Capítulo IV
  El orden social de la Cristiandad
  En una obra literaria medieval que lleva por nombre, Poème de Miserere, 
  cuya autoría pertenece a Reclus de Molliens, se indica con claridad la 
  estructuración que caracterizó a la sociedad de aquella época: 
  
  Labeur de clerc est de prier
  Et justice de chevalier.
  Pain leur trouvent les labouriers.
  Gil paist, cil prie et cil défend.
  Labor del clérigo es rezar
  y justicia la del caballero;
  Pan les proporcionan los que trabajan.
  Uno da el pan, otro reza y otro defiende.
  Un estamento que oraba, otro que trabajaba y otro que combatía defendiendo 
  la justicia. En esta constitución tripartita se reconocía la fórmula 
  ideal de la sociedad medieval, tan semejante al organismo humano, que posee, 
  también él, una cabeza, un corazón y diversos miembros. 
  Era un sistema armonioso de distribución de fuerzas.
  En otro poema del mismo autor, el «De Carité», se afirma 
  algo semejante, si bien señalándose mejor el papel complementario 
  de los tres estamentos:
  L’épée dit: G’est ma justice
  Garder les clercs de Sainte Eglise
  Et ceux par qui viande est quise.
  Oficio mío es, dice la espada,/ Proteger a los clérigos de la 
  Santa Iglesia/ Y a aquellos que procuran el sustento.
  Analicemos cada uno de los niveles.
  
  I. Los que oran
  En la cumbre de la pirámide social de la Edad Media se encontraba el 
  estamento eclesiástico –«labeur de clerc»–, porque 
  decía relación con el orden superior, el orden sobrenatural, constituyendo 
  una suerte de puente entre la tierra y el cielo. Expondremos el papel de este 
  estamento en el contexto más general del modo como en aquella época 
  se entendía la vida espiritual.
  1. La Edad Media: una época religiosa
  Durante los 300 años de su transcurso, la Edad Media conoció etapas 
  muy diversas. Sin embargo los cambios que dichas etapas implicaban jamás 
  menoscabaron la unanimidad de la fe, que siempre siguió siendo un dato 
  indiscutido. Y conste que se trataba de una fe que no se restringía al 
  plano meramente cerebral sino que imbuía casi con naturalidad todas las 
  facetas de la actividad humana. Como dice Daniel-Rops, «nada se hizo entonces 
  en la tierra que no tuviera, directa o indirectamente, a Dios como fin, como 
  testigo o como juez» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 
  44).
  Por cierto que en aquellos tiempos se cometieron muchos pecados. Nada seria 
  más erróneo que ver en la Edad Media una época poco menos 
  que edénica, donde nadie se salía del carril de los mandamientos. 
  La verdad es que se pecaba grave y conscientemente. ¿No resulta ello 
  incoherente con un espíritu de fe tan invasor como el que caracterizó 
  a la Edad Media? ¿Cómo las costumbres estaban tan poco acordes 
  con la fe? Fue, sin duda, una deficiencia responsable. Sin embargo, hay que 
  notar algo fundamental, que diversifica aquel período del nuestro. Y 
  es que aquellos hombres, cuando se comportaban mal, sabían lo que estaban 
  haciendo, sabían que lo que hacían era una falta. Nadie por aquel 
  entonces hubiera podido imaginar el error más grave del mundo moderno, 
  que es no ya el de combatir a Dios, negando su soberanía y su dominio, 
  sino el de marginarlo, el de pensar y comportarse como si El no existiera. Entonces 
  Dios no era algo muerto, era una realidad, algo tan vivo y real como los que 
  lo ofendían.
  Interesante a este respecto el juicio de Charles Péguy sobre el mundo 
  de nuestro tiempo. Escribiéndole a un amigo le decía que tanto 
  la existencia del pecador como la del santo son propias de una época 
  cristiana; son dos creaciones, dos inventos del cristianismo. Decir que el mundo 
  de hoy se ha descristianizado, no quiere decir que la santidad haya quedado 
  sepultada bajo el número ingente de los pecados. Eso sería insignificante. 
  Eso no sería más que un mal cristianismo, un mal siglo cristiano, 
  como tantos otros. Por lo demás, siempre el contingente de los santos 
  fue exiguo en comparación con los pecadores. Pero lo que ya no es para 
  nada normal, lo que constituye precisamente el drama de nuestro tiempo, es que 
  nuestras miserias ya no son cristianas. Mientras la gente sabía que los 
  pecados eran pecados, había una salida, había, por así 
  , decirlo, materia para la gracia. En cambio hoy no es así. El mundo 
  se ha vuelto perfectamente descristianizado, totalmente acristiano: ya no se 
  alaba públicamente la santidad, y ya no se sabe lo que es el pecado. 
  (El texto completo de esta carta puede verse en «Esquiú» 
  23 de diciembre 1990, 6-11).
  La Edad Media valoraba la santidad y no justificaba el pecado. O mejor, vivía 
  con cierta naturalidad el orden sobrenatural. Esta aceptación de lo sobrenatural, 
  este vivir en ese orden como el pez en el agua, es una de las características 
  más típicas del hombre medieval, que le permitíó 
  desarrollarse sobre la base de certezas, y no de meras opiniones, y emprender 
  grandes acciones, seguro de que podía superarse siempre más. Asimismo 
  hizo que su vida se desarrollase en una atmósfera de poesía y 
  de asombro, caldo de cultivo de la inspiración artística que en 
  tan alto grado resplandeciera en la Edad Media. Pero dicha manera de encarar 
  la existencia no estuvo exenta de peligros, porque no siempre se supo distinguir 
  adecuadamente entre lo que era de veras sobrenatural y lo que aparecía 
  como maravilloso a la imaginación. De la inclinación a creer en 
  el contenido de la fe se pasaba fácilmente a la credulidad en tradiciones 
  cuyo origen era con frecuencia sospechoso, ya las que la Iglesia jerárquica 
  no reconocía fundamento alguno, por ejemplo, en leyendas relativas a 
  la infancia de Jesús, al estilo de los evangelios apócrifos, o 
  en milagros no pocas veces estrafalarios que se atribuían con excesiva 
  ingenuidad al poder de los santos.
  De esta forma, el sentido auténtico de lo sobrenatural se mezcló 
  en ocasiones con la credulidad popular y la tendencia a lo maravilloso. Hoy 
  ello se nos hace extraño, en una época tan racionalista como la 
  nuestra, pero aquellos hombres eran más sencillos y tendían a 
  creer en lo que se les decía. Un ejemplo de esta mixtión es claramente 
  advertible en el culto de las reliquias, cosa tan loable y tan recomendada por 
  la Iglesia desde los primeros siglos. Todo el mundo estaba en pos de reliquias. 
  Pero, ¿quién garantizaba la autenticidad de las mismas? A decir 
  verdad, esta preocupación no les hacía perder el sueño, 
  lo que aprovechaban algunos vivillos, que siempre los hay, para poner a disposición 
  de los fieles, a buen precio, por supuesto, cestos de la multiplicación 
  de los panes, o algunas gotas de sudor de Cristo en el Huerto… Como era 
  de esperar, la Iglesia denunció reiteradamente semejantes fraudes, pero 
  el pueblo simple no se conmovía demasiado por tales advertencias.
  El espíritu religioso lo invadía todo. El almanaque civil era 
  casi un calendario eclesiástico, un elenco de las fiestas y santos de 
  la Iglesia. No se decía «el 11 de noviembre» sino «el 
  día de S. Martín». Los domingos eran designados con la primera 
  palabra del introito de la Misa del día: el domingo de Lætare, 
  de Quasimodo, etc. Para el pueblo, el año nuevo comenzaba no el 1º 
  de enero sino en Navidad y Epifanía, cuando se concluían los trabajos 
  y se terminaba de levantar las cosechas. La llegada de la primavera lo señalaba 
  el día de Pascua –como se sabe, por la diferencia de hemisferios, 
  la Pascua en Europa coincide con la primavera–, primavera natural y sobrenatural, 
  resurgir de la naturaleza y resurrección del cuerpo de Cristo. Las fiestas 
  de Todos los Santos y de Todos los Difuntos indicaban la llegada del fin del 
  año, y entonces la Iglesia, acompañando el declinar de la naturaleza, 
  incluía en su liturgia reflexiones diversas sobre la precariedad de la 
  vida humana y la gloria reservada al que perseveraba en la fe. 
  Más allá de todas las limitaciones, la Edad Media fue indudablemente 
  una época gloriosa de santidad, cuyos frutos germinaron a todo lo largo 
  y ancho de la Cristiandad. Hubo santos que huyeron del mundo haciéndose 
  eremitas, o que se santificaron en él. Hubo santos en todos las países, 
  en todos los estratos y ambientes de la sociedad, entre los sacerdotes y monjes, 
  obispos y Papas, pero también entre los laicos, reyes, príncipes, 
  artesanos y labradores. 
  
  2. Cinco características de la 
  espiritualidad medieval
  No es fácil sistematizar las principales manifestaciones del espíritu 
  religioso que distinguieron a los hombres de la Cristiandad. Hagamos el intento. 
  
  a) La impronta escriturística
  Contrariamente a lo que generalmente se cree, la Edad Media tuvo predilección 
  por la Sagrada Escritura. Es cierto que en aquel entonces no serían muchos 
  los que la habrían leído íntegramente, pero la lectura 
  no es el único modo de acceder al contenido de un libro. El hecho es 
  que la Biblia fue entonces conocida, al menos en sus líneas generales, 
  con mucha mayor amplitud y profundidad que en nuestros días. Especialmente 
  se frecuentó el Evangelio y, consiguientemente, los principales hechos 
  de la vida de Cristo. Pero también se conoció el Antiguo Testamento, 
  considerado cual preludio del Nuevo, según la manera como lo habían 
  interpretado los Padres de la Iglesia, que veían en la vieja alíanza 
  la prefiguración y anuncio profético de la nueva. A la luz del 
  Nuevo Testamento los cristianos penetraron en el misterio de la Iglesia y su 
  culminación en el Apocalipsis.
  La mejor prueba del modo como los cristianos de la Edad Media entendían 
  la Sagrada Escritura nos lo proporcionan la escultura y los vitrales de las 
  catedrales, que en aquella época eran como las casas del pueblo. Según 
  veremos en conferencias ulteriores, la distribución de las imágenes 
  en las catedrales supone una mente ordenadora y teológica. Pero, como 
  bien ha escrito Daniel-Rops: «¿Para qué iban los maestros 
  constructores a haber multiplicado las páginas de aquellas “Biblias 
  de piedra”, de aquellos Evangelios transparentes, si los usuarios del 
  edificio no hubieran visto en todo ello más que jeroglíficos?, 
  Se ha dicho que la catedral ‘hablaba al analfabeto’; pero hay que 
  admitir que éste era capaz de entender su lenguaje» (La Iglesia 
  de la Catedral y de la Cruzada… 60).
  Por cierto que la Sagrada Escritura era conocida y estudiada con más 
  profundidad en las Universidades y Facultades de Teología. No deja de 
  resultarnos admirable el grado en que los hombres más intelígentes 
  la asimilaban hasta citarla con una facilidad que nos resulta pasmosa, como 
  por ejemplo S. Bernardo, quien en sus escritos y sermones no sólo pasaba 
  con toda naturalídad de los tipos y figuras del Antiguo Testamento a 
  las realidades del Nuevo, sino que hasta su mismo estilo estaba profusamente 
  impregnado de giros bíblicos. Asimismo la Escritura era ampliamente conocida 
  en los conventos donde, ya desde los tiempos de S. Benito, la lectio divina, 
  en que la Escritura constituía lo principal, había de ocupar una 
  buena parte de la jornada del monje. Pero lo que acá queremos recalcar 
  es hasta qué punto ese conocimiento no quedó encerrado en los 
  claustros universitarios y en los monasterios, sino que se proyectó a 
  la generalidad de los fieles, informando su espiritualidad.
  b) El culto a los santos
  La segunda nota de la religiosidad medieval es el culto de los santos, que fue 
  cobrando gran importancia en el transcurso de aquella época. Dicho culto 
  no fue, por cierto, un invento del Medioevo, ya que provenía de los primeros 
  siglos del cristianismo, pero entonces alcanzó una magnitud impresionante. 
  Como lo hemos señalado, a veces se dejó contaminar por la credulidad 
  y la superstición. Pero ello no obsta a que valoremos lo que tenía 
  de positivo. «El, hombre de la Edad Media se sentía humilde e inerme 
  ante el Eterno –escribe Daniel-Rops–, y experimentaba así 
  la necesidad de colocar entre el Todopoderoso y él, unos intermediarios, 
  unos hombres como él que hubieran conquistado el cielo levantando hasta 
  la perfección su propia naturaleza. Ese deseo del alma que Nietzsche 
  formuló en aquellos términos célebres: “el hombre 
  es algo que quiere ser superado”, lo acalló el cristianismo de 
  la Edad Media admirando a los Santos, lo que sin duda vale más que idolatrar 
  a los campeones de boxeo ya los artistas de cine» (ibid., 61.) En cierto 
  modo, cada uno es lo que admira.
  Los hombres de esa época unían con toda naturalidad las vidas 
  de los santos a la Escritura tan amada. Para ellos, según observa el 
  mismo Daniel-Rops, la historia de los grandes hombres y mujeres que habían 
  servido a Dios hasta el heroísmo de la santidad, fue la tercera parte 
  de un tríptico, cuyas dos primeras eran el Antiguo y el Nuevo Testamento 
  (cf. ibid.) Tal aserto encuentra una confirmación en las esculturas de 
  los pórticos de las catedrales, así como en los vitrales, donde 
  se los ve mezclados familiarmente con los grandes personajes de la Sagrada Escritura. 
  Algunas crónicas que relataban las vidas ejemplares de los santos eran 
  leídas en el marco de la liturgia, pero muchas otras pertenecían 
  al repertorio de los juglares y trovadores al mismo título que los Cantares 
  de Gesta.
  Cada nación, cada provincia, cada ciudad, tenía sus propios santos. 
  Cada época del año, su santo especialmente venerado. Cada oficio 
  contaba con la protección de un santo «patrono». Cada necesidad, 
  con su especial intercesor.
  c) La devoción a la humanidad de Cristo
  Podríase decir, en términos muy generales, que si el primer milenio 
  del cristianismo insistió más en la divinidad de Nuestro Señor, 
  el segundo se inauguró predileccionando su naturaleza humana. Un autor 
  llegó a decir que la gran novedad de la Edad Media fue la inteligencia 
  y el amor, o, por mejor decir, la pasión por la humanidad de Cristo. 
  Quizás este cambio de acentuación encuentre su origen en S. Bernardo. 
  El Verbo encarnado ya no será el Pantocrátor del arte bizantino 
  sino un Cristo más cercano, más aproximado al hombre, sin por 
  ello obviar su divinidad. Desde entonces se iban a enfocar con predilección 
  todos los aspectos humanos del Señor, para analizarlos en los libros 
  y predicarlos en los sermones. De este tiempo es la costumbre del pesebre, instaurada 
  por S. Francisco, y la consiguiente veneración del Niño recién 
  nacido, del que S. Bernardo evocaría con ternura incluso sus pañales; 
  se honró al Niño de Nazaret, sobre quien S. Elredio de Rieval 
  escríbió un tratado. Y especialmente se meditaron los misterios 
  dolorosos del Señor, su agonía en el Huerto, los detalles de su 
  Pasión, su muerte. Incluso ciertos estudiosos han creído descubrir 
  en algunos discípulos de Bernardo el origen remoto de la devoción 
  al Sagrado Corazón.
  El despliegue de la devoción a la humanidad de Cristo trajo consecuencias 
  en diversos campos. Por ejemplo en la liturgia, donde se fomentó la adoración 
  a la Hostia consagrada, signo visible del Cristo inmolado, rodeándola 
  de piedad y de fervor; con motivo del milagro de Bolsena, se instituyó 
  la fiesta de Corpus Chrísti, para la que Sto. Tomás escríbió 
  el texto de la Misa y del Oficio Divino, que incluye obras maestras de la poesía 
  medieval como el Lauda Sion, el Adoro te devote, el Pange lingua, y otros textos 
  igualmente sublimes; asimismo a raíz de aquel milagro se edificó 
  esa joya rutilante que es la catedral de Orvieto, con el deseo de que sirviese 
  de relicario grandioso para los paños y objetos sagrados tocados por 
  la Sangre de Cristo.
  El culto de la humanidad de Jesús se reflejó también en 
  el arte. Fue la causa de que en cada catedral se dedicase al Verbo encarnado 
  una de las fachadas. En la Portada Real de Chartres, por ejemplo, la imagen 
  de Cristo como Señor ocupa el centro, rodeado por las representaciones 
  de los misterios de su Encarnación y Glorificación. 
  
d) El culto a Nuestra Señora
  La devoción a la Santísima Virgen conoció durante la Edad 
  Media un auge extraordinario. Si se buscaban intercesores, ¿quién 
  podía interceder mejor que la Madre del Verbo encarnado? Su culto estuvo 
  estrechamente asociado al de Jesús. «Toda alabanza de la Madre, 
  pertenece al Hijo», predicaba S. Bernardo.
  Fue en esta época cuando se escribieron los antífonas marianas 
  Alma Redemptoris Mater, Ave Regina coelorum, así como la Salve Regina 
  –según algunos, compuesta por el obispo de Puy, Ademaro de Monteil, 
  uno de los que encabezaron la primera de las Cruzadas–, que los guerreros 
  cristianos entonaron al ocupar Jerusalén. Fue asimismo durante el Medioevo 
  que los cistercienses introdujeron la costumbre de llamar a María «Nuestra 
  Señora», quizás por influjo del vocabulario de la Caballería. 
  Fue el tiempo en que trovadores y juglares cantaban por doquier los milagros 
  atribuidos a la Santísima Virgen. Fue también la época 
  en que el Ave María empezó a difundirse entre los cristianos y 
  en que pronto se instauraría la práctica del Rosario. Se buscaron 
  en el Antiguo Testamento las figuras que profetizaban la suya, viéndosela 
  sobre todo como la segunda Eva –Eva se hizo Ave–, la verdadera «madre 
  de los vivientes». Se cantó a la Virgen de la Navidad, reclinada 
  cabe su Hijo recién nacido, pero también se la contempló 
  junto a la cruz, de pie, como la Virgen de los Dolores, la Madre del Stabat 
  Mater.
  Según era de esperar, este fervor se reflejó igualmente en el 
  campo del arte. Fueron innumerables las iglesias que llevaron el nombre de la 
  Virgen, por ejemplo en Francia las llamadas «Notre-Dame» (de París, 
  de Chartres, de Amiens, etc.). La Virgen compareció en las fachadas de 
  las catedrales, en las esculturas de los pórticos y en los tímpanos, 
  cada vez con más frecuencia, primero con su Hijo, luego sola, e incluso 
  «en Majestad», actitud reservada anteriormente a sólo Cristo. 
  El culto mariano dio al cristianismo medieval un toque de ternura que constituye 
  uno de sus aportes más admirables*.
  *Para ampliar el análisis de estas notas de la espiritualidad medieval, 
  cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 59-67.
  e) El ansia de peregrinaje
  Señala R. Pernoud una suerte de paradoja que caracterizó a la 
  Edad Media, el encuentro misterioso de dos polos aparentemente contrarios, es 
  a saber, el apego al solar y el ansia de peregrinación. Como ya lo hemos 
  señalado, en aquel tiempo los hombres echaban raíces profundas 
  en el hogar, la familia, la parroquia, el terruño, la profesión 
  que ejercían. Y, con todo, esos seres remachados al suelo, estuvieron 
  en perpetuo movimiento. La Edad Media fue testigo de los más grandes 
  desplazamientos de multitudes, de la circulación más intensa que 
  los siglos hayan conocido, exceptuado quizás el nuestro. El Medioevo 
  es, a la vez, una época en que se construye y una época en que 
  se viaja, dos actividades que a primera vista parecen absolutamente inconciliables, 
  y que sin embargo coexistieron con total naturalidad (Lumière du Moyen 
  Âge, 254-255).
  La tendencia a la movilidad de los cristianos quizás tenga que ver con 
  el carácter de la Iglesia como «peregrina» en este mundo. 
  Sea lo que fuere, lo cierto es que la Edad Media estuvo signada por la actitud 
  de búsqueda, de «demanda», que fue uno de los asuntos más 
  cautivantes de la literatura de la época, la obsesión de la partida 
  en orden a encontrar un tesoro escondido, el ansia del descubrimiento, la prosecución 
  de la dama con la que soñaban los caballeros andantes, el tema del paraíso 
  perdido, del «gesto clave» que cumplir. El Grial, ese cáliz 
  de una materia desconocida a los mortales, que muchos buscan, pero que sólo 
  un corazón puro será capaz de encontrar, sigue siendo una de las 
  aventuras más seductoras de la Edad Media (cf. R. Pernoud, op. cit., 
  167-168).
  Quizás debamos incluir en este contexto la gran experiencia medieval 
  de las peregrinaciones. Resulta hoy difícil imaginar aquellos inmensos 
  desplazamientos, aquellas impresionantes multitudes que se lanzaban por los 
  caminos de la peregrinación. La Roma del primer «Año Santo» 
  de la historia, vio pasar por sus calles más de dos millones de peregrinos... 
  ¿Por qué se hacía una peregrinación? Las razones 
  eran diversas. Había quienes esperaban de Dios alguna gracia especial, 
  por ejemplo la salud, si se trataba de un enfermo. Otros porque deseaban que 
  Dios se apiadase de ellos y les perdonase un gran pecado. Otros porque el confesor 
  se la había impuesto a modo de penitencia. O simplemente para expresar 
  su fe o su devoción. No siempre las rutas ofrecían seguridad; 
  con frecuencia hacían su aparición grupos de bandoleros que desvalijaban 
  a los pobres peregrinos. Justamente para la defensa de los mismos surgirían 
  diversas Ordenes Militares dedicadas a la custodia de los caminos. Generalmente 
  a lo largo de la ruta los peregrinos iban encontrando albergue en las abadías 
  y hostales construidos especialmente para ellos. Casi todos iban a pie, pocos 
  a caballo o en burro. A veces se les agregaban algunos juglares, cuyas voces 
  alternaban con los cantos religiosos de la multitud. Cada tanto los peregrinos 
  se detenían. Habían llegado a tal o cual santuario, ya que los 
  grandes caminos estaban jalonados por lugares que cobijaban reliquias de santos, 
  o que conservaban recuerdos de alguno de ellos, curiosamente mezclados con los 
  de los héroes, a veces legendarios, de los Cantares de Gesta. 
  Tres fueron los centros principales. El primero, como es obvio, Jerusalén. 
  La costumbre de peregrinar hasta esa ciudad santa la inauguró S. Elena, 
  la madre de Constantino, en el siglo IV, y desde entonces el flujo nunca se 
  detuvo. Los que allí acudían fueron llamados «Palmeros», 
  porque se cosían al cuello la imagen de una palma. El segundo fue Roma, 
  más cercana que aquélla, pero igualmente meritoria, cuya importancia 
  fue siempre creciendo en la Edad Media. Los que a ella se dirigían eran 
  llamados «Romeros», y su peregrinación «romería», 
  palabra que luego serviría para designar cualquier tipo de peregrinaje. 
  Y finalmente Compostela, lugar que rivalizaba en atractivo con los otros dos. 
  Dante llegó a decir que «en sentido estricto, se entiende por peregrino 
  el que va a la Casa de Santiago». Explayémonos un tanto sobre este 
  lugar de peregrinación, ya que es fundamental en la historia de nuestra 
  Madre Patria. Según la tradición, en el año 45 atracó 
  en las costas de Galicia una barca, donde siete discípulos de Santiago, 
  que habían evangelizado España juntamente con él, llevaban 
  los restos del apóstol, decapitado en Jerusalén, para que pudiesen 
  reposar allí, santificando para siempre la tierra de su apostolado. Con 
  el tiempo fue desapareciendo la memoria precisa del lugar donde había 
  sido enterrado, hasta que un ermitaño, iluminado por una estrella, logró 
  encontrarlo. Era el Campus Stellæ, el campo de la estrella, Compostela. 
  El apóstol Santiago tuvo mucho que ver con la historia de España. 
  Según las viejas crónicas se habría aparecido durante la 
  batalla de Clavijo, para cargar contra los árabes a la cabeza de los 
  ejércitos cristianos, por lo que fue llamado «Matamoros». 
  El hecho es que los peregrinos a Compostela –que recibían el nombre 
  de «Jacobitas», ya que Santiago se dice Iacobus en latín– 
  fueron siempre numerosísimos durante la Edad Media, y dicha peregrinación 
  tuvo, como el santo que la provocaba, no poco que ver con la Reconquista de 
  España. «Santiago y cierra España», tal era el grito 
  de batalla. Pareció natural que en las iglesias que jalonaban el camino 
  se representase al santo con el atuendo de un soldado. Ni era raro que el peregrino 
  se convirtiese en cruzado.
  Junto a estos tres grandes centros, hubo otros de menor importancia: en Tours, 
  la tumba de S. Martín; en Normandía, el Mont-Saint-Michel, cuyos 
  peregrinos eran llamados «Migueletes»; y en tantos lugares, diversos 
  santuarios de la Virgen.
  En fin, la Cristiandad vivió en movimiento. Aquel caminar por Dios y 
  por la fe es una muestra del carácter de la piedad medieval, con su nostalgia 
  de lo infinito, su impaciencia de los límites. En una obra reciente se 
  ha podido demostrar cómo el Dante, que tanto propició las grandes 
  peregrinaciones de la Edad Media, compuso la Divina Comedia al modo de una magna 
  peregrinación a través de los distintos estados del alma humana. 
  También las cruzadas, se agrega en dicha obra, fueron una forma de peregrinación, 
  de sublimación de la idea del homo viator, donde las imágenes 
  de la Jerusalén terrestre y la Jerusalén celestial conocieron 
  una curiosa simbiosis (cf. E. Mitre Fernández, La muerte vencida. Imágenes 
  e historia en el Occidente medieval (1200-1348), Encuentro, Madrid, 1988, 77-80.139).
  * * *
  Tales fueron las características más salientes de la religiosidad 
  medieval. Seríamos injustos si no señaláramos también 
  sus principales falencias. La Edad Media sufrió, y de manera prolongada, 
  el embate de dos recalcitrantes tentaciones: la de la carne y la del dinero. 
  En el umbral del siglo XIV, es decir, al término de aquella edad, se 
  seguía fustigando exactamente los mismos pecados que S. Bernardo denunciara 
  en el siglo XII, y los Santos Francisco y Domingo en el siglo XIII. Basta con 
  abrir la Divina Comedia para tener una recapitulación de esas críticas; 
  el Dante pobló el Infierno y el Purgatorio de Cardenales «a quienes 
  hay que llevar, de tanto como pesan», de «lobos rapaces con hábitos 
  de pastores» y de clérigos impúdicos. Pero aun cuando estas 
  defecciones resultan innegables, también hay que reconocer una permanente 
  y retornada voluntad de reforma, sobre todo de parte de los santos, quienes 
  no dudaron en levantarse con intrépida indignación contra los 
  vicios que mancillaban a la Esposa de Cristo.
  
  3. El florecer de las Órdenes Religiosas
  Resulta realmente prodigioso el resurgimiento de viejas Ordenes y la aparición 
  de nuevas familias religiosas de toda índole.
  a) Órdenes Monásticas
  Ya hemos destacado el valor, no sólo espiritual sino también cultural, 
  de las grandes Ordenes antiguas, sobre todo de la fundada por S. Benito. Desde 
  el comienzo, la abadía benedictina tomó la forma de un pequeño 
  estado que podía servir de paradigma a la nueva sociedad cristiana que 
  surgió luego del desastre ocasionado por las invasiones bárbaras.
  En el curso de la Edad Media dos fueron las grandes Ordenes Monásticas 
  que brillaron en Occidente. La primera de ellas fue la Orden benedictina, que 
  multiplicó sus monasterios por toda Europa, siempre en fidelidad a la 
  regla que el gran patriarca del monacato, S. Benito, escribiera en Monte Cassino; 
  y la segunda, la Orden del Cister, aparecida en el siglo XII, que recibió 
  un decidido impulso merced al espíritu ardiente de S. Bernardo. El crecimiento 
  de las Ordenes Monásticas fue impresionante. Cluny, monasterio benedictino 
  fundado a comienzos del siglo X, cuya influencia se extendería a toda 
  la Iglesia, contaba en 1100 con 10.000 monjes y 1450 casas. El Cister, en menos 
  de 50 años, agrupó 348 monasterios, y el biógrafo de S. 
  Bernardo no exageraba al decir que el gran Abad se había convertido «en 
  el terror de las madres y de las esposas, pues, allí donde hablaba, todos, 
  maridos e hijos, se encaminaban al convento».
  Como dijimos más arriba, el monasterio era una pequeña ciudad, 
  con su sala capitular, el claustro, el scriptorium, las celdas o dormitorios, 
  el comedor, la hospedería, la enfermería y las dependencias donde 
  se conservaban los productos agrícolas cosechados. En torno a él 
  vivía una especie de «familia», una verdadera ciudad monástica, 
  integrada por los que administraban las tierras de la abadía o trabajaban 
  en ella, cuyas casas circundaban los edificios conventuales, dando origen a 
  verdaderas aldeas. Todos vivían muy cerca del convento, si bien una «clausura» 
  los separaba de la Comunidad, a fin de que la intimidad y el recogimiento de 
  los monjes no se viesen turbados.
  b) Órdenes Canonicales
  También durante la Edad Media aparecieron diversas comunidades de Canónigos 
  Regulares. Tratábanse de grupos de presbíteros o colegios de sacerdotes, 
  que se instalaban junto al Obispo para asegurarle la continuidad en la recitación 
  del Oficio Divino y ayudarlo en su gestión pastoral.
  Es cierto que el origen de tales instituciones se remonta a la época 
  carolingia. Pero como con el correr de los siglos se habían introducido 
  diversos abusos, los mejores de entre ellos quisieron ahora volver a las fuentes. 
  Y la fuente principal fue nada menos que S. Agustín, el primero que, 
  en Tagaste, y luego en su sede episcopal de Hipona, se había rodeado 
  de sacerdotes que no sólo colaboraban con él sino que llevaban 
  vida comunitaria y religiosa, según una Regla que el mismo santo había 
  redactado para ellos. Sobre la base del retorno a los remotos orígenes 
  agustinianos, nacieron diversas Ordenes de este tipo, por ejemplo, los Canónigos 
  del Gran San Bernardo, fundados por S. Bernardo de Menthon (923-1008), la Congregación 
  de San Rufo, iniciada, por Benito, obispo de Aviñón (1039-1095), 
  y algunas otras, en diferentes ciudades. Quien más se destacó 
  en este emprendimiento fue S. Norberto (1085-1134), el cual fundó la 
  famosa Orden de los Premonstratenses.
  c) Órdenes Mendicantes
  Hubo quienes prefirieron renunciar a la paz de los claustros monásticos 
  para lanzarse más directamente a las lides apos-tó1icas. Así 
  creyó entenderlo S. Domingo de Guzmán (1170-1221), hijo de un 
  noble de Castilla, quien siendo sacerdote había recorrido el sur de Francia 
  predicando contra la herejía de los Albigenses. Fundó entonces 
  la Orden de Predicadores, cuyos miembros se dedicarían no sólo 
  a la contemplación sino también al apostolado, principalmente 
  intelectual y de predicación. De dicha Orden saldrían Sto. Tomás, 
  S. Raimundo de Peñafort, Eckhardt y tantos otros grandes. 
  La Orden iniciada por S. Domingo ejerció un influjo considerable en la 
  vida religiosa y cultural de la época. Sin embargo mayor aún fue 
  la influencia que tuvo otro gran fundador, S. Francisco de Asís (1182-1226), 
  creador de la Orden de los Hermanos Menores, difundiendo en el ambiente la piedad 
  evangélica y la devoción a la humanidad de Jesús, tan propias 
  de su espiritualidad. También de esta Orden salieron grandes teólogos, 
  como S. Buenaventura; con todo S. Francisco predileccionaba el corazón 
  y la experiencia personal. Los dominicos polemizaron eficazmente con los cátaros, 
  desdeñadores de la materia; pero Francisco, al rehabilitar el valor de 
  lo tangible, destruyó el catarismo en su raíz, siendo quizás 
  su cántico de las creaturas el que logró sobre esa herejía 
  la victoria decisiva. Lo que Domingo alcanzó con su teología, 
  Francisco lo obtuvo con su cántico (cf. G. Duby, Le temps des cathédrales, 
  Paris, 1976, 178). Dante se refirió a ambos en la Divina Comedia. En 
  el canto XI del Paraíso puso en boca de Sto. Tomás el elogio de 
  S. Francisco: «fu tutto serafico in ardore», así como de 
  S. Domingo: «per sapienza in terra fu / di cherubica luce uno splendore»... 
  
  Tanto la Orden de S. Domingo como la de S. Francisco tuvieron gran afluencia 
  de candidatos. En 1316, los franciscanos contaban con 1400 casas y más 
  de 30.000 religiosos; los dominicos, en 1303, con 600 casas y 10.000 frailes.
  Junto a estas dos grandes Ordenes, surgieron otras, dado que algunas Ordenes 
  monásticas fueron convertidas en mendicantes. Así los Carmelitas, 
  al advertir que su presencia en Tierra Santa se hacía prácticamente 
  imposible a causa de los turcos, se expandieron por Europa como «Tercera 
  Orden Mendicante». Y también los Agustinos, bajo cuyo nombre el 
  Papa unió a diversos grupos que seguían la regla de S. Agustín.
  Los Mendicantes no limitaron su actividad a sólo Europa, sino que se 
  lanzaron también a las misiones extranjeras. Entre estos misioneros se 
  destaca la figura de S. Jacinto, notable dominico que se dirigió hacia 
  el este, instalándose en Kiev, en 1222, de donde tuvo que partir hacia 
  el sur de Rusia y Ucrania, preparando allí las bases de lo que con el 
  tiempo seria la Iglesia Uniata Ucraniana. La Iglesia medieval entró asimismo 
  en contacto con los mogoles. Lo hizo a través de un doble conducto: el 
  de la diplomacia, sobre todo por medio del rey S. Luis, cuya idea era entablar 
  un acuerdo con los mogoles, algunos de los cuales eran cristianos, si bien herejes, 
  frente al enemigo común, el Islam; y el apostólico, llevado a 
  cabo por un grupo de hermanos franciscanos que, partiendo de Constantinopla, 
  se internaron en el corazón de Asia hasta llegar a la corte del Khan, 
  en Karakorum. De esta época son también los aventurados viajes 
  de Marco Polo quien, como se sabe, llegó hasta la China. 
  Asimismo fueron numerosos los religiosos mendicantes que se dirigieron al Africa 
  del Norte, especialmente los franciscanos, siguiendo el ejemplo de su padre 
  y fundador, quien ya había ido allí con varios de sus primeros 
  compañeros. Más tarde acudieron también los dominicos, 
  algunos de los cuales morirían mártires. Comprender al Islam no 
  era tarea fácil. Ni bastaba el entusiasmo apostólico. Era preciso 
  ciencia y sabiduría. Así lo entendió una de las personalidades 
  más apasionantes de toda la historia de las misiones en la Edad Media: 
  Raimundo Lulio (1235-1316). Detengámonos un tanto en esta figura excepcional, 
  quien juntó de manera admirable una notable inteligencia, gracias a la 
  cual pudo penetrar en el alma del Islam, con una generosidad ilimitada, que 
  lo condujo casi hasta el martirio.
  La vida de Raimundo fue una verdadera epopeya. Aquel catalán era un hombre 
  de hierro. Siendo joven había llevado una vida muy poco edificante, hasta 
  que un día, sintiendo que Dios lo había «herido», 
  se convirtió, entregándose a su servicio, como terciarío 
  franciscano. Desde hacía mucho que conocía bastante bien a los 
  musulmanes; había alternado con muchos de ellos, aprendiendo su lengua 
  con tanta perfección que estaba en condiciones de escribir en árabe. 
  Ahora que se había convertido concibió un plan grandioso, con 
  varias etapas: ante todo se dedicaría a formar misioneros en institutos 
  donde se les enseñara las lenguas del lugar, luego redactaría 
  compendios de la fe cristiana en los idiomas de los pueblos que habían 
  de ser evangelizados, y por fin se expondría él mismo al martirio, 
  ofreciendo así a los infieles el testimonio supremo de la caridad.
  Año tras año, insistió ante los Reyes y los Papas en favor 
  de su plan. Algunos atendieron su propuesta, como el rey Jaime de Cataluña, 
  quien creó un Colegio especial para formar un grupo de Hermanos Menores 
  de acuerdo al proyecto de Lulio. Asimismo París, Oxford, Bolonia y Salamanca 
  resolvieron crear en sus Universidades cátedras de árabe, gríego, 
  hebreo y caldeo. Habiendo logrado todo esto, Raimundo pensó que sólo 
  le restaba dar el testimonio anhelado.
  Y así se embarcó para Túnez. Había allí algunos 
  cristianos, especialmente comerciantes. Pero él quería ir a los 
  árabes. Vestido como un sabio del Islam, comenzó a mezclarse con 
  las muchedumbres, que en las esquinas de las calles y en las plazas, se agolpaban 
  en torno a los juglares o predicadores, según la milenaria tradición 
  oriental. Durante varias semanas se comportó de este modo, no perdiendo 
  ocasión alguna para predicar el Evangelio. Hasta llegó a entablar 
  controversias con los sabios musulmanes en sus propias escuelas. Pero un día 
  fue denunciado como cristiano a las autoridades; llevado ante el tribunal, y 
  acusado de blasfemo, fue condenado a muerte. ¿No era eso lo que había 
  buscado? Sin embargo Dios no lo quiso así. Un poderoso personaje de Túnez 
  que lo había conocido, abogó en su favor, salvándole la 
  vida. Lo cual no le evitó ser terriblemente azotado, tras lo cual fue 
  expulsado, arrojándosele a un barco genovés que estaba a punto 
  de zarpar. Pero Lulio era indomable, y apenas llegada la noche, se tiró 
  al agua, y nadó hasta la costa, decidido a reanudar su tarea de evangelización.
  No tenemos tiempo para detallar lo que luego sucedió. Sólo digamos 
  que muchos le aconsejaron desistir de su empresa, y dedicarse a predicar en 
  las Baleares y en España, donde había tanto por hacer. Pero él 
  se negó una y otra vez, convencido de que Dios lo quería en el 
  Africa. Estaba ya muy avejentado, y sin embargo mostraba cada vez menos «prudencia», 
  hasta el punto de atacar públicamente la doctrina de Mahoma en las plazas 
  y en las calles. Se diría que tenía urgencia por ser martirizado. 
  Fue nuevamente detenido, mas esta vez lo salvaron de la muerte algunos comerciantes 
  genoveses y catalanes. Tras seis meses de arresto, las autoridades ordenaron 
  su expulsión. Pero pronto retornó, dedicándose ahora a 
  escribir tratados sobre la religión islámica y la manera de rebatir 
  la doctrina musulmana. Por fin, en 1316, el populacho, amotinado por un controversista 
  enemigo, se abalanzó sobre él. lo molió a palos, y lo dejó 
  por muerto. Los genoveses lo cargaron en un navío. Lleno de pesar por 
  no poder dar su vida en la tierra de sus sueños, murió cuando 
  Mallorca aparecía en el horizonte. Nos hemos detenido en la figura de 
  Raimundo, a quienes llamaron «Raimundo el Loco», el «Doctor 
  Iluminado», «el Loco de Dios», porque nos parece encantadora. 
  Y porque es de nuestra misma sangre.
  
d) Órdenes Redentoras
  Aparecieron asimismo Ordenes de talante heroico, cuyos miembros se ofrecían 
  voluntariamente para ser enviados a los países musulmanes, ocupando el 
  puesto de tal o cual cautivo cristiano, lo cual, como es evidente, entrañaba 
  gravísimos peligros. Así, en 1240, S. Ramón Nonato fue 
  martirizado por el rey de Argel. La primera Orden de este estilo fue la de los 
  Trinitarios, creada en 1198 por S. Juan de Mata y S. Félix de Valois, 
  cuya vocación específica era liberar a los cristianos cautivos 
  del Islam.
  Poco después, en 1223, aparecieron los Mercedarios: por iniciativa de 
  S. Pedro Nolasco y S. Raimundo de Peñafort, quienes introdujeron en su 
  regla el voto de sustituirse a los cautivos. Desde su fundación hasta 
  la Revolución francesa estas dos Ordenes liberaron más de 600.000 
  cautivos, entre los cuales figuraría el inmortal Cervantes.
  e) Órdenes Militares
  Bástenos aquí con mencionarlas, ya que de ellas algo diremos al 
  tratar de la Caballería.
  * * *
  Todas estas Ordenes apuntaban a fines diversos. Así como sobre un mismo 
  paisaje grandes pintores pueden componer cuadros sumamente diferentes, en torno 
  al tema único del amor de Dios se desplegó un amplio abanico de 
  actitudes espirituales. Un benedictino, un cisterciense, un franciscano, un 
  dominico, un mercedario, no siguieron, por cierto, los mismos caminos. El hijo 
  de S. Benito, trataba de santificarse por la obediencia a la Regla, el culto 
  divino, la oración, la lectio sacra, el trabajo y el amor a la belleza 
  puesta al servicio de Dios. La reforma del Cister implicó una contemplación 
  más intensa y prolongada, un mayor espíritu de mortificación, 
  más tiempo dedicado al trabajo manual, y predileccionó el despojo 
  por sobre la belleza formal, pero lo que de severo hubo en aquella espiritualidad 
  quedó compensado por la inclinación de la misma hacia la humanidad 
  de Cristo y hacia la Virgen María. Asimismo hubo diferencias entre las 
  dos grandes Ordenes que surgieron a comienzos del siglo XIII, no obstante llamarse 
  ambas «mendicantes». Los hijos de S. Francisco acentuaron el espíritu 
  de pobreza absoluta, juntamente con un amor delicado a Jesucristo y una actitud 
  de admiración frente al mundo creado. La espiritualidad de los dominicos, 
  en cambio, se orientó con preferencia hacia la contemplación y 
  la especulación teológica, cuya abundancia estaría en el 
  origen de la actividad apostólica. La actitud de los mercedarios expresó 
  el tema del amor de Dios desde el punto de vista de la dación personal 
  –canje heroico– por aquellos en favor de los cuales Cristo había 
  derramado su sangre, haciéndose así cautivos en el Señor 
  (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 56-57).
  
  4. San Bernardo, motor inmóvil del Medioevo
  Antes de dar por terminada la presente conferencia, presentemos una figura paradigmática 
  de santo medieval, el arquetipo del estamento de los «orantes», 
  tal cual lo concibió la Cristiandad, S. Bernardo de Claraval. 
  a) La persona
  Nació Bernardo el año 1090. Era un joven robusto, de frente amplia, 
  ojos azules y penetrantes. Todos sus contemporáneos concuerdan en afirmar 
  que brotaba de él un prestigio singular.
  Un día comprendió que Dios lo llamaba para seguirlo de cerca. 
  Su padre se opuso. Pero entonces comenzó a manifestarse aquella capacidad 
  de fascinación que durante toda su vida habría de emanar de su 
  persona. Uno tras otro, todos sus hermanos, sin excepción, hicieron suya 
  la decisión de Bernardo. Comentando este poder de atracción contagiosa 
  escribe R. Guénon en su tan breve como precioso estudio dedicado a nuestro 
  santo: «Hay ya en ello algo de extraordinario, y sería sin duda 
  insuficiente evocar el poder del “genio”, en el sentido profano 
  de esta palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale mejor reconocer 
  en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierta manera 
  toda la persona del apóstol e irradiando fuera por su sobreabundancia, 
  se comunicaba a través de él como por un canal, según la 
  comparación que él mismo emplearía más tarde aplicándola 
  a la Santísima Virgen?» (R. Guénon, Saint Bernard, 4ª 
  ed., Ed. Traditionnelles, Paris, 1973, 6-7).
  Nos referiremos enseguida al influjo que seguiría ejerciendo a lo largo 
  de su vida en diversos ámbitos del mundo de su época. Pero digamos 
  desde ya que el atractivo que fluía de su personalidad no se limitó 
  tan sólo al círculo de quienes la conocieron cara a cara, sino 
  que se multiplicó inmensamente a raíz de su frondosa y elegante 
  producción literaria. Dice Gilson que S. Bernardo «renunció 
  a todo excepto al arte de escribir bien». Véase, si no, su magnífico 
  «Comentario del Cantar», en 96 admirables sermones, sus tratados 
  dogmáticos, su famosa De consideratione en que señala sus deberes 
  a los Papas... 
  b) Monje y caballero
  S. Bernardo fue antes que nada y por sobre todo un monje. Si bien las circunstancias 
  lo llevaron a veces a salir del monasterio, hay que decir que aun en medio de 
  sus viajes, de sus mediaciones político-religiosas, de sus debates doctrinales, 
  fue y siguió siendo monje. Con frecuencia le ofrecieron títulos 
  y honores, incluida la misma tiara pontificia, pero él siempre prefirió 
  su humilde condición de monje del Cister.
  Sin embargo, S. Bernardo no fue un monje común. Detrás de su cogulla 
  monacal se escondía el yelmo del caballero. La iconografía ha 
  conservado aquella imagen del monje blanco que, predicando desde el elevado 
  atrio de la iglesia de Vézelay, el día de Pascua de 1146, a una 
  inmensa multitud, volvió a encender en ella el entusiasmo que había 
  decaído, y lanzó a la Cristiandad a la segunda Cruzada para la 
  recuperación del Santo Sepulcro. Habían pasado casi cuarenta años 
  desde que Godofredo de Bouillon conquistara Jerusalén. Pero el enemigo, 
  que era abrumador, había logrado retomar la iniciativa, y la nobleza 
  europea ya no vibraba por la causa de las Cruzadas, como la del siglo pasado. 
  Bernardo sufría ante esta situación, y entonces se había 
  dirigido al Papa, que era por aquel entonces Eugenio III, antiguo monje suyo 
  en Claraval, solicitándole su intervención. Con la Bula del Papa 
  en sus manos, Bernardo entró en acción, consiguiendo en Vézelay 
  resultados espectaculares, ya que las multitudes, profundamente conmovidas, 
  reclamaban el honor de cruzarse allí mismo. Relatan las crónicas 
  que faltó tela para las cruces, que todos querían coser sobre 
  sus hombros. Hasta el manto de Bernardo sirvió para ello. Pero tal éxito 
  no satisfizo del todo al santo, quien desde Vézelay se lanzó a 
  los caminos de Europa para seguir enrolando nuevos combatientes.
  El Abad de Claraval parece de la misma pasta que Godofredo de Bouillon o el 
  Cid Campeador. El cristianismo que predicó fue enérgico, conquistador 
  y casi castrense. Su mismo modo de dirigirse a la Santísima Virgen, llamándola 
  «Nuestra Señora», brota del lenguaje caballeresco; se consideró 
  como el caballero de la Virgen y la sirvió como a la dama de sus sueños. 
  S. Bernardo trató de dar forma institucional a su concepción del 
  cristianismo, imaginando una Orden religiosa que la encarnara. Tal fue la Orden 
  del Temple, orden militar y caballeresca, cuya misión sería la 
  defensa de Tierra Santa ante los ataques de los infieles. Para ellos hizo redactar 
  estatutos adecuados y escribió aquel «Elogio de la nueva milicia», 
  donde exalta el ideal del caballero cristiano enamorado de Jesucristo y de la 
  tierra en que vivió Nuestro Señor. Los templarios eligieron un 
  hábito blanco, como los monjes del Cister (la gran cruz roja fue un añadido 
  posterior). En la concepción de Bernardo, la Caballería habría 
  así hallado su expresión más acabada en aquellos hombres 
  que unían el espíritu de fe y de caridad, propio de la vida religiosa, 
  con el ejercicio de la milicia en grado heroico. Algo parecido a lo que era 
  él: un monje-caballero.
  Pero ya se sabe lo que aconteció con la Orden del Temple, o mejor, lo 
  que de ella se dice, es a saber, que con el tiempo se fue mercantilizando, entrando 
  en transacciones financieras, no siempre por encima de toda sospecha. Así 
  se degradan las cosas más nobles. Sin embargo, hay demasiados misterios 
  en este asunto para que pueda hacerse de ello un juicio imparcial. No deja de 
  ser sintomático que fuera Felipe el Hermoso, uno de los grandes rebeldes 
  de la Edad Media contra la supremacía de la autoridad espiritual, quien 
  proclamara el acta de defunción de aquella «milicia de Cristo», 
  como la había llamado S. Bernardo. Guénon lo ha advertido en su 
  libro sobre el santo: «El que dio los primeros golpes al edificio grandioso 
  de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso –escribe–, el mismo 
  que, por una coincidencia que no tiene sin duda nada de fortuito, destruyó 
  la Orden del Temple, atacando con ello directamente la obra misma de S. Bernardo» 
  (op. cit., 17-18).
  Señala Daniel-Rops que tanto la Orden del Temple como el ciclo literario 
  de la busca del Santo Grial ocuparon un lugar considerable en la leyenda áurea 
  que se formó en torno a la figura de S. Bernardo, apenas éste 
  hubo muerto. Los caballeros del Grial, puros, desprendidos, ya la vez heroicos, 
  no parecen sino la expresión literaria de «la nueva milicia» 
  esbozada por Bernardo. El poema del alemán Wolfram von Eschenbach, en 
  la parte que empalma con la obra del poeta francés Guyot, hace de Parsifal 
  el rey de los templarios. Y no son pocos los comentaristas que se han preguntado 
  si el arquetipo de Galaad, el caballero ideal, el paladín sin tacha, 
  no habrá sido el propio Bernardo de Claraval (cf. La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada… 143). El guía que Dante elige en el canto 31 del 
  Paraíso para suplir a Beatriz es «un anciano vestido como la gloriosa 
  familia», evidentemente el Abad de Claraval.
  Monje y caballero. «Hecho monje –escribe Guénon–, seguirá 
  siendo siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo, 
  se puede decir que estaba en cierta manera predestinado a jugar, como lo hizo 
  en tantas circunstancias, el rol de intermediario, de conciliador y de árbitro 
  entre el poder religioso y el poder político, porque había en 
  su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro» 
  (R. Guenon, op. cit. 20).
  c) La conciencia de la sociedad
  No se puede sino destacar con admiración el feliz encuentro entre el 
  genio de S. Bernardo y el reconocimiento del pueblo. Porque con frecuencia la 
  historia ha sido testigo de la existencia de hombres superiores que en su momento 
  no fueron reconocidos como tales. Acá, felizmente, se produjo el encuentro 
  enriquecedor. Este hombre, dotado de tan eminentes cualidades, fue venerado 
  por la sociedad de su tiempo, lo que permitió entre ambos un activo intercambio 
  espiritual. El hecho de que sus contemporáneos lo apreciasen en tal forma 
  que escuchasen sus consejos y se enmendasen al oír sus reprensiones, 
  constituye una muestra acabada de cómo esa época supo valorar, 
  más aún que a los «especialistas» de la política, 
  la diplomacia o la economía, a los hombres religiosos, a los santos y 
  a los místicos.
  Por eso S. Bernardo se permitió intervenir en tantas cuestiones aparentemente 
  ajenas a la vida monástica. «Los asuntos de Dios son los míos 
  –exclamó un día–, nada de lo que a El se refiere me 
  es extraño». Ofender a Dios era ofenderlo a él, y por eso 
  se erguía decididamente cuando estaban en juego «los asuntos de 
  Dios».
  Dice Daniel-Rops que S. Bernardo concebía los «asuntos» de 
  Dios de dos maneras. Por una parte se atentaba contra el Señor cuando 
  se violaba su ley, cuando sus preceptos eran burlados; con lo que el Santo se 
  situó en el corazón mismo de aquella gran corriente de reforma 
  que constituiría una fuerza de incesante renovación en la conciencia 
  de la Iglesia durante la Edad Media. Pero Dios era también afectado cuando 
  se amenazaba a la Iglesia en su libertad, en su soberanía, o en el respeto 
  que se le debía (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 
  121).
  El género epistolar se avenía especialmente con su temperamento 
  apasionado y tan personal en su manera de expresarse. A veces entusiasta, otras 
  indignado, sus cartas son una radiografía de su modo de ser. El amor, 
  la ternura, la irritación encuentran con facilidad los términos 
  adecuados, por lo general no carentes de elegancia. Muchas de esas cartas se 
  dirigen a las autoridades eclesiásticas ya los poderes civiles. Lo notable 
  es que tanto los obispos como los políticos aceptasen las interferencias 
  de este monje y con frecuencia le hicieran caso.
  Especialmente interesante resulta su actitud con la persona del Papa. Por una 
  parte lo admiraba y veneraba, pero precisamente por eso lo quería santo 
  y sabio, a la altura de su inmensa responsabilidad. Cuando veía que el 
  círculo que lo rodeaba era incompetente o vicioso, que su Curia estaba 
  llena de «empleados», carentes de espíritu sobrenatural, 
  con qué virulencia estigmatizaba a aquellos rapaces. ¡Que el Papa 
  escoja gente mejor, que elija «en todo el universo a quienes debían 
  juzgar el universo»!
  Intervino asimismo, y de manera decidida, en las luchas doctrinales de su tiempo. 
  Sintomática fue su contienda con Abelardo, aquel hombre devorado por 
  la pasión de razonar, precursor de cierta mentalidad racionalista que 
  atenta contra la misteriosidad de la fe. Entendiendo que su silencio lo favorecía, 
  Bernardo entró en escena. Para dirimir la disputa, Abelardo solicitó 
  la convocatoria de un Concilio. Ya desde el comienzo del mismo se mostró 
  hasta qué punto la actitud de ambos era diferente. Abelardo se sentía 
  seguro de sí, de su capacidad dialéctica, considerando el Concilio 
  como una especie de palestra donde lucir su inteligencia. Bernardo era un santo, 
  un hombre lleno de Dios. El hecho es que antes que Abelardo abriese la boca, 
  Bernardo comenzó a atacarlo, arguyendo que los temas que pretendía 
  discutir no eran temas sujetos a discusión, porque rozaban el orden de 
  la fe. Y lo abrumó con un diluvio de citas tomadas de las Escrituras 
  y de los Padres, identificándolo con Arrio, Nestorio y Pelagio. Totalmente 
  desconcertado, Abelardo apeló del Concilio al Papa. Y se encaminó 
  hacia Roma. Pero no tuvo tiempo de llegar... ni valía ya la pena hacerlo 
  porque al arribar a Cluny le alcanzó la condena romana. Advertido del 
  hecho, y enterándose de que su adversario se encontraba indispuesto, 
  Bernardo acudió inmediatamente al lecho del enfermo y le dio el ósculo 
  de paz (cf. Daniel-Rops, op. cit., 128-131).
  
d) El eje de la rueda
  Se ha comparado a Bernardo con el eje de una rueda. A semejanza del eje que 
  no se mueve, Bernardo estaba inmóvil en su contemplación, pero 
  así como el eje quieto mueve a toda la rueda, de modo similar él 
  ponía en movimiento la entera sociedad. Ya, muchos siglos atrás, 
  había dicho Boecio que así como cuanto más nos acercamos 
  al centro de una rueda, menos movimiento notamos, de manera análoga cuanto 
  más se aproxima un ser finito a la inmóvil naturaleza divina, 
  tanto menos sujeto se ve al destino, que es una imagen móvil de la eterna 
  Providencia.
  Bernardo era un hombre de oración, fijado en su contemplación, 
  y sin embargo lo vemos actuar en todos los campos, incluidos los más 
  temporales. No deja de resultar impresionante el hecho de que la desnuda celda 
  de un monje pudiera llegar a ser el centro mismo de Occidente. Y viceversa, 
  no deja de ser menos impresionante que en lo más intenso de sus tareas 
  nunca olvidase que su energía era de origen sobrenatural. «Mi fuego 
  –decía– se ha encendido siempre en la meditación».
  A semejanza del Motor inmóvil, desde el «centro» fue Bernardo 
  capaz de atender la periferia. «Tener hasta ese grado el sentido de los 
  hombres y de los acontecimientos –escribe Daniel-Rops–; ser capaz 
  de llevar adelante tantas tareas diversas; saber dirigir la inmensa red de los 
  Hermanos de su Orden para ser informado y para que sus instrucciones sean ejecutadas; 
  mantener una correspondencia gigantesca con cuanto era importante en la Cristiandad 
  de Occidente; y seguir siendo entre tanto el mismo hombre de pensamiento, de 
  oración y de contemplación que conocemos, es todo ello el irrecusable 
  testimonio de su valía única». Viene aquí al caso 
  aquel espléndido pensamiento de Pascal: «No muestra uno su grandeza 
  por ser una extremidad, sino más bien por tocar las dos a la vez y por 
  llenar todo lo que hay entre ambas» (ibid., 137-138).
  Con frecuencia lo reprendieron por «abandonar» la celda y fastidiar 
  a los demás, en vez de dedicarse a la oración –»esos 
  monjes que salen de los claustros para molestar a la Santa Sede ya los Cardenales»–, 
  pero tales acusaciones que a menudo llegaban a Roma, apenas si le impresionaban. 
  Y en cuanto al simpático Cardenal que le escribió amonestándolo, 
  le respondió secamente que las voces discordantes que alteraban la paz 
  de la Iglesia le parecían ser las de las ranas alborotadoras que atestaban 
  los palacios cardenalicios o pontificios.
  Bien ha escrito Guénon: «Entre las grandes figuras de la Edad Media, 
  pocas hay cuyo estudio sea más propio que la de S. Bernardo para disipar 
  ciertos prejuicios caros al espíritu moderno. ¿Qué hay, 
  en efecto, más desconcertante para éste que ver un contemplativo 
  puro, que siempre ha querido ser y permanecer tal, llamado a ejercer un papel 
  preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, 
  y triunfando a menudo allí donde había fracasado toda la prudencia 
  de los políticos y los diplomáticos de profesión?... Toda 
  la vida de S. Bernardo podría parecer destinada a mostrar, mediante un 
  ejemplo impresionante, que existen para resolver los problemas del orden intelectual 
  e incluso del orden práctico, medios completamente distintos que los 
  que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos 
  eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría 
  puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría» 
  (R. Guénon, op.cit., 5).
  e) Encarnación de la religiosidad medieval
  S. Bernardo es la imagen más lograda del hombre tal y como pudo concebirlo 
  la Edad Media, si bien en su cumbre, «pero es que una montaña forma 
  también cuerpo con la extensión de las llanuras que la rodean 
  y arraiga en ellas» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 
  116).
  El Santo de Claraval llevó a su más alto grado las diversas notas 
  que caracterizan el espíritu religioso de la Edad Media. Si aquella época 
  se distinguió por su impronta escriturística, advertimos que tanto 
  el pensamiento como la elocuencia de S. Bernardo manan directamente de esa fuente. 
  No es de extrañar, ya que desde su juventud escrutó los libros 
  de la Sagrada Escritura con ternura y minuciosidad. Algunos de sus sermones 
  son simple y llanamente un tejido de textos bíblicos, ordenados conforme 
  a un ritmo tomado de los salmos y de los profetas.
  También encarnó en gran nivel la profunda devoción que 
  el hombre medieval experimentara por la humanidad de Cristo, que fue para él 
  no sólo el modelo admirable, sino el hermano y el amigo. Asimismo fue 
  medieval por su delicado amor a la Madre de Dios. Cuenta una encantadora tradición 
  que, en cierta oportunidad, oyendo entonar a sus hermanos la Salve Regina, no 
  pudo resistir el fuego del amor que lo consumía y exclamó: O clemens, 
  o pia, o dulcis, palabras que en adelante quedarían incluidas en dicha 
  plegaria. La piedad mariana de la Edad Media es inescindible de quien quiso 
  ser caballero de «Nuestra Señora».
  Deudor de la espiritualidad medieval, por otra parte contribuyó como 
  nadie a consolidarla y darle fuste. Dice Daniel-Rops que ninguna de las grandes 
  formas de la piedad medieval dejó de recibir su impronta. Y no sólo 
  los elementos interiores de aquella piedad, sino también sus manifestaciones 
  exteriores, como la Catedral y la cruzada (ibid., 120. Para el tratamiento de 
  la semblanza de S. Bernardo nos hemos valido del excelente capitulo a él 
  dedicado en el libro citado de Daniel-Rops, págs. 101-147, cuya lectura 
  recomendamos).
  * * *
  Nada mejor para cerrar esta conferencia sobre «los que oran» que 
  un texto notabilísimo del Doctor Angélico, que bien podría 
  haber sido la carta magna de la sociedad medieval, donde se señala con 
  absoluta claridad no sólo el primado de la contemplación y del 
  contemplador sobre todas las ocupaciones de los hombres, sino también 
  la ordenación de éstas a aquélla ya aquél como a 
  su fin:
  «¿Pues para qué el trabajo y el comercio, sino para que 
  el cuerpo, provisto de las cosas necesarias o convenientes para la vida, esté 
  en el estado requerido para la contemplación? ¿Por qué 
  las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar el dominio de las pasiones 
  y la paz interior, que la contemplación necesita como presupuesto? ¿Para 
  qué el gobierno de la vida civil sino para asegurar el bien común 
  y la paz exterior necesaria para la contemplación? De suerte que, si 
  se las considera como es’ menester –concluye gallardamente–, 
  todas las funciones de la vida humana parece que están al servicio de 
  los que contemplan la verdad» (Contra Gentes, lib. III, cap. 37).
  
  II. Los que trabajan
  En la presente conferencia trataremos del segundo estamento que integraba el 
  tejido social de la Edad Media, el de los que trabajaban.
  Antes de abocarnos directamente a la consideración del tema, insistamos 
  sobre algunas características propias de la época, a las que ya 
  hemos aludido en anteriores conferencias, pero cuyo recuerdo nos servirá 
  de introducción a lo que ahora nos va a ocupar.
  Y ante todo la relación que el hombre de la Edad Media mantuvo con el 
  espacio circundante, muy diversa de la que impera en la actualidad. En aquel 
  entonces la proximidad se determinaba por la distancia que se podía recorrer, 
  de ida y vuelta, entre la salida y la puesta del sol. No existiendo la luz eléctrica, 
  la vida del hombre estaba regida por el curso del día natural, de sol 
  a sol. Uno se consideraba «de viaje» cuando se veía obligado 
  a pernoctar fuera de su casa. Ustedes se preguntarán qué tiene 
  que ver esto con nuestro tema. Lo tiene, y mucho, ya que en buena parte se debió 
  a ello el que las relaciones laborales, económicas y políticas, 
  se desarrollasen en pequeños ámbitos cuya dimensión dependía 
  de la longitud del paso del hombre o del ritmo de su cabalgadura. Esas reducidas 
  circunscripciones antiguas son las aldeas y cantones de la Europa actual. El 
  hecho de vivir en perímetros tan limitados para nuestro modo de ver las 
  cosas, desarrolló particularidades altamente originales y enriquecedoras: 
  distintas maneras de hablar (pronunciaciones y vocablos propios) , de vestirse, 
  de comer, de distraerse, de trabajar , sus santos lugareños, sus héroes, 
  y también su legislación. El primer patriotismo se encendió 
  en el rescoldo de las aldeas y regiones. Las guerras fueron casi siempre luchas 
  de un señorío contra otro, es decir, de una aldea contra otra 
  aldea, o de un cantón contra otro cantón (cf. G. D’Haucourt, 
  La vida en la Edad Media…, 18-19).
  Otro aspecto que queremos recordar en esta breve introducción es la tendencia 
  comunitaria que caracterizó al hombre medieval. Se hubiera podido creer 
  que por el hecho de vivir habitualmente en pequeños espacios, aquel hombre 
  hubiese sido un individualista nato. Es muy posible que haya de atribuirse en 
  amplia medida al influjo del cristianismo, especialmente a la idea de comunión 
  que brota del Evangelio, aquello que el P. Mandonnet designó como «el 
  fenómeno más característico de la vida de Europa en los 
  siglos XII y XIII, el poder de afinidad», que tanto impulsó a trabajar 
  codo a codo. En varios reglamentos de los oficios que de aquella época 
  han llegado hasta nosotros, cuando se habla de la solidaridad en el trabajo, 
  se apela con frecuencia a la ley del amor promulgada por Cristo (cf. Daniel-Rops, 
  La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332).
  Sin embargo no parece justa la opinión de Burkhardt según la cual 
  la Edad Media habría sido una época absolutamente «colectivista». 
  Acertadamente señala Landsberg que la Edad Media fue al mismo tiempo 
  menos y más comunitaria que la época moderna. Menos comunitaria, 
  o mejor, no colectivista, por cuanto el hombre individual era considerado cual 
  sujeto irrepetible de su salvación personal. Por estrechos que fuesen 
  los vínculos sociales, existía, con todo, una zona profunda e 
  intocable en cada persona, la esfera religiosa, el ámbito del cara a 
  cara con Dios. Si alguna vez tuvo vigencia social la fórmula agustiniana 
  «Dios y el alma», fue evidentemente durante la Edad Media. Cuanto 
  más religioso es un pueblo, prosigue Landsberg, tanto menos expuesto 
  está a convertírse en rebaño. Los norteamericanos actuales, 
  con todo su «individualismo» y su exaltación de la «persona 
  humana», son mucho más uniformes y gregarios que el pueblo de la 
  Edad Media. Las expresiones vitales que de aquella época han llegado 
  hasta nosotros, como son las canciones populares, las leyendas, los cuentos 
  y los mitos, para nada indican que el pueblo de donde brotaron fuese una masa 
  impersonal; al contrario, destácanse allí toda suerte de individualidades... 
  Por otra parte, el hombre de la Edad Media fue mucho más comunitarista 
  y solidario que el moderno, no sólo en el nivel popular, de los gremios 
  y asociaciones, sino también en la esfera de sus pensadores. Por aquel 
  entonces no existía el típo del sabio solitario, al estilo de 
  Burkhardt, que procede del Renacimiento, y particularmente del Humanismo. Los 
  grandes hombres de la Edad Media estuvieron mucho más íntimamente 
  integrados en la sociedad. En síntesis, se puede afirmar que lo individual 
  y lo comunitario encontraron un equilibrio feliz (cf. P. L. Landsberg, La Edad 
  Media y nosotros… 150-152).
  Tras estos prolegómenos entremos en la materia del presente tema. Distinguiremos 
  tres tipos de «trabajos»: el rural, el artesanal y el comercial.
  
  1. El trabajo rural
  Ya hemos observado anteriormente el cimiento agrícola de la sociedad 
  medieval. Podríase decir que fue el campo la base sobre la cual descansó 
  el entero tejido existencial de la Edad Media, la vida de sus monasterios, la 
  sabiduría de sus teólogos, la ciencia de sus filósofos 
  y legistas, el poder de sus reyes y estadistas, el esplendor de su arte.
  Cuando los autores medievales afirmaban la división tripartita de la 
  sociedad –los que oran, los que combaten y los que trabajan–, por 
  este último estado entendían principalmente a los que labraban 
  la tierra, excluyendo de él a los mercaderes y, más en general, 
  a los habitantes de las ciudades. Si bien nosotros incluiremos en la categoría 
  de «los que trabajan» a los artesanos e incluso a los comerciantes, 
  propiamente y en sentido estricto tanto éstos como aquéllos encajaban 
  con dificultad en el esquema medieval.
  a) El trabajo y la tierra en la Edad Media
  Señala Calderón Bouchet que dos fueron las razones principales 
  por las que la Edad Media privilegió el quehacer rural, es a saber, el 
  influjo de la Iglesia, que no veía el comercio con buenos ojos, y el 
  poco atractivo que por la vida urbana experimentaban las poblaciones bárbaras 
  incorporadas al ámbito del Imperio.
  Grandes provincias imperiales, como por ejemplo Germania o Inglaterra, carecían 
  de ciudades importantes, y muchas antiguas ciudades romanas habían visto 
  mermar considerablemente su población. Las aldeas supérstites 
  estaban invadidas por el campo. Como todavía puede observarse en algunos 
  villorrios españoles, el campo penetra el tejido urbano, y las casas 
  de esos pueblos cobijan de noche, en su planta baja, a algunos animales de la 
  hacienda. Todo el mundo, incluidos los más ricos, aun los obispos y los 
  reyes, estaban marcados por el espíritu rural, y para su subsistencia 
  en buena parte dependían del campo. La mayoría de los que habitaban 
  en las aldeas poseían en ellas la casa en que moraban, rodeada de un 
  terreno cuyo nombre latino era mansus, del que extraían los productos 
  con que se alimentaban.
  Cada aldea tenía su señor y su cura párroco. El sacerdote 
  vivía del diezmo que recaudaba de sus fieles y, en general, participaba 
  del mismo tipo de vida que ellos. El tributo que le debían entregar no 
  era excesivamente oneroso y por lo común consistía en productos 
  de la tierra, animales de corral o trabajo personal. El mansus familiar proveía 
  así al sustento de los labradores y al diezmo parroquial. Las tierras 
  pertenecientes a las abadías ya los obispados suministraban los bienes 
  necesarios para el presupuesto de los mismos. Cuando los temporales o grandes 
  sequías arruinaban las cosechas, los ojos de los labriegos se dirigían 
  a los monasterios, ya que ellos albergaban depósitos de cereales, precisamente 
  en orden a subsanar los inconvenientes que podían surgir en eventualidades 
  semejantes. El dinero era escaso y de poco uso, reservándose tan sólo 
  para las grandes transacciones comerciales. En cuanto a los señores, 
  que eran por lo general hombres de armas, y guardianes natos del orden social, 
  recibían también de sus subordinados una contribución que 
  frecuentemente consistía en trabajo personal. Ellos tenían su 
  fortuna en la tierra y vivían de sus productos. Inútil intentar 
  un rendimiento que excediese sus necesidades, ya que no hubieran sabido dónde 
  colocar las ganancias obtenidas, a no ser que las destinasen a alguna nueva 
  construcción, como un castillo más poderoso, o un convento, o 
  un templo parroquial, todas obras de utilidad social, pero en sí el lucro 
  o el provecho financiero mismo no los tentaba.
  En cuanto al régimen agrario de la Edad Media, digamos que tuvo un carácter 
  mixto. Existía una propiedad familiar exclusivamente relacionada con 
  sus posesores y beneficiarios directos, pero había también una 
  serie de bienes colectivos atendidos por todos los habitantes de la aldea con 
  su esfuerzo común.
  La vida rural tuvo asimismo no poco que ver con la vida religiosa de los labradores. 
  La Iglesia cuidó que las principales fiestas del año litúrgico 
  coincidiesen lo más posible con el ciclo de las estaciones y las faenas 
  agrícolas correspondientes, realizándose así una interesantísima 
  comunión entre la vida espiritual y el acontecer cósmico. La campana 
  de la parroquia o del convento confería a la existencia campesina un 
  ritmo no sólo cronológico sino sacral. Poco antes del alba tocaba 
  a laudes y clausuraba la jornada a la hora de vísperas. De este modo, 
  la oración matutina y la plegaria vespertina enmarcaban el trabajo, confiriéndole 
  una significación trascendente. Los días de fiesta eran numerosos, 
  mucho más que en nuestros tiempos. Tanto los domingos como los días 
  festivos los campesinos asistían a la Santa Misa y con frecuencia a los 
  oficios de las Horas canónicas. Asimismo participaban en las procesiones, 
  presenciaban en los atrios representaciones teatrales de los misterios sagrados, 
  escuchaban sermones y homilías, aprendían el catecismo. Todo ello, 
  sumado a las visitas domiciliarias de los sacerdotes, constituía una 
  especie de cátedra ininterrumpida para su educación en los principios 
  de la fe y la moral. La entera existencia del campesino latía al ritmo 
  establecido por la Iglesia. Desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por 
  el matrimonio y las enfermedades, los momentos fundamentales de su vida resultaban 
  sublimados por el aliento sobrenatural de la liturgia (cf. R. Calderón 
  Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana, 235-241).
  
b) 
  Vida rural y servidumbre
  
Dice R. Pernoud 
  que según la visión tan sumaria como injusta que generalmente 
  se tiene de la sociedad medieval, pareciera que en ella no hubiese habido lugar 
  sino para dos categorías de hombres, los señores y los siervos. 
  De un lado la tiranía, la arbitrariedad, los abusos de poder, y del otro 
  la miseria, la obligación de impuestos y la sujeción irrestricta 
  a la servidumbre corporal. Tal es la idea comúnmente aceptada y expuesta 
  no solamente en los manuales de historía que se usan en los colegios, 
  sino también en círculos intelectuales más elevados. El 
  simple sentido común basta, sin embargo, para darse cuenta de lo difícil 
  que resulta admitir que los descendientes de los invencibles soldados de las 
  legiones romanas, de los indómitos galos, de los guerreros de Germania 
  y de los fogosos vikingos hayan podido ser domados en tal forma que se convirtiesen 
  durante siglos en mansas ovejas, sujetos a toda clase de arbitrariedades.
  La realidad no fue tan simple, y poco tiene que ver con semejante manera de 
  ver las cosas. Entre la absoluta libertad y la servidumbre, la sociedad rural 
  incluía una serie de situaciones intermedias, una notable variedad en 
  la condición de las personas y de los bienes. Se sabe con seguridad que, 
  aparte de la nobleza, había una cantidad de hombres libres que prestaban 
  a sus señores un juramento semejante al de los vasallos nobles, y una 
  cantidad no menos grande de individuos cuya condición era un tanto imprecisa 
  entre la libertad y la servidumbre.
  Eran libres todos los habitantes de las ciudades, las cuales, como es sabido, 
  se multiplicaron desde comienzos del siglo XII. Cualquiera que fuese a establecerse 
  en algunas de las ciudades recién creadas –nótese los nombres 
  de algunas de ellas: Villafranca, en España, Villeneuve, en Francia– 
  era declarado libre, como ya lo eran los burgueses y artesanos en las ciudades 
  más antiguas. Fuera de ello, un gran número de campesinos eran 
  también libres; especialmente aquellos que en Francia fueron llamados 
  roturiers (plebeyos, los que no son nobles) o vilains (villanos), no teniendo 
  esos términos, claro está, el sentido peyorativo que luego tomarían; 
  «roturier» era una de las denominaciones que recibía el campesino, 
  el labrador, porque «roturaba» la tierra, es decir, la rompía 
  con la reja del arado; el «vilain» o «villano» era el 
  que habitaba una «villa», término latino que designaba una 
  casa de campo o granja.
  Además de los hombres libres, había por cierto un gran número 
  de siervos. También esta expresión ha sido a menudo mal comprendida, 
  quizás a raíz de que en la antigüedad romana la palabra servus 
  era sinónimo de «esclavo». Y así se confundió 
  la servidumbre, propia de la Edad Media, con la esclavitud que caracterizó 
  a las sociedades antiguas y de la que no se encuentra vestigio alguno en la 
  sociedad medieval (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, 43-46).
  Abundemos sobre esta confusión porque ha sido causa de numerosos equívocos. 
  La esclavitud fue, probablemente, el hecho que más profundamente distinguió 
  a la civilización de las sociedades antiguas. Sin embargo, cuando se 
  recorren los textos de historia, se observa con extrañeza la curiosa 
  reserva con que suelen tratar un hecho inconcuso cual es la desaparición 
  de la esclavitud al comienzo de la Edad Media y, más aún, su súbita 
  reinstalación a principios del siglo XVI. Fustigan con dureza la servidumbre 
  medieval, pero silencian por completo –lo que no deja de resultar paradójico– 
  la reaparición de la esclavitud en la Edad Moderna.
  La situación del siervo en nada se asemejaba a la del esclavo. A diferencia 
  de éste, no estaba sometido a un hombre –el amo–, sino adherido 
  a un terreno determinado, conforme a aquella concepción tan típicamente 
  medieval, del vinculo entre el hombre y la tierra que trabaja. Es cierto que 
  a diferencia del villano, aldeano libre, que podía abandonar voluntariamente 
  su tierra, el siervo estaba adscripto obligatoriamente a la suya, pero en compensación 
  de ello la tierra de este último era inembargable, y en caso de guerra, 
  no estaba obligado a la prestación de ningún servicio militar. 
  El propietario libre, en cambio, se veía sometido a toda suerte de responsabilidades 
  sociales; si se endeudaba de manera irreparable, la autoridad tenía derecho 
  a apoderarse de su tierra; en caso de guerra, podía ser obligado a combatir, 
  y en caso de derrota y de saqueo de su campo no se le debía compensación 
  alguna. Como puede advertirse, el siervo se encontraba protegido contra las 
  vicisitudes que amenazaban a su vecino «libre», y ello era visto 
  como algo tan ventajoso que algunos textos de la época hablan del «privilegio 
  que tienen los siervos de no poder ser arrancados de su tierra», conociéndose 
  innumerables casos de aldeanos libres que se hacían siervos para estar 
  tranquilos y protegidos (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la 
  Cruzada… 328).
  Quizás sea R. Pernoud quien mejor ha investigado este tema de la «incardinación» 
  del aldeano en su tierra. La gran medievalista sostiene que la servidumbre fue 
  una institución derivada de los imperativos de la época, sobre 
  la base de la necesidad de lograr la indispensable estabilidad para el adecuado 
  cultivo de la tierra. En la sociedad que se fue gestando durante los siglos 
  VI y VII, la vida se organizó en torno a la tierra nutricia y el siervo 
  era su pieza fundamental. Debía «radicarse» en su terruño, 
  ararlo, sembrarlo, recolectar las cosechas. Ciertamente, sabía que no 
  podía abandonar la tierra, pero sabía también que no podía 
  ser expulsado de la misma, y que tendría su parte en sus propias cosechas. 
  La ligazón entre el hombre y la tierra en que vivía constituye 
  la esencia de la servidumbre. Fuera de ello, el siervo gozaba de los mismos 
  derechos que el hombre libre: podía casarse, establecer una familia, 
  la tierra que trabajaba pasaría a sus hijos después de su muerte, 
  lo mismo que los bienes que hubiese podido adquirir. El señor, por su 
  parte, tenía –es preciso destacarlo– las mismas obligaciones 
  que su siervo, aunque, por supuesto, en un plano diverso, ya que tampoco podía 
  abandonar sus tierras, venderlas o enajenarlas a su arbitrio.
  Como se ve, la situación del siervo era totalmente diferente de la del 
  esclavo; éste no podía casarse, ni fundar una familia, ni hacer 
  valer, en ningún caso, su dignidad de persona, que nadie le reconocía; 
  era un objeto, una cosa, una res, que se podía comprar o vender, y sobre 
  la cual otro hombre, su amo, ejercitaba un poder sin límites (cf. R. 
  Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?... 128).
  Seríamos ciertamente injustos si no señaláramos las limitaciones 
  de esta institución social. La adscripción del siervo a la gleba 
  implicaba diversas restricciones a su libertad, como consecuencia de su misma 
  asignación al suelo. En caso de abandono de la tierra que estaba a su 
  cuidado, el señor tenía sobre él lo que se llamaba el «derecho 
  de persecución», es decir, que podía hacerle volver a la 
  fuerza a su terruño, ya que, como hemos señalado, al siervo no 
  le era lícito abandonar su tierra; la única excepción era 
  para los que iban a peregrinación o se enrolaban en alguna cruzada. Asimismo 
  el señor poseía lo que los franceses denominaron el «derecho 
  de formariage», que al comienzo significaba la prohibición para 
  el siervo de casarse fuera de su feudo, pero que con el tiempo se fue convirtiendo 
  en una compensación que éste debía dar a su señor 
  por las pérdidas que tal hecho podía producirle; con todo la Iglesia 
  no se contentó con esta mitigación sino que protestó sin 
  cesar contra la costumbre en vigor que parecía atentar contra la libertad 
  de establecer espontáneamente la propia familia*. Finalmente, cuando 
  el siervo fallecía, el señor poseía el denominado «derecho 
  de manmuerta», es decir, que podía retomar los bienes que aquél 
  había adquirido a lo largo de su vida; tal derecho, que nos parece abusivo, 
  en la realidad se veía fuertemente mitigado o simplemente suprimido por 
  cuanto el señor otorgaba al siervo el derecho de hacer testamento o reconocía 
  de hecho a la familia como comunidad globalmente propietaria y, por tanto, legítima 
  heredera.
  *Señala Daniel-Rops que aquí está el origen del llamado 
  «derecho de pernada», sobre el cual se han dicho y escrito tantas 
  tonterías. Al señor correspondía autorizar a su siervo 
  o sierva la facultad de casarse; pero como en la Edad Media todo se expresaba 
  con gestos simbólicos, para mostrar su consentimiento ponía su 
  mano sobre la pierna del siervo o sobre el lecho conyugal. De ahí a lo 
  imaginado. Cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 329, en nota.
  En suma, la restricción fundamental impuesta a la libertad del siervo 
  era no poder abandonar la tierra que cultivaba. Esta adherencia a la gleba es, 
  como ya lo dijimos, una característica típica de la época, 
  y, reiterémoslo una vez más, desde dicho punto de vista el señor 
  estaba sujeto a las mismas obligaciones que su siervo, ya que tampoco él 
  podía en caso alguno alienar su dominio o desentenderse de él. 
  En los dos extremos de la jerarquía se encuentra el mismo apremio de 
  estabilidad, inherente al alma medieval. Señala Pernoud que fue así 
  como nació el campesinado europeo; perseverando durante siglos en el 
  mismo terruño, sin responsabilidades civiles ajenas a su menester, sin 
  obligaciones militares, el campesino se convirtió en el verdadero señor 
  de su tierra (cf. Lumière du Moyen Âge... 47).
  Sería ridículo pensar que la situación de los siervos fuese 
  idílica. Por eso la progresiva «liberación» de sus 
  restricciones fue considerada como una conquista, aun dentro del período 
  medieval. Los siervos podían comprar su libertad total, sea pagando cierta 
  cantidad de dinero a su señor, sea comprometiéndose a abonar un 
  impuesto anual como lo hacía el propietario libre. Esta obligación 
  de rescate explica por qué las manumisiones fueron a menudo aceptadas 
  de muy mala gana por sus presuntos beneficiarios; la ordenanza que en 1315 promulgó 
  Luis X el Hutín, sucesor de Felipe el Hermoso, por la que quedaron liberados 
  todos los siervos del dominio real, chocó en muchos lugares con la oposición 
  de «siervos recalcitrantes». Sin embargo es innegable que, en líneas 
  generales, la manumisión implicó un progreso. Crónicas 
  antiguas atestiguan múltiples actos de emancipación referidos 
  a 100, 200 e incluso 500 siervos; otras, en cambio, se refieren a una familia 
  o a una sola persona. Y es que, según bien observa Pernoud, con la servidumbre 
  ocurrió lo mismo que sucede con cualquier restricción de la libertad, 
  que considerada como soportable cuando, impuesta por las necesidades de la vida, 
  supone una contrapartida ventajosa, se vuelve intolerable tan pronto como el 
  hombre puede autoabastecerse y valerse por sí mismo (cf. ¿Qué 
  es la Edad Media?... 132).
  De la vieja esclavitud de los primeros siglos de la Europa cristiana, en que 
  el hombre podía ser comprado y vendido como una mercancía cualquiera, 
  arribamos a la completa liberación del campesino. Refiriéndose 
  al despliegue de dicho proceso observa Belloc que la causa última que 
  determinó dicha evolución no fue otra sino la religión 
  común a todos, que sin renegar de las desigualdades naturales, afirmó 
  la igualdad esencial de todos los hombres, sin distingos de rango o de riqueza. 
  Ya desde el comienzo se fue haciendo cada vez más difícil, moralmente, 
  «comprar y vender hombres cristianos». De ahí que el ilustre 
  escritor inglés atribuya, sin más, al influjo de la fe católica, 
  la gradual transformación de los esclavos en hombres plenamente libres 
  (cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización... 74-75).
  Agrega Belloc: «Al perder esta Fe comenzamos de nuevo a volver sobre nuestros 
  pasos. Con la decadencia de la religión, esto que nuestros reformadores 
  ni siquiera sueñan aún, pero que va implícito en todos 
  sus planes en forma ostensible, vuelve el Estado servil, es decir, la Sociedad 
  fundada v marcada con el sello de la esclavitud».
  
e) 
  La figura del aldeano
  
Los diversos estudios 
  de R. Pernoud demuestran la enorme injusticia que cometen quienes aceptan sin 
  más la leyenda del campesino miserable, inculto y despreciado, que todavía 
  se encuentra en un gran número de manuales de historia. Su régimen 
  general de vida y su género de alimentación no tiene nada que 
  merezca excitar especialmente nuestra compasión. El campesino, señala 
  la estudiosa francesa, no ha sufrido en la Edad Media más de lo que el 
  hombre en general ha sufrido en todas las épocas de la historia de la 
  humanidad. Padeció, por cierto, la consecuencia de las guerras, ¿pero 
  acaso éstas han perdonado a sus descendientes de los siglos XIX y XX? 
  Por lo menos el siervo medieval estaba eximido de toda obligación militar, 
  y en caso de emergencia podía encontrar amparo en el castillo de su señor. 
  Pasó, asimismo, hambre en las épocas de malas cosechas, pero sabía 
  que en la ocurrencia contaba con el granero de su señor o del monasterio 
  vecino.
  ¿Fue el campesino despreciado? Quizá nunca lo fue menos, de hecho, 
  que en la Edad Media. La literatura de esa época donde el labrador aparece 
  ridiculizado no debe inducirnos a engaño, observa Pernoud; ello no es 
  sino una prueba más del resentimiento, tan antiguo como el mundo, que 
  experimenta el juglar o el comerciante frente al campesino, el «rústico», 
  cuya morada es estable; es asimismo una prueba más de la tendencia, tan 
  inconfundiblemente medieval, de reírse de todo; incluso de lo que parece 
  digno de respeto. En realidad, jamás fue más estrecho el contacto 
  entre los estamentos dirigentes y el pueblo rural. La noción del lazo 
  personal, básico en la sociedad medieval, facilitaba todo tipo de contactos 
  de persona a persona, concretados tanto en las ceremonias locales como en las 
  fiestas religiosas y profanas, donde el señor encontraba a su siervo, 
  lo conocía mejor, compartiendo su existencia mucho más íntimamente 
  de lo que en nuestros días la comparten las familias pudientes y sus 
  domésticos. La administración del feudo lo obligaba a conocer 
  todos los detalles de su vida: el nacimiento de un nuevo hijo, el matrimonio 
  o la muerte de algún miembro de la familia, sus litigios con otros siervos, 
  etcétera. En nuestros días, el jefe de una empresa o el patrón 
  de una fábrica, fuera del contrato con sus obreros y del pago del sueldo 
  convenido, se juzga libre de toda obligación material y moral respecto 
  de dichos asalariados; jamás se le ocurriría invitarlos a comer 
  a su casa, en ocasión, por ejemplo, del matrimonio de uno de sus hijos. 
  En fin, el trato es totalmente diferente del que prevalecía en la Edad 
  Media. El campesino se ubicaba, quizás, en el extremo de la mesa, pero 
  al menos se sentaba en la mesa de su señor .
  El aldeano no era, pues, un personaje despreciable dentro de la sociedad medieval. 
  Lo prueba el patrimonio artístico que nos ha legado la Edad Media, donde 
  se revela con toda claridad el lugar que en ella ocupaba. Su figura aparece 
  por doquier: en los cuadros, en los tapices, en las esculturas de las catedrales, 
  en las iluminaciones de los manuscritos; allí se lo encuentra representado 
  una y otra vez, realizando los trabajos propios del campo, arando, manejando 
  la azada, podando la viña, matando un cerdo. Era uno de los temas más 
  corrientes de inspiración. Véase, si no, el himno a la gloria 
  del campesino que trasuntan las miniaturas de las «Tres riches heures 
  du Duc de Barry», o los pequeños bajorrelieves de los diversos 
  meses en la fachada de Notre-Dame de París, o las esculturas del Maestro 
  de los Meses en el pórtico de la catedral de Ferrara... ¿Alguna 
  otra época ha dejado, por ventura, tan numerosas representaciones vivas 
  y realistas de la vida rural?
  También en esta materia se han confundido las épocas. Lo que es 
  verdad para la Edad Media no lo es para la época del Renacimiento y del 
  Humanismo. A partir del siglo XVI se va haciendo patente un creciente divorcio 
  entre los nobles, los artistas y el pueblo. Cada vez se comprenderán 
  y se integrarán menos, llevando existencias paralelas. La vida intelectual 
  y artística será patrimonio casi exclusivo de la burguesía; 
  el campesino se verá excluido de ella, así como de la actividad 
  política. Es indudable que desde el siglo XVI hasta nuestros días, 
  el campesino ha sido si no despreciado, al menos preterido y considerado como 
  de segundo orden, pero no resulta menos innegable que en la Edad Media ocupó 
  un lugar relevante en la vida de la sociedad (cf. R. Pernoud, Lumière 
  du Moyen Âge... 50-54). Agrega la autora: «Notemos que es también 
  en el siglo XVI cuando vuelve a aparecer el desdén, familiar a la Antigüedad, 
  para con los oficios manuales. La Edad Media asimilaba tradicionalmente las 
  “ciencias, artes y oficios”».
  
  2. El trabajo artesanal
  Dijimos que en la Edad Media se consideraba «trabajador» por antonomasia 
  al que labraba el campo, trabajo noble por excelencia. Sin embargo la vida urbana 
  desarrolló otros dos tipos de trabajo: el de los oficios y el del comercio.
  a) El origen de las corporaciones
  La palabra «corporación» es un vocablo moderno, cuyo uso 
  se propagó recién en el siglo XVIII. Hasta entonces no se hablaba 
  sino de oficios, maestrazgos y jurandas. Después de haber sido considerada, 
  según algunos historiadores, como sinónimo de «tiranía», 
  la corporación ha sido objeto de juicios menos severos, ya veces de elogios 
  entusiastas.
  ¿Cómo nacieron las corporaciones? Algunos autores sostienen que 
  su origen más remoto debe ser buscado nada menos que en la antigua Roma; 
  sobreviviendo a la decadencia del Imperio, habrían llegado hasta la Edad 
  Media. Y a modo de ejemplo anotan en favor de su hipótesis el hecho de 
  que las corporaciones medievales del Languedoc y Provenza afirmaban expresamente 
  que sus estatutos procedían de la antigüedad romana*.
  *De acuerdo a los Statuta Marsiliæ, redactados en el siglo XII, la ciudad 
  de Marsella contaba con cien corporaciones de oficios, cuyos dirigentes eran 
  elegidos según reglamentaciones bien determinadas, jugando un papel significativo 
  en el régimen político de la ciudad.
  Aliase a esta tesis Calderón Bouchet quien señala que en el sur 
  de Francia, así como en las ciudades italianas, no habría habido 
  solución de continuidad entre el régimen municipal romano y el 
  régimen medieval. Pero agrega un dato importante, y es el innegable influjo 
  que ejerció el cristianismo, si no en la organización al menos 
  en el espíritu de las nuevas asociaciones (cf. R. Calderón Bouchet, 
  Apogeo de la ciudad cristiana... 260-261).
  Sin embargo el mismo autor recuerda que no todas las corporaciones tuvieron 
  un fin edificante. Las hubo de muy mala índole, llegando algunas de ellas 
  a asociar grupos de comerciantes próximos al bandidaje. «Tienen 
  estatutos pintorescos donde se comprometen a asistir a los banquetes periódicos 
  sin armas, para poder emborracharse a gusto y pelear sólo a puñetazos 
  y con sillas» (ibid. 262).
  Quizás sea atribuible a dicha influencia cristiana algo relevante de 
  destacar y es el hecho de que fue en los hogares de aquellos artesanos donde 
  se comenzó a honrar por vez primera las profesiones llamadas serviles. 
  La Antigüedad sólo había considerado la agricultura como 
  ocupación digna del hombre libre, reputando las artes manuales como trabajo 
  propio de esclavos. También la Edad Media, según ya lo hemos destacado, 
  privilegió el trabajo rural, pero ello no fue obstáculo para que 
  enseñara a valorar asimismo la labor artesanal. 
  Cada gremio reclamaba para sí una antigua prosapia y eminentes antepasados: 
  los cerveceros, por ejemplo, se remitían al rey borgoñón 
  Gambrino, personaje legendario del tiempo de Carlomagno, de quien decían 
  que había enseñado a los alemanes a fabricar cerveza; los hortelanos, 
  por su parte, pretendían que su ocupación era la más vetusta 
  de la humanidad, ya que en el paraíso Adán se había dedicado 
  a la horticultura (!).
  b) Comunión del capital y del trabajo 
  La organización corporativa medieval está en las antípodas 
  de lo que podría ser una concepción clasista de la sociedad, y 
  consiguientemente ignoró todo tipo de lucha de clases.
  En la planta baja de las casas se hallaban instalados los talleres de los diversos 
  oficios, que hacían las veces, al propio tiempo, de tiendas al por menor. 
  Podríase decir que en buena parte las ciudades medievales eran la resultante 
  de una multitud de pequeños talleres. Semejante configuración 
  las diferencia sustancialmente de nuestras modernas urbes, en las que entre 
  el fabricante y el consumidor se interponen los negocios y tiendas de los intermediarios, 
  en enormes almacenes al por mayor.
  El sistema artesanal tenía una base estrictamente familiar. Era la casa 
  hogareña el pequeño mundo en que el carpintero, el tejedor, el 
  orfebre, transcurrían su vida, repartida entre el trabajo y los placeres 
  domésticos. Sus auxiliares en la profesión eran sus propios hijos, 
  algún oficial, y uno o a lo sumo dos aprendices, quienes prácticamente 
  se incorporaban al grupo familiar y colaboraban no sólo en el trabajo 
  del maestro, sino también en los menesteres domésticos del ama 
  de casa. No se podría entender más cabalmente el artesanado medieval 
  que viendo en él la organización familiar aplicada a la profesión. 
  En su seno, al modo de un organismo integrador, se cobijaban todos los que integraban 
  un oficio determinado: maestros, oficiales y aprendices, no bajo la égida 
  de una autoridad cualquiera, sino en virtud de esa solidaridad que surge naturalmente 
  del ejercicio de un mismo quehacer. También la corporación era, 
  como la familia, una asociación natural, que brotaba, no del Estado, 
  o del monarca, sino desde las bases.
  Cuando el rey S. Luis encargó a Etienne Boileau que redactase el llamado 
  «Libro de los oficios» (Livre des métiers), no lo hizo con 
  la idea de ejercer un acto de autoridad, imponiendo una minuciosa reglamentación 
  obligatoria para los distintos gremios. Sólo quiso que su preboste pusiese 
  por escrito las costumbres y tradiciones ya existentes. El único papel 
  del rey en relación con las corporaciones, como por otra parte con todas 
  las demás instituciones de derecho privado, no era sino controlar la 
  aplicación leal de los usos y prácticas en vigor. A semejanza 
  de la familia, e incluso de la Universidad, la corporación medieval constituía 
  un cuerpo libre, no sujeto a otras leyes que las que ella se había forjado 
  para sí misma. Tal fue una de sus características esenciales, 
  que conservaría hasta fines del siglo XV.
  Un estudioso de los oficios en Francia, Emile Coomaert, escribe en su libro 
  Les corporations en France (Les Editions Ouvrieres, Paris, 1968): «En 
  París se creó un notable edificio corporativo que comprendía., 
  a fines del siglo XIII, cerca de 150 oficios representados por cinco mil maestros 
  artesanos». El ejemplo de París se extendió con el prestigio 
  de la monarquía, y otras ciudades de Francia siguieron el modelo de su 
  organización social.
  El régimen corporativo no era horizontal, sobre la base de dos franjas, 
  la patronal arriba, y la sindical abajo, sino vertical o jerárquico, 
  abarcando al maestro ya sus artesanos. El capital y el trabajo conspiraban hacia 
  un mismo fin. No podía existir antagonismo entre ambos por una razón 
  muy sencilla: el que trabajaba era el dueño del capital, o mejor, el 
  capital era un capital artesanal.
  c) Maestros y aprendices
  Como acabamos de decir, la organización corporativa era esencialmente 
  piramidal. Se comenzaba siendo aprendiz y se terminaba accediendo al maestrazgo.
  El ingreso al rango de los aprendices acaecía durante la niñez 
  o la adolescencia, en el marco de una ceremonia. El hecho implicaba una especie 
  de contrato, no escrito, por lo general, pero certificado por cuatro testigos, 
  miembros de la corporación, dos de los cuales eran maestros y dos oficiales. 
  El maestro aceptaba recibirlo, comprometiéndose a proporcionarle un lugar 
  donde vivir y la debida alimentación, así como a enseñarle 
  el oficio y tratarlo en forma digna y paternal; el candidato, por su parte, 
  prestaba juramento de fidelidad a lo que iba a aprender, obligándose 
  sus padres a entregar una retribución pecuniaria a su protector, según 
  lo fijaban los estatutos, y el mismo joven a un determinado número de 
  años de trabajo, destinados tanto a su propio adiestramiento como a indemnizar 
  al maestro en especie, por la pensión suministrada y por el tiempo otorgado.
  Como puede verse, el aprendiz quedaba ligado con su maestro por una especie 
  de pacto bilateral. Siempre ese lazo personal, tan apreciado en la Edad Media, 
  que implicaba obligaciones para entrambas partes, y donde se vuelve a encontrar, 
  traspuesta esta vez al campo artesanal, la doble noción de «protección-fidelidad» 
  que unía al señor con su vasallo. Pero dado que acá una 
  de las partes contratantes era un chico de 12 a 14 años, toda la preocupación 
  recaía en asegurar la protección de que éste debía 
  gozar, y mientras las reglamentaciones mostraban la mayor indulgencia cuando 
  se trataba de los defectos e infracciones del aprendiz, precisaban con estricta 
  severidad los deberes del maestro: no podía éste tomar sino un 
  aprendiz por vez, o a lo más dos, para que la enseñanza fuese 
  personal y fructuosa, y no le era lícito abusar de sus discípulos 
  descargando sobre ellos una parte de sus encargos; asimismo señalaban 
  lo que el maestro debía gastar cada día para la alimentación 
  y el sostenimiento de sus alumnos. En una palabra, el maestro tenía respecto 
  del aprendiz los deberes y las cargas de un padre, y había de velar por 
  su conducta y su comportamiento moral. 
  Con el fin de que todo esto no quedara en pura exhortación, los maestros 
  se veían sometidos a la visita y control de los jurados de la corporación, 
  que periódicamente inspeccionaban sus talleres donde, entre otras cosas, 
  examinaban la manera como el aprendiz era alimentado, educado e iniciado en 
  el oficio.
  Para acceder al nivel superior era preciso haber concluido el tiempo de aprendizaje. 
  Dicho tiempo variaba, por supuesto, según la mayor o menor complejidad 
  del oficio, si bien por lo general no superaba los cinco años. Terminada 
  la preparación, el candidato debía hacer la prueba de su habilidad 
  en presencia del jurado de la corporación, lo que está en el origen 
  de la llamada obra maestra, cuyas exigencias se hicieron cada vez mayores.
  Si todo salía bien, el joven se convertía en oficial. Podía 
  entonces solicitar, si así lo deseaba, el permiso de la corporación 
  para hacer un viaje de perfeccionamiento. En caso positivo, el gremio lo proveía 
  de los debidos certificados y todos los maestros del mismo oficio que residían 
  en las diversas ciudades de la Cristiandad habían de recibirlo en su 
  casa como oficial visitante. La afición al simbolismo, tan típica 
  del hombre medieval, determinaba que el viaje debía comenzar un día 
  de primavera, Con la alforja al hombro y el bastón en la mano, el nuevo 
  artesano peregrinaba de ciudad en ciudad, entraba al servicio de quien le parecía 
  mejor, continuaba su camino cuando lo juzgaba oportuno, pasaba por los apremios 
  propios de quien está de viaje, y adquiría acrisolada experíencia 
  artesanal. Así transcurrían varios años de su juventud 
  en una suerte de poético noviazgo con el oficio del que se había 
  enamorado. Hasta que por fin lo vencía la añoranza de su pueblo 
  natal, y se decidía a retornar a su casa.
  Allí el oficial constituía una familia y se convertía en 
  maestro, instalando su propio taller, probablemente no lejos de la casa donde 
  había vivido en sus tiempos de aprendiz, ya que era frecuente que en 
  la misma calle se alineasen todos los artesanos del mismo oficio. Entre unos 
  y otros no había rivalidad ni competencia desleal. Cada cual trabajaba 
  para su propia clientela, que solía ser reducida. Tocaba a los dirigentes 
  del gremio regular las relaciones entre los diversos maestros de la corporación, 
  así como las de éstos con sus oficiales y aprendices, determinar 
  los horarios cotidianos de trabajo, los precios que se habían de pagar 
  por las materias primas y lo que se debía cobrar por el trabajo ejecutado.
  La corporación no sólo era una comunidad de índole laboral, 
  sino también un centro de ayuda mutua. Entre las obligaciones que la 
  caja de la asociación, alimentada con las contribuciones de sus miembros 
  activos, debía atender, figuraban las pensiones en favor de los maestros 
  ancianos o impedidos, la ayuda a los miembros enfermos durante su tiempo de 
  indisposición y convalescencia, y el sustento de los huérfanos. 
  Asimismo la corporación asistía a sus integrantes cuando estaban 
  de viaje o en caso de falta de trabajo. En la ordenanza de uno de los gremios, 
  el de los zapateros, se lee: «He aquí nuestro reglamento: Si un 
  compañero llega a una ciudad, sin dinero y sin pan, no tíene sino 
  que darse a conocer, y no necesita ocuparse de otra cosa. Los compañeros 
  de la ciudad no solamente lo reciben bien, sino que le proveen gratis el alojamiento 
  y la comida...».
  De los centenares de oficios que se encuentran mencionados en el «Livre 
  des métiers» a que aludimos más arriba, si bien la mayoría 
  eran propios de hombres, cinco por lo menos estaban reservados al sexo femenino. 
  Dos tareas, sobre todo, parecían concernir particularmente a las mujeres, 
  por cuanto podían llevarse a cabo con facilidad en el propio hogar, como 
  actividades anejas a las ocupaciones caseras. La primera era la elaboración 
  de la cerveza, que en aquellos tiempos consumían los que no podían 
  permitirse el lujo del vino. La segunda, la hilandería; en todos los 
  grandes centros de tejeduría (Florencia, Países Bajos, Inglaterra...) 
  eran mujeres las que tenían a su cargo los procesos preliminares de dicha 
  artesanía.
  Un dicho de la época decía que Dios había dado tres armas 
  a las mujeres: ¡el engaño, el llanto y la rueca!
  
d) La obra bien hecha
  El hombre medieval no consideraba el trabajo exclusivamente como un medio indispensable 
  para ganarse la vida. Según su modo de ver las cosas, implicaba un valor 
  en sí, una actividad realmente meritoria. También en este plano 
  es advertible el influjo de la enseñanza cristiana. Ya S. Benito lo había 
  exigido de sus monjes no sólo para subvenir a las necesidades materiales 
  sino también como un medio de santificación. Cuando el labrador 
  trabajaba su campo, cuando la hilandera enhebraba sus agujas, cuando el orfebre 
  labraba los metales, tenían la conciencia de que estaban realizando una 
  obra noble, que los preparaba para el cielo. Ese desprecio por el trabajo manual 
  que caracterizaría a los hombres del Humanismo y que ha llegado hasta 
  nuestros días, fue totalmente desconocido en la época de la Cristiandad 
  medieval, donde no se distinguía el «artesano» del «artista» 
  (Sobre esta materia cf. mi libro El icono, esplendor de lo sagrado, Gladius, 
  Buenos Aires, 1991, 316-320).
  Pero no se trataba, a la verdad, de trabajar por trabajar, sin interesarse por 
  el resultado del trabajo. Los reglamentos que de aquellos tiempos han llegado 
  hasta nosotros descienden a detalles nimios tales como determinar el número 
  de hilos que había de tener la trama de una tela, o el espesor que debían 
  poseer las piedras que se utilizaban para la edificación de una casa. 
  Todo en orden a que la obra resultante fuese lo más perfecta posible.
  El influjo de principios superiores, de orden religioso sobre la organización 
  material del trabajo, tuvo consecuencias venturosas para los usuarios, pues 
  garantizó la lealtad del producto. Y también las tuvo para el 
  mismo artesano, pues defendió a la vez la calidad de su alma, su integridad 
  moral (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332-335).
  Asimismo ese influjo religioso determinó un sistema de justicia laboral 
  y social, celosamente custodiado por los maestros-jurados o «guardias 
  del oficio». Porque todos los años, el conjunto de la corporación, 
  o el cuerpo de los maestros, según las costumbres, elegían un 
  consejo formado por los maestros más destacados. Los consejeros electos 
  prestaban juramento –de ahí su nombre de «jurados»– 
  de velar por la observancia de los reglamentos, visitar y proteger a los aprendices/ 
  zanjar los diferendos que podían surgir entre los diversos talleres del 
  mismo gremio, inspeccionar los negocios para controlar las cuentas. Los fraudulentos 
  eran públicamente desenmascarados y su mala mercadería expuesta 
  como tal delante del pueblo. Sus mismos compañeros habían sido 
  los primeros en denunciarlos, ya que sentían que se atentaba contra el 
  honor del oficio, experimentando una suerte de vergüenza colectiva. Los 
  infractores eran puestos al margen de la sociedad; se los miraba como si fuesen 
  caballeros perjuros que hubieran merecido la degradación. Todo intento 
  por monopolizar un mercado, todo conato de entendimiento entre algunos maestros 
  en detrimento de los otros, todo proyecto de acaparar una cantidad demasiado 
  grande de materias primas, era severamente reprimido. Se castigaba también 
  implacablemente el propósito de conquistar la clientela de un vecino, 
  lo que hoy llamaríamos el abuso de la publicidad. Había, sí, 
  una sana competencia, pero en base a las cualidades personales del artesano: 
  la única manera de atraer legítimamente al cliente era hacer el 
  producto más perfecto, más noble que el del vecino, pero a igual 
  precio.
  En ese mundo de pequeños talleres se desarrolló una industria 
  firme y activa, sin duda que con un ritmo bien diferente del que caracteriza 
  a la industria moderna. Se trabajaba casi tan sólo a la luz del día, 
  sin el recurso de la iluminación artificial, se descansaba regularmente 
  desde el toque del Angelus, al ponerse el sol, hasta que sonaba la campana del 
  alba. El trabajo se llevaba a cabo con un profundo sentido del deber, sin los 
  apresuramientos de la producción moderna, de modo que la obra elaborada 
  salía sólida y perfecta, tan bien rematada por dentro como por 
  fuera. No deja de emocionarnos aquella frase que un investigador de nuestro 
  tiempo descubrió en una piedra preciosamente tallada que halló 
  en el techo de la catedral de Colonia, en un sitio inaccesible a la vista del 
  hombre: «Si nadie más lo ve, al menos lo verá Dios que está 
  en los cielos». Se trabajaba, es cierto, con gran respeto por las reglas 
  y formas tradicionales, pero ello nada tiene que ver con la uniformidad de la 
  moderna fabricación en serie según moldes estereotipados, ya que 
  en los numerosos y pequeños talleres independientes de entonces desplegaba 
  el hombre una curiosidad y una inventiva jamás conocidas hasta entonces.
  A diferencia de lo que acaece hoy, cuando al parecer la única preocupación 
  del productor y, por consiguiente, del comerciante es vender objetos lo más 
  vulgares, prácticos y baratos que sea posible, fabricados exclusivamente 
  con ese propósito para su difusión masiva.. antaño se trabajaba 
  cada pieza en particular, artesanalmente, considerándosela como un objeto 
  independiente, y poniéndose en su elaboración todo el esmero posible, 
  en orden a satisfacer el gusto de los numerosos usuarios que querían 
  pagar en su justo valor la obra de que se tratase. Un abanico, las tapas de 
  un libro, un peine, un tenedor, todas esas cosas pequeñas, como lo prueban 
  las que de entre ellas han llegado hasta nosotros, revelan delicadeza, ingenio, 
  un verdadero buen gusto por parte de su anónimo artífice. Podríase 
  decir, hablando en general, que el artesano medieval hacía un culto de 
  su trabajo, según lo confirman distintos testimonios que encontramos 
  en novelas de gremios, al estilo de las de Thomas Deloney sobre los tejedores 
  y los zapateros de Londres. Cuando estos últimos se referían a 
  su arte lo llamaban «el noble oficio», y aceptaban complacidos el 
  proverbio: «Todo hijo de zapatero es príncipe nato». Es un 
  rasgo típicamente medieval esta altivez del propio estado, en estrecha 
  relación con aquel «orgullo de la obra bien hecha», que refiriéndose 
  a la antigua Francia Péguy tanto alabara.
  Actualmente a la gente le importa poco que la canilla que hace girar o la silla 
  en que se sienta sean más o menos hermosas. Pero el hombre antiguo vivía 
  con un ritmo más pausado, se movía entre horizontes más 
  limitados. Y en consecuencia prestaba más atención a las cosas 
  que lo rodeaban. La sociedad de nuestro tiempo ha inventado los objetos «descartables»; 
  para el hombre medieval los utensilios de su casa eran cosas poco menos que 
  sagradas, llenas de historia y rodeadas de cariño, que se transmitían 
  de padres a hijos. Cada objeto tenía su nombre: el herrero diferenciaba 
  uno por uno sus martillos, las campanas de la torre tenían apelativos 
  propios; por el tono del sonido toda la ciudad sabía cuándo tañía 
  la «María», cuándo la «Isabel»...
  Entre las numerosas ocupaciones artesanales se encontraban diversas especialidades 
  según las diferentes regiones. Los alemanes del sur se distinguieron 
  de manera especial en el tallado de la madera, como lo muestra palmariamente 
  el primor con que tallaban las puertas de los armarios, labradas en forma de 
  palacios, con cornisas, columnas y ventanas. En el arte textil se destacaron 
  los flamencos, autores de esos tan enormes como espléndidos tapices, 
  con escenas tomadas de la Sagrada Escritura o de los libros de caballerías, 
  sobre un fondo de paisajes o castillos. El arte del cristal prosperó 
  en los talleres venecianos, donde aquellos artesanos supieron infundir al cristal, 
  con su soplo, las formas más exóticas, decorándolo con 
  elegancia incomparable. La confección de lozas y porcelanas encontró 
  su epicentro en los talleres de Limoges.
  Un trabajo que así se desposaba con la belleza no podía brotar 
  sino del corazón de un auténtico artista. El artesano era un artista, 
  no sólo mientras confeccionaba su obra sino en todo momento. Cuando el 
  carpintero, por ejemplo, llegada la noche, dejaba ya en reposo su martillo, 
  o cuando el zapatero abandonaba la lezna, no pocas veces dedicaban sus ratos 
  de ocio a componer versos. Se sabe que en Florencia, a la par de una literatura 
  de gran nivel, como la de Dante y Petrarca, existía toda una literatura 
  de carácter lírico, privativa de los artesanos.
  En esta misma línea hemos de mencionar las famosas escuelas de «maestros 
  cantores», principalmente en el sur de Alemania. En Maguncia, Nuremberg 
  y otras ciudades, los gremios organizaron competencias culturales con pruebas, 
  grados y exámenes públicos. ¿Cómo se concretaban? 
  Un domingo, por ejemplo, aparecían en la ciudad numerosos carteles– 
  anunciando un certamen de canto en talo cual iglesia, luego de terminados los 
  oficios lítúrgicos. Reuníanse entonces en el templo los 
  miembros del gremio y numerosos espectadores. En presencia de un jurado competente, 
  un tejedor, un panadero, un peluquero, interpretaban sendas canciones cuya letra 
  y música habían compuesto ellos mismos, algunas veces sobre temas 
  teológicos, otras sobre asuntos morales o didácticos, siempre 
  en verso, con alegorías y acertijos. Luego los jueces acordaban los premios 
  correspondientes. Recordemos a este respecto la magnífica ópera 
  de Wagner «Los maestros cantores de Nuremberg»...
  Estamos a años luz de aquella época, ahora que el trabajo se ha 
  convertido en algo tan tedioso y tan prosaico. Bien decía Chesterton 
  que se le hacía difícil imaginar un coro de sindicalistas, tanto 
  como un ensamble de banqueros o de prestamistas. Los oficios de hoy han perdido 
  poesía.
  e) El espíritu religioso de las corporaciones
  Ya hemos señalado cómo las corporaciones, al igual que las demás 
  instituciones medievales, estaban impregnadas de espíritu religioso. 
  Los miembros de las diversas artesanías se asociaban bajo la protección 
  de un Santo que muchas veces había tenido, durante su vida terrena, especial 
  relación con su oficio. Así los carpinteros veneraban a S. José, 
  que había trabajado en el taller de Nazaret; los peleteros, a S. Juan 
  Bautista, que en el desierto se había vestido con pieles de camello; 
  los que se dedicaban a la pesca, a S. Pedro, el pescador de peces y de hombres; 
  los que hacían peines, a S. María Magdalena, la cual, según 
  la leyenda, antes de su conversión, se pasaba todo el día acicalándose 
  su hermosa cabellera; los changadores a S. Cristóbal, quien de acuerdo 
  a la tradición había llevado a Cristo sobre sus hombros. Aquellos 
  trabajadores pensaban que cada uno de los oficios, a semejanza del estado eclesiástico, 
  había sido instituido por Dios para bien de la sociedad.
  Los artesanos se complacían evocando sus trabajos en los policromados 
  ventanales que donaban a las capillas laterales de la catedral. Todavía 
  hoy podemos encontrar allí escenas típicas de sus oficios, así 
  como las diversas tareas que realizaban en sus talleres, perennizadas ante los 
  ojos de Cristo o de la Virgen, cuyas figuras coronan el vitral. A veces representaban 
  también fuera del templo sus actividades artesanales, como se puede ver 
  en el campanario de la Catedral de Florencia. 
  Cada corporación tenía sus propias tradiciones, sus fiestas, sus 
  ritos piadosos, sus diversiones, sus cantos, sus insignias. En las fiestas locales 
  y en las procesiones solemnes, sus miembros se encolumnaban tras la imagen de 
  su santo patrono, desplegando los estandartes del gremio, y confiriendo a la 
  ciudad ese aspecto polícromo, abigarrado y ruidoso, que tanto caracterizó 
  a aquella época. 
  S. Raimundo de Peñafort y un grupo de teólogos con él relacionados 
  fueron quienes lograron que la celebración del domingo se iniciase el 
  sábado por la tarde, no sólo en Orden a afirmar el carácter 
  sacro del «día del Señor», que litúrgicamente 
  comienza en las segundas vísperas del sábado, sino también 
  para suavizar el régimen del trabajo. El mal llamado «sábado 
  inglés» no es una conquista reciente, como muchos creen, sino una 
  vieja costumbre cristiana abandonada cuando el auge del capitalismo y retomada 
  bajo el influjo de los modernos movimientos obreros. 
  A veces las corporaciones tuvieron que ver con el orden político. En 
  algunas ciudades, los delegados de los oficios ejercieron verdadera influencia 
  en la dirección de los asuntos comunales, a tal punto que ninguna decisión 
  tocante a los intereses de la ciudad podía ser tomada sin ellos. Un historiador 
  de la comuna de Marsella, M. Bourrilly, afirma que en el siglo XIII los dirigentes 
  de los gremios fueron «el elemento motor» de la vida municipal, 
  a tal punto que se podría decir que en aquel tiempo Marsella tuvo un 
  gobierno de base corporativa (Para estos temas se leerá con provecho 
  R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 64-72). 
  En lo que toca a Francia, la buena relación de sus reyes con las corporaciones 
  duró hasta la Revolución Francesa. La exaltación desmesurada 
  del individuo y la consiguiente fobia –por las asociaciones intermedias, 
  juntamente con la aparición de los primeros síntomas del capitalismo, 
  hicieron que se viese en la organización corporativa de los oficios una 
  forma de limitación de la libertad. De ahí que dicho régimen 
  fuese abolido por la Convención en virtud de la famosa ley Le Chapelier, 
  dejando al individuo, cada vez más desarmado, frente al Estado, cada 
  vez más omnipotente.
  
  3. La actividad comercial
  Dijimos que la Edad Media consideró «trabajadores» por antonomasia 
  a los que labraban el campo. Los artesanos ya fueron vistos como menos dignos 
  de elogio, pero mucho menos los que se dedicaban al negocio de la compraventa.
  
a) La economía y el surgimiento de las ciudades
  Tanto el comercio como los oficios estuvieron especialmente ligados con la ciudad, 
  pero fue sobre todo el comercio el que mayormente comulgó con el nuevo 
  espíritu que ella trasuntaba. Será, pues, conveniente introducirnos 
  en el presente tema refiriéndonos, aunque sea de manera sucinta, al lugar 
  que la ciudad ocupó en la Edad Media.
  Las ciudades no son, por cierto, un invento medieval. Ya existían durante 
  el Imperio Romano, si bien habían entrado en franca decadencia con motivo 
  de las grandes invasiones bárbaras, cediendo su primacía a los 
  castillos y aldeas rurales contiguas, defendidas por sus respectivos señores 
  feudales. Cuando la situación dejó de ser tan azarosa, otra vez 
  las ciudades comenzaron a reaparecer. Dicha mudanza se originó principalmente 
  en Italia. Ya desde el siglo X, Venecia había sabido aprovechar las crisis 
  intestinas del Islam y las dificultades de Bizancio, para constituir una flota 
  e irse fortaleciendo cada vez más. Génova y Pisa, por su parte, 
  se consolidaron desde el siglo XI como ciudades poderosas. A fines de dicho 
  siglo, el movimiento provocado por las Cruzadas impulsó más aún 
  el renacimiento municipal, dando origen a diversas industrias, y con ellas, 
  a numerosos centros urbanos como Gante, Arrás, Mesina, Colonia, Maguncia, 
  etc.
  De este modo, el mapa de Europa cambió decididamente de fisonomía. 
  Si hacia el año 1000 el campo estaba poblado de monasterios y solitarios 
  castillos feudales, en torno a los cuales se acurrucaban chozas de barro y diminutas 
  aldehuelas, hacia el año 1300 encontramos por todas partes populosas 
  ciudades, a orillas de los ríos, en las cercanías de los puertos 
  naturales, o en torno a los palacios de los príncipes y las residencias 
  episcopales. Este fenómeno provocó una notable transformación 
  social; el dinero fue pasando de manos del noble y del campesino a las del ciudadano, 
  los artesanos y mercaderes comenzaron a ostentar blasones, y la vida intelectual 
  se concentró principalmente en las ciudades. Poco a poco las nuevas urbes 
  se fueron arrogando un alto grado de independencia social y de poder político, 
  al tiempo que comenzaron a desarrollar una cultura propia, justamente en los 
  momentos en que el espíritu caballeresco y monástico comenzaba 
  a declinar. Es verdad que no pocos nobles, príncipes y prelados trataron 
  de enfrentar el poder cada vez mayor de las ciudades, tanto en el norte de Francia 
  como en Italia, en Flandes y en el sur de Alemania. Pero la corriente era irrefrenable. 
  Olas de campesinos abandonaban sus tierras ya sus señores, buscando morada 
  en el amurallado recinto de la ciudad.
  Por cierto que esas ciudades no eran como las de ahora. En las calles de las 
  urbes actuales la gente se cruza cada día con una multitud de rostros 
  extraños, y sólo muy de tanto en tanto alguien se topa con algún 
  conocido. Los amigos viven a lo mejor en el otro extremo de la ciudad, y con 
  frecuencia sólo se los puede visitar unas cuantas veces por año, 
  o contentarse con hablarles por teléfono. El hombre de la ciudad actual 
  carece asimismo de contacto personal con los diferentes profesionales que lo 
  atienden o con los comerciantes que lo abastecen. Se siente rodeado de indiferencia, 
  y en medio del tráfago urbano, vive casi como un ermitaño. Las 
  ciudades medievales, en cambio, se asemejaban a los actuales pueblos de provincia. 
  Todo el mundo se conocía y el movimiento de inmigración y emigración 
  era tan escaso que las relaciones entre sus habitantes resultaban mucho más 
  estrechas y duraderas, aun en las ciudades de mayor importancia.
  En concomitancia con el fenómeno de resurgimiento de las ciudades es 
  advertible otra importante transformación: la economía fue pasando 
  de la esfera privada a la social y política. Durante la época 
  feudal, a semejanza de lo que acontecía en el mundo clásico, las 
  actividades económicas giraban en torno a la vida hogareña. El 
  padre de familia era el jefe de los que la integraban, al tiempo que organizaba 
  el trabajo de sus miembros en orden a la sustentación económica 
  del grupo. Los hijos y el personal de servicio, aprendices y domésticos 
  en general, completaban lo que hoy llamaríamos «la unidad económica».
  A este respecto escribe Marcel de Corte: «Para los griegos, la economía 
  –de oikos, casa– es la actividad de la familia, célula fundamental 
  donde se cumplen las actividades que permiten a los hombres vivir y transmitir 
  la vida. De igual modo que la transmisión de la vida por el matrimonio, 
  la adquisición económica tiene por propósito proveer a 
  la familia de recursos y medios de subsistencia indispensables y por ende pertenece 
  al dominio de lo privado. El Estado se reserva el dominio del orden público... 
  La ciudad agrupa a las familias a fin de darles, más allá de la 
  economía doméstica de subsistencia, un conjunto de bienes excelentes 
  que la comunidad familiar no puede dar: el orden, la paz, el desarrollo del 
  espíritu, las artes, etc. El Estado no tiene por fin específico 
  el problema de atender a la subsistencia de los ciudadanos. Esta usurpación 
  de una faena familiar acusa el avance del estatismo moderno».
  Pues bien, esto último es aquello a lo que fue tendiendo, si bien todavía 
  en grado muy incipiente, la concepción económica ligada al renacer 
  de las ciudades, tergiversándose subrepticiamente el sentido más 
  noble de la economía. La burguesía, desdeñosa del pueblo 
  sencillo, comenzó a prevalecer sobre la nobleza. Un vasto movimiento 
  de emancipación sacudió a las ciudades de Italia, Francia y Flandes; 
  y la revolución económica corrió paralela con la revolución 
  municipal.
  
b) La aparición del burgués
  Acabamos de hablar de la burguesía, y no en vano, ya que fue en los últimos 
  siglos de la Edad Media, en coincidencia con el prosperar de las ciudades, cuando 
  apareció la figura del burgués, aquel personaje que llevaría 
  el sello de la vida industriosa, pero también la marca indeleble de su 
  origen plebeyo.
  Propio era de la mentalidad del burgués la exaltación de lo utilitario, 
  de lo práctico, de todo aquello que puede pagarse. Frente a la moral 
  del renunciamiento, tan característica del cristianismo monacal, y frente 
  al espíritu heroico, inescindiblemente ligado a la concepción 
  caballeresca, el burgués introduce una ética de nuevo estilo, 
  basada en la búsqueda de la ganancia y del lucro.
  Fueron precisamente aquellos dos estamentos, el eclesiástico y el caballeresco, 
  quienes atacaron con más decisión el espíritu burgués, 
  lamentándose de que Frau Geld (Doña Moneda) empezara a regir el 
  mundo. En la figura del gran comerciante florentino Cosme de Médicis 
  –si bien éste nació cuando la Edad Media acababa de cerrarse–, 
  podemos ver personificada la moral egoísta que constituye la base de 
  toda sociedad esencialmente orientada hacia el lucro. Es el negociante ordenado, 
  diligente, aborrecedor de los ociosos, asiduo a su despacho, cotidiana y puntualmente, 
  lleno de iniciativas, sobrio en su vida privada, que dirige la banca paterna 
  y consolida el influjo social de su familia. Codicia, sí, el dinero, 
  pero no apetece menos el poder, casando a sus hijas con jóvenes de la 
  burguesía florentina. Para el logro de sus fines apela a veces, pocas 
  veces, a la fuerza; pero más generalmente prefiere las sutiles vías 
  de la astucia, y en vez de recurrir a los tribunales para que condenen a quienes 
  se alzan contra él, los persigue hábil y fríamente, imponiéndoles 
  tributos cada vez más onerosos, hasta lograr su ruina.
  Desde el comienzo la Iglesia miró con desconfianza al burgués, 
  principalmente por la inclinación que en él se iba insinuando 
  de emancipar de la fe su actividad económica. A comienzos del siglo XIV, 
  la tensión entre la Iglesia y el estamento burgués se acrecentó 
  en gran forma por el empalme de la conciencia burguesa con aquella corriente 
  a que aludimos en una conferencia anterior, es a saber, la que se manifestó 
  en las grandes Universidades urbanas, cuando intentaron reflotar el Derecho 
  Romano, encontrándose nuevos argumentos que oponer a las tesis pontificias 
  de la soberanía de la autoridad espiritual, en pro de la total autonomía 
  del orden temporal. El nuevo espíritu, que tanto heriría la cosmovisión 
  medieval, habría de afirmarse precisamente en las ciudades.
  No resulta casual que el movimiento de la Iglesia en pro de la valoración 
  de la pobreza, encarnado principalmente en la espiritualidad y la persona de 
  S. Francisco, fuera exactamente contemporáneo de la expansión 
  plutocrática, ni que los Frailes Menores se instalasen justamente en 
  las ciudades. Aunque es cierto que esta acción bienhechora influyó 
  muy positivamente en la reanimación de la fe, no bastó para frenar 
  la evolución hacia el primado de la riqueza y el creciente materialismo.
  c) Economía y «lucro»
  La Iglesia, a pesar de todo, siguió insistiendo en lo suyo. Su doctrina 
  económica durante la Edad Media estaba tan alejada como era posible de 
  las teorías actualmente en vigencia. Era una economía sin espíritu 
  de lucro, en la que no se buscaba la riqueza por sí misma, una economía 
  que no sacrificaba la gratuidad –el gasto gratuito para la gloria de Dios 
  y la ayuda de los pobres– en aras del ahorro y el acrecentamiento del 
  capital. Fiel a su origen doméstico, era asimismo una economía 
  muy próxima a los hombres, sus beneficiarios directos. El ministro inglés 
  Disraeli hubo de rendirle este homenaje en el siglo pasado: «Nos quejamos 
  ahora del absentismo de los propietarios; los monjes residían siempre, 
  y gastaban sus rentas en medio de los que las producían por su trabajo». 
  La economía medieval propiciada por la Iglesia estaba a mil leguas de 
  la que sustentan los grandes capitalistas, tan alejados de todo contacto con 
  la gente concreta de la cual depende la producción. Durante la Edad Media 
  la economía estaba a la altura y al servicio del hombre.
  En su libro sobre la Cristiandad, Daniel-Rops nos ha dejado una buena síntesis 
  acerca del modo como la Edad Media concibió la economía. Hablando 
  en general, nos dice, las nociones de propiedad, de trabajo, de ganancia, no 
  eran consideradas desde un punto de vista meramente económico, como lo 
  son ahora, sino en función de los servicios que podían prestar. 
  La propiedad de las tierras no pertenecía a un hombre por el mero hecho 
  de que las hubiera recibido o comprado, como frecuentemente sucede en nuestros 
  días, en que un propietario sólo puede ser desposeído de 
  ellas en caso de quiebra e incapacidad para saldar sus deudas, pero no si las 
  emplea malo las mantiene improductivas. En la Edad Media sucedía exactamente 
  lo contrario: aunque un señor estuviese abrumado de deudas, en ningún 
  caso podía ser desposeído de su propiedad; en cambio no se veía 
  dificultad en que ésta le fuese confiscada, si se mostraba indigno de 
  su cargo o traidor a su juramento. El principio moral se anteponía al 
  principio económico.
  Algo semejante acaeció en lo que se refiere al trabajo. En nuestros días 
  las relaciones laborales entre el patrón y el obrero se reducen esencialmente 
  al principio del salario: el obrero recibe tal cantidad de dinero a cambio de 
  determinado tiempo de trabajo. El hombre de la Edad Media fundaba sus relaciones 
  y justificaba sus servicios laborales sobre presupuestos enteramente diferentes, 
  de fidelidad, de abnegación, de protección y de caridad. Por supuesto 
  que las excepciones podían ser numerosas, y que había avaros y 
  explotadores, pero los principios seguían siendo predominantemente morales 
  y no económicos.
  Señala Daniel-Rops que lo que fue exactamente el papel de la Iglesia 
  en este campo, queda de manifiesto en la famosa cuestión del préstamo 
  a interés, o, como decían los teólogos, de la «usura». 
  Esta palabra no designaba únicamente, como ahora, el interés abusivo 
  o superior a la tasa legal, sino, más generalmente, todo interés 
  percibido con ocasión de un préstamo de dinero.
  Desde los primeros siglos, la Iglesia se había declarado en contra de 
  este tipo de transacciones. En la época del Imperio Romano, el préstamo 
  a interés era de uso corriente. Pero una vez que el cristianismo comenzó 
  a influir en las costumbres, pareció execrable que un hermano prestara 
  dinero a otro hermano que lo precisara y sacase de ello provecho. ¿Acaso 
  no había dicho el Señor: «Dad los unos a los otros sin esperar 
  nada en cambio» (Lc 6,34)?, argumentaron los Padres de la Iglesia. Las 
  penas canónicas con que se amenazó a los usureros fueron drásticas: 
  a los clérigos la destitución, ya todos, clérigos y laicos, 
  la excomunión. A veces se equiparó en un mismo vituperio la usura 
  y la fornicación. Los nombres de los usureros eran exhibidos en las puertas 
  de las iglesias. Inocencio III aconsejó al poder temporal que castigase 
  sobre todo y más severamente a los «grandes usureros», a 
  modo de advertencia ejemplificadora. 
  La prohibición del préstamo a interés y de la especulación 
  económica suscitó la aparición de grupos clandestinos o 
  semi-clandestinos, que operaban libremente en dicho campo. Destacáronse 
  en ello principalmente los italianos del norte –los «lombardos»– 
  y los judíos. La importancia de esos grupos se hizo particularmente considerable 
  cuando comenzó a desarrollarse el comercio en gran escala y, juntamente 
  con él, la Banca. El resentimiento que naturalmente brota de los deudores 
  cuando piensan en sus acreedores se volcó de manera especial contra los 
  lombardos y los judíos, sobre todo contra estos últimos, que por 
  no estar sujetos a la jurisdicción de la Iglesia, podían ejercer 
  la «usura» sin que las leyes los alcanzasen. Tal fue la razón 
  de algunos progroms populares...
  Con el tiempo la Iglesia iría atenuando la condenación del préstamo 
  a interés. Porque lo que en el fondo quería reprobar era la especulación 
  pura, el dinero logrado sin trabajo ni riesgos. Pero si el prestamista corría 
  algún peligro real de pérdida económica, o si el deudor 
  demoraba voluntariamente la devolución de lo que le habían prestado, 
  ¿no parecía justo que aquél recibiese una indemnización 
  a cambio de ello?
  Sin embargo la Iglesia mantuvo la norma: toda ganancia obtenida sin trabajo 
  ni riesgo, simplemente en base a un préstamo de dinero, era inmoral. 
  Por cierto que en varias ocasiones las autoridades de la Iglesia toleraron abusos 
  en este terreno; más aún, algunos Papas tuvieron que recurrir 
  a los banqueros y hasta permitieron administrar las rentas pontificias a gente 
  de pocos escrúpulos. Pero esas fueron las excepciones que confirman la 
  regla. En principio, la Iglesia se opuso con decisión a quienes propiciaban 
  la primacía del dinero; más aún, quiso que también 
  el dinero se sometiese a la doctrina del Evangelio (cf. Daniel-Rops, La Iglesia 
  de la Catedral y de la Cruzada… 336-340).
  
d) La figura del mercader
  La actividad comercial no tiene, en sí, nada de reprensible. Todas las 
  sociedades han contado siempre con personas dedicadas a la compraventa de productos 
  y mercancías. Sin embargo no deja de resultar curiosa la evolución 
  que a lo largo de la Edad Media fue sufriendo la figura del comerciante. Cuando 
  lo vemos aparecer en escena, advertimos que gozaba de general benevolencia, 
  siendo considerado como un bienhechor de la sociedad, por cuanto viajando de 
  aquí para allá, incluso fuera del propio país, ofrecía, 
  a veces con detrimento de la propia seguridad, todas aquellas mercaderías 
  que eran necesarias a ricos y pobres. Entre un sinnúmero de libros de 
  caballería e historias de santos, ha llegado hasta nosotros una novela 
  anónima, escrita por un poeta alemán, cuyo héroe es justamente 
  un comerciante cristiano, «el buen Gerardo», que emula a los caballeros 
  por su prestancia, por su actitud de hombre de mundo que sabe actuar siempre 
  como corresponde, rivalizando en bondad, modestia y sencillez con los mismos 
  religiosos. 
  Pero a medida que se fue haciendo menos peligrosa la profesión de mercader 
  y sus bolsos se fueron llenando con siempre mayor rapidez, comenzó a 
  extenderse un sentimiento de antipatía en relación con ellos, 
  coincidiendo en el ataque los caballeros, los artesanos e incluso los sacerdotes. 
  Las arremetidas arreciaron sobre todo en los últimos tiempos de la Edad 
  Media. Los artesanos denunciaban en ellos a los intermediarios encarecedores 
  de sus productos. La literatura los presentó como haraganes que se limitaban 
  a vivir del trabajo de los demás, que nada producían, y que se 
  enriquecían gracias al engaño. Una fábula proveniente de 
  Nuremberg –la de la araña y de la abeja– los estigmatiza 
  sin piedad: la araña se burlaba de la abeja, nos cuenta, porque ésta 
  tenía que trabajar todo el día, mientras que ella se sentaba tranquilamente, 
  envolvía a la presa en su red, y por fin chupaba su sangre. En la abeja 
  –concluye la fábula– ha de verse a aquellos que se alimentan 
  del trabajo de sus manos y comen el pan con el sudor de su frente; al bando 
  de las arañas, en cambio, pertenecen los usureros, los acaparadores, 
  los comerciantes, etcétera. En un libro escrito en Alemania hacia 1250 
  se decía que sólo había que reconocer tres estamentos de 
  origen cristiano: los caballeros, los clérigos y los campesinos; el cuarto, 
  el de los mercaderes, era obra del diablo.
  Como puede verse, una sombra de sospecha se ceñía sobre esta cuestionada 
  profesión, sujeta por cierto a múltiples tentaciones. La gente 
  los veía enriquecerse más y más. Por otra parte, el boato 
  del comerciante era sustancialmente distinto de la magnificencia de las cortes 
  y de los castillos feudales. El mercader se mostraba más insaciable en 
  sus placeres, nunca satisfecho del todo, siempre codiciando. La vida mercantil 
  creaba en poco tiempo fortunas que un artesano jamás hubiera podido alcanzar, 
  fortunas que, por lo demás, podían evaporarse con idéntica 
  rapidez. El temor de que esto último aconteciese es lo que impulsaba 
  a aquellos «nuevos ricos» a aprovechar el tiempo de las vacas gordas, 
  entregándose desbocadamente a los placeres, que había que disfrutar 
  con tanta celeridad como intemperancia. Dante nos dejó un admirable cotejo 
  entre el severo atuendo y sencilla vida doméstica de los nobles de rancio 
  linaje y el lujo chillón ostentado por los comerciantes.
  La indiferencia religiosa, o la mezcla de religión y avaricia, y el consiguiente 
  maquiavelismo antes de tiempo, constituyeron también una nota característica 
  de la vida comercial. Venecia, ciudad eminentemente mercantil, no trepidó 
  en concertar, sin mayores escrúpulos, no obstante las severas advertencias 
  de la Iglesia, tratados comerciales con el sultán Saladino y con el Khan 
  de los tártaros; más tarde, la ciudad, con gran escándalo 
  de la Cristiandad entera, entablaría alianza con los turcos, llegando 
  en cierta ocasión a pensar seriamente en llamarlos a Italia, para que 
  la ayudasen en sus luchas contra otros Estados italianos.
  Por cierto que hubo también comerciantes virtuosos. Como aquel rico mercader 
  de Bourges, Jacques Coeur, quien en el ocaso de la Edad Media, soñaría 
  con poner su dinero al servicio de la gran empresa mística de la Caballería: 
  «Yo sé que el Santo Grial no se puede ganar sin mi ayuda», 
  decía (!).
  
  III: Los que combaten
  En esta conferencia consideraremos el tercer estamento de la sociedad medieval. 
  Junto a los que oran ya los que trabajan, y para defensa de ambos, estaban los 
  bellatores, los que combaten*.
  *Hemos tratado extensamente este tema en nuestro libro La Caballería, 
  Excalibur, Buenos Aires, 1982. Tras haber dictado la presente conferencia, apareció 
  la 3ª edición de dicho libro, en Ed. Gladius, Buenos Aires, 1991. 
  En nuestra conferencia abordamos algunos aspectos no incluidos en aquella obra.
  
1. Historia de la caballería
  No es la Caballería una de esas tantas instituciones que han ido apareciendo 
  a lo largo de la historia por iniciativa de la autoridad espiritual o del poder 
  temporal. Si bien, con el tiempo, el estamento de la Caballería pasó 
  a integrar formalmente el tejido constitutivo de la sociedad, su aparición 
  en la escena pública no fue sino el resultado de una respuesta a circunstancias 
  concretas.
  a) El origen de la Caballería medieval
  Chrestien de Troyes, poeta francés del siglo XII, autor de varias novelas 
  de caballería –entre otras Lancelot, Le chevalier en lion, Perceval, 
  etc.–, dice al comienzo de una de ellas, que lleva como título 
  Cligès: «Por los libros que tenemos, nos son conocidos los hechos 
  de los antiguos y del mundo de antaño. Los libros nos han enseñado 
  que Grecia tuvo el primer premio de la caballería y de la ciencia; después 
  pasó a Roma el conjunto de la caballería y la ciencia, que ahora 
  ha pasado a Francia. Quiera Dios que se mantenga en ella y que tan grato le 
  sea el lugar que no se aleje jamás de Francia la gloria que se ha fijado 
  en ella» (Cit. en G. Cohen, La gran claridad de la Edad Media... 117, 
  nota 5).
  Según puede verse, fue al parecer Grecia el lugar en que se originó 
  la Caballería, más propiamente Atenas, donde había un grupo 
  de hombres llamados «eupátrides», a quienes Solón 
  denomina precisamente «caballeros», Otros han preferido ubicar su 
  raíz remota en el ámbito de Roma, concretamente en los allí 
  designados como equites romani, Con todo, y sin negar que tanto Grecia como 
  Roma hayan cobijado en su seno instituciones o grupos que puedan ser considerados 
  cual «antecedentes» del estamento caballeresco, creemos que se va 
  quizás demasiado lejos en la inquisición de sus orígenes. 
  Al menos en lo que se refiere a la concreta aparición de la Caballería 
  en Occidente, nos parece más adecuado remitirnos a los siglos que enmarcaron 
  las invasiones de los bárbaros, principalmente los de estirpe germánica. 
  Los integrantes de esas tribus, que se abalanzaron tan resueltamente sobre los 
  despojos del Imperio Romano, eran toscos y brutales, robando propiedades y haciendas, 
  y asesinando con toda naturalidad y hasta alegría. La Iglesia, al tiempo 
  que atendía a su conversión, trató de ir atemperando el 
  ardor de la sangre guerrera y, más allá de ello, ofreciendo una 
  causa noble al ímpetu hasta entonces tan mal empleado. Les presentó 
  a aquellos guerreros ideales dígnos y sublimes como meta de sus empresas 
  bélicas, les dijo que la fuerza debía ponerse al servicio de la 
  justicia, de la inocencia, de la religión, de los desvalidos. El resultado 
  de dicha actitud pastoral fue asombroso: aquellos hombres feroces acabarían 
  convirtiéndose en caballeros. León Gautier llegó a escribir 
  que «la Caballería es una costumbre germánica idealizada 
  por la Iglesia» (Le Chevalerie, H. Welter, Paris, 1895, 2).
  La Caballería aparece así como la fusión de las prácticas 
  de los bárbaros, propias de épocas de hierro y de violencia absurda 
  e incontrolada, con el espíritu sereno y justiciero del catolicismo. 
  Para que dicha síntesis se realizara de manera plena fue preciso, por 
  cierto, que transcurriesen largos siglos, durante los cuales se fue produciendo 
  el encuentro y la subsiguiente simbiosis de las dos grandes tradiciones, la 
  del Norte, germana y bárbara, y la del Sur, romana y católica. 
  De esta síntesis surgió la Caballería. El ataque generalizado 
  de los árabes contra el naciente mundo cristiano fue el detonante que 
  exigió de Occidente la formación de un conjunto estable de guerreros, 
  constituido casi exclusivamente por hombres de a caballo. Luego esta institución 
  se hizo permanente, y no mera respuesta a una emergencia coyuntural. Partiendo, 
  pues, del combatiente cruel y terrible de las hordas bárbaras, capaz 
  de asesinar inocentes y de desafiar al mismo Dios, llegamos al caballero heroico 
  y Cristiano de fines del siglo XI, tal cual lo vemos descrito, por ejemplo, 
  en la «Chanson de Roland». Cuando el Papa Urbano II predicara la 
  Cruzada, lanzando el Occidente católico sobre el Oriente de la tumba 
  de Cristo, caída en manos de los turcos, ya la Caballería era 
  una realidad cumplida. Godofredo de Bouillon, el más grande de los Cruzados, 
  es asimismo el modelo de toda Caballería.
  Tal fue el proceso histórico de la institución caballeresca. Raimundo 
  Lulio lo resume en estos términos: Faltó la caridad y la lealtad, 
  y entonces se eligieron los mejores para imponer el orden; luego, para los hombres 
  más nobles, el animal más generoso, el caballo. Así de 
  simple (Cf. Libro de la Orden de Caballería, en Obras literarias de Ramón 
  Lull, BAC, Madrid, 1948, 109-110).
  b) La educación de la violencia
  Según acaba de verse, aquel cambio se logró principalmente por 
  el influjo de la Iglesia, ¿Cuál fue su pedagogía? Ante 
  todo ha de quedar bien en claro que la Iglesia nunca condenó la guerra 
  y por tanto jamás se opuso a la vida guerrera como tal. Por cierto que 
  la guerra no puede resultar grata a nadie. Más aún, parece terrible 
  para toda persona que no haya perdido el sentido de la realidad. Sin embargo, 
  es un hecho que existen situaciones que la vuelven inevitable. En el estado 
  actual de naturaleza caída, donde la humanidad está sujeta a las 
  consecuencias del pecado original, necesariamente habrá injusticias tales 
  que, a falta de otros medios, el brazo del guerrero se haga imprescindible para 
  restablecer el orden conculcado. Como decía S. Agustín en carta 
  a un general bizantíno: «La guerra se hace para lograr la paz» 
  (cf. Ad Bonifacium, Ep. 189,6: en Obras Completas de S. Agustín, t. XI, 
  BAC, Madrid, 1953, 756). Y por eso la Iglesia no trepidó en hablar de 
  lo que llamó «la guerra justa». En cuanto a las guerras injustas, 
  ya el mismo S. Agustín las había calificado de manera tajante: 
  «¿Qué otro nombre cumple darles que el de gran latrocinio?» 
  (De Civitate Dei, 1. IV, cap. VI: en Obras Completas de S Agustín, t. 
  XVI, BAC, Madrid, 1977, 232).
  Así, pues, es falso afirmar que la Iglesia se opuso a la guerra por principio. 
  No sólo no lo hizo sino que además señaló que la 
  profesión militar, si se ejerce de acuerdo a la justicia, es legítima 
  y aun santificante. Para confirmar dicho aserto recurrió al ejemplo del 
  mismo Cristo, quien trató con tanto cariño y hasta admiración 
  al centurión romano que le pedía la curación de su siervo 
  con aquellas palabras conmovedoras: «Señor, no soy digno de que 
  entres en mi casa...» (cf. Lc 7,1-10). Y destacó cómo S. 
  Pablo no vaciló en describir la existencia del cristiano recurriendo 
  a términos castrenses (cf. Ef 6,13-17). Esa Iglesia, que quiso llamarse 
  a sí misma «Iglesia militante», comparó el compromiso 
  bautismal de sus fieles con el juramento que los soldados prestan a su bandera. 
  En la misma línea, la antigua iconografía representó a 
  Cristo con atuendo de guerrero –el Christus Militans–, que vino 
  al mundo a traer la espada (cf. Mt 10,34).
  Pues bien, ahora la Iglesia se encontraba frente a una multitud de guerreros 
  injustos y saqueadores, que recurrían a la violencia para fines depravados, 
  o incluso por el gusto mismo de la violencia. ¿Qué hacer? 
  Ante todo, ubicar el hecho de la guerra en un nuevo contexto, en su dimensión 
  ética, como reacción última pero gloriosa contra la injusticia. 
  Lejos de lo que en nuestros días se entiende por «pacifismo», 
  un Papa como Gregorio VII declaraba «maldito a cualquiera que se negase 
  a empapar su espada en sangre». Claro que se estaba refiriendo al buen 
  combate, a la lucha por una causa noble, y no a la batalla emprendida por espíritu 
  de venganza o con propósitos bastardos. El Liber feudorum, código 
  cristiano de Caballería, afirmaba formalmente que el vasallo no era traidor 
  si se negaba a ayudar a su señor en una guerra injusta. Fuera de estos 
  casos, el uso de las armas era no sólo autorizado sino hasta recomendado 
  por la Iglesia, pero en nombre de principios superiores: el principio de justicia, 
  que definía al que la conculcaba y le imponía la paz, en caso 
  necesario por la fuerza; y el principio de caridad, que impelía a correr 
  en ayuda del débil injustamente atacado por el fuerte inicuo (cf. Daniel-Rops, 
  La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 342-343).
  En segundo lugar, apuntar a la mitigación de la violencia misma mediante 
  el recurso a una serie de disposiciones y de arbitrios prácticos que 
  fueron progresivamente aceptados por el conjunto de la Cristiandad. La primera 
  de esas medidas, tomada a fines del siglo X, fue lo que se dio en llamar la 
  Paz de Dios. Al comienzo, las guerras no perdonaban a nadie, destruyéndose 
  todo lo que se encontraba al paso. Gracias a esta estratagema de la Iglesia, 
  por vez primera en la historia se distinguió a los guerreros de las poblaciones 
  civiles, que quedaban al margen de las operaciones militares. Se prohibió 
  terminantemente violar a las mujeres, maltratar a los niños, los labriegos 
  y los clérigos, es decir, a todos los indefensos; las casas de los labradores 
  fueron declaradas inviolables, como lo eran las iglesias. A comienzos del siglo 
  XI se instauró la denominada Tregua de Dios, que reducía la guerra 
  en el tiempo, así como la Paz de Dios la había restringido en 
  el espacio. En virtud de dicha «tregua» todo acto de guerra quedaba 
  prohibido en determinados tiempos litúrgicos: desde el primer domingo 
  de Adviento hasta la octava de Epifanía, desde el comienzo de la Cuaresma 
  hasta la octava de Ascensión, y, durante todo el resto del año, 
  desde el miércoles a la tarde hasta el lunes por la mañana, en 
  homenaje al triduo pascual. ¡Imagínese lo que serían esas 
  guerras fragmentadas, que no podían durar más de tres días 
  seguidos!
  Con la ayuda de estas iniciativas la Iglesia fue dando fin a aquel terrible 
  dualismo que había caracterizado a la Edad Oscura, cuando existía 
  un ideal para el guerrero y otro para el cristiano. Una de las grandes glorias 
  de la Edad Media es haber emprendido la educación del soldado, transformando 
  al guerrero, inicialmente feroz, en un noble caballero. El que antes se lanzaba 
  a la batalla atraído por la borrachera de los encontronazos, la violencia 
  y el pillaje, se convirtió en el defensor del débil; su violencia 
  brutal se volvió fuerza armada al servicio de la verdad desarmada; su 
  gusto del riesgo se mudó en coraje consciente y generoso. Era ya la Caballería 
  medieval. Tal como se la encuentra desde el comienzo del siglo XIII, en un auténtico 
  orden, casi un sacramento (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 
  91-93).
  En este largo proceso de educación y cristianización de la violencia, 
  no dejó de influir el hecho de que la Iglesia fuera tomando una participación 
  cada vez mayor en la ceremonia del armado del caballero, elaborando para ello 
  un ritual especial*. De este modo, el ingreso al Orden de la Caballería, 
  juntamente con la decisión que había de caracterizar al caballero 
  de buscar la gloria por medio de hechos hazañosos, trajo aparejado el 
  deber de constituirse en paradigma de los demás en lo que toca a la práctica 
  de las virtudes cristianas**, consagrando su espada al «apoyo y protección 
  de la Iglesia, las viudas y los huérfanos, y como rendido servidor de 
  Jesucristo».
  *Sobre el sentido de esa ceremonia no nos extenderemos acá ya que a ello 
  nos hemos referido ampliamente en nuestro libro sobre el estamento caballeresco, 
  donde tras señalar quién era el que confería el Orden de 
  la Caballería, exponemos los distintos rituales que se empleaban para 
  acoger a los candidatos que aspiraban a ingresar en dicho Orden, y el simbolismo 
  de las diversas armas que en su decurso se iban imponiendo al novel caballero: 
  cf. La Caballería, 3ª ed... 78-116.
  **En lo que toca a las virtudes propias de la Caballería y al código 
  que regía su actividad –una suerte de Decálogo caballeresco– 
  puede verse ibid., 117-195.
  Bien dice R. Pernoud que lo que se esperaba del caballero, no era simplemente, 
  como lo soñó la antigüedad, una especie de equilibrio, un 
  justo medio –mens sana in corpore sano–, sino un máximum. 
  Se lo invitaba a la exuberancia, a superarse a sí mismo, a ser el mejor, 
  el más generoso, ofrendando su persona y su vida al servicio de Dios 
  y del prójimo. «Esas novelas en que los héroes de la Tabla 
  Redonda van sin cesar en busca de la hazaña más maravillosa no 
  hacen sino traducir el ideal exaltante ofrecido entonces a aquel que sentía 
  la vocación de las armas» (Lumière du Moyen Âge... 
  94). Se les ponía por modelo al arcángel S. Miguel, el primer 
  antepasado de la Caballería, vencedor de las huestes infernales. El estamento 
  caballeresco no era sino el reflejo terreno del ejército de los ángeles 
  que rodeaba el trono del Señor (cf. J. Huizinga, El otoño de la 
  Edad Media… 101).
  El ápice donde culminó esta pedagogía ennoblecedora del 
  soldado fueron las «Ordenes Militares», a que nos referiremos enseguida, 
  nacidas al calor de las Cruzadas, la más elevada encarnación del 
  cristianismo medieval, sobre la base del desposorio místico entre el 
  ideal monástico y el ideal caballeresco.
  Tal fue la estrecha alianza que se estableció entre la Iglesia y la Caballería. 
  Lo que la Iglesia hizo en el campo intelectual poniendo la razón al servicio 
  de la fe, que no otra cosa fue la Escolástica, lo realizó también 
  en el campo de la milicia elevando el valor humano al heroísmo cristiano.
  La Caballería fue la gran pasión de la Edad Media. El mismo adjetivo 
  que de ella se deriva –«caballeresco»– expresa de manera 
  cabal el haz de cualidades que despertaba la admiración general. Basta 
  recorrer la literatura medieval o contemplar las obras de arte que han llegado 
  hasta nosotros, para advertir que tanto en las novelas y en los poemas, como 
  en los cuadros y en las esculturas, surge siempre y por doquier la gloriosa 
  figura del caballero, tan garbosamente representado en la conocida estatua de 
  la catedral de Bamberg (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 
  95).
  * * *
  Se han señalado diversas etapas en la historia de la Caballería: 
  la época heroica, la época galante, y la época de la decadencia 
  (cf. al respecto nuestro libro La Caballería, 48-54). Cuando en el resto 
  de Europa se fue desdibujando el ideal caballeresco, en España persistió 
  dicho arquetipo. ¿No fue acaso la Conquista de América un gran 
  acto de Caballería?
  
  2. Las Órdenes Militares
  La aparición de tales Ordenes –una suerte de sacralización 
  de la Caballería– constituye una demostración muy elocuente 
  del grado en que la espiritualidad monástica fue impregnando progresivamente 
  los diversos estamentos de la sociedad medieval, incluido el guerrero. Los caballeros 
  de las Ordenes Militares eran una rara mezcla de soldados y de monjes. Sin dejar 
  de ser guerreros, hacían los tres votos religiosos –pobreza, castidad 
  y obediencia–, al que solían agregar un cuarto compromiso, el de 
  consagrarse por entero a la guerra contra los infieles. Acaso ninguna época 
  de la historia nos haya dejado un símbolo tan expresivo y adecuado de 
  su propia espiritualidad.
  Las Ordenes Militares incluían por lo general tres clases de miembros: 
  ante todo los sacerdotes, que vivían en los conventos de la propia Orden 
  o acompañaban a los guerreros como capellanes, y que en razón 
  de su estado clerical no combatían en el campo de batalla; luego los 
  caballeros nobles, que se dedicaban, ellos sí, a la guerra, llevando 
  habitualmente vida de campaña; y finalmente los servidores o hermanos 
  legos, que ayudaban a los caballeros en el servicio de las armas o a los sacerdotes 
  en los oficios domésticos. Constituían, como se ve, un reflejo 
  en pequeño de los tres estamentos de la sociedad medieval: los que oran 
  (los sacerdotes), los que combaten (los nobles) y los que trabajan (los hermanos 
  legos).
  El comienzo de las Ordenes Militares está inescindiblemente ligado con 
  la epopeya de las Cruzadas, sin las cuales difícilmente hubiesen surgido. 
  Con todo, hay que notar que la mayor parte de ellas nacieron con fines no estrictamente 
  militares o guerreros, sino más bien caritativos y benéficos, 
  para controlar los caminos, proteger y dar morada a los peregrinos, etc. Pero 
  muy pronto las necesidades acuciantes de la guerra, que se prolongaba más 
  allá de lo previsto, hicieron que sus miembros se abocasen directamente 
  al combate.
  Aludiremos ante todo a las principales Ordenes Militares, primero a las más 
  universales y luego a las de cuño español, que tienen una relación 
  mayor con nuestros orígenes patrios. Lo haremos valiéndonos de 
  los datos que nos ofrece el P. García Villoslada (cf. B. Llorca, R. García 
  Villoslada, F. J. Montalbán, Historia de la Iglesia Católica, 
  II, Edad Media, BAC, Madrid, 1963, 773ss).
  A continuación expondremos lo principal de su espiritualidad, especialmente 
  en base a las enseñanzas de S. Bernardo.
  
a) Órdenes Militares Palestinenses
  Diversas fueron las Ordenes creadas en relación con las peregrinaciones 
  a Tierra Santa o las luchas contra los infieles.
  La primera de ellas, cronológicamente hablando, fue la de los Sanjuanistas, 
  o, más precisamente, la Orden Militar de S. Juan de Jerusalén 
  o de los Caballeros Hospitalarios. Fundada por un grupo de mercaderes oriundos 
  de Amalfi, que estaban en Jerusalén, la Orden comenzó por dirigir 
  un hospital bajo la advocación de S. Juan Bautista para recoger a los 
  peregrinos que caían enfermos. Luego se transformaría en Orden 
  Militar, comprometiéndose sus miembros a empuñar las armas en 
  el combate contra los enemigos de la fe. Mucho tiempo después de terminadas 
  las Cruzadas recibirían de Carlos V el dominio de la isla de Malta, de 
  donde su nombre actual de «Caballeros de Malta».
  La segunda fue la de los Templarios, fundada por Hugo de Payens y Godofredo 
  de Saint-Audemar, también para la protección de los peregrinos 
  que llegaban a Tierra Santa. Poco diremos acá de esta Orden ya que enseguida 
  nos referiremos ampliamente a ella, considerando que su espiritualidad, tan 
  influida por la personalidad de S. Bernardo, siendo paradigmática, es 
  la que quizás caracteriza con más perfección al caballero 
  de una Orden Militar.
  La última es la de los Teutónicos, que fue fundada durante el 
  curso de la tercera cruzada, teniendo una destacada actuación en la lucha 
  contra el Islam. Cuando uno de sus grandes maestres juzgó que las Cruzadas 
  llegaban a su fin y las huestes cristianas ya no estaban en condiciones de enfrentar 
  a los turcos, lanzó a sus caballeros a la conquista de la Prusia pagana, 
  empresa que culminaría con la conversión de los prusianos al cristianismo. 
  Esta Orden tuvo un tristísimo fin, ya que en 1525, su gran maestre, Alberto 
  de Brandeburgo, se hizo luterano, convirtiéndose su territorio en un 
  ducado protestante.
  b) Órdenes Militares Española
s
  Las luchas que la España católica debió entablar contra 
  sus ocupantes suscitó también en su territorio la aparición 
  de varias Ordenes. Nombremos ante todo la de Calatrava, nacida particularmente 
  para defender la ciudad del mismo nombre, pero que desempeñó un 
  papel muy relevante en todo el proceso de la Reconquista española. La 
  austeridad de vida de sus integrantes emulaba el monaquismo cisterciense. Participaron 
  activamente en los combates victoriosos del rey S. Fernando; en uno de ellos 
  su gran maestre murió cubierto de gloria bajo los muros de Granada.
  Asimismo la Orden de Alcántara, cuya historia corre paralela a la de 
  Calatrava. Fundada por dos caballeros de Salamanca para defender la ciudad de 
  su nombre, importante reducto tomado por los cristianos a los moros en 1214, 
  luego se dedicaron más en general a la protección de los cristianos 
  que residían en la frontera del reino de León contra los ataques 
  de los moros de Extremadura.
  Destacóse igualmente la Orden de Santiago de la Espada, cuyos caballeros 
  se abocaron a la custodia del camino de Compostela, siempre amenazado por los 
  numerosos bandoleros que lo asolaban. Tomaron también parte en la Reconquista, 
  ocupando zonas contiguas a Toledo.
  Finalmente la Orden de Nuestra Señora de la Merced, cuyo origen fue militar 
  y caballeresco. Fundada inicialmente para la defensa de las costas españolas 
  contra los ataques de los berberiscos, sus caballeros se dedicaron asimismo 
  a visitar los puertos del Africa, en orden a ayudar espiritual y corporalmente 
  a los cristianos cautivos, procurando su rescate, sea a través de dinero, 
  sea ofreciéndose ellos mismos en heroico canje. Desde el siglo XIV la 
  Orden dejó de ser militar y muy ulteriormente sería reconocida 
  como Orden Mendicante.
  c) La espiritualidad del monje-caballero
  Si los caballeros tenían su espiritualidad propia, ésta brilló 
  de manera mucho más esplendorosa en aquellos que hicieron de la Caballería 
  una forma de vida estrictamente religiosa. Nos referiremos acá de manera 
  particular a la Orden del Temple, ya que ella tuvo el privilegio de haber sido 
  orientada por el mismo S. Bernardo, como lo acabamos de recordar.
  Sobre los comienzos de esa famosa Orden tenemos una referencia expresa en una 
  obra del siglo XII, escrita por Guillermo, arzobispo de Tiro, que lleva por 
  título: Historia rerum in partibus transmarinis gestarum (cf. PL 201, 
  210.888), donde se relatan los diversos emprendimientos llevados a cabo por 
  los príncipes cristianos que estaban «más allá del 
  mar» Mediterráneo, es decir, en Tierra Santa. Es justamente en 
  uno de los capítulos de dicho libro que se narra cómo nació 
  y se desarrolló la Orden de los Caballeros del Temple. «Algunos 
  nobles pertenecientes a la orden de los caballeros –escribe Guillermo–, 
  llenos de devoción, piedad y temor de Dios, poniéndose al servicio 
  de Cristo según las reglas de los Canónigos Regulares, hicieron 
  voto de vivir para siempre en castidad, obediencia y pobreza» (ibid. 526). 
  Estos votos no cancelaban, por cierto, su preexistente vocación caballeresca 
  sino que, agregándose a ella, la sublimaban. Los nobles caballeros, ahora 
  también monjes, «no tenían ni una iglesia ni una casa». 
  Entonces el rey Balduino les cedió temporalmente como morada «la 
  parte meridional de su residencia, adyacente al templo del Señor», 
  por lo que fueron llamados «Caballeros del Templo» o del Temple.
  En 1132, tras la aprobación pontificia de la nueva Orden, el gran maestre 
  se dirigió a S. Bernardo pidiéndole consejos espirituales para 
  los suyos. El abad de Claraval le escribió una extensa carta que pasaría 
  a la historia bajo el nombre de De Laude novæ militiæ (Hemos analizado 
  minuciosamente su contenido en nuestro libro La Caballería... 169-175). 
  Dicha epístola, que tan diáfanamente revela la personalidad del 
  Santo, constituye una especie de «teología de la Caballería», 
  o si se quiere, de «mística de la Caballería», sobre 
  la base del carácter de milicia que tiene la vida cristiana, de la fe 
  entendida como combate.
  Hace poco hemos tenido la oportunidad de leer con provecho un notable estudio 
  sobre los caballeros del Temple, justamente a la luz de la espiritualidad que 
  les quiso inculcar S. Bernardo (cf. Mario Olivieri, I cavalieri del Tempio, 
  en Gli Annali, Università per stranieri, Firenze, 10, 1988, 27-54. Al 
  término de sus reflexiones, el Autor ofrece en apéndice la traducción 
  italiana del relato de Guillermo de Tiro, una parte del tratado de S. Bernardo, 
  y el texto de la Regla de la Orden). Si bien su autor revela cierta tendencia 
  al esoterismo, no por ello deja de ofrecer interesantes observaciones, de las 
  que vamos a servirnos en esta conferencia.
  Los caballeros del Temple son para S. Bernardo el fruto de un admirable encuentro 
  entre el monacato y la caballería. Son monjes-caballeros. Tal es, según 
  él, la conjunción ideal, el monacato hecho milicia, la caballería 
  llevada a su expresión suprema. Porque la lucha que el nuevo caballero 
  habrá de entablar no es parcial sino total. No se limitará a luchar 
  contra el enemigo externo sino que enfrentará asimismo al enemigo interior. 
  Los caballeros de la nueva milicia se distinguen en esto de todos los demás, 
  sea de los caballeros que no son religiosos como de los simples monjes, por 
  ser conjunta e inescindiblemente guerreros en el campo de lo visible y de lo 
  invisible. «A la verdad hallo que no es maravilloso ni raro resistir generosamente 
  a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo. Tampoco es cosa muy 
  extraordinaria, aunque sea loable, hacer guerra a los vicios o a los demonios 
  con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de monjes 
  que están continuamente en este ejercicio. Mas, ¿quién 
  no se pasmará por una cosa tan admirable y tan poco usada como es ver 
  a uno y otro hombre poderosamente armado de estas dos espadas y noblemente revestido 
  del cinturón militar?» (De la excelencia de la nueva milicia, I,1; 
  trad. en Obras Completas de S. Bernardo, T. II, BAC, Madrid, 1955, 854. En adelante 
  citaremos la obra según esta edición). El combate es global: contra 
  la amenaza exterior de las armas materiales y contra las asechanzas del demonio 
  en el interior del alma.
  Semejante vocación exige que el templario, antes de lanzarse a la lucha 
  exterior para vencer a un enemigo tan concreto como él, logre el dominio 
  de su interioridad. Sólo si alcanza el señorío de sí 
  será capaz de encarar como corresponde el combate exterior, sólo 
  así se lanzará confiado a la batalla. «Ciertamente, este 
  soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu 
  se halla armado del casquete de la fe, igual que su cuerpo de la coraza de hierro» 
  (ibid. I, 1... 854). Hombres y demonios no pueden dejar de temblar ante un hombre 
  protegido con la armadura del guerrero y el poder de la fe.
  Este feliz encuentro entre la vida monástica –dominio de sí– 
  y la caballeresca –dominio sobre los demás–, hace que tales 
  caballeros sean a la vez, en expresión de S. Bernardo, «más 
  mansos que los corderos y más feroces que los leones» (ibid. IV, 
  8... 861). Por eso las Ordenes Militares son para el Santo la expresión 
  más pura de la Caballería, o mejor , su «sacralización». 
  Casi un sacerdocio.
  Abundemos, con el abad de Claraval, en las consecuencias de esta extraña 
  simbiosis de dos vocaciones. El progreso en la vida espiritual del caballero 
  en cuanto monje no puede sino repercutir en la eficacia de la lucha exterior 
  del monje en cuanto caballero, dado que el combate interior en orden al dominio 
  sobre sí mismo, posibilita y potencia el combate exterior contra los 
  enemigos de la fe. Por eso el templario ha huido primero del «siglo», 
  se ha encerrado en un convento para cargar su cruz, ya través de la mortificación 
  lograr señorío sobre todas sus pasiones. S. Bernardo considera 
  que la mortificación es el mejor noviciado para el combate exterior. 
  El ejercicio de la humildad le permitirá ir realizando el olvido de su 
  propia persona –perderse a sí mismo–, tan propio del monje 
  y del caballero. En las diversas formas de obediencia aprenderá el abandono 
  de sí y del mundo. El despojo espiritual que le exige la vida religiosa 
  será la mejor manera de alcanzar la completa renuncia de su voluntad, 
  de sus deseos, de su propiedad, a semejanza de Francisco de Asís que 
  se desprendió de sus vestidos para simbolizar su decisión de desapegarse 
  totalmente del mundo. Por la sumisa dependencia respecto de sus superiores en 
  lo que toca a la ropa y al alimento, recuperará la inocencia y la ingenua 
  disponibilidad del niño. Así, mediante el abandono de todo lo 
  accidental en aras de lo sustancial, su alma alcanzará la paz y la serenidad. 
  Será un hombre esencial.
  Destaquemos cómo este proceso de gradual desnudamiento del monje-caballero, 
  merced al cual va cayendo todo lo que es superfluo y puramente ornamental, revela 
  una refinada concepción estética del alma, que encuentra su reflejo 
  más logrado en la pureza de la arquitectura cisterciense propiciada por 
  Bernardo, cuya belleza radica precisamente en su misma desnudez. Tal arquitectura, 
  sólida y despojada, responde admirablemente al modelo caballeresco por 
  él soñado.
  En el texto de S. Bernardo se recalca asimismo el carácter ministerial 
  del caballero-monje. El templario ha de convertirse en un instrumento vivo de 
  Cristo. Su vida espiritual lo ha ido preparando para ello. Si de veras ha resuelto 
  vivir para Cristo y morir por El, ya no se perderá en el laberinto del 
  egoísmo y de las pasiones narcisistas, ni se pondrá a sí 
  mismo como centro de su acción. De algún modo ha renunciado a 
  su subjetividad, ha renunciado a su yo para que en él viva Cristo, de 
  manera análoga al sacerdote que no obra ya en nombre propio sino in persona 
  Christi. El yo del monje-caballero es sustituido por el yo de Cristo, convirtiéndose 
  de este modo en un instrumento dócil de la voluntad divina, tanto más 
  eficaz cuanto más olvidado de su propia persona. Así como el «enemigo» 
  contra el que lucha encarna en cierta manera al enemigo invisible, de modo semejante 
  él personifica a Dios, encarna la justicia divina, es la espada de Dios.
  En su análisis de la espiritualidad que ha de caracterizar al monje-caballero 
  S. Bernardo destaca su disponibilidad para la muerte, su decisión de 
  abrazarse con el riesgo de la muerte. Ya se preparó para ella mediante 
  el desapego a las cosas de esta vida ya la vida misma, a la que ha renunciado 
  de antemano. La mortificación que ha practicado cotidianamente en el 
  monasterio –no olvidemos que la palabra «mortificación» 
  significa «dar muerte», en nuestro caso, a los brotes perdurantes 
  del viejo Adán– florecerá un día en el seno de un 
  encuentro agonal contra el enemigo de la fe, florecerá quizás 
  en su propia muerte física, ofrecida por anticipado.
  El largo entrenamiento para la muerte, que es su vida religiosa, lo ha ido librando 
  del espanto de la muerte. «No teme la muerte –escribe S. Bernardo–, 
  puesto que desea morir. Y, en efecto, ¿qué puede hacer temer, 
  sea viviendo o sea muriendo, a aquel cuyo vivir es Cristo, y el morir ganancia?» 
  (ibid. I, 1, 854). Libre de sí mismo, se ha liberado del enemigo interior 
  más perturbador para un soldado cual es «el miedo a la muerte». 
  Y con la desaparición de este miedo esencial, desaparecen todos los otros 
  tipos de «miedo», sea que provengan de preocupaciones, o de angustia 
  por la existencia, o de temor a perder bienes o amistades, o de exagerada solicitud 
  por seguir viviendo, consecuencias, en última instancia, del primado 
  oculto del propio yo. Para el monje-caballero fiel a su vocación, lo 
  transeúnte ya no es merecedor de atención, y por ende se desvanece 
  el miedo, que es justamente preocupación por lo transeúnte y lo 
  mudable. Puesto que «su vivir es Cristo» no se siente acosado por 
  el temor de la muerte natural. Puede morir en cualquier momento histórico 
  puesto que «ya» ha muerto, «ya» ha renunciado a lo temporal 
  para vivir en lo eterno.
  Por eso se encamina al combate sin temores o turbaciones paralizantes, indiferente 
  a su posible o probable muerte, sumergido en la voluntad de Dios, con el ojo 
  interior apuntando más allá de lo visible. La muerte se le muestra 
  como un acto pletórico de belleza, divinizante y transfigurador, como 
  plenitud de su anhelo de trascendencia, de su nostalgia de lo eterno, de su 
  vocación al martirio, que disuelve la empiricidad de su vida en la pureza 
  absoluta del ideal.
  El caballero se dirige así al encuentro de la muerte, se desposa con 
  la muerte. La muerte es la «dama» de sus sueños. Todos los 
  días de su vida religiosa no fueron sino una paciente preparación, 
  una laboriosa y eficaz purificación para el encuentro con la amada. La 
  monotonía de sus jornadas monásticas, la reiteración de 
  las horas del Oficio Divino, la disciplina siempre igual, lo fue concentrando 
  en la atención y la espera de su muerte. La muerte es su éxtasis, 
  su salida de sí final para entrar en la eternidad.
  Pero, aunque resulte obvio decirlo, el caballero no va a la batalla sólo 
  preparado para morir, sino también dispuesto a matar. S. Bernardo une 
  la legitimidad de la muerte del enemigo con la licitud de tomar las armas –como 
  última instancia, se entiende, una vez probadas las otras vías–, 
  y por tanto de la profesión militar. De ahí que el caballero se 
  encamine a la batalla con la conciencia tranquila, dispuesto a matar o a morir. 
  «El soldado de Jesucristo –escribe el Santo Doctor– mata seguro 
  a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace el bien; 
  si mata, lo hace a Jesucristo, porque no lleva en vano a su lado la espada, 
  pues es ministro de Dios para hacer la venganza sobre los malos y defender la 
  virtud de los buenos. Ciertamente, cuando mata a un malhechor, no pasa por un 
  homicida, antes bien, si me es permitido hablar así, por un malicida; 
  por el justo vengador de Jesucristo en la persona de los pecadores y por el 
  legítimo defensor de los cristianos» (ibid. III, 4; 857). 
  De lo dicho infiere S. Bernardo la diferencia abismal que separa al caballero 
  santo del caballero mundano. El caballero «secular» no ha consumado 
  la «mortificación», no ha muerto a sí mismo, lo que 
  busca es la glorificación de su individualidad. A su juicio el honor 
  no se identifica con la virtud, ni brota de ella y del obrar según el 
  orden querido por Dios, sino que es el fruto de la sobrevaloración del 
  propio yo. Carece, pues, de «interioridad», es un soldado puramente 
  exterior. Usa la espada, sí, pero para sus propios fines; no es «ministro» 
  o «instrumento» de nadie más que de su propia vanidad.
  El caballero secular es vanidoso porque es «vano», es decir, vacuo, 
  sin riqueza interior, revoloteando siempre en torno a lo superfluo y accesorio, 
  S. Bernardo dice que su militancia es feminoide, porque a semejanza de la mujer 
  busca el ornato exterior. Presa del vértigo de sus pasiones incontroladas, 
  sólo combate para afirmarse a sí mismo. Va a la batalla impelido 
  por turbias motivaciones, impulsado por el fuego fatuo de la ira y la codicia. 
  Su intención torcida todo lo pervierte: sea la victoria –que será 
  siempre el efecto de un homicidio, ya que matar al enemigo injustamente o por 
  intereses bastardos es simple y llanamente un homicidio– sea la derrota 
  –que con la muerte del cuerpo traerá también la muerte eterna. 
  Habiendo puesto su corazón en las cosas del mundo, ya triunfe, ya sea 
  vencido, está destinado a perderse. Siempre peca porque o mata odiando 
  o sucumbe odiando. En el fondo, no es sino una caricatura del auténtico 
  caballero.
  Por eso, como dice S. Bernardo, la suya es non militia sed malitia. Para el 
  Santo Doctor sólo hay Caballería verdadera si el que la ejerce 
  es un cristiano cabal, fiel a la doctrina y moral del Evangelio. El que combate 
  sin fe y con intenciones tortuosas, es un obrador del mal, siempre sometido 
  al doble peligro que acecha a la caballería mundana y la hace proclive 
  al pecado: la de matar al enemigo en el cuerpo ya sí mismo en el alma, 
  o la de ser matado por el enemigo tanto en el cuerpo como en el alma. Eso no 
  es milicia sino malicia. «Mas no es lo mismo respecto de los caballeros 
  de Jesucristo, pues combaten solamente por los intereses de su Señor, 
  sin temor de incurrir en algún pecado por la muerte de sus enemigos ni 
  en peligro ninguno por la suya propia, porque la muerte que se da o recibe por 
  amor de Jesucristo, muy lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria» 
  (De la excelencia de la nueva milicia III, 4... 857). Trayendo a colación 
  aquel texto del Apóstol: «Si vivimos, para el Señor vivimos; 
  y si morimos, para el Señor morimos; de modo que, ya vivamos ya muramos, 
  del Señor somos» (Rom 14,8), así exhorta S. Bernardo al 
  guerrero cristiano: «Regocíjate, atleta valeroso, de vivir y de 
  vencer en el Señor; pero regocíjate todavía más 
  de morir y de ser unido al Señor. Sin duda, tu vida es fructuosa, y tu 
  victoria gloriosa; mas tu muerte sagrada debe ser preferida con muy justa razón 
  a la una ya la otra. Porque, si los que mueren en el Señor son bienaventurados, 
  ¿cuánto más lo serán los que mueren por el Señor?» 
  (ibid. I, 1... 855).
  En la carta que estamos comentando, el abad de Claraval hace algunas referencias 
  al lugar sagrado donde tuvo su sede la Orden de los Templarios. No resulta irrelevante 
  que el nuevo género de caballería haya nacido «en el país 
  mismo que el Hijo de Dios, hecho visible en la carne, honró con su presencia, 
  para exterminar en el mismo lugar de donde arrojó El por entonces a los 
  Príncipes de las tinieblas, con la fuerza de su brazo, a sus infelices 
  ministros, que son los hijos de la infidelidad» (ibid. I, 1 854). El «lugar» 
  y la «función» integran la especificidad de la nueva milicia. 
  Ambos son «sacros»: el lugar, porque santificado y transfigurado 
  por la presencia física de Cristo; la función, por cuanto continúa 
  el designio salvífíco del Señor. Así como el Verbo 
  encarnado triunfó con su luz sobre el poder del Príncipe de las 
  tinieblas, así sus caballeros templarios, colaboradores suyos en la obra 
  de la redención, combaten y vencen a los acólitos de Satanás, 
  continuando a su modo la acción redentora. La Tierra Santa pasa a ser 
  toda ella un templo sagrado, donde se produce el empalme de los nuevos caballeros 
  con la acción salvadora de Cristo.
  Un último aspecto digno de ser señalado es el carácter 
  de itinerario sagrado que da su sentido a la militancia caballeresca. En el 
  fondo no es sino una retoma, si bien en un nivel superior, de la condición 
  itinerante y peregrina propia de todos los cristianos, que a partir del renacimiento 
  bautismal deben encaminarse hacia la transfiguración final, a través 
  de las pruebas propias del viaje de la vida. El decurso vital del monje-caballero, 
  impulsado por la nostalgia divina, expresa de manera acabada esa peregrinación 
  del pueblo de Dios, con su mirada puesta en la patria celestial y sus brazos 
  empeñados en la lucha para neutralizar a los elementos hostiles que se 
  interponen en el camino. Siendo la existencia un viaje y la historia un itinerario, 
  su defensa de los peregrinos a Tierra Santa y la protección de los caminos 
  que a ella conducen, constituyen un magnífico símbolo de su vocación 
  de defender a los cristianos de los enemigos exteriores ya la Iglesia de los 
  ataques del demonio.
  El hecho de que la sede de esta nueva caballería sea el Templo de Jerusalén, 
  esconde una invitación implícita a hacer de la vida un viaje sagrado. 
  «No dudamos de manera alguna de que esta Jerusalén de aquí 
  abajo es la figura verdadera de aquella que en los cielos es nuestra madre» 
  (ibid. III, 6... 859).
  
  3. La epopeya de las Cruzadas
  Donde sin duda se expresó mejor el espíritu idealista de la Caballería, 
  tanto en lo que se refiere a los caballeros en general como a los integrantes 
  de las Ordenes Militares, fue en el decurso de las Cruzadas. Hubo, por cierto, 
  en el desarrollo de las mismas, acciones realmente deplorables, como parece 
  ser inevitable en el obrar humano, pero el impulso fue noble y ennoblecedor 
  .
  a) La conquista de Jerusalén
  El hombre medieval sintió siempre el llamado y la nostalgia del Oriente. 
  Varios autores han creído poder relacionar las Cruzadas con las peregrinaciones, 
  expresiones ambas de la impaciencia de los límites, ese sentimiento tan 
  típico de la Edad Media, a que antes nos hemos referido. ¿Qué 
  fueron las Cruzadas sino un peregrinaje armado? Ese hombre medieval, tan arraigado 
  a su terruño, tan adherido a su feudo, partía sin embargo con 
  una desenvoltura desconcertante. Sin atender a las molestias que implicaba el 
  largo y riesgoso viaje, se ponía en camino para Compostela o para la 
  Cruzada. Tal disponibilidad era común en aquella época, alcanzando 
  a todos los estamentos y países de la Cristiandad.
  Para entender el porqué de las Cruzadas debemos trasladarnos con la mente 
  al mundo oriental, o mejor, a lo que acontecía en el Imperio bizantino. 
  Durante mucho tiempo, las relaciones entre Bizancio y el Islam habían 
  sido relativamente cordiales, hasta el punto de que los Emperadores podían 
  participar sin dificultades en la reconstrucción del Santo Sepulcro, 
  que estaba en manos de los musulmanes, y enviaban trigo a la Siria islámica. 
  Pero hacia el año 1000 la situación cambió radicalmente 
  con la aparición de una tribu proveniente de las estepas del Aral*, que 
  aprovecharía la decadencia en que se encontraban por aquel entonces aquellos 
  muelles árabes de origen persa y la disgregación de su Imperio 
  en principados provinciales. Eran los turcos, de pasta guerrera como pocos, 
  que habían encontrado un caudillo nimbado de leyenda, el príncipe 
  Seldjuq. Y así fue como con los Seldjúcidas se retomó la 
  dormida Guerra Santa musulmana. A mediados del siglo XI entraron en la Mesopotamia 
  y sin encontrar mayor resistencia conquistaron Bagdad. La campaña seguía 
  adelante. Bizancio ya estaba en la mira.
  *Propiamente su dominio se extendía a una gran superficie comprendida 
  en el cuadrilátero Siberia, Afganistán, Mar Caspio y Turkestán.
  Durante esa ofensiva, que fue bastante prolongada, los cristianos sufrieron 
  dos reveses particularmente dolorosos. En 1064 se derrumbó la Armenia 
  cristiana. Quizás los bizantinos no la defendieron como hubieran debido, 
  posiblemente influidos por el hecho de que los armenios eran monofisitas*. La 
  otra gran desgracia acaeció en el año 1071 cuando los turcos sitiaron 
  Mantzikert, uno de los últimos bastiones armenios todavía en poder 
  de Bizancio.
  *La mayor parte de los armenios sobrevivientes se fueron a Capadocia ya las 
  estribaciones del Tauro, donde establecieron una nueva Armenia que más 
  tarde se haría presente en el transcurso de las Cruzadas.
  Acudió en su socorro el emperador Román Diógenes quien 
  tras luchar heroicamente acabó siendo capturado por los turcos. La derrota 
  de los bizantinos fue un acontecimiento sintomático ya que demostró 
  hasta qué punto el Imperio de Oriente se había vuelto incapaz 
  de seguir siendo el bastión seguro de la Cristiandad como lo había 
  sido hasta entonces. Sólo podría relevarlo la joven Cristiandad 
  occidental. Como bien escribe Daniel-Rops: «La Cruzada fue la respuesta 
  a la dimisión de las fuerzas bizantinas: 1095 estaba en germen en 1071 
  y el derrotado Román Diógenes reclamaba a Godofredo de Bouillon» 
  (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 496).
  Y así sucedió, en efecto. El nuevo emperador Miguel VII se dirigió 
  humildemente al Papa Gregorio VII pidiéndole ayuda militar. El Papa asintió 
  con presteza, exhortando en ese sentido a los Príncipes cristianos. Pero 
  en vano. El momento político era muy difícil y apenas si consentía 
  un esfuerzo conjunto. Mientras tanto los turcos, viendo expedito el camino, 
  seguían avanzando en todas las direcciones posibles. En 1076, penetraban 
  en Jerusalén, noticia que conmocionó a todo el mundo cristiano. 
  Luego fueron ocupando el Asia Menor, entremezclando sus posesiones con las de 
  los bizantinos. En 1081, el turco Solimán se proclamó Sultán, 
  poniendo su capital en Nicea, donde antaño había sesionado el 
  famoso Concilio. Dicho Sultanato perduraría hasta 1302 (cf. ibid., 495-497). 
  
  La situación era gravísima. Occidente no podía permanecer 
  impasible. Fue entonces cuando el Papa Urbano II reunió un Concilio en 
  Clermont (1095), donde se hicieron presentes los principales prelados y nobles 
  de la Cristiandad, y solicitó la formación de un cuerpo expedicionario 
  contra el Islam. Ante la voz del Papa, la asamblea entera se puso de pie, y 
  prorrumpió en un grito clamoroso: Deus la volt!, ¡Dios lo quiere!, 
  que resonó por toda la meseta de Clermont, clamor que recogió 
  el Papa para convertirlo en la divisa de la empresa. La gente comenzó 
  a cortar retazos de los mantos y cortinas para hacer con ellos cruces de tela 
  roja, que los voluntarios cosieron sobre el hombro derecho. Esa noche se acabó 
  la tela roja en Clermont.
  De aquí vino la denominación de «cruzados», o «señalados 
  con la cruz». Porque no fue sino el signo de la cruz el que guiaría 
  a aquellas falanges. Después de la conquista de Jerusalén, la 
  Vera Cruz los precedería en los combates. Y el canto de guerra de los 
  cruzados sería un himno litúrgico referido a la cruz, el Vexilla 
  Regis prodeunt, que se entona en las Vísperas de la Pasión y en 
  las fiestas de la Cruz, compuesto cuatro siglos atrás por Fortunato, 
  el obispo poeta.
  El grito de guerra que atronara Clermont se propagó por toda la Cristiandad, 
  hasta Sicilia, Alemania, España, la lejana Escandinavia, con una capacidad 
  de convocatoria que superaría incluso las previsiones del Papa, y se 
  mantendría en el aire por lo menos durante dos siglos, para irse luego 
  apagando lentamente. «Viose a muchos hombres –dice Michelet– 
  asquearse súbitamente de todo lo que habían amado, y así 
  los barones abandonaron sus castillos, los aldeanos sus campos, para consagrar 
  sus esfuerzos y su vida a preservar de sacrílegas profanaciones aquellos 
  diez pies cuadrados de tierra que habían recogido, durante unas horas, 
  el despojo terrestre de su Dios».
  Y así la Cristiandad se puso en marcha, abriéndose una página 
  admirable de su historia. Según R. Pernoud, las Cruzadas representan 
  uno de los puntos culminantes en los anales del Medioevo, una aventura única 
  en su género, llevada a cabo por voluntarios, y por voluntarios procedentes 
  de todos los pueblos de Europa, al margen de cualquier organización centralizada 
  (cf. R. Pernoud, Los hombres de las Cruzadas, Swan, Madrid, 1987, 13).
  Se trataba de ir a la reconquista de Tierra Santa. El hombre medieval conocía 
  esa tierra hasta en sus más ínfimos detalles, ya que había 
  sido espiritualmente alimentado desde su más tierna infancia con las 
  Sagradas Escrituras. Todo le resultaba familiar, la cueva de Belén, el 
  pozo de Jacob, el Calvario, los lugares por los que viajó S. Pablo... 
  Los salmos, varios de los cuales sabía de memoria y entonaba en la liturgia, 
  los sermones que escuchaba, las estatuas y vitrales que veía en sus catedrales, 
  todo le hablaba de los Santos Lugares. Por otra parte, en la época feudal, 
  montada toda ella sobre el fundamento de posesiones concretas, parecía 
  obvio que la Tierra del Señor fuese considerada como el feudo de la Cristiandad; 
  pensar lo contrario hubiese implicado en cierta manera una injusticia (cf. ibid., 
  24).
  Algunos historiadores modernos han asignado a las Cruzadas razones únicamente 
  de índole económica. Pero, como bien señala R. Pernoud, 
  semejante interpretación no es sino el fruto de una extraña transposición 
  al pasado de la mentalidad de nuestra época, que todo lo ve a la luz 
  de ese prisma (cf. ibid., 41). Mucho más cerca de la realidad estaba 
  Guibert de Nogent, abad benedictino del siglo XX, cuando en su «Historia 
  de las Cruzadas» aseguraba que los caballeros se habían impuesto 
  la tarea de reconquistar la Jerusalén terrena con el fin de poder gozar 
  de la Jerusalén celestial, de la que aquélla era imagen. Es de 
  él la célebre frase: Gesta Dei per francos, en razón del 
  gran número de franceses que intervinieron en la epopeya.
  Las Cruzadas iban a durar casi hasta fines del siglo XIII, y durante su entero 
  transcurso estarían en el telón de fondo de todos los acontecimientos 
  de la época, fueran éstos políticos o religiosos, económicos 
  o artísticos. Se suele hablar de ocho cruzadas, pero de hecho no hubo 
  un año en que no partiesen de Europa contingentes más o menos 
  numerosos de «Cruzados», a veces sin armas, conducidos sea por señores 
  de la nobleza, sea por monjes. Por eso parece acertada la opinión de 
  Daniel-Rops de que no es adecuado hablar de «las Cruzadas», sino 
  más bien de «la Cruzada», único y persistente ímpetu 
  de fervor, ininterrumpido durante dos siglos, que arrojó a lo mejor de 
  Occidente de rodillas ante el Santo Sepulcro (cf. La Iglesia de la Catedral 
  y de la Cruzada... 538).
  La primera oleada de la marea fue tan incontenible que la jerarquía de 
  la Iglesia no pudo mayormente influir sobre ella. Fue la Cruzada popular, convocada 
  por un religioso de Amiens, Pierre l’Ermite (Pedro el Ermitaño), 
  hombre carismático y austero, a quien siguió toda clase de gente: 
  algunos caballeros, por cierto, pero también numerosos mendigos, ancianos, 
  mujeres y niños. Esa caravana de gente humilde que se pone en camino 
  para reconquistar un pedazo de tierra entrañable, es un fenómeno 
  único en la historia. Recordemos que en la Edad Media la guerra era prerrogativa 
  de la nobleza y de los caballeros, y por eso resultaba tan exótico que 
  aquellos aldeanos apodados paradojalmente «manants», es decir, los 
  que «se quedan», se transformasen súbitamente en guerreros. 
  La historia empezaba a convertirse en epopeya. Militarmente hablando, el proyecto 
  de Pierre l’Ermite acabó en un resonante fracaso, como era de esperar. 
  Sin embargo no lo consideraron así sus contemporáneos. Porque, 
  según señala con acierto R. Pernoud, en aquellos tiempos no se 
  esperaba necesariamente que el héroe fuese eficaz. «Para la antigüedad, 
  el héroe era el vencedor, pero, como se ha podido comprobar, las canciones 
  de gesta ensalzan no a los vencedores sino a los vencidos heroicos. Recordemos 
  que Roldán, prácticamente contemporáneo de Pierre l’Ermite, 
  también es un vencido. No debemos olvidar que nos hallamos ante la civilización 
  cristiana, para la cual el fracaso aparente, el fracaso temporal y material, 
  acompaña a menudo a la santidad, a la par que mantiene su fecundidad 
  interna, fecundidad a veces invisible de inmediato y cuyos frutos se manifestarán 
  posteriormente. Tal es, no lo olvidemos, el significado de la cruz y la muerte 
  de Cristo. En ello estriba toda la diferencia entre el héroe pagano –un 
  superhombre– y el héroe cristiano, cuyo modelo es el crucificado 
  por amor» (Los hombres de las Cruzadas... 55-56).
  Sea lo que fuere, al mismo tiempo que Pierre l’Ermite lanzaba sus turbas, 
  los nobles preparaban la cosa con seriedad, constituyendo varios cuerpos de 
  ejército. El primero de ellos estaba formado por belgas, franceses y 
  alemanes. Su jefe era el duque Godofredo de Bouillon, un hombre espléndido 
  desde todo punto de vista, fuerte, valiente, de un vigor extraordinario, a la 
  vez que sencillo, generoso, y de piedad ejemplar, el paradigma del Cruzado auténtico, 
  casi un Santo. Las crónicas relatan que cuando entró en Jerusalén 
  el año 1099, se negó a aceptar el título de rey de Jerusalén, 
  por no querer ceñir corona de oro allí donde Jesús había 
  llevado corona de espinas. Cuando murió, en 1100, su hermano Balduino 
  tendría menos escrúpulos, y con él comenzaría formalmente 
  el Reino Franco de Jerusalén.
  No tenemos tiempo, ni viene aquí al caso, relatar detalladamente el desarrollo 
  histórico de las Cruzadas. Contentémonos con destacar algunos 
  de sus aspectos más ilustrativos del espíritu que las impulsó. 
  Como dijimos anteriormente, la entera Cristiandad se sintió galvanizada 
  por el ideal de las Cruzadas. Hasta un espíritu tan apacible y sereno 
  como el de S. Francisco, no ocultó su entusiasmo por la empresa. Ya desde 
  su juventud, se había sentido deslumbrado por el estilo de vida caballeresco, 
  que llegaba entonces a la península italiana a través de los Alpes. 
  Ahora bien, su conversión, lejos de hacerle abandonar aquellos ideales 
  en aras del ascetismo monástico tradicional, les confirió una 
  nueva significación que inspiró toda su misión religiosa. 
  Los ideales de su fraternidad se basaron más en los de la caballería 
  romántica que en los del monasticismo benedictino. No puede resultar 
  insólita la atracción que ejerció la tierra donde nació 
  y murió Nuestro Señor sobre aquel que quiso tomar el Evangelio 
  al pie de la letra. Sus Hermanos Menores constituirían una suerte de 
  Caballería espiritual, un grupo de «Caballeros de la Tabla Redonda, 
  juglares de Dios», dedicados al servicio de la Cruz y al amor de la Dama 
  Pobreza, que llevarían a cabo hazañas espirituales sin temor a 
  los riesgos y peligros que pudiesen encontrar en su senda, teniendo como único 
  norte el servicio del amor (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media... 
  214). Dice R. Pernoud que S. Francisco encarna al mismo tiempo al pobre y al 
  caballero, es decir, las dos fuerzas que reconquistaron Jerusalén (cf. 
  Los hombres de las Cruzadas... 240). 
  En 1219, los cruzados que sitiaban Damieta, ciudad cercana al Nilo, vieron llegar 
  un día, según cuenta Jacques de Vitry*, a «un hombre sencillo 
  y no muy culto, pero muy amable y tan querido de Dios como de los hombres, el 
  Padre Francisco, fundador de la Orden de los Menores». Tras convivir por 
  algún tiempo con los caballeros cruzados se propuso nada menos que pasar 
  al campamento de los mismos infieles. Cuando los caballeros se enteraron de 
  semejante decisión, a todas luces temeraria, no podían contener 
  la risa. Pero Francisco persistió en su idea, y en compañía 
  de Fray Iluminado, se dirigió hacia las líneas enemigas. Al verlos, 
  los centinelas musulmanes se abalanzaron sobre ellos, dispuestos a apalearlos. 
  Entonces Francisco comenzó a gritar: «¡Sultán! ¡Sultán!». 
  Creyendo los guardias que se trataba de parlamentarios, luego de encadenarlos, 
  los condujeron hasta donde estaba el Sultán. Los frailes, sin más 
  trámite, lo invitaron directamente a convertirse al cristianismo. Al 
  Sultán le cayeron en gracia pero, como era previsible, no aceptó 
  la invitación. Y los hizo acompañar de nuevo al campamento cristiano. 
  Relatamos esta anécdota sólo para mostrar cómo también 
  los Santos vibraron con el tema de las Cruzadas.
  *Jacques de Vitry, autor del siglo XIII, era cardenal e historiador, famoso 
  por haber predicado la cruzada contra los albigenses. Escribió una obra 
  bajo el título de «Historia occidental».
  Una de las formas más asombrosas que tomó esta epopeya a comienzos 
  del siglo XIII fue la que se llamó Cruzada de los Niños. El hecho 
  tuvo su origen en la convocatoria de un pastorcito, Esteban de Cloyes, quien 
  aseguró que el Señor se le había aparecido y le había 
  dado la orden de liberar el Santo Sepulcro. Lo que los caballeros se habían 
  mostrado incapaces de realizar lo harían ellos, los niños, con 
  sus manos inocentes. Como en los días de Pierre l’Ermite, miles 
  de adolescentes se enrolaron en las filas de Esteban y tomaron la Cruz. A pesar 
  de la prohibición del rey de Francia, los jóvenes cruzados atravesaron 
  dicho país y llegaron a Marsella, donde se embarcaron en siete galeras; 
  dos de ellas naufragaron y otras dos llegaron a Argelia, donde los adolescentes 
  fueron vendidos como esclavos. También en Alemania se organizó 
  poco después una Cruzada semejante, pero los que la integraban acabaron 
  dispersándose, agotados y hambrientos, por los caminos de Italia. «Estos 
  niños nos avergüenzan –exclamó Inocencio III, cuando 
  se enteró de tales sucesos–; nosotros dormimos, pero ellos parten...».
  Entre la inmensa multitud de los caballeros que se incorporaron a las Cruzadas 
  destaquemos algunas figuras relevantes, por cierto que bien diferentes entre 
  sí. Un cruzado cuyo recuerdo se hizo legendario, no sólo entre 
  los cristianos sino también entre los infieles, fue Ricardo Corazón 
  de León, así llamado por su coraje a toda prueba y sus proezas 
  sin cuento. Cuando las madres árabes querían hacer callar a sus 
  hijos pequeños, les amenazaban con llamar al «rey Ricardo», 
  una especie de «hombre de la bolsa». Un cronista que lo acompañaba 
  en sus expediciones relata esta simpática anécdota que lo pinta 
  de cuerpo entero. En cierta ocasión, Ricardo se había parapetado 
  tras un olivar para atacar por sorpresa al enemigo. «Hasta allí 
  llegó un clérigo / Para hablar con el rey, / Llamado Hugo de la 
  Mare, / Quien le dio un consejo al rey / y le dijo: Huid, señor, / Son 
  demasiado numerosos. / –Señor clérigo, ocupaos de vuestros 
  asuntos, / Le dijo el rey, no os entrometais: / Dejadnos a nosotros la caballería. 
  / ¡Por Dios y por Santa María!». Y tras haber puesto al buen 
  clérigo en su sitio, arremetió y venció... (Cit. en R. 
  Pernoud, Los hombres de las Cruzadas… 211ss).
  R. Pernoud se detiene en otras dos figuras, casi opuestas entre sí. La 
  primera es Federico II Hohenstaufen. Este curiosísimo personaje, que 
  se embarcó en una Cruzada luego de haber sido excomulgado por el Papa, 
  y que a diferencia de tantos predecesores suyos logró éxito tras 
  éxito, hasta poder entrar en Jerusalén y coronarse a sí 
  mismo en el Santo Sepulcro, poseía un verdadero harén en el que 
  había sobre todo mujeres moras. Sus estrechos lazos de amistad con los 
  musulmanes lo hicieron sospechoso de haberse convertido en secreto al islamismo, 
  acusación no suficientemente fundada, ya que lo que al parecer más 
  apreciaba del Islam no era tanto su doctrina cuanto la voluptuosidad de las 
  costumbres musulmanas. Singular figura la de este Emperador que en pleno siglo 
  XIII preanuncia, como algunos lo han señalado, el estilo de los príncipes 
  del Renacimiento, tal y como lo delinearía Maquiavelo. En nuestro siglo 
  ciertos historiadores lo han cubierto de elogios, creyendo ver en él 
  al precursor del «déspota ilustrado», escéptico, tolerante, 
  culto, en resumen, un soberano de ideas «modernas» perdido en el 
  mundo feudal (cf. ibid., 248-250).
  En contraposición al emperador Federico, R. Pernoud destaca la figura 
  del rey S. Luis, a quien presenta corno el «perfecto cruzado» frente 
  al «cruzado sin fe»*. Su visión de las personas y de los 
  acontecimientos fue eminentemente sobrenatural, en perfecta fidelidad a la mística 
  propia de la Caballería, tal cual la enseñara S. Bernardo. A diferencia 
  de Federico II, siempre victorioso, S. Luis sólo conoció la derrota 
  en el campo militar. Algunos lo han atribuido a su escasa preparación 
  castrense ya su falta de previsión. R. Pernoud sostiene lo contrario: 
  S. Luis, afirma, preparó su campaña con toda seriedad, siendo 
  la suya una cruzada de ingenieros al mismo tiempo que de héroes y de 
  santos. Los azares de la vida hicieron que fracasase una empresa que todo parecía 
  destinar al éxito (cf. ibid., 279). Este rey, que combatió a los 
  infieles en dos campañas, muriendo en la demanda, fue honrado en la memoria 
  de los sarracenos, del mismo modo que Saladino lo fue en la de los cristianos.
  *Se leerá con provecho el magnífico capítulo que R. Pernoud 
  dedica a S. Luis como cruzado arquetípico (cf. ibid., 261-281). El gran 
  rey murió en Túnez y sus restos fueron trasladados a Francia y 
  depositados en la iglesia abacial de Saint-Denis, donde estuvieron hasta que 
  fueron profanados durante la Revolución Francesa.
  Señalemos otra gran figura, la del rey de Jerusalén, Balduino 
  IV, un joven simpático y atractivo, de espíritu indomable, corajudo 
  como el más atrevido caballero. Un día en que estaba jugando a 
  la pelota, cayó ésta en medio de un arbusto espinoso, y cuando 
  intentaba sacarla de allí comenzó a sangrar, pero sin sentir dolor 
  alguno. Era lepra, De nada sirvieron los remedios. El reinado de este muchacho 
  (1174-1185) no fue sino una penosa agonía, en que la enfermedad avanzaba 
  día a día, minando todo su cuerpo, su cara, sus ojos. Sin embargo, 
  con un heroísmo sólo atribuible a la fe, aquel joven guerrero 
  enfrentó al enemigo con valor realmente sobrehumano. En la batalla de 
  Montgusard, uno de los hechos bélicos más sorprendentes de las 
  Cruzadas, el rey leproso de 17 años, al frente de 500 caballeros, hizo 
  huir a miles de kurdos y sudaneses encabezados nada menos que por Saladino. 
  Mientras pudo mantenerse a caballo siguió dirigiendo a los suyos. Luego, 
  cuando sus fuerzas lo abandonaron, se hacía llevar al combate en una 
  litera a fin de que sus hombres pudiesen verlo. Murió a los 24 años 
  y fue enterrado en las cercanías del Santo Sepulcro.
  El último bastión de la resistencia en los momentos finales de 
  las Cruzadas fue San Juan de Acre, donde los guerreros cristianos escribieron 
  su suprema página de gloria. Rodeados por todas partes, atacados sin 
  respiro por una contundente artillería de balistas, exangües por 
  falta de alimentos, privados de todo auxilio posible, resistieron durante un 
  mes y medio, sin otra perspectiva que la de salvar el honor. El fin de aquel 
  último islote cristiano recuerda el comienzo heroico de las Cruzadas 
  y el arrojo de Godofredo de Bouillon. Contratacando de manera ininterrumpida, 
  se superaron unos a otros en muestras de épico coraje, hasta que por 
  fin cayeron como héroes ante el empuje incontenible del enemigo abrumador. 
  De los Templarios quedaron diez, de los Hospitalarios, siete, de los Teutónicos, 
  ninguno. Los vencedores entraron a saco, masacrando a todos los que se ponían 
  a su alcance, principalmente a los sacerdotes. Había de repercutir en 
  toda la Cristiandad el admirable ejemplo de aquel grupo de dominicos, de temple 
  caballeresco también ellos, que murieron de rodillas entonando la Salve.
  Si consideramos las Cruzadas en su conjunto advertimos que hubo en su transcurso 
  gestos heroicos, llenos de nobleza, y otros despiadados, terriblemente crueles. 
  Ya se sabe que siempre las guerras sacan a la superficie lo más noble 
  y lo más ruin del hombre, el ángel y la bestia. No sería, 
  pues, exacto pensar que todo en las Cruzadas merece alabanza. Página 
  de horror y de sangre fue, por ejemplo, la masacre que siguió a la primera 
  toma de Jerusalén, de la que los mismos vencedores no pudieron menos 
  que avergonzarse. Fue asimismo deplorable la ocupación de Constantinopla, 
  en 1204, a pesar de que el Papa hubiese mostrado su categórica oposición 
  a dicha medida; es cierto que los bizantinos, llenos de artimañas, pocas 
  veces jugaron limpio con los cruzados, pero ello no justifica lo que sucedió, 
  como entrar a caballo en la basílica de Santa Sofía y otros actos 
  vandálicos. Resultó también lamentable la creación 
  del Imperio Latino de Oriente, con sede en Constantinopla, así como su 
  latinización a ultranza, experiencia que, por cierto, duraría 
  pocos decenios, pero que no por ello dejaría de intensificar el odio 
  que ya existía entre Constantinopla y la Cristiandad occidental, alejando 
  aún más toda posibilidad de reunión.
  ¿Constituyeron las Cruzadas un fracaso? Militarmente hablando, el balance 
  fue desastroso. Sin embargo, como hemos dicho hace un rato, para los espíritus 
  más nobles de la época lo importante no era tanto el éxito 
  como el buen combate. Viene aquí al caso un notable texto de Huizinga, 
  si bien no sería correcto generalizar en exceso su aplicación: 
  «Justamente por haberse hecho sentir en tan grande medida el ideal religioso-caballeresco 
  en la apreciación de la política oriental puede explicarse hasta 
  cierto grado el escaso éxito de la lucha contra los turcos. Las expediciones, 
  que exigían ante todo un cálculo exacto y una preparación 
  paciente, eran proyectadas y llevadas a cabo en un estado de sobreexcitación 
  que no podía conducir a ponderar tranquilamente lo asequible, sino a 
  confeccionar un plan novelesco que o había de resultar infecundo o podía 
  tornarse fatal... Donde resalta más claramente el conflicto entre el 
  espíritu caballeresco y la realidad es en los casos en que el ideal caballeresco 
  trata de hacerse valer en plena guerra. Este ideal puede haber dado forma y 
  fuerza al espíritu bélico, pero lo cierto es que sobre el arte 
  de la guerra ejercía por lo regular un efecto más pernicioso que 
  favorable, pues sacrificaba las exigencias de la estrategia a las de la belleza 
  de la vida. Los mejores generales, y hasta los reyes mismos, expónense 
  a peligros de una romántica aventura guerrera» (El otoño 
  de la Edad Media… 149.156).
  Además no hay que olvidar que fue gracias a las Cruzadas, más 
  que a cualquier otro acontecimiento de aquella época, que la Cristiandad 
  tomó conciencia de su unidad. Por encima de las reales diferencias que 
  distanciaban a los diversos pueblos, aquellos hombres comprendieron que existía 
  una realidad superior, algo que los unía a todos bajo la conducción 
  del Papa, de lo que el minúsculo Reino de Tierra Santa era como el vínculo 
  simbólico. Asimismo debe quedar bien en claro que, a pesar de todas las 
  miserias y ruindades de algunos de los cruzados, a pesar de los vandalismos 
  a que aludimos, lo principal fue el testimonio positivo y heroico que dieron 
  los mejores de ellos, ofreciendo a la sociedad verdaderos paradigmas de coherencia 
  e intrepidez.
  Durante el desarrollo de las Cruzadas, la conversión de los infieles 
  se consideraba como una consecuencia de la presunta victoria por las armas; 
  se veía, ella también, bajo la forma de cruzada. Ante el fracaso 
  militar, fue sobretodo S. Raimundo de Peñafort quien entendió 
  que para conquistar el alma de los infieles había que recurrir a otros 
  procedimientos: predicarles la verdad, para que la conociesen; predicarles en 
  su propia lengua, para que la entendiesen; y para que la amasen, indicarles 
  el camino «mediante el sacrificio de la propia vida», expresión 
  suprema del amor. Sus proyectos encontraron amplia resonancia. Baste para probarlo 
  que fue inspirándose en él que Sto. Tomás escribiría 
  su espléndida Summa contra gentiles. ¡Extraña derivación 
  de las Cruzadas! Sea lo que fuere, es innegable que las Cruzadas marcaron a 
  fuego el espíritu de la Cristiandad medieval. Durante mucho tiempo, aun 
  siglos después, el Occidente conservaría la nostalgia de la Cruzada. 
  A comienzos del siglo XIV, algunos príncipes soñaron con retornarla. 
  Y cuando Juana de Arco, ya en el siglo XV, escribiera a Talbot, jefe del ejército 
  inglés, su célebre carta, invocaría también el espíritu 
  de las Cruzadas, para instar a los ingleses a dar por terminada la lucha fratricida 
  y reanudar, juntamente con los franceses, la gran empresa interrumpida. Como 
  escribe Daniel-Rops: «Que la misma palabra de Cruzada tenga todavía 
  hoy el sentido de empresa heroica realizada con una intención pura y 
  noble al servicio de una gran idea, es cosa que no carece de significación» 
  (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 591).
  b) La Reconquista de España
  Si bien la Reconquista de España es incluible en el marco general de 
  las Cruzadas, merece un tratamiento aparte por cuanto sigue carriles diversos, 
  y sobre todo porque tiene para nosotros un particular interés ya que 
  está en los orígenes de nuestra historia patria. Entre la invasión 
  de los musulmanes a la Península, el año 711, y el último 
  acto de la Reconquista, la toma de Granada, el año mismo en que las carabelas 
  de Colón avistaban América, transcurrieron más de siete 
  siglos, a lo largo de los cuales se fue perfilando la conciencia nacional española, 
  y en ella alboreando la nuestra.
  Podríase decir que la secular guerra por la Reconquista de España 
  comenzó con las campañas de Carlomagno. No parece haber solución 
  de continuidad entre la guerra llevada a cabo por el gran Emperador, quien logró 
  que tanto Barcelona como la Marca Hispánica fuesen recobradas para la 
  Cristiandad, y los ulteriores combates capitaneados por los españoles 
  (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media… 237-239).
  La historia de la lucha que los cristianos de España, ayudados por muchos 
  de sus hermanos en la fe de toda la Cristiandad, entablaron con tan notable 
  perseverancia para arrancar su tierra de las manos del Islam, es realmente conmovedora. 
  Pensemos que se extendió cubriendo el entero ciclo de la Edad Media, 
  y aun después de que éste hubiese terminado. Si es cierto que 
  los dos adversarios no ahorraron crueldades, no lo es menos que los cristianos 
  escribieron páginas de increíble sublimidad, donde el heroísmo 
  se desposó con el espíritu de sacrificio, y ello en un grado quizás 
  más alto que en las mismas Cruzadas a Tierra Santa.
  Según nos lo relata el Poema del Mío Cid, los moros se lanzaban 
  al combate gritando «¡Mahoma!», y los cristianos, por su parte, 
  «¡Santiago!», lo que manifiesta el carácter eminentemente 
  religioso del enfrentamiento. Tratóse de una guerra santa contra otra 
  guerra santa, de la lucha de la Cruz contra la Media Luna. Así lo entendió 
  la Iglesia que, desde sus comienzos, alentó, bendijo y ayudó la 
  epopeya de la Reconquista. En 1063, el Papa Alejandro II concedía indulgencia 
  general a los caballeros franceses que se ofrecieran a ayudar a sus hermanos 
  españoles.
  Fue lo que se llamó «la Bula de la Cruzada» o Bula Eos qui 
  in Hispaniam. Pensemos que todavía no había empezado la Cruzada 
  a Tierra Santa, de modo que lo de España fue, de hecho, su prólogo. 
  Por eso cuando la campaña hacia el Oriente comenzó a desplegarse, 
  la lucha por la Reconquista de España se mostró como un capítulo 
  de aquélla, como uno de sus flancos; combatir en España pareció 
  tan glorioso y meritorio como hacerlo en Palestina. Juntamente con el apoyo 
  del Papa, propiciaron esta empresa sagrada las grandes Ordenes Religiosas como 
  el Cluny y el Cister. Al fin y al cabo el combate en España no podía 
  dejar de interesar a toda la Cristiandad, entre otras cosas por el hecho de 
  que en él se jugaba el destino de una de las peregrinaciones más 
  preciadas, la de Santiago, quien no en vano cargaba a la cabeza de los ejércitos 
  de la Reconquista. La lucha en favor de Compostela era sustancialmente idéntica 
  a la que se entablaba contra el Islam. Los enemigos eran los mismos.
  A la llamada de la Iglesia, a la convocatoria de las Ordenes Religiosas, fueron 
  innumerables los voluntarios que se incorporaron, y ello a lo largo de varios 
  siglos. La Reconquista resultó, así, una empresa de la Cristiandad 
  al mismo tiempo que un soporte del patriotismo español; gracias a ella 
  la hispanidad adquirió conciencia de sí misma y de sus altos destinos.
  No podemos exponer, tampoco acá, los diversos avatares de esta secular 
  contienda. Pero destaquemos al menos sus momentos esenciales, ayudándonos 
  del compendio que nos ofrece Daniel-Rops. En el siglo XI los musulmanes se encontraban 
  profundamente divididos. Porque no había un Estado musulmán sino 
  una federación de 23 minúsculos Estados o «Taifas». 
  Aprovechando la situación, Fernando I el Grande (1033-1065) comenzó 
  a asediar, uno tras otro, a los pequeños Taifas de Toledo, Zaragoza y 
  Badajoz; el rey de Sevilla, atemorizado, se le sometió. A la muerte de 
  Fernando, uno de sus hijos, Alfonso VI (1065-1109) retomó la ofensiva, 
  volviendo locos a los musulmanes. Tras 25 meses de sitio entró en Toledo, 
  esa ciudad tan querida para los cristianos, que había sido sede de varios 
  Concilios en la época de la España visigótica, asumiendo 
  el pomposo título de Toleti Imperii rex et magnificus triumphator. Más 
  tarde, llegando a las playas de Tarifa, metió su caballo en el mar, en 
  el mismo lugar donde en el siglo VIII habían desembarcado las primeras 
  avanzadas del Islam, como si quisiera lanzarse al ataque del Africa, mientras 
  exclamaba en alta voz: «¡He llegado hasta el último confín 
  de España!».
  El golpe que con estas victorias recibió el Islam fue sumamente grave. 
  El dominio musulmán de España parecía a punto de desplomarse. 
  Pero entonces, un dramático acontecimiento cambió el curso de 
  la historia. A miles de kilómetros de Europa, muy al sur del Sahara, 
  se había gestado, hacia el año 1035, una revolución religiosa 
  entre los Tuareg, nómadas del desierto, semejantes por sus costumbres 
  y su ferocidad a los mogoles. Los emires de España, acosados por Alfonso 
  VI, dirigieron sus ojos aterrados hacia aquellos guerreros, a quienes los cristianos 
  llamarían Almorávides, y solicitaron su auxilio, si bien con cierto 
  temor, pues sospechaban el peligro que semejante alianza podía implicar 
  para la independencia de sus pequeños Estados. El hecho es que, a raíz 
  de ello, desde 1083 la situación militar en la Península quedó 
  completamente trastocada. En pocos años los Almorávides triunfaron 
  sobre los antiguos ocupantes e implantaron su rígida autoridad. En lugar 
  de las consabidas escaramuzas, los cristianos tendrían ahora que hacer 
  frente a un pueblo magníficamente guerrero, que se creía el portavoz 
  auténtico del Profeta. Los primeros encontronazos fueron fatales para 
  los cristianos y Alfonso debió retirarse precipitadamente.
  Ya no se podía pensar más en expulsar a los musulmanes sino de 
  salvar lo que restaba de la España cristiana. Se organizó, así, 
  la resistencia, un poco al modo de comandos, polarizada en torno a un héroe, 
  Rodrigo Díaz de Vivar, que la historia y la literatura épica nacional 
  conocerían bajo el nombre de «Cid Campeador». Su valor, sus 
  hazañas y sus victorias galvanizaron a la España alicaída, 
  convirtiéndose en el símbolo viviente de la resistencia contra 
  los Almorávides. Campidoctor, doctor de la guerra, lo denominaban los 
  cristianos latinistas; «Sid», Señor, lo llamaban los musulmanes. 
  Tras llevar a cabo increíbles hazañas, murió en 1099, el 
  año mismo en que los cruzados entraban por primera vez en Jerusalén. 
  Tan grande era el temor que el Cid inspiraba en sus enemigos que cuando un poco 
  más tarde los cristianos debieron evacuar Valencia, llevando su valerosa 
  viuda, doña Jimena, los restos de aquel gran guerrero, se cuenta que 
  el solo espectáculo del cortejo bastó para dispersar a las huestes 
  musulmanas. 
  El aliento del Cid siguió vibrando en España. Nuevas victorias 
  se lograban sobre los ocupantes y la esperanza se iba consolidando cuando, de 
  nuevo, un cambio de timón religioso y político en el seno del 
  Islam influyó decididamente en el desarrollo de los acontecimientos. 
  Porque había aparecido un nuevo grupo, los llamados Almohades, que predicaban 
  la Guerra Santa contra sus predecesores Almorávides, a quienes consideraban 
  relajados. De hecho, en 1145 la España almorávide pasaría 
  a manos de los Almohades. 
  La lucha, abierta simultáneamente en varios frentes, duplicó entonces 
  su violencia. Advirtiendo las grandes dificultades que encontraban los Almohades 
  para dar remate a sus conquistas sobre los restos de los Almorávides, 
  los cristianos pasaron a la ofensiva logrando sucesivas victorias, que culminarían, 
  tiempo después, el año 1212, en la importante batalla de las Navas 
  de Tolosa.
  Destaca Daniel-Rops el papel hegemónico que tuvo la Iglesia en esta lucha 
  varias veces secular. Porque en España había numerosos príncipes 
  cristianos más o menos arabizados, dispuestos a entenderse con los moros. 
  Convencerlos de que se alistaran en la Reconquista, y, lo que es más 
  difícil aún, conociendo el carácter individualista del 
  pueblo español, ponerlos de acuerdo en orden a la meta común, 
  fue en buena parte labor de obispos y monjes llenos de celo apostólico 
  y amor a la Patria. La mejor prueba de ese influjo de la Iglesia lo constituye 
  la aparición de diversas Ordenes Militares en España, a que aludimos 
  hace poco, sobre todo las de Alcántara, Calatrava y Santiago, que encarnaron 
  el heroísmo cristiano del pueblo español en su más pura 
  y bella expresión.
  Recordemos una vez más, para dar término a esta materia, aquella 
  magnífica figura a que nos referimos largamente en una conferencia anterior, 
  la del rey S. Fernando III (1217-1252), quien luego de reunir los Reinos de 
  Castilla y de León, se lanzó a la lucha por la recuperación 
  de la zona de Andalucía. La primera gran ciudad que logró ocupar 
  fue Córdoba, que desde hacia cinco siglos estaba en manos del Islam. 
  Las campanas de la basílica de Santiago, que el año 997 Almanzor 
  había hecho llevar desde Compostela hasta Córdoba, a hombros de 
  los cautivos cristianos, fueron ahora devueltas al santuario de Galicia a hombros 
  de los cautivos musulmanes. Tras la toma de Córdoba, el comandante almohade 
  de Granada se declaró vasallo de Fernando, y lo ayudó a apoderarse 
  de Sevilla. Ya estaba proyectando cruzar al Africa, para atacar al enemigo en 
  su propio centro, cuando le sorprendió la muerte. No deja de ser significativo 
  que haya sido un Santo quien cerrara el capítulo medieval de la Reconquista, 
  que dos siglos y medio más tarde habrían de clausurar definitivamente 
  otras dos espléndidas personalidades, los Reyes Católicos Fernando 
  e Isabel, con la ocupación de Granada en 1492, el año mismo del 
  descubrimiento de América. La España de Fernando III, que al tiempo 
  que recuperaba territorios ocupados, erigía catedrales y recogía 
  en sus Universidades la herencia de la cultura árabe, gracias a dicho 
  monarca alcanzó la dignidad de gran potencia dentro de la Cristiandad 
  (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 594-605).
  
  4. La literatura caballeresca
  El ideal de la Caballería excitó la veta literaria del hombre 
  medieval, inspirando con sus temas tanto la epopeya como la lírica.
  Tomando la literatura en un sentido más general, e incluso considerando 
  las bellas artes en su conjunto, señalemos, una vez más, el gran 
  influjo que sobre ellas ejerció la admiración por los árabes. 
  No sólo en épocas de guerra sino también en tiempos de 
  paz, en la vida cotidiana, los cristianos quedaban sorprendidos ante la superioridad 
  cultural de los sarracenos. En todas las pequeñas Cortes de los emiratos 
  andaluces, fueron testigos de espléndidas justas caballerescas; la atmósfera 
  cortesana estaba llena de fiestas, músicas y cantos. Todos hacían 
  poesía, el labrador manejando su arado, las mujeres en el harén. 
  En los muros y en las columnas se desplegaba la serie de los versos, formando 
  filacterias que constituían el principal motivo ornamental. Los cantores 
  deambulaban de Corte en Corte, entonando sus mejores poemas. He aquí 
  una fuente ineludible de inspiración de la literatura medieval, incluida 
  la caballeresca.
  
a) Los Cantares de Gesta
  Propio es de la poesía heroica describir y transfigurar la guerra así 
  como las cualidades que ésta suscita o manifiesta, sublimando la estampa 
  de los héroes. Las llamadas «chansons de geste» se desarrollaron 
  sobre todo en la época y bajo la sugestión de las Cruzadas, a 
  la sombra de los relicarios de las grandes abadías ya lo largo de las 
  rutas de peregrinaciones, principalmente de la que conducía a Santiago*. 
  Pero también influyeron en ellas las tradiciones de la época heroica 
  germánica, según aquello que dijimos más arriba cuando 
  nos referimos a la transformación del guerrero bárbaro en el caballero 
  cristiano. No fue, por cierto, literatura de monjes, sino de guerreros, ni una 
  creación de la Iglesia, sino de la sociedad feudal, fruto, como ésta 
  última, de una enriquecedora fusión de elementos nórdicos 
  y latino-cristianos. El hecho es que los cantares de gesta, cuya aparición 
  data del siglo XI, tienen toda la frescura de una creación nueva y original.
  *Algunos de estos cantares, nacidos en la ruta de Santiago, al tiempo que exaltaban 
  el coraje de Rolando, muerto en combate contra los moros, exhortaban a reverenciar 
  las reliquias del Apóstol. La Cruzada se unía así a la 
  Peregrinación. Santiago, el Matamoros, que se había aparecido 
  milagrosamente en la batalla de Clavijo, era el gozne de ambas.
  Sostiene Cohen que esta literatura épica fue cuidadosamente elaborada 
  sobre pupitres, en pergaminos, despaciosamente, y no de manera improvisada, 
  como muchos piensan, por juglares errantes. Lo que en todo caso hacían 
  éstos era recitarla, o más bien cantarla, difundiéndola 
  así en las salas de los castillos, en los cruces de los caminos, en las 
  ferias y en los lugares de peregrinación. Desde 1050 a 1150 los cantares 
  de gesta conocieron un auge impresionante, que se perpetuaría bajo formas 
  diversas, aunque con menos brillo, durante el resto de la Edad Media. En este 
  último período, los temas ya en buena parte creados, los personajes 
  ya ampliamente conocidos, a los que vinieron a agregarse otros nuevos por el 
  aporte de las tradiciones familiares y locales, fueron objeto de una intensa 
  e ininterrumpida elaboración, o mejor, reelaboración literaria.
  Parece suficientemente probado que lo que se intentaba al exaltar a los héroes 
  de los cantares era sobre todo modelar el presente sobre el pasado, ensalzar 
  la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, incitar al desprecio de 
  los poderes hostiles que se interponían en el camino de los hombres y 
  de las cosas en orden a triunfar de todo obstáculo para imponer o defender 
  el ideal, provocar en los oyentes el deseo de imitar a aquellos héroes 
  paradigmáticos, reanimar en ellos la triple llama de la abnegación 
  en el servicio de su rey terrenal, la fe en el Rey celestial y la altivez propia 
  del hombre feudal. 
  De hecho, las canciones de gesta acompañaron la convocatoria de las Cruzadas, 
  y sin duda galvanizaron los espíritus para el emprendimiento de dicha 
  epopeya. Ello aparece claro cuando se lee, por ejemplo, la Chanson de Roland, 
  que se cantaría desde 1060 y se reelaboraría bajo diversas formas 
  hasta mediados del siglo XII; o también nuestro Poema del Mío 
  Cid, que los Romanceros posteriores reelaborarían igualmente (cf. G. 
  Cohen, La gran claridad de la Edad Media… 60-64).
  Tal fue una de las formas de la literatura caballeresca, en su época 
  heroica, cuando los caballeros se sentaban a beber en las largas tardes de invierno, 
  narrando con inmodestia sus proezas y escuchando los cantos de los trovadores 
  sobre los altos hechos de los guerreros de antaño. Bien dice C. Dawson: 
  «La demanda creó la oferta, y el juglar fue una parte tan integrante 
  de la sociedad guerrera como el retórico en la antigua ciudad-Estado 
  o el periodista en la sociedad moderna» (Ensayos acerca de la Edad Media 
  ... 231).
  b) En busca del Santo Grial
  A veces la literatura caballeresca cedía a sus orígenes bárbaros 
  y obviaba el argumento cristiano, por lo que con frecuencia la Iglesia trató 
  de mechar la trama de aquellas obras con elementos religiosos. El intento de 
  mayor envergadura realizado en ese sentido es el de la leyenda del Grial, quizás 
  de origen precristiano pero bautizado por los hombres de Iglesia. A los caballeros 
  del rey Artús (o Arturo), legendario personaje del siglo VI, el de la 
  Tabla Redonda, contrapondrían aquéllos o les agregarían 
  los caballeros del Santo Grial; al deseo de aventuras ya la búsqueda 
  del propio honor los sustituirían por «la busca del Santo Cáliz», 
  asequible tan sólo a los caballeros más perfectos y puros. Si 
  consideramos el poema simbólico que Wolfram von Eschenbach compuso bajo 
  el nombre de Parsifal, inspirándose, al parecer, en la obra de Chrestien 
  de Troyes, Le comte de Graal, notamos hasta qué punto la temática 
  del Grial excedió en carácter aventurero y maravilloso a todas 
  las novelas del antiguo ciclo de Artús.
  Quizás sea conveniente recordar la trama de este tema medieval, que conoció 
  numerosas y variadas versiones. El Grial era el cáliz que usó 
  Nuestro Señor en la Ultima Cena, al cual se le asignaba un poder maravilloso*. 
  Según la leyenda, dicho cáliz llegó a poder de José 
  de Arimatea quien conservó en el mismo algunas gotas de la sangre del 
  Señor crucificado. Encerrado en una cárcel durante la persecución 
  contra los cristianos, fue allí milagrosamente alimentado gracias a aquel 
  cáliz. Durante el tiempo de su prisión se le apareció el 
  mismo Cristo, instruyéndole en el significado de la Misa, y revelándole 
  la mística importancia del objeto que poseía. Una vez que salió 
  de su encierro, José formó una numerosa hermandad en torno al 
  Grial, y una «Tabla Redonda» dedicada a conmemorar la Ultima Cena. 
  La copa, que pasó de manos de José a las de otra persona, fue 
  llevada a las Islas Británicas, y finalmente llegó a un palacio 
  desconocido, muy lejos de Inglaterra, donde se la guardaba celosamente por temor 
  de que cayera en manos de los impíos. 
  *Como todas las reliquias atingentes a Cristo, el Sagrado Cáliz atrajo 
  la fantasía de los cruzados, señalándose su presunta existencia 
  en diversos lugares, por ejemplo en Constantinopla, en Génova, en el 
  Cebrero (pueblito de Galicia), o en la catedral de Valencia... 
  En aquel castillo habitaba un rey –el rey del Grial– que custodiaba 
  la copa. Un día el rey enfermó, pero no se podía sanar 
  ni morir hasta que llegara un caballero auténtico y le preguntase acerca 
  del Grial y de la lanza ensangrentada. Fue entonces cuando, a imitación 
  de aquella hermandad del Grial, se creó en torno al rey Artús 
  una nueva agrupación, la Orden de los Caballeros de la Tabla Redonda, 
  con el determinado propósito de encontrar el Grial. El fundador de esta 
  orden se llamaba Merlín, personaje de las leyendas bretonas, que habiendo 
  sido al principio un ser maligno, poco menos que diabólico, nacido de 
  una virgen, cual réplica perversa de Cristo, y dotado, como éste, 
  de poderes sobrehumanos, al final se había transformado, imponiéndose 
  en él la bondad a su naturaleza demoníaca. Los caballeros de la 
  Tabla Redonda constituían una Caballería de carácter temporal 
  que tendía a su perfeccionamiento ideal, concretado en la busca y el 
  hallazgo del Grial. Para llegar a ser rey del Grial se requería una pureza 
  y virginidad perfectas. Justamente uno de aquellos caballeros, Lancelot, se 
  había vuelto indigno de dicha hermandad por haber caído en la 
  impureza, manteniendo relaciones amorosas con la reina. Sería finalmente 
  Perceval o, según otras versiones, Galaad, el hijo de Lancelot, un caballero 
  totalmente puro, quien tras innúmeras aventuras, lograse llegar al castillo, 
  y luego de haber hecho las preguntas rituales, quedase convertido en rey del 
  Grial (cf. R. Pernoud, La femme au temps des cathédrales... 125-128).
  * * *
  Finalicemos ya esta conferencia sobre la Caballería. Podríamos 
  hacerlo exaltando algunos arquetipos de la misma, como Rolando, el Cid, Godofredo 
  de Bouillon, S. Luis, S. Fernando, y tantos otros, pero ya algo hemos dicho 
  de ellos en su momento (Al respecto podrán encontrarse otros datos en 
  nuestro libro sobre La Caballería... 201-205).
  La Caballería, como institución inserta en la sociedad, ya no 
  existe. Pero su recuerdo ha perdurado hasta nosotros, no dejando de suscitar 
  cierta nostalgia. «La caballería no habría sido el ideal 
  de vida de varios siglos –escribe Huizinga–, si no hubiesen existido 
  en ella altos valores para la evolución de la sociedad, si no hubiese 
  sido necesaria, social, ética y estéticamente. Justamente en la 
  bella exageración se ha puesto una vez la fuerza de este ideal. Es como 
  si el espíritu medieval, en su sangriento apasionamiento, sólo 
  pudiese ser encarrilado colocando muy alto el ideal; y así lo hizo la 
  Iglesia, y así lo hizo el espíritu caballeresco» (El otoño 
  de la Edad Media... 166).