con los ojos abiertos, la 
  cabeza alta, la corona sobre la frente, cual un triunfador; el modo de representarlo 
  en el siglo XIII, sobre todo en sus postrimerías, es menos mistérico 
  y más conmovedor, ya que lo figura con los ojos cerrados, la cabeza inclinada, 
  los brazos flácidos, atendiendo quizás más a la sensibilidad 
  que a la inteligencia (cf. ibid., pág. III).
  Ya desde la antigüedad se tejieron en torno al Antiguo y el Nuevo Testamento 
  diversas leyendas, o comentarios apócrifos, muy amados por el pueblo 
  sencillo. Los artistas no vacilaron en incluirlos en sus representaciones, dando 
  de este modo forma estética a las tradiciones populares. Y así 
  todo se integró en una bella armonía, escribe Mâle, la palabra 
  del Libro, el comentario de la Iglesia, y los ensueños del pueblo simple, 
  como si el texto sagrado no se hubiese podido despegar ni del símbolo 
  ni de la leyenda (cf. ibid., 203).
  Asimismo, como es obvio, desde el siglo XII encontramos una pléyade de 
  Santos en las catedrales, donde se los ve representados con sus propias historias 
  y leyendas. En relación con ellos se creó una suerte de epopeya 
  comparable a las Canciones de gesta, que justamente aparecieron entonces. El 
  santo y el héroe, esos dos arquetipos superiores de la humanidad, fueron 
  celebrados con el mismo fervor (cf. E. Mâle, L’art religieux du 
  XIIe siècle en France... 188).
  La catedral de Amiens nos ofrece una muestra global del grande y mistérico 
  esquema iconográfico. Cristo ocupa el punto central de la inmensa fachada. 
  En torno a El, gira el Antiguo Testamento, representado por los profetas, el 
  Nuevo Testamento encarnado en los Apóstoles, la historia del cristianismo 
  aureolada por los mártires, confesores y doctores. Pero siempre Cristo, 
  en actitud señorial, sigue siendo el centro de todo. «Se ve que 
  los cristianos de la Edad Media tenían el alma toda llena de Cristo: 
  es a El a quien buscaban por doquier, a El a quien veían por doquier. 
  Leían su nombre en todas las páginas de la Escritura. Este género 
  de simbolismo da la clave de muchas de las obras de la Edad Media que, sin él, 
  permanecerían ininteligibles» (E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIIe siècle en France... 159).
  También encontramos en los pórticos algunas figuras de personas 
  que no pertenecieron al cristianismo. Es cierto que, como lo ha señalado 
  E. Mâle, en líneas generales el arte bizantino fue infinitamente 
  más hospitalario que el nuestro con los grandes hombres del mundo antiguo. 
  En Oriente constituyó una firme tradición representar en la iglesia 
  a aquellos que entre los paganos habían hablado mejor de Dios, a aquellos 
  cuyas obras podían ser consideradas como una «preparación 
  evangélica». El «Manual del Monte Athos», cuyas fórmulas 
  provienen ciertamente de la Edad Media, pide que el pintor represente, juntamente 
  con los profetas, a Solón, Platón, Aristóteles, Tucídides, 
  Plutarco, Sófocles. En dichas representaciones, cada uno de ellos despliega 
  una filacteria sobre la que se lee una sentencia suya relacionada con el Dios 
  desconocido. El Occidente fue mucho más parco en esta materia. Sin embargo 
  algunos de aquellos personajes comparecen en las fachadas de las catedrales 
  medievales. En Chartres, por ejemplo, Cicerón está esculpido a 
  los pies de la Retórica, Aristóteles, bajo la Lógica, Pitágoras, 
  bajo la Aritmética, y Ptolomeo, bajo la Astronomía. Asimismo no 
  es infrecuente encontrar a la Sibila, por cuya boca habla toda la antigüedad, 
  mostrando cómo hasta los mismos gentiles vislumbraron a Cristo. Mientras 
  los profetas anunciaban el Mesías a los judíos, la Sibila predecía 
  un Salvador a los gentiles, teste David cum Sybilla (cf. ibid., 336-340).
  Las obras de arte de carácter puramente histórico –figuras 
  importantes de la historia profana– son raras en las catedrales. 8ólo 
  se admitieron si tenían que ver con alguna gran victoria de la Iglesia. 
  Y así encontramos, si bien en pocas ocasiones, las imágenes de 
  Clodoveo, Carlomagno, Rolando o Godofredo de Bouillon (ibid., 356-357).
  El ciclo iconográfico de la historia de salvación se cierra con 
  la representación del Juicio final, ubicada generalmente en la fachada 
  de la catedral*. Según Mâle, el libro en que mejor pudo inspirarse, 
  entre los que publicaron los teólogos de los siglos XII y XIII, es el 
  que escribió Honorio de Autun, a comienzos del siglo XII, especie de 
  catecismo dialogado que hizo público bajo el título de Elucidarium 
  (PL 172, 1109-1176). La tercera parte de dicho libro está consagrada 
  casi por entero al fin del mundo y al juicio de Dios. (cf. E. Mâle, L’art 
  religieux du XIIIe siècle en France... 371)**. En tales Juicios, bajo 
  la imponente figura de Cristo, juez de la historia, se representan las escenas 
  de la resurrección de los muertos, la victoria de los buenos y la condena 
  de los malos. Suelen presenciar el acontecimiento los 24 ancianos del Apocalipsis***.
  *No deja de resultar interesante advertir la simbología que se oculta 
  tras la manera que los medievales tenían de orientar sus catedrales, 
  en relación con la historia de la salvación. Por lo general, las 
  iglesias estaban construidas con el presbiterio mirando al este y la fachada 
  al oeste. Esta prescripción parece ser de gran antigüedad, ya que 
  se la encuentra en las Constituciones Apostólicas II, 57 (PG 1, 724). 
  En el siglo XIII, Guillaume Durand la enuncia como una regla que no sufre excepción: 
  «Las fundaciones, dice, deben estar dispuestas de manera que la cabeza 
  de la iglesia pueda indicar exactamente el este, es decir, la parte del cielo 
  donde el sol se levanta en la época de los equinoccios» (Ration. 
  div. offic., libr, I, cap, 1). Así se hizo, de hecho, hasta el siglo 
  XVI. Pero más allá del carácter preceptivo de la norma, 
  queremos señalar la significación espiritual de los cuatro puntos 
  cardinales. El este, siendo el lugar donde nace el sol, es el símbolo 
  de Cristo, Sol oriens ex alto: allí se encuentra el presbiterio y mirando 
  hacia allí se celebra el Santo Sacrificio de la Misa. El norte, donde 
  se encuentra la regíón que se consideraba del frío y de 
  la noche, era consagrado con preferencia al Antiguo Testamento. El sur, zona 
  que recibe con más intensidad el calor del sol, zona de luz intensa, 
  estaba especialmente dedicado al Nuevo Testamento. En el oeste se encontraba 
  la fachada, casi siempre reservada a la representación del Juicio final; 
  el sol, antes de acostarse, ilumina esa gran escena de la última tarde 
  del mundo, la tarde de la resurrección de los muertos. Los doctores de 
  la Edad Media, que tuvieron siempre el gusto de las malas etimologías, 
  relacionaban «occidens» con «occidere»: el Occidente 
  era para ellos la región de la muerte (cf. E, Mâle, L’art 
  religieux du XIIIe siècle en France… 5-6).
  **Al parecer, se debe también a Suger la representación en las 
  iglesias de este tema, ya que el primer Juicio final que conocemos es el de 
  la fachada de Saint-Denis. Luego vinieron los demás.
  ***A propósito de los ancianos del Apocalipsis, destaquemos la predilección 
  de los artistas por las combinaciones simétricas. Dice E. Mâle 
  que la simetría era considerada como la expresión sensible de 
  una armonía misteriosa. Los artistas gustaban cotejar los doce patriarcas 
  y los doce profetas del Antiguo Testamento con los doce Apóstoles del 
  Nuevo. Frente a los cuatro grandes profetas, ponían los cuatro evangelistas. 
  En Chartres, un vitral del transepto meridional, de un simbolismo audaz, muestra 
  a los cuatro profetas Oseas, Ezequiel, Daniel y Jeremías, llevando sobre 
  sus espaldas a los cuatro evangelistas. Hay que entender por ello que los evangelistas 
  encuentran en los profetas su punto de apoyo, pero que ven más lejos 
  que ellos. En lo que se refiere a nuestros 24 ancianos del Apocalipsis corresponden 
  con frecuencia a los 12 profetas ya los 12 apóstoles reunidos (cf. L’art 
  religieux du XIIIe siècle en France... 9).
  Desde el Antiguo Testamento al Juicio final: he aquí la Biblia de piedra 
  puesta al alcance del pueblo cristiano. Es cierto que en la Edad Media los fieles 
  no leyeron directamente la Sagrada Escritura, pero al conocerla a través 
  de los comentarios que de ella hicieron los Padres y doctores de la Iglesia, 
  la penetraron mucho mejor y más profundamente que el común de 
  los cristianos de hoy. El Libro Sagrado llegaba hasta ellos no sólo por 
  las lecturas de la liturgia y la palabra del sacerdote sino también por 
  las obras de arte. Más aún, con frecuencia los sacerdotes explicaban 
  en sus homilías el sentido espiritual y simbólico de dichas obras. 
  Y los artistas, inspirados por los teólogos, fueron, ellos también, 
  a su manera, comentadores de la Biblia.
  
  V. La luz y los colores de la catedral
  La escultura no fue la única de las artes que contribuyó a la 
  educación del pueblo. También las que tienen que ver con el color 
  ocuparon un papel de primer orden. Como ya lo hemos señalado anteriormente, 
  al comienzo las catedrales no fueron blancas, pero tampoco de ese gris sobrio 
  que instintivamente identificamos con las obras de larga data. La arquitectura 
  de la Edad Media era polícroma. El color animaba a la catedral entera. 
  La animaba en el interior, ante todo, donde la luz que entraba por los vitrales 
  jugaba sobre los diversos tonos de la paleta, llenando de alegría los 
  grandes espacios e incluso las estatuas y bajorrelieves que ornaban las diversas 
  naves y que estaban generalmente pintados. Pero también el color invadió 
  el exterior de las catedrales. Sabemos, por ejemplo, que en Notre-Dame de París, 
  las estatuas del portal estaban coloreadas, destacándose sobre un fondo 
  color oro. No hace mucho se realizaron en ella trabajos de limpieza que permitieron 
  descubrir numerosas huellas de dicha pintura. Un prelado armenio que visitó 
  París a fines del siglo XIII dijo que la fachada de Notre-Dame parecía 
  ser una espléndida página de un manuscrito iluminado, deslumbrante 
  de púrpura, azul y oro.
  Es que el hombre medieval amaba los colores, no sólo en la catedral sino 
  también en su vida diaria. Los estudiosos de las costumbres medievales 
  han quedado impresionados por el colorido de las vestimentas. Caminar por las 
  calles o por el campo debía ser entonces un espectáculo para los 
  ojos. Sobre el telón de fondo de las fachadas profusamente pintadas, 
  pasearían todas esas personas, hombres y mujeres, vestidas de colores 
  vivos, los clérigos con su ropa negra, los hermanos mendicantes con sus 
  hábitos grises. Dice R. Pernoud que en la actualidad se nos hace difícil 
  imaginar semejante profusión de colores, sólo encontrable en raras 
  ocasiones, como en Inglaterra hasta no hace tanto tiempo, con motivo del matrimonio 
  de un príncipe o de la coronación de un rey, o en algunas ceremonias 
  eclesiásticas que se desarrollan en el Vaticano. Y conste que lo que 
  referimos de la Edad Media no se restringe sólo a los vestidos de gala, 
  ya que incluso los campesinos más simples vestían con ropas claras, 
  rojas, azules. La Edad Media parece haber tenido horror de los tintes sombríos. 
  Todo lo que de ella ha llegado hasta nosotros: frescos, miniaturas, tapices, 
  vitrales, da testimonio de esa riqueza de colorido tan característico 
  de la época (cf. Lumière du Moyen Âge... 235-236).
  Algo de ello me parece haber podido vislumbrar hace pocos años, estando 
  en Orvieto. Se celebraba allí el día aniversario del milagro de 
  Bolsena, y con ese motivo desfilaron frente a la catedral, pletórica 
  de color, las diversas corporaciones de la ciudad, con atuendos de la época 
  medieval. Una verdadera fiesta de luz y de color. Algo semejante experimenté 
  asistiendo a la deslumbrante y tradicional fiesta del Palio, que anualmente 
  se celebra en Siena.
  Volvamos a la catedral y entremos en ella. Sobre el mismo suelo, el piso pone 
  una nota colorida, con sus baldosas rojas o amarillentas, en las que se dibujan 
  rosetones, figuras de animales, representaciones históricas o bustos 
  humanos, cuando no se trata solamente de un decorado ornamental y geométrico. 
  Según algunos estudiosos, habría sido el tapiz oriental, que se 
  solía extender en el suelo, el modelo elegido para la confección 
  de los mosaicos que cubrieron el piso del santuario. Nada más natural, 
  ya que el mosaico era también una especie de tapiz, sólo que más 
  resistente que el de tela. Tal sería el origen de los pisos de las catedrales 
  en la época románica (cf. E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIe siècle en France... 346). Entre ellos se destacan por su gracia 
  y colorido los famosos pavimentos de mosaicos con incrustaciones que pueden 
  todavía verse en tantas iglesias románicas de Roma, llamados «cosmatescos», 
  porque sus autores pertenecían a la familia romana de los Cosmati.
  Otro espacio que recibió color, al menos durante toda la época 
  románica, fue el ocupado por las paredes y el presbiterio de la catedral, 
  amplias superficies que se prestaban para el decorado. El descubrimiento de 
  los tesoros del fresco románico es de reciente data, pero ha suscitado 
  un coro de alabanzas por su belleza y lozanía. Se han encontrado muchas 
  obras maestras de dicha pintura casi en todas aquellas regiones a donde se extendió 
  la arquitectura románica, tanto en San Clemente de Roma como en la catedral 
  de Aquileia, el baptisterio de Poitiers, o las pequeñas capillas de Cataluña*. 
  Los temas predileccionados por los pintores románicos eran, poco más 
  o menos, los mismos que eligieron los escultores. A la Biblia de piedra se agregó 
  así una Biblia de color .
  *Los frescos del románico catalán que estaban en los muros de 
  esas capillas, han sido desprendidos de los mismos y se encuentran ahora en 
  los museos románicos de Barcelona y de Vich. La belleza de los mismos 
  es estremecedora.
  En la época gótica, a causa de las transformaciones arquitectónicas 
  que dicho estilo trajo consigo, como la casi total desaparición de los 
  muros y la nueva distribución de las bóvedas, la pintura perdió 
  su lugar predominante a favor de los vitrales que hicieron entonces su aparición.
  Señala Daniel-Rops que la persistencia del románico en Italia, 
  así como las formas tan peculiares que asumió el gótico 
  en dicho país, tuvieron como resultado mantener en la iglesia vastas 
  superficies de muros. El fresco, que el gótico francés descartaba 
  a favor del vitral, no tenía, pues, razón para desaparecer en 
  aquella región. La pintura mural italiana se inspiró no poco en 
  modelos bizantinos, como lo hicieron, y cuán gloriosamente, Cimabue y 
  Cavallini en el siglo XIII. Pero fue sin duda Giotto quien llevó ese 
  arte a su plenitud. Hijo espiritual de S. Francisco, logró transfundir 
  el ímpetu místico del Poverello en su admirable pintura, tal cual 
  puede admirarse en la basílica de Asís o en la capilla de la Arena 
  de Padua. Giotto expresó así, a su manera, en el plano de la pintura, 
  lo mismo que se habían propuesto los arquitectos y los escultores de 
  las catedrales (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 475-483).
  El gran medio que encontró el hombre gótico para emplear el color 
  fue, por encima de todo, el vitral. Mâle sostiene que también el 
  origen de éste debe ser buscado en la imitación de los tejidos 
  orientales. En la Edad Media se acostumbraba cubrir las ventanas con una tela 
  o tejido. Si con la imaginación tendemos un tejido de Oriente sobre la 
  ventana de una iglesia románica, tendremos la ilusión de un vitral. 
  De hecho, uno de los vitrales más antiguos que han llegado hasta nosotros, 
  representa una serie de grifos (animales fabulosos del Oriente) incluidos en 
  círculos, adorno típicamente oriental. Y así no sería 
  extraño que los bellos tejidos bizantinos que encerraban escenas del 
  Evangelio en un círculo, inspiraran a los artistas góticos para 
  que ellos, a su vez, representasen en sus vitrales algunos hechos de la historia 
  sagrada (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 
  345).
  La implantación de los vitrales constituyó el broche de oro de 
  las catedrales góticas, lo que le dio su impronta convincente y recogida. 
  Bien dice Daniel-Rops que si a una de esas iglesias se le quitasen los vitrales, 
  quedaría una impresión de desnudez y de sequedad, o mejor, de 
  viudez.
  Los vitrales nos parecen hoy algo simple y elemental. Pero su confección 
  suponía un trabajo sumamente arduo y delicado, que exigía dibujantes, 
  fundido res de plomo, talladores de vidrio, y otros artistas anónimos. 
  No es el vitral, como algunos podrían creer, una pintura sobre vidrio, 
  sino una pintura hecha con vidrios, que han sido previamente coloreados e incluidos 
  en una red de plomo. Había que fundir el vidrio, teñirlo, luego 
  cortarlo con hierro candente para finalmente montarlo en grandes «cartones» 
  preparados de antemano.
  El arte del vitral se agregó de este modo a los ya existentes, tomando 
  parte con ellos en la gran sinfonía contemplativa y mistérica 
  de la catedral. Así como la arquitectura y la escultura expresaron lo 
  que los Padres de la Iglesia, los teólogos y los escrituristas habían 
  dicho acerca de las verdades de nuestra fe, de manera semejante lo hacía 
  ahora este nuevo arte. El conjunto de los vitrales que iluminan la Sainte-Chapelle 
  –once vidrieras inmensas, que sustituyen casi totalmente al muro, algunas 
  de las cuales cuentan con cien paneles–, construida por orden de S. Luis, 
  constituye una ilustración completa de los diferentes libros que componen 
  la Biblia, desde el Génesis hasta los Profetas; a la manera de las miniaturas, 
  es quizás la más admirable de las Biblias historiadas. En otras 
  iglesias góticas encontramos, más allá de la mera acumulación 
  de historias bíblicas al estilo de la Sainte-Chapelle, un intento por 
  establecer las concordancias de los dos testamentos. Con frecuencia nos ofrecen 
  el hecho evangélico en un medallón central, mientras que los medallones 
  adyacentes muestran sus figuras veterotestamentarias. En este intento se destaca, 
  una vez más, la catedral de Chartres con sus espléndidos vitrales. 
  Chartres es la concreción misma de la Edad Media hecha color.
  Pongamos un ejemplo concreto del modo como los vitrales ilustran las perícopas 
  evangélicas: el del vitral de la catedral de Sens que representa la parábola 
  del buen samaritano. Tres medallones en forma de rombo, que se destacan muy 
  nítidamente en medio de la composición, contienen el relato del 
  Evangelio. Alrededor de los mismos, se agrupan medallones circulares, que ofrecen 
  el sentido tipológico, la glosa agregada al texto. Así, en torno 
  al primer medallón, que representa al viajero cuando es despojado por 
  los ladrones, se ve la creación de nuestros primeros padres, el pecado 
  original y la expulsión del paraíso. Alrededor del segundo medallón, 
  que nos muestra al viajero tirado en el suelo entre el sacerdote y el levita 
  indiferentes, se ven diversas escenas: Moisés y Aarón ante el 
  Faraón, Moisés recibiendo la ley de Dios, la serpiente de bronce, 
  y finalmente el becerro de oro, en una palabra, la insuficiencia de la Ley Antigua. 
  Finalmente, en torno al tercer medallón, que representa al buen samaritano 
  conduciendo al herido a la hostería, se ve la condenación de Nuestro 
  Señor, su pasión, muerte y resurrección. ¿Es posible 
  expresar más claramente la significación global de la parábola 
  a la luz de todo un conjunto de correspondencias e ideas concertadas?
  Encontramos asimismo en los vitrales numerosas escenas de la vida de los santos. 
  El pueblo no se cansaba de ver en una u otra forma a sus protectores espirituales, 
  ni tampoco de oír hablar de ellos, sea a través de tantos poemas 
  hagiográficos en lengua vulgar, sea de los dramas populares, sermones, 
  y sobre todo «leyendas áureas», que se leían públicamente 
  en las catedrales (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France... 274-275). No siempre estos vitrales eran inteligibles con facilidad, 
  máxime que a veces se encuentran a gran altura, lejos de la vista; sin 
  embargo, más allá del bosque de anécdotas, lo que quedaba 
  en pie era la ejemplaridad del santo que resplandecía en el tornasol 
  de aquellos maravillosos encuadramientos. 
  ¿Quién era el que encargaba los vitrales? A veces, un donante 
  generoso. Se sabe, por ejemplo, que S. Luis ofreció a la catedral de 
  Chartres un vitral que representaba a S. Denis, el protector de la monarquía 
  francesa, cuando era entregado a los leones; S. Fernando de Castilla donó 
  a esa misma catedral un vitral consagrado a Santiago, el Matamoros. Más 
  frecuentemente era una corporación la que ofrecía el vitral. En 
  Chartres, 19 gremios dedicaron, por sí solos, 47 vitrales. Cuenta Daniel-Rops 
  que en París, incluso la «corporación» de las prostitutas 
  suplicó al obispo que la autorizase a ofrecer un vitral o un cáliz, 
  lo que al fin acabó por aceptar el moralista que recibió el encargo 
  de examinar este espinoso asunto, con tal de que aquel ofrecimiento se hiciera 
  discretamente! 
  Junto a las vidrieras «historiadas» aparecieron otras, de lectura 
  más sencilla, consagradas enteramente a una sola figura o a un grupo 
  determinado: Cristo, la Virgen, los Profetas, los Apóstoles. Toda una 
  multitud, semejante a la que montaba guardia en los pórticos, se agolpó 
  así en los ventanales de las naves, para entonar también desde 
  allí otro coro de plegarias. Espectáculo realmente sobrecogedor. 
  
  Integra también el campo del arte del color lo que se dio en llamar la 
  iluminación de los libros. Es conocida la imagen del monje copista, inclinado 
  durante horas sobre su escritorio, caligrafiando e ilustrando las páginas 
  de un Salterio o de un Evangelio. Apenas es posible imaginar el tiempo que se 
  necesitaba para realizar semejantes obras. «El color de las miniaturas 
  –escribe Daniel-Rops–, dispuesto por capas sucesivas, después 
  de haberse secado cada una de ellas, exigía para el más ínfimo 
  detalle semanas de espera. Pero como los copistas pusieron el tiempo en su juego, 
  lo tuvieron también a su servicio, y así, con el brillo de sus 
  oros, de sus luminosos azules, de sus púrpuras y de sus profundos violetas, 
  estos artistas de los manuscritos nos presentan todavía su obra con la 
  intacta perfección de una juventud eterna» (La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada… 375).
  En estas iluminaciones, al igual que en las esculturas y en los vitrales, se 
  advierte un dato curioso y es que los hechos elegidos del Evangelio son siempre 
  los mismos –escenas de la Infancia y de la Pasión del Señor, 
  sobre todo–, mientras que muchos otros parecen haber sido dejados sistemáticamente 
  de lado, por ejemplo escenas de la vida pública de Cristo. Es que aquellos 
  artistas, incluidos los autores de miniaturas, que al ilustrar un libro pareciera 
  que hubiesen podido gozar de una libertad mayor que el que esculpe una estatua, 
  fueron intérpretes dóciles de los teólogos. Lo que determinó 
  la elección de talo cual tema de la vida de Jesús fue principalmente 
  el culto, los misterios que la Iglesia celebra siempre de nuevo en el curso 
  del año litúrgico, los misterios de Navidad, Cuaresma, Muerte 
  y Resurrección del Señor, Ascensión y Pentecostés, 
  así como los orientales representan en sus iconostasios las quince grandes 
  fiestas de la Iglesia del Oriente (cf. E. Mâle, L’art religieux 
  du XIIIe siècle en France... 180-182). Este autor ha destacado el «carácter 
  profundamente dogmático del arte de la Edad Media, que es la liturgia 
  misma y la teología hechas visibles» (ibid., 187).
  A modo de apéndice, digamos algo sobre una notable contribución 
  de la Edad Media: la escritura gótica. El nuevo estilo que los constructores 
  inmortalizaron en la piedra fue suscitando también la aparición 
  de un nuevo tipo de letra. Cuando se hojea uno cualquiera de los Libros de las 
  Horas, que pululaban en el siglo XIII, y se atiende sobre todo a los caracteres 
  del texto, uno tiene la impresión de que está mirando a través 
  de una serie de ventanales góticos; la eliminación de los trazos 
  redondos, revela la misma tendencia a lo vertical que se advierte en una capilla 
  gótica. Parecería que la página escrita hubiera de contemplarse, 
  no leerse. A su manera, es un ejemplo tan logrado del arte gótico como 
  lo es Chartres. Este tipo de escritura tuvo vigencia en toda la Cristiandad 
  desde 1200 a 1500 (Para este capítulo cf. Daniel-Rops, La Iglesia de 
  la Catedral y de la Cruzada... 465-483).
  
  VI. La música en la catedral
  La catedral palpitaba con toda su fuerza mistérica durante la celebración 
  de la sagrada liturgia, en que la música ocupaba un lugar relevante. 
  La música como arte liberal, cuya enseñanza integraba el quadrivium, 
  se derivaba en cierta manera del ambiente sonoro que inundaba las catedrales 
  circundando a los misterios. Siglos atrás, S. Agustín había 
  escrito un breve tratado sobre la música (cf. PL 32, 1081-1194), donde 
  ampliando la acepción restringida de la palabra, la relacionaba con los 
  sentidos, las emociones, la inteligencia y la plegaria, fundando así 
  una manera de vivir. Inspiróse probablemente en Platón, quien 
  exhortaba a «vivir musicalmente», como decía.
  La música es armonía. Y la Edad Media fue una época armónica 
  y buscadora de armonías. Mâle escribe que los hombres de aquella 
  época gozaban encontrando armonías, sobre todo en base a los números. 
  Relacionaban los cuatro elementos con los cuatro puntos cardinales (simbolizados 
  por los cuatro ríos del Paraíso), los cuatro vientos, las cuatro 
  estaciones, las cuatro edades de la vida, los cuatro humores del cuerpo, las 
  cuatro virtudes cardinales. Las tres ciencias del trivium, sumadas a las cuatro 
  del quadrivium, daban el número siete, que es la cifra de los planetas, 
  pero también la de los tonos de la música gregoriana, expresión 
  de la armonía universal, ya que el mundo es música.
  En un Salterio del siglo XIII, que se encuentra en la Biblioteca de Metz, una 
  miniatura muestra al rey David, con la lira en sus manos, entre cuatro imágenes 
  que representan los diversos elementos: el aire, el agua, la tierra y el fuego. 
  El rey-poeta, que tanto encomió la Sabiduría ordenadora y las 
  maravillas de la obra divina, aparece, en medio de los elementos, cual intérprete 
  y corifeo de la sinfonía cósmica. En la Edad Media, David fue 
  considerado frecuentemente como imagen de la música. El canto que acá 
  entona en su lira es el eco del himno sublime que brota del mundo.
  En la iglesia de Cluny, desgraciadamente desaparecida, había en torno 
  al coro varias espléndidas columnas de mármol cuyos capiteles 
  representaban las estaciones, las virtudes, las ciencias... Felizmente subsisten 
  dos de esos capiteles, esculpidos por los cuatro lados, que nos dan la clave 
  simbólica del conjunto. Representan los ocho tonos de la música 
  gregoriana (contando de re a re), cada uno de ellos personificado por un hombre 
  o una mujer que lleva un instrumento musical. Estos ocho tonos, donde se encuentra 
  dos veces el número cuatro, tan rico en significaciones, como acabamos 
  de decir, expresan las armonías del hombre y de la tierra, pero manifiestan 
  también, puesto que nos dan la cifra de los planetas (incluido el sol) 
  , la armonía del universo. Si hubiese llegado hasta nosotros la serie 
  completa de los capiteles de Cluny, tendríamos una explicación 
  del sistema del mundo por la música. No es éste, a la verdad, 
  un concepto mezquino del cosmos. Era el que enseñaban las escuelas neo-pitagóricas 
  de la antigüedad, que no divorciaron jamás la ciencia de la poesía, 
  juzgando que la verdad es inencontrable sin la ayuda de las Musas. No fue sin 
  razón, pues, que los monjes de Cluny hicieron esculpir en torno al santuario 
  aquel compendio de la filosofía del mundo. La armonía viril de 
  su canto llano, cuando colmaba la inmensa iglesia, debía impresionarles 
  como la suprema expresión sinfónica de la armonía natural 
  y sobrenatural (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle 
  en France... 317-321).
  Según se habrá podido advertir, para el hombre medieval la música 
  era inescindible de la armonía, y ésta del ritmo, y por ende, 
  del número. Hoy nos cuesta entender la importancia que la Edad Media 
  atribuyó a los números ya su simbología. Junto a las cifras 
  tres y cuatro, privilegió otros dos números, el doce y el siete. 
  Doce es la cifra de la Iglesia universal, decían, y Jesús quiso, 
  por razones trascendentes, que sus discípulos fuesen doce. Doce, en efecto, 
  es el producto de tres por cuatro. Ahora bien, el número tres, que es 
  el de la Trinidad, y, por tanto, del alma, hecha a imagen de la Trinidad, designa 
  a todas las cosas espirituales. Cuatro, que es la cifra de los elementos, es 
  –el símbolo de las cosas materiales, del cuerpo, del mundo, que 
  resultan de la combinación de los cuatro elementos. Multiplicar tres 
  por cuatro es, en sentido místico, penetrar la materia de espíritu, 
  anunciar al mundo las verdades de la fe, establecer la Iglesia universal de 
  que los apóstoles son el símbolo.
  En cuanto al número siete, que los Padres habían declarado misterioso 
  entre todos, hacía los encantos del pensador medieval. Notaban, ante 
  todo, que siete, compuesto de cuatro, cifra del cuerpo, y de tres, cifra del 
  alma, es el número humano por excelencia, significando la unión 
  del cuerpo y del alma. Todo lo que se relaciona con el hombre está ordenado 
  por series de siete. La vida humana se divide en siete edades, cada una de las 
  cuales tiene especial relación con la práctica de una de las siete 
  virtudes, teologales y cardinales. Obtenemos la gracia necesaria para –el 
  ejercicio de las siete virtudes dirigiendo a Dios las siete peticiones del Padrenuestro. 
  Los siete sacramentos nos sostienen en la práctica de las siete virtudes 
  y nos impiden sucumbir a los siete pecados capitales. Los siete planetas gobiernan 
  el destino humano; cada una de las siete edades de la vida está bajo 
  la influencia de uno de ellos. Pues bien, esta noble sinfonía del hombre 
  y el mundo, este noble concierto que dan a Dios durará siete períodos 
  de los cuales seis ya han transcurrido. Al crear el mundo en siete días, 
  Dios quiso darnos la clave de todos estos misterios. La Iglesia, por su parte, 
  celebra la sublimidad de los designios del Creador cantando siete veces por 
  día sus alabanzas en las horas del Oficio divino (cf. E. Mâle, 
  L’art religieux du XIIIe siècle en France... 9-11).
  Nos hemos referido a la música gregoriana, también llamada «canto 
  llano», la música más congruente con la catedral medieval. 
  No podemos alargarnos en exaltar acá la belleza, profundidad y sacralidad 
  de dicho tipo de música*. Por algo dijo Mozart, una de las figuras supremas 
  de la música universal: «Yo daría toda mi obra por haber 
  escrito la melodía gregoriana del prefacio de la misa». Rodin ha 
  admirado la integración de esta música en el espacio catedralicio: 
  «Los acentos saltan para unirse musicalmente a la bóveda arquitectónica. 
  La música y la arquitectura se encuentran, se entrecruzan, se juntan 
  en elegantes melodías... Las voces se mueren de piedad. Sílabas 
  latinas, lengua amada» (Las Catedrales de Francia... 230-231).
  *Lo hemos hecho, si bien sucintamente, en nuestro ensayo La música sagrada 
  en el proceso de desacralización, en «Mikael» 9 (1975) 29-64. 
  Si se quiere algo más extenso se leerá con provecho la excelente 
  obra de A. Charlier, El canto gregoriano, Areté, Buenos Aires, 1970.
  Y en otro lugar: «La música religiosa, hermana gemela de esta arquitectura, 
  termina de desvanecer mi alma y mi inteligencia. Después se calla; pero 
  por largo tiempo sigue vibrando aún en mi, ayudándome a penetrar 
  en la vida profunda de toda esa belleza que no cesa de renovarse, que se transforma 
  según los puntos desde los cuales se la contempla; desplazaos un metro 
  o dos, y todo cambia; sin embargo, el orden general persiste, como la varía 
  unidad de un hermoso día. Las antífonas y responsorios gregorianos 
  tienen también este carácter de grandeza única y diversa; 
  modulan el silencio como el arte gótico modela la sombra» (ibid., 
  190).
  Por cierto que la música medieval no es reductible a la sola música 
  litúrgica. Pero lo que hemos querido señalar es el influjo de 
  ésta en aquélla. Ya que nuestra tesis es que de la catedral se 
  deriva todo el orden cultural de la Edad Media. No sería demasiado difícil 
  establecer la continuidad entre la música de la catedral y la música 
  de los trovadores y juglares. Pero ello excedería el tiempo de que disponemos.
  
  VII. El teatro a partir de la catedral
  
Sostiene Cohen 
  que fue la fe la que preparó 
  el nacimiento del primer teatro medieval, el teatro religioso, una de las manifestaciones 
  más importantes de la actividad artística de la Edad Media. Desde 
  hacía siglos, la noción de teatro había desaparecido por 
  completo. La gente ya no tenía ni idea de la tragedia griega, de los 
  escenarios, de los coros, de la orquesta... Sin embargo, un pueblo no puede 
  vivir sin expresar su interioridad en el teatro, como la expresa en ritos, en 
  gestos y en cantos. El hecho es que el drama reaparecería en la historia 
  a partir del siglo XI. Un poco antes, en la segunda mitad del siglo X, se había 
  llevado a cabo un ensayo inaugural organizado por los clérigos en base 
  a los dos principales acontecimientos conmemorados en el culto, la Resurrección 
  y la Navidad (cf. La gran claridad de la Edad Media... 66-67). Los preparativos 
  cuajaron en el siglo XII, el gran siglo teológico, cuando el arte y el 
  drama estuvieron íntimamente ligados a la liturgia (cf. E. Mâle, 
  L’art religieux du XIIe siècle en France... 132). El pueblo que 
  se animó a transformar el Evangelio en escultura creó simultáneamente 
  el drama: el mismo genio dio nacimiento al arte plástico y al teatro 
  (cf. ibid., 137).
  En sus libros sobre el arte religioso, Emile Mâle ha expuesto el origen 
  y el desarrollo del teatro en la Edad Media. Una vez más, apelaremos 
  a su análisis. El drama litúrgico, nos dice, el primero en ver 
  la luz, no fue en sus comienzos sino una de las formas de la liturgia. No en 
  vano la Misa, que es el acto culminante del culto, reproduce, bajo formas sobrias 
  y veladas, el drama del Calvario. Según el rito antiguo de la iglesia 
  de Lyon, el sacerdote, después de la elevación, permanecía 
  con los brazos extendidos, mostrándose como la imagen misma de Cristo 
  clavado en cruz. El domingo de Ramos, la Pasión era leída o cantada 
  por algunos recitantes, ya la voz grave de Cristo respondía la voz aguda 
  de los judíos. Durante la Semana Santa, en el oficio de Tinieblas, uno 
  de los ministros asistentes iba apagando, uno tras otro, los cirios del tenebrario; 
  el abandono de Cristo se volvía así sensible a los ojos y al corazón; 
  cuando no quedaba más que un cirio encendido, se lo escondía bajo 
  el altar, imitándose la deposición de Cristo en la tumba, y un 
  gran alboroto, previsto por el ritual, resonaba en la iglesia sumersa en la 
  noche; el mundo, abandonado de Dios, parecía volver al caos; de repente, 
  el cirio supérstite reaparecía, Cristo volvía a hacer su 
  ingreso en el mundo después de haber vencido a la muerte.
  Resulta natural que el poderoso genio que resplandece en los rituales de la 
  Iglesia haya pronto dado nacimiento al drama. Como señalamos recién, 
  fue a fines del siglo X que apareció el más antiguo de los dramas 
  litúrgicos, el drama de la Resurrección. En el «Libro de 
  las costumbres», que S. Dunstan escribió en 967 para los monasterios 
  ingleses, la ceremonia es descrita en todos sus detalles. 
  Comenzaba el viernes santo. Ese día, después de haberse venerado 
  la cruz, se la envolvía en un velo, que representaba los lienzos de Cristo, 
  como si la cruz fuese el Salvador mismo, y se la llevaba solemnemente hasta 
  el altar, donde se había preparado «una imitación de la 
  tumba de Cristo»; allí se deponía la cruz, y en ese lugar 
  permanecía hasta la mañana de Pascua. Antes del primer sonido 
  de las campanas, se la retiraba sigilosamente, no dejándose sino el velo 
  en el sepulcro. Entonces comenzaba la Misa de Pascua, y al llegar el momento 
  del evangelio se ponía en acción lo que en él se proclamaba: 
  un monje, revestido Con alba blanca, se sentaba, como el ángel, cerca 
  de la tumba; otros tres monjes, envueltos en largos mantos que los asemejaban 
  a mujeres, avanzaban lentamente y como titubeando, con el incensario en la mano. 
  «¿Qué buscáis?», les preguntaba el que hacía 
  de ángel, Con voz apacible. «A Jesús de Nazaret», 
  respondían las santas mujeres. «El que buscáis no está 
  acá. Ha resucitado. Venid y ved el lugar en donde había sido puesto 
  el Señor». Mostraba entonces que en el sitio donde la cruz había 
  estado depositada no quedaba más que un lienzo. Entonces, las santas 
  mujeres, tomando el velo y levantándolo delante de todos cantaban con 
  alegría: «El Señor ha resucitado». Los fieles entonaban 
  un himno triunfal, y las campanas se echaban a vuelo... Este pequeño 
  drama de Pascua se extendió a muchas iglesias, recibiendo a veces agregados 
  diversos; por ejemplo, en algunas partes se hacía que las mujeres comprasen 
  perfumes, insertándose un diálogo entre las tres Marías 
  y los mercaderes de aromas.
  Partiendo de estos concisos tramos de liturgia dialogada, se fueron escenificando 
  algunas de las apariciones de Cristo resucitado. Y así, en el siglo XII, 
  durante la semana de Pascua, generalmente en las vísperas del martes, 
  se comenzó a representar el encuentro de Cristo y los peregrinos de Emaús. 
  Dos viajeros avanzaban, con el gorro en la cabeza y un bastón en la mano, 
  mientras cantaban con voz tenue: «Jesús, nuestra redención, 
  nuestro amor, nuestro deseo». Entonces aparecía Cristo bajo el 
  aspecto de un peregrino, llevando en la mano un bastón y un zurrón 
  en la espalda. Los viajeros no lo reconocían, y entablaban una conversación 
  con él sobre los hechos que acababan de suceder en Jerusalén, 
  la condenación y la muerte de Cristo. El peregrino no parecía 
  sorprendido: «Los profetas –les decía– anunciaron que 
  Cristo debía sufrir para entrar en la gloria». Tras un rato de 
  conversación, llegaban hasta una mesa ya preparada, y allí se 
  sentaban; Cristo rompía el pan, mientras decía: «Os dejo 
  este pan, os doy mi paz». Luego desaparecía. Sólo allí 
  los viajeros adivinaban quién era ese forastero; lo buscaban, pero en 
  vano. Entonces se volvían a poner en camino diciendo: «¿Acaso 
  nuestro corazón no ardía en nuestro pecho mientras él hablaba?».
  Este drama influyó sobre el arte iconográfico. Un bajorrelieve 
  del claustro de Silos nos muestra a Cristo como peregrino, con el signo de Santiago 
  sobre el hombro, entre los discípulos de Emaús. Se reconoce allí 
  el vestuario del drama litúrgico.
  Es, pues, de la fiesta de Pascua, la solemnidad central del año cristiano, 
  de donde surgió el drama litúrgico. La actual secuencia de Pascua, 
  Victimæ paschali laudes, con su diálogo entre el ángel y 
  las mujeres, es un apretado recuerdo de aquel drama. Pero no pasó mucho 
  tiempo sin que la fiesta de Navidad, que tantas resonancias suscita en la imaginación, 
  tuviese también sus propias representaciones. La materia era abundante: 
  el anuncio a los pastores, la adoración de los magos, la muerte de los 
  inocentes, la huida a Egipto. Si los dramas de Pascua se destacaban por su carácter 
  triunfal, éstos se distinguirían por el encanto que suele rodear 
  a la infancia. Uno de ellos se representaba el día de Reyes, y otro la 
  mañana misma de Navidad.
  El primero tenía lugar durante la misa de Epifanía. Tres personajes 
  coronados, con vestidos de seda, avanzaban por la nave central de la iglesia. 
  Eran los Magos. Caminaban con paso grave, llevando cofres de oro, precedidos 
  por una estrella suspendida de un hilo. Uno de ellos señalaba la estrella 
  a sus compañeros: «Este signo anuncia un rey», decía. 
  Luego, acercándose al altar, donde según parece se solía 
  poner una imagen de la Virgen con el Niño en sus rodillas, ofrecían 
  sus presentes, oro, incienso y mirra. La acción pasó también 
  al arte. En el pórtico de San Trófimo de Arlés, un bajorrelieve 
  representa una escena casi idéntica: el primero de los Magos se arrodilla 
  ante la Virgen, el segundo, volviéndose hacia el que lo sigue, le muestra 
  con el dedo la estrella, y el tercero, levantando la mano, expresa su admiración.
  La otra escenificación se llevaba a cabo, como dijimos, en la mañana 
  de Navidad. Dicho día se acostumbraba leer en algunas iglesias un sermón 
  atribuido a S. Agustín, donde en forma viva y dramática el obispo 
  de Hipona se esforzaba por convencer a los judíos recalcitrantes, recurriendo 
  al testimonio mismo de la Biblia. «A vosotros, Judíos, os convoco 
  acá –exclamaba–, a vosotros que hasta este día habéis 
  negado al Hijo de Dios... Queréis un testimonio sobre Cristo; ¿acaso 
  no está escrito en vuestra Ley que cuando dos hombres dan el mismo testimonio 
  dicen la verdad? Pues bien, que avancen los hombres de vuestra Ley, y habrá 
  más de dos para convenceros. Dinos, Isaías, tu testimonio sobre 
  Cristo».
  –Isaías. He aquí que una virgen concebirá y dará 
  a luz un hijo y su nombre será Emmanuel.
  «Que se adelante otro testigo. Jeremías, da tu testimonio sobre 
  Cristo».
  –Jeremías. Éste es Dios y no hay otro fuera de él. 
  Después de esto fue visto en la tierra y convivió con los hombres.
  «Ya tenemos dos testigos, pero llamemos a otros para romper la frente 
  dura de nuestros enemigos». Y el autor evocaba sucesivamente a Daniel, 
  David, Habacuc, Simeón, Isabel, Juan Bautista... 
  «¡Oh Judíos –retomaba el orador–, ¿no 
  os bastan estos grandes testigos de vuestra Ley, de vuestra raza?
  ¿Diréis que serían necesarios testimonios sobre Cristo 
  de otras naciones? ¡Y qué! Cuando Virgilio, el más elocuente 
  de los poetas, decía: Ya del alto cielo desciende la nueva progenie, 
  ¿acaso no hablaba de Cristo?». Y el predicador tomaba de los Gentiles 
  dos testimonios más, el de Nabucodonosor, que habiendo hecho arrojar 
  en el horno a tres jóvenes advirtió que eran cuatro: ¿No 
  hemos echado nosotros al fuego a tres hombres ? Pues yo estoy viendo cuatro 
  hombres, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de Dios; y el de la Sibila, 
  que pronunciaba sus famosos versos acrósticos sobre el Juicio final: 
  Signo del juicio: la tierra se humedece por el sudor, del cielo vendrá 
  el rey que perdurará por siglos.
  «Oh Judíos –concluía el orador–, creo que estáis 
  abrumados por tantos testigos, y que, en adelante, no tendréis nada que 
  invocar, nada que responder».
  A partir de este patético sermón, la Edad Media elaboró 
  un verdadero drama. Primero se lo recitó en varios lugares, como se leía 
  la Pasión el día de Ramos, luego se lo escenificó, como 
  se representaba la visita de las santas mujeres a la tumba, o la adoración 
  de los magos. Uno tras otro, los profetas eran llamados a comparecer ante los 
  gentiles y los judíos: ellos avanzaban y entonaban su respuesta... Luego 
  que los profetas, Nabucodonosor y la Sibila habían pasado, se veía 
  aparecer a Balaam montado sobre su asna, anunciando que una estrella saldría 
  de Jacob. Y así el asno hizo su entrada en la iglesia. En la fachada 
  de Notre-Dame la Grande, de Poitiers, se observan cuatro personajes con filacterias, 
  que recuerdan el sermón de S. Agustín.
  Aparte de los temas pascuales y navideños, el teatro religioso buscó 
  otros asuntos, por ejemplo, la parábola de las vírgenes prudentes 
  y necias, cuya escenificación debió ser impresionante. Se la empezó 
  a representar en las iglesias románicas. El templo estaba en penumbras. 
  Sólo brillaban las cinco lámparas de las vírgenes prudentes. 
  En vano las vírgenes necias pedían un poco de aceite a sus compañeras, 
  en vano iban al que lo vendía. Era tarde. Caminaban lentamente, repitiendo 
  un triste lamento: «Dolentas! Chaitivas! Trop i avem dormit!». Pero, 
  sin embargo, todavía no habían perdido la esperanza, suplicando 
  al esposo que les abriera la puerta. Al fin éste aparecía: «No 
  os conozco», les decía. «Ya que no tenéis luces alejaos 
  del umbral... » Venían los demonios y las llevaban a las tinieblas. 
  También este drama pasó a los bajorrelieves, donde se ve a las 
  vírgenes necias con las lámparas boca abajo, derramando el aceite 
  (Puede encontrarse un análisis detallado de los diversos dramas en E. 
  Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 125-148).
  Parece innecesario decir que fueron los clérigos, familiarizados con 
  la lengua vulgar y también con el latín, quienes están 
  en el origen de las primeras expresiones del teatro medieval, el drama y los 
  misterios litúrgicos. Del interior de la iglesia, las representaciones 
  fueron saliendo al atrio del templo, desplegándose allí con mayor 
  amplitud diversas escenas de la Escritura. Todo aquello entusiasmaba al pueblo 
  sencillo, que durante horas seguía con creciente interés aquellos 
  episodios que ya conocían. Cada personaje tenía ropaje peculiar 
  y atuendos convencionales. Se sabía que Cristo debía llevar barba 
  y vestido rojo; que Moisés había de tener cuernos en su frente; 
  los Reyes Magos se mostraban con vestimentas pintorescas, al estilo de los persas; 
  para representar a la burra de Balaam se recurría a un ardid: dos hombres 
  se escondían bajo una piel de animal, lo cual permitía que en 
  su momento la burra pronunciase su profecía; Zaqueo, el de baja estatura, 
  debía subirse a un árbol para ver pasar a Jesús, lo que 
  provocaba hilaridad general; en cambio, cuando Cristo expiraba sobre la cruz, 
  la gente contenía su aliento (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada… 83). El hecho es que, como afirma Cohen, «se creó 
  un teatro religioso tan augusto y tan vigoroso como la tragedia griega» 
  (La gran claridad de la Edad Media... 74).
  En el siglo XIII comenzó a desarrollarse el teatro profano, si bien el 
  teatro religioso siguió conservando el primer lugar. Y mantuvo vigencia 
  por bastante tiempo ya que, aun durante el siglo XV, en muchas partes había 
  compañías que escenificaban, de año en año, el mismo 
  misterio sagrado. La pasión de Oberammergau, que se sigue representando 
  hasta nuestros días, es una forma muy auténtica de esta tradición 
  medieval. Preparada con minuciosidad, se convirtió en una obra colectiva 
  en la cual participaba toda la ciudad y que, como hoy, atraía espectadores 
  desde sitios lejanos.
  Los actores, exclusivamente varones, provenían de todos los estamentos 
  de la sociedad, incluido el eclesiástico. Los días en que tenían 
  lugar aquellas representaciones, se cerraban todos los negocios, y la gente 
  se agolpaba para ver pasar a los actores en procesión hacia la plaza 
  mayor donde se había construido un gran escenario, a veces de cien metros 
  de ancho, con varios escenarios menores, según el método teatral 
  de la escenificación simultánea. «Nunca, después 
  de la Edad Media –escribe d‘Haucourt–, el teatro volvió 
  a tomar ese carácter que tenía en los tiempos de los griegos, 
  de arte para todos, de arte donde un pueblo entero, desde el pequeño 
  hasta el más grande, desde el simple hasta el sabio, podía comulgar 
  en una misma celebración grandiosa. El Renacimiento habría de 
  separar a la “élite” del pueblo, mientras que la Edad Media 
  había llevado a escena los grandes problemas del destino humano, encarnados 
  en una historia conocida, cruda y comprendida por cada uno, y que constituía 
  la base misma de la civilización; de ahí la perfecta integración 
  de los actores y el público, y su profunda resonancia en el corazón 
  de todos» (La vida en la Edad Media... 57-59).
  De manera semejante a la música, el teatro, que nació en y de 
  la catedral, fue adquiriendo autonomía, aunque sin perder del todo su 
  raigambre sacral, siendo practicado a menudo en las escuelas y en las universidades, 
  con fines educativos.
  Señala R. Pernoud que la palabra «geste» fue una de las palabras 
  claves de la Edad Media. «Geste», en francés, significa a 
  la vez gesto y hazaña. El juego de palabras hace referencia tanto al 
  gesto teatral como a las hazañas medievales recogidas en las «Canciones 
  de Gesta» (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 102, nota 19).
  
  VIII. La 
  literatura en relación con la catedral
  También la literatura nació en buena parte del ambiente de los 
  misterios hasta que llegó a adquirir consistencia propia.
  
1. 
  De la literatura en latín a la 
  literatura en lenguas romances
  
Desde el gran poeta 
  hispano, Prudencio, de la época patrística, cantor apasionado 
  de las gestas de los mártires, hasta los poetas medievales, hay una serie 
  no interrumpida de escritores en lengua latina cuyas composiciones alcanzaron 
  un grado excelso de belleza. Destaquemos los himnos Vexilla Regis prodeunt, 
  Veni Creator Spiritus, y sobre todo las secuencias Victimæ paschali laudes, 
  o Veni Sancte Spiritus. Si ya no podemos atribuir a S. Bernardo, como antes 
  se creía, el encantador Iesu, dulcis memoria, no por eso vale menos. 
  Recordemos también el conmovedor Stabat Mater, de Jacopone, el Dies iræ, 
  de Tomás de Celano, verdaderas perlas de la poesía medieval. Y 
  qué decir de las composiciones de Sto. Tomás para el oficio de 
  Corpus Christi: la secuencia Lauda Sion Salvatorem y los himnos Pange lingua, 
  Sacris solemnis, Verbum supernum, así como ello Adoro te devote, donde 
  la teología se desposa con la poesía.
  El catálogo es inacabable. Pero mientras florecía la poesía 
  religiosa, otros autores, a veces incluso clérigos, se dedicaban a expresar, 
  en versos latinos, el fondo mundano y sensual que emanaba del viejo paganismo, 
  exaltando los placeres de la vida, el amor sin control y la bebida, sin obviar 
  la burla, aun de lo más santo. Era la literatura llamada «goliarda», 
  a que aludimos en una conferencia anterior. El nombre de «Golías» 
  viene probablemente del gigante Goliat, considerado a menudo como la encarnación 
  del demonio. Entre otras obras de este género, ha llegado hasta nosotros 
  una colección de poesías de clérigos vagabundos, proveniente 
  de un monasterio de benedictinos bávaros, conocida con el nombre de Carmina 
  Burana, a la que no hace mucho puso música el compositor alemán 
  Carl Orff (cf. G. Schnürer, L’Eglise et la civilisation au Moyen 
  Âge, vol. II, Payot, Paris, 1935, 150-151).
  Tras la producción literaria latina, y contemporáneamente con 
  ella, fueron apareciendo numerosos escritos en lengua vulgar, buena parte de 
  ellos sobre temas religiosos. Especialmente interesante es uno titulado, «Mistere 
  du Viel Testament», de varios poetas desconocidos (publicado por la Societé 
  des anciens textes français, 6 vols., 1878-1891). Si bien pertenece ya 
  a la época post medieval (siglo xv), sin embargo recopila elementos típicamente 
  medievales. A propósito de esta obra se pregunta Mâle cuál 
  será la razón por la que los poetas que compusieron ese inmenso 
  drama sacro no dieron la misma importancia a todas las partes del Antiguo Testamento, 
  por qué eligieron concretamente tales personajes –Adán, 
  Noé, Abraham, José, Moisés, Sansón, David, Salomón, 
  Job, Susana, Judit, Ester– y no otros. La respuesta es clara: los episodios 
  escogidos y los personajes seleccionados eran los tipos y figuras más 
  conocidos de Jesús y de María. Los mismos autores lo reconocen 
  de alguna manera cuando, al comienzo de la historia de José, hacen decir 
  a Dios Padre que todas las desgracias de los patriarcas no fueron sino figuras 
  de los sufrimientos reservados a su Hijo. Así entendido, el Misterio 
  entero se ordena como el pórtico de una catedral. Los personajes del 
  drama son los mismos que fueron representados, por razones análogas, 
  en las fachadas de Chartres o de Amiens. También la literatura, como 
  las demás artes, concurría en la Edad Media a dar al pueblo la 
  misma enseñanza religiosa (cf. E. Mâle, L’art religieux du 
  XIIIe siècle en France... 159-160).
  El género poético de las «Vidas de Santos» floreció 
  durante toda la Edad Media, así como el de los «Milagros de la 
  Virgen» o el de las «Cantigas», composición poética, 
  esta última, para ser cantada, entre las que se destaca las «Cantigas 
  de Nuestra Señora», antología mariana de composiciones en 
  verso recopiladas por Alfonso X el Sabio, autor, quizás, de algunas de 
  ellas; es muy interesante la música que las acompañaba, transmitidas 
  por dos códices del siglo XIII.
  Surgieron asimismo diversos cantares épicos, como «La Chanson de 
  Roland», «El Cantar del Mío Cid» y tantos más. 
  Es interesante observar que aun esas epopeyas cobran especial relieve cuando 
  se las considera a la luz de la catedral. La Canción de Rolando, por 
  ejemplo, fue recitada y representada por los juglares en el pórtico de 
  las catedrales. Es cierto que la Iglesia no apreciaba en demasía a los 
  juglares, e incluso a veces fue severa con ellos. Sin embargo, no los condenaba 
  en bloque, ni mucho menos, reservando su aprecio para los que ensalzaban a los 
  héroes ya los santos. La fe de los héroes, su coraje, su lealtad, 
  los asemejaba a los santos. La Iglesia comprendió que los poetas trabajaban 
  en el mismo sentido que ella. Resulta curioso que no sólo en Francia 
  haya sido exaltado el ciclo de Carlomagno. La catedral de Módena, por 
  ejemplo, que se encuentra en el camino que desde el norte desciende a Roma, 
  exhibe un portal reservado a Artús y sus compañeros, quienes cabalgan 
  en la arquivolta; sin duda los escultores quisieron representar en los muros 
  el relato de las canciones que los juglares franceses dedicaban a los peregrinos 
  que se dirigían a Roma, ante la fachada de esa catedral (cf. E. Mâle, 
  L’art religieux du XIIe siècle en France... 269). El siglo XII 
  fue el gran siglo épico, el siglo de la «Tabla Redonda» y 
  del «Santo Grial».
  Señala el mismo autor que los caballeros franceses que cruzaban los Pirineos 
  para ir a rezar en la tumba de Santiago, no pocas veces se quedaban en España 
  y se enrolaban en las filas del Cid. El camino de Santiago, en buena parte organizado 
  por Cluny, es inseparable de la Cruzada española de la Reconquista, que 
  incluía a antiguos héroes francos como Carlomagno, Rolando y sus 
  pares. Para mantener en alto el espíritu combativo, Cluny no dudó 
  en adoptar las canciones de gesta que entonaban los juglares. De la peregrinación 
  de Santiago y de la guerra de España nació la Chanson de Roland 
  (ibid., 292).
  Con justicia, por tanto, se puede afirmar que la literatura en lengua profana 
  nació, sustancialmente, en el regazo de la Iglesia, ya la sombra de la 
  catedral. Sin embargo, con el correr del tiempo, fue tendiendo a emanciparse, 
  e incluso de manera abusiva, como lo prueban ciertas «novelas» que 
  comenzaron a difundirse, muy poco coherentes, por cierto, con el espíritu 
  del Evangelio. Ningún ejemplo mejor de ello que la llamada «Roman 
  de la Rose», que Daniel-Rops califica de «obra maestra de erotismo 
  anticristiano» (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 424).
  
2. 
  Carácter popular de la literatura
  
Escribe R. Pernoud: 
  «La poesía ha sido la gran ocupación de la Edad Media y 
  una de sus pasiones más vivas. La poesía reinaba por doquier: 
  en la iglesia, en el castillo, en las fiestas y en las plazas públicas; 
  no había festín sin ella, ni festejo donde no jugase su papel, 
  ni sociedad, universidad, asociación o confraternidad donde no tuviese 
  acceso; se aliaba a las funciones más serias: algunos poetas gobernaron 
  condados, como Guillermo de Aquitania o Thibaut de Champagne; otros gobernaron 
  reinos, como el rey René de Anjou o Ricardo Corazón de León; 
  otros, como Beaumanoir, fueron juristas y diplomáticos; incluso se pudo 
  ver a un Felipe de Novara, asediado en la Torre del Hospital con unos treinta 
  compañeros, escribir a toda prisa, para pedir auxilio, no un llamado 
  de socorro, sino un poema... Decir versos, o escucharlos, aparecía como 
  una necesidad inherente al hombre. Hoy ni siquiera podríamos imaginarnos 
  a un poeta instalándose sobre un tablado, ante una barraca de feria, 
  para declamar allí sus obras; espectáculo que entonces era común. 
  El campesino dejaba su trabajo, el artesano su taller, el señor sus halcones, 
  para ir a escuchar a un trovador o a un juglar. Jamás quizás, 
  salvo en los más hermosos días de la Grecia antigua, se manifestó 
  tal apetito de ritmo, de cadencia y de bello lenguaje» (Lumière 
  du Moyen âge... 138-139). 
  Los juglares que aparecen en los capiteles o fachadas de las catedrales son 
  representados recitando poemas o cantando epopeyas; en uno de esos capiteles 
  se ven tres personajes, uno tocando la viola, otro el arpa, mientras el tercero, 
  con la mano levantada, parece recitar. Es que en los grupos de juglares que 
  se entremezclaban con la gente a lo largo de las rutas, había músicos, 
  cantores, rapsodas, quizás incluso poetas, así como danzarines 
  y acróbatas. En un capitel románico se puede observar, en medio 
  de un grupo de juglares que tocan toda clase de instrumentos, una mujer que 
  se mantiene en equilibrio sobre la cabeza. Como se ve, estos músicos, 
  recitadores, equilibristas incluso, tenían un lugar tan destacado en 
  la vida de la sociedad que no resultaba extraño encontrarlos en las catedrales 
  medievales. Los peregrinos, que siempre se topaban con juglares en los atrios 
  de las iglesias, encontrarían perfectamente normal verlos esculpidos 
  en las paredes del santuario (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe 
  siècle en France... 312-313).
  Uno de los géneros más populares fue el de la fábula. Porque, 
  como bien señala Mâle, si la inteligencia de las obras sutiles, 
  por ejemplo las que se inspiraron en los «Bestiarios», estaba sin 
  duda reservada a los clérigos, la sabiduría de las fábulas, 
  de ese mundo donde todo vive y todo piensa, donde a veces el animal parece más 
  inteligente que el hombre, se dirigía indudablemente a todos. Con su 
  ingenuidad y su misterio, la fábula parecía hecha para la Edad 
  Media, para el hombre que vivía en las proximidades del bosque, cerca 
  de los animales, que oía a la noche el grito del zorro o el gemido de 
  la lechuza. Y así eran ampliamente conocidas las fábulas del cuervo 
  y el zorro, del lobo y el cordero, y tantas otras, con sus consiguientes moralejas, 
  a veces en latín. No resulta, pues, insólito, que los mismos predicadores 
  hiciesen alusiones a dichas fábulas en sus sermones, y que los pintores 
  o escultores representasen en la iglesia a los héroes de Fedro y de Esopo. 
  Una de esas fábulas se llamaba «la educación del lobo». 
  Un clérigo se había propuesto enseñar a leer a un lobo; 
  comenzó por las primeras letras del alfabeto: «Repite estas tres 
  letras: ABC», le indicó. «Cordero», dijo el lobo, que 
  pensaba en otra cosa. Así la boca traiciona los secretos del corazón, 
  quod in corde hoc in ore. Esta sucinta y delicada fábula aparece muchas 
  veces en las catedrales (cf. ibid., 337. 339).
  Destaquemos el carácter universal que tenía la literatura en la 
  época medieval. Gracias al fecundo intercambio que existía entre 
  los distintos estamentos sociales, la savia poética circulaba libremente. 
  No era, como lo seria después, patrimonio de cenáculos selectos. 
  En el siglo XVII, por ejemplo, las obras literarias estarían destinadas 
  tan sólo a la Corte o a los salones (cf. R. Pernoud, Lumière du 
  Moyen âge... 139-140).
  R. Pernoud agrega una observación referida a la autoría de las 
  obras, que a nuestro juicio es capital si se quiere entender la índole 
  popular de la literatura medieval. Cuando se pretende hacer una edición 
  crítica de alguna canción de gesta o un poema medieval, afirma 
  la insigne medievalista, se choca con dificultades poco menos que insalvables. 
  Para nosotros, una obra literaria es algo estrictamente personal e intocable, 
  fijada en la forma original que le ha dado el autor, de donde nuestro concepto 
  del plagio. En la Edad Media el anonimato era lo corriente. Una vez que alguien 
  hacía pública alguna idea personal, ésta pasaba a integrar 
  el patrimonio común, se propagaba por doquier, se acrecentaba con las 
  fantasías más inesperadas, sufría toda clase de adaptaciones 
  imaginables, y no entraba en un cono de sombra sino tras haber agotado todas 
  sus virtualidades. La obra literaria llevaba así una vida independiente 
  de la de su creador; era algo que se movía y renacía sin cesar 
  (cf. ibid., 141-142).
  La estudiosa francesa constata también otro dato notable y es que los 
  autores medievales trataron a personajes antiguos como si fueran de su época. 
  Se ha creído ver una prueba de la famosa «ingenuidad» medieval 
  en la facilidad con que aquellos hombres hacían que Alejandro Magno se 
  condujese como un caballero cristiano, o representaban en los tímpanos 
  de las catedrales a Castor y Pollux como si se tratase de dos caballeros de 
  su tiempo. Lejos de ser una deficiencia, opina R. Pernoud, esta expedición 
  para trasladar a los héroes del pasado muerto a la actualidad viva, es 
  una muestra cabal del prodigioso poder evocador que caracterizó a la 
  cultura medieval (cf. ibid., 143).
  Por eso, como afirma Lewis, cuando se estudia la literatura medieval, en muchos 
  casos se debe renunciar a establecer la unidad «obra-autor», que 
  es fundamental para la crítica moderna. «Algunos libros deben considerarse 
  más que nada como esas catedrales en las que el trabajo de muchas épocas 
  diferentes está mezclado y produce un efecto total, verdaderamente admirable, 
  pero nunca previsto por ninguno de sus sucesivos constructores. Muchas generaciones, 
  cada una con su mentalidad y estilo propios, han contribuido a la elaboración 
  de la historia de Arturo. Constituye un error considerar a Malory como un autor 
  en nuestro sentido moderno y colocar todas las obras anteríores en la 
  categoría de “fuentes”. Dicho autor es pura y simplemente 
  el último constructor, que hizo unas demoliciones aquí y añadió 
  algunos detalles allá...» Ese tipo de trabajo habría resultado 
  incomprensible a hombres que hubiesen tenido una concepción de la propiedad 
  literaria semejante a la que tenemos nosotros. Lejos de pretender o fingir originalidad, 
  agrega Lewis, aquellos hombres podían incluso llegar a esconderla. «A 
  veces afirman que toman algo de un “auctour”, precisamente cuando 
  se separan de él. No puede tratarse de una broma. ¿Qué 
  tiene eso de divertido? ¿Y quién, salvo un erudito, podría 
  advertirlo? Ese comportamiento se parece más al del historiador que tergiversa 
  la documentación porque se siente seguro de que los hechos tuvieron que 
  producirse en determinada forma. Están deseosos de convencer a los demás, 
  quizás también a medias a sí mismos, de que no están 
  “inventando”. Pues su objetivo no es expresarse a sí mismos 
  o “crear”; es el de transmitir el tema “historial” con 
  dignidad, dignidad que no se debe a su genio o capacidad poética, sino 
  al propio tema» (La imagen del mundo... 160-161).
  
3. 
  La figura del Dante
  
Cerremos este tema 
  evocando la figura del más grande de los literatos medievales, el creador 
  del dolce stil nuovo, Dante Alighieri.
  La Divina Comedia es una de las obras cumbres de la cultura occidental. El marco 
  histórico en que se desarrolla aquella trama prodigiosa no es otro que 
  el de la sociedad que el poeta conoció por experiencia: la Cristiandad. 
  Los acontecimientos a los que se refiere son los de su historia, con especial 
  relación a los peligros temporalistas que amenazaban a la Iglesia; sus 
  protagonistas son los que habían desempeñado un papel relevante 
  en la historia del Occidente cristiano. «El ideal al que sirve –escribe 
  Daniel-Rops– no es otro que el de los Papas reformadores, el de los Santos, 
  el de los Cruzados y el de los maestros del pensamiento; ese ideal de un orden 
  jerárquico, que se correspondería en la tierra con las perfectas 
  armonías del cielo» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 
  749).
  Amante, como buen medieval, de la simetría y simbólica de los 
  números, hizo el Dante que a los nueve círculos del Infierno correspondiesen 
  las nueve gradas de la montaña del Purgatorio y los nueve cielos del 
  Paraíso. Según Mâle, Dante decidió de antemano que 
  cada una de las partes de su trilogía se dividiera en treinta y tres 
  cantos en honor de los treinta y tres años de la vida de Cristo. Al adoptar 
  la forma métrica del terceto, parece haber querido grabar en los fundamentos 
  mismos de su poema la cifra mística por antonomasia. Así edificó 
  cum pondere et mesura su catedral invisible. Fue, con Sto. Tomás, el 
  gran arquitecto del siglo XIII (cf. L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France... 12-13).
  Como se sabe, el Dante eligió a Virgilio, representante de la tradición 
  clásica, como guía de su peregrinación espiritual y de 
  su peregrinación literaria. 
  Tu se’lo mio maestro e il mio autore
  tu se’ solo colui, da cui io tolsi
  lo bello stile che m’ha fatto honore.
  Ni deja de ser significativo que cuando tiene que pensar en alguien para que 
  lo conduzca hacia la Virgen, ponga su confianza en S. Bernardo, la expresión 
  más pura de las virtudes que exaltó la Cristiandad medieval.
  «De esta forma –escribe C. Dawson–, el gran poema de Dante 
  es una síntesis final de las tradiciones literaria y religiosa, que incluye 
  los elementos vitales todos de la cultura medieval. Teología cristiana 
  y ciencia y filosofía árabes; cultura cortés de los trovadores 
  y tradición clásica de Virgilio; misticismo de Dionisio y piedad 
  de S. Bernardo; espíritu franciscano de reforma y orden romano; sentimiento 
  nacional italiano y universalista católico; todos encuentran lugar en 
  la estructura orgánica del pensamiento del poeta y en la unidad artística 
  de su obra... Es el último fugaz resplandor de la visión de la 
  unidad espiritual, inspiración, durante novecientos años, de la 
  mente medieval, y que había dirigido la evolución de la cultura 
  medieval desde sus comienzos en la época de San Agustín y de Prudencio, 
  pasando por la de Alcuino y Carlomagno, de Nicolás I y de Otón 
  II, a su más completa, aunque imperfecta realización de la Cristiandad 
  del siglo XIII» (Ensayos acerca de la Edad Media... 216-218).
  Bien dice Daniel-Rops que el poeta supo traducir, en su esplendoroso poema-epopeya, 
  lo que los místicos habían musitado en sus plegarias, los arquitectos 
  al levantar sus naves al cielo, los teólogos al elaborar los monumentos 
  de sus especulaciones, y los Cruzados al ofrecer su sangre (cf. La Iglesia de 
  la Catedral y de la Cruzada... 752-753)*. Y también: «Era preciso 
  que a las summas teológicas, a las summas filosóficas que había 
  realizado la Edad Media ya aquellas otras summas plásticas que son las 
  catedrales se añadiese una summa poética, para que la figura se 
  completase; y aquel hombre la construyó» (La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada... 743).
  *E. Mâle ha destacado el carácter armonioso del genio de Dante. 
  Su Paraíso y los Pórticos de Chartres son sinfonías. Ningún 
  arte merece ser definido más justamente que el del siglo XIII, «una 
  música fijada» (cf. L’art religieux du XIIIe siècle 
  en France… 21).
  * * *
  Hemos tratado de mostrar cómo en la Edad Media las diversas artes brotaron 
  del ámbito sagrado, tenían raigambre sacral. Es lo propio de todas 
  las sociedades tradicionales, como lo ha probado A. K. Coomaraswamy (cf. La 
  filosofía cristiana y oriental del arte, Taurus, Madrid, 1980, passim).
  Dice Daniel-Rops que algunas veces, aunque no con demasiada frecuencia, ha sucedido 
  en la historia que una sociedad determinada lograra expresarse de una manera 
  cabal en algún monumento o conjunto de monumentos que condensasen y resumiesen, 
  para las generaciones futuras, todo lo que aquella sociedad amaba y afirmaba. 
  Por ejemplo en el Partenón se concreta el espíritu helénico, 
  en el Kremlin de Moscú se condensa lo mejor del alma rusa; en Versalles 
  se nos esclarece la Francia de Luis XIV; en el Escorial palpita la personalidad 
  de Felipe II. La Edad Media poseyó también su obra representativa. 
  Fueron las catedrales, testimonios privilegiados de su tiempo. Ya decía 
  León XIII en el texto que pusimos de epígrafe a este libro que 
  si bien es cierto que en el mundo moderno ha desaparecido la Cristiandad, al 
  menos las piedras de las catedrales nos siguen hablando de ella con muda elocuencia. 
  
  Imaginemos que de todo lo que nos legó la Cristiandad medieval sólo 
  hubiesen subsistido las catedrales, pues seria suficiente para que comprendiéramos 
  aquel mundo, al menos en sus líneas esenciales: su espiritualidad, su 
  ética, su vida laboral, su literatura, su política, su mística. 
  Supongamos, en cambio, que todo hubiera llegado a nosotros menos las catedrales, 
  que no quedasen en pie ni Reims, ni Chartres, ni Colonia, ni Siena, ni Burgos, 
  sería tarea ardua comprender lo que fue el alma de la Cristiandad (cf. 
  La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 425-428).
  «Mientras los doctores construían la catedral intelectual que debía 
  abrigar a toda la cristiandad –escribe E. Mâle–, se elevaban 
  nuestras catedrales de piedra, que fueron como la imagen visible de la otra. 
  La Edad Media puso en ella todas sus certezas. Fueron, a su manera, Sumas, Espejos, 
  Imágenes del Mundo. Fueron la expresión más perfecta que 
  hubo jamás de las ideas de una época. Todas las doctrinas encontraron 
  allí su forma plástica» (L’art religieux du XIIIe 
  siècle en France... 23). La Catedral es Cruzada, Summa, Universidad, 
  Caballería, Corporación... 
  
Escolio. 
  La admiración de Rodin
  
El gran viajero 
  que con tanto cariño recorrió las catedrales de Francia, August 
  Rodin, a quien reiteradamente hemos citado en esta conferencia, nos ha dejado 
  sobre las mismas algunas delicadas reflexiones con las que queremos cerrarla:
  «Las catedrales son Francia. Mientras las contemplo, siento a nuestros 
  antepasados ascender y descender dentro de mí, como en otra escala de 
  Jacob» (Las Catedrales de Francia... 77).
  «Siento la savia gótica pasar por mis venas como los jugos de la 
  tierra pasan por las plantas» (ibid. 123).
  «¿Suponéis 
  que cuando os asombra la majestad druídica de las grandes catedrales, 
  surgidas a la distancia, es por causas naturales y fortuitas, por ejemplo por 
  su aislamiento en la campiña? Os engañáis. El alma del 
  arte gótico está en esa declinación voluptuosa de las sombras 
  y las luces, que da ritmo al edificio todo y lo obliga a vivir. Hay allí 
  una ciencia hoy perdida, un ardor reflexivo, medido, paciente y fuerte, que 
  nuestro siglo, ávido y agitado, es incapaz de comprender. Es menester 
  volver a vivir en el pasado, remontar a los principios, para recobrar la fuerza. 
  El gusto ha reinado, en otro tiempo, en nuestro país: ¡hay que 
  volver a ser franceses! La iniciación en la belleza gótica es 
  la iniciación en la verdad de nuestra raza, de nuestro cielo, de nuestros 
  paisajes» (ibid., 34).
  «Soy uno de los últimos 
  testigos de un arte que muere. El amor que lo inspiró está agotado. 
  Las maravillas del pasado se deslizan hacia la nada; nada las reemplaza y pronto 
  estaremos en la noche» (ibid., 136). 
  
  «Antes de desaparecer yo mismo, quiero por 
  lo menos haber dicho mi admiración por ellas; quiero pagarles mi deuda 
  de gratitud, yo que les debo tanta felicidad. Quiero celebrar esas piedras tan 
  tiernamente convertidas en obras maestras por humildes y sabios artesanos; esas 
  molduras admirablemente modeladas como labios de mujer; esas moradas de bellas 
  sombras, donde la dulzura dormita en medio de la fuerza; esas nervaduras finas 
  y potentes que se elevan hacia la bóveda y se inclinan al encuentro de 
  una flor; esos rosetones de vitrales cuya pompa ha sido tomada del sol poniente 
  o del alba» (ibid., 31-32).
  «Para comprender esas líneas tiernamente 
  modeladas, perseguidas y acariciadas, hay que tener la suerte de estar enamorado» 
  (ibid., 32).