Capítulo III
  El orden político de la Cristiandad
  En la presente conferencia trataremos de exponer el modo como la Edad Media 
  entendió el orden político, tanto en lo que hace a la estructuración 
  jerárquica de la sociedad, cuanto a las relaciones que habían 
  de mediar entre la autoridad espiritual y el poder temporal, con una mirada 
  final a las proyecciones internacionales.
  
  I. El Feudalismo y los lazos de la fidelidad
  El orden político de la Edad Media tuvo su raíz en una contextura 
  institucional de notable originalidad: el feudalismo.
  1. La génesis de la institución feudal
  Para captar el sentido del feudalismo es preciso examinar su origen en la Europa 
  caótica de los siglos V al VIII. A lo largo de dichos siglos el Imperio 
  romano se fue haciendo pedazos no sólo por el embate de las invasiones 
  bárbaras sino también como consecuencia de la descomposición 
  interior. En el viejo Imperio todo había dependido de la fuerza del poder 
  central. Desde el momento en que ese poder se vio agrietado y desbordado, la 
  ruina se hacía inevitable. Los Emperadores eran creados y destituidos 
  según el capricho de sus guardias pretorianas. Roma fue tomada y retornada 
  por los bárbaros, la Europa entera no era sino un vasto campo de batalla 
  donde se enfrentaban las armas y las tribus.
  En medio del desconcierto generalizado, del sálvese quien pueda, comenzaron 
  a despuntar diversos poderes locales. A veces era el jefe de una banda que agrupaba 
  en torno suyo a un grupo de aventureros; otras, el dueño de algún 
  terreno, que trataba de asegurar en él la tranquilidad que el Estado, 
  prácticamente inexistente, ya no estaba en condiciones de garantizar. 
  La tierra se había convertido en la única fuente de riqueza, y 
  como el intercambio de mercancías se había vuelto muy dificultoso 
  por la peligrosidad de los caminos, era menester defenderla personalmente.
  R. Pernoud compara dicha situación con lo que hoy sucede en diversos 
  lugares, y por nuestra parte podríamos agregar que también entre 
  nosotros, a saber, la necesidad de policías paralelas para proteger a 
  los ciudadanos pacíficos amenazados por la ola de la delincuencia descontrolada. 
  «Esto puede ayudarnos a comprender lo sucedido entonces: un campesino 
  modesto, incapaz de garantizar su propia seguridad y la de su familia, se dirige 
  a un vecino más poderoso que él con posibilidad de mantener un 
  grupo de hombres armados; éste se compromete a defenderle y, a cambio, 
  le pide una parte de sus cosechas. Aquél se beneficiará de una 
  serie de garantías, y éste, el señor, se hallará 
  más rico, más poderoso y, en consecuencia, más apto para 
  ejercer la protección que se le pide. El acuerdo, en principio, favorecerá 
  tanto al uno como al otro, sobre todo en circunstancias difíciles. Es 
  un acuerdo de hombre a hombre, un contrato recíproco que, por supuesto, 
  no sanciona ninguna autoridad superior, pero que estaba basado en una promesa, 
  en un juramento, sacramentum, que era un acto sagrado y tenía un valor 
  religioso» (¿Qué es la Edad Media?, 105-106).
  Sin embargo, no pensemos que el feudalismo fue desde el comienzo una institución 
  aristocrática y rodeada de todo el aparato de la caballería y 
  de la heráldica, como sucediera en los últimos tiempos de la Edad 
  Media. Los primeros señores feudales han de haber sido, en su mayoría, 
  aventureros que hablan logrado imponerse, e incluso jefes de bandidos que habían 
  llegado a esa posición por medio de una mezcla juiciosa de poder e intimidación. 
  En esa época, aciaga y anárquica, sólo podían sobrevivir 
  los más fuertes. 
  La institución feudal no es, con todo, el mero resultado de una época 
  caótica, sino que tiene también raíces en la organización 
  social de los pueblos bárbaros, en los hábitos de aquellas tribus. 
  Las tradiciones y las costumbres eran entre ellos más consistentes que 
  las leyes escritas. Estas apenas si eran otra cosa que la codificación 
  de diversas tradiciones. Pues bien, en su vida cotidiana los pueblos germánicos 
  se estructuraban sobre la base de la comunidad, a tal punto que su visión 
  jurídica, a diferencia del derecho romano, tan poco favorable a las agrupaciones, 
  se basaba sustancialmente en el derecho de asociación, el Genossenschaftsrecht. 
  Asimismo, lo que vinculaba realmente a quienes integraban dichos pueblos, era 
  el lazo de la fidelidad a sus compromisos, fundados ellos mismos en el honor 
  y la confianza recíproca. De este modo, la sociedad germánica 
  se estableció sobre dos pilares: el de la comunidad –Gemeinschaft– 
  y el de la adhesión –Gefolgschaft–, o vínculo que 
  une al guerrero con el jefe*. La Iglesia consideró que ambos elementos 
  eran integrables en la concepción cristiana de la vida, y así 
  los asumió bautizándolos con su doctrina de la comunidad eclesial. 
  Sin esta pastoral, el régimen feudal, tal como se dio en los hechos, 
  difícilmente hubiera podido establecerse. Por eso algunos autores no 
  han temido definir el feudalismo como la aceptación generalizada en toda 
  Europa de las instituciones germánicas bajo la influencia doctrinal y 
  moral de la Iglesia. 
  *Conviene advertir que esta concepción de la sociedad privó no 
  sólo en las comarcas estricta y puramente germánicas, sino también 
  en los pueblos francos, lombardos y burgundios, que se habían instalado 
  en las antiguas provincias romanas. El jefe bárbaro ocupó el lugar 
  del gobernador romano y del antiguo terrateniente. 
  2. La fidelidad recíproca
  Nos resulta hoy dificil entender este tipo de sociedad. En la actualidad, el 
  orden social, en buena parte circunscrito al plano económico, se funda 
  en los contratos de trabajo, en el salario. En dicho plano, las relaciones de 
  hombre a hombre se reducen a las relaciones del capital y del trabajo: por un 
  trabajo dado, se recibe, en cambio, una suma determinada de dinero. Tal es el 
  esquema básico de las relaciones mutuas, con el dinero como nervio central. 
  
  Para comprender el orden político medieval, hay que imaginarse la sociedad 
  sobre una modalidad totalmente diferente, donde la noción de trabajo 
  asalariado, e incluso en parte la del dinero, están ausentes o son muy 
  secundarias. Las relaciones de hombre a hombre se fundan en la noción 
  de fidelidad, que implica, por una parte, la seguridad de la protección, 
  y por otra, la seguridad del vasallaje. El vasallo no se limita a una actividad 
  determinada, a un trabajo preciso, con una remuneración prefijada, sino 
  que compromete su persona, o mejor, su fe. El señor, por su lado, se 
  obliga a asegurar la subsistencia del vasallo, su debida protección. 
  Tal era la esencia del feudalismo. 
  El hecho es que en el siglo XII, que señala el apogeo del sistema feudal 
  y su concreción más acabada, nos encontramos con una jerarquía 
  de señores y, por consiguiente, una gama de vasallajes. Con diferencias 
  de detalles según las distintas regiones, su gradación es, poco 
  más o menos, la siguiente: en la base, los simples nobles o caballeros; 
  sobre ellos, los Barones y Señores castellanos, llamados así porque 
  poseían un castillo o fortaleza; más arriba, según un orden 
  que variaba de región a región, los Vizcondes, Condes, Marqueses, 
  Duques, que enseñoreaban, al parecer, sobre antiguas circunscripciones 
  administrativas del Imperio; y por fin, en la cumbre, el Rey, como Príncipe 
  Soberano de todos ellos. Entre un escalón y otro se daban aquellos vínculos 
  mutuos de protección y fidelidad. El señor debía ayuda 
  y justicia a su vasallo, y siempre que éste fuera injustamente agredido, 
  estaba obligado a defenderlo (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de 
  la Cruzada… 26).
  Los vínculos que unían tan estrechamente al señor con sus 
  vasallos se expresaban a través de un rito muy significativo, que comprendía 
  tres partes: el homenaje, el juramento y la investidura.
  Comenzaba el ritual con el homenaje. El vasallo, en presencia de su señor, 
  se postraba de rodillas, en actitud de acatamiento, y colocaba sus manos entre 
  las suyas, como signo de entrega, abandono y confianza. El señor, a su 
  vez, le daba un beso, símbolo de paz, apego y fidelidad.
  Venía enseguida la ceremonia del juramento, el elemento más importante 
  del rito. Según señalamos anteriormente, para el hombre medieval 
  el juramento era algo trascendente, una especie de «sacramentum», 
  cosa sagrada. Se juraba generalmente sobre los Santos Evangelios, cumpliéndose 
  así un acto estrictamente religioso, que comprometía no solamente 
  el honor sino la fe, la persona entera. La Iglesia trató de destacar 
  la significación del juramento en el acto de vasallaje, dejando bien 
  en claro su sentido cristiano. El valor que se atribuía al juramento, 
  Como lo acabamos de recordar, era por aquel entonces inmenso, y el perjurio 
  se veía como algo verdaderamente monstruoso. La transgresión de 
  un juramento era la acción más execrable que se pudiera imaginar.
  ¿Cuál era el texto del juramento? Extremadamente sucinto:
  –¿Queréis ser mi hombre?
  –Quiero.
  –Os recibo como a mi hombre.
  –Prometo seros fiel.
  La ceremonia se completaba con la investidura solemne del feudo* por parte del 
  señor, en signo de la cual entregaba al vasallo un objeto que la simbolizase, 
  por ejemplo una gleba de tierra o un ramo de vid, si se trataba de un feudo 
  civil, o la llave de la puerta o la cuerda de la campana para un feudo religioso. 
  Era la llamada traditio (entrega), gesto expresivo del nuevo poder que se otorgaba 
  al súbdito; la investidura cum baculo et virga, para emplear los términos 
  jurídicos usados en la época.
  *Investidura significaba la acción y efecto de conferir un cargo o una 
  dignidad importante.
  Como se puede ver, el lazo que unía al vasallo con su señor era 
  proclamado en el curso de una ceremonia pletórica de ese simbolismo y 
  esa atención a las formas tan caros al espíritu de la Edad Media. 
  Porque en aquel entonces toda obligación, contrato o pacto, debía 
  traducirse mediante un gesto simbólico, forma visible e ineludible de 
  la aquiescencia interior. Cuando, por ejemplo, se vendía un terreno, 
  lo que propiamente constituía el acto de venta, era la entrega por parte 
  del vendedor al nuevo propietario de un manojo de paja o un terrón de 
  tierra proveniente de su campo; si luego se levantaba un escrito –lo que 
  no siempre acontecía– sólo era a modo de recuerdo: el acto 
  esencial era la «traditio». La Edad Media es una época en 
  la que triunfó el rito, el signo, el símbolo, sin lo cual la realidad 
  permanecía imperfecta, inacabada, desfalleciente.
  De la ceremonia del vasallaje, de las tradiciones que lo integran, se deduce 
  el elevado concepto que la Edad Media tenía de la dignidad de las personas. 
  La idea de una sociedad fundada esencialmente sobre la fidelidad recíproca 
  era, sin duda, audaz. Como resulta obvio, es innegable que hubo abusos, felonías 
  y traiciones. Pero queda en pie que durante más de tres siglos, la fe 
  y el honor constituyeron el fundamento básico, la armazón vertebral 
  del entramado político.
  Antes de cerrar este tema destaquemos la importancia social del honor. Por cierto 
  que no fue el mundo medieval el que inventó el honor; lo novedoso fue 
  que lo hizo fundamento de su orden público, integrado, como de costumbre, 
  en la órbita de su concepto cristiano de la vida. Una conocida cuarteta 
  tomada de «El Alcalde de Zalamea» expresa con sobria majestad dicha 
  tesitura:
  Al rey la hacienda y la vida
  se ha de dar, pero el honor
  es patrimonio del alma
  y el alma sólo es de Dios.
  La cuarteta constituye un resumen acabado de la mentalidad medieval. El lazo 
  de lealtad al soberano implicaba la disposición a la entrega de los propios 
  bienes, incluso la misma vida, si fuera necesario, pero ninguna autoridad tenía 
  derecho a pedir al hombre su envilecimiento, exigiéndole la comisión 
  de una felonía. El sentido del honor era la disposición interior 
  que fundaba los vínculos del vasallaje y señalaba los límites 
  de la lealtad. Porque el Señor supremo era sólo Dios*.
  *A veces he pensado si algo de esta concepción medieval no habrá 
  pasado a una institución típicamente argentina cual es nuestra 
  estancia. Hasta no hace mucho tenían vigencia en ella esas relaciones 
  de protección y fidelidad entre el patrón y la peonada. Sería 
  un tema digno de estudio.
  3. Protección y vasallaje
  Señala R. Pernoud cómo de la formación empírica 
  de la institución feudal, modelada por los hechos, las necesidades sociales 
  y económicas, se seguía una gran diversidad en la aplicación 
  de los principios generales. La naturaleza de los compromisos que ligaban al 
  señor con sus vasallos variaba según las circunstancias, la naturaleza 
  del suelo y el estilo de vida de los habitantes; de este modo los acuerdos y 
  relaciones entre ambos se diferenciaban de una provincia a otra, o incluso de 
  un campo a otro. Pero más allá de estas diversidades, había 
  algo que permanecía estable, a saber, el pacto recíproco: fidelidad 
  por una parte, protección por la otra; o en otras palabras: el lazo feudal. 
  Porque este sistema nada tenía de utopista, no había brotado de 
  un escritorio, sino que era el resultado de circunstancias concretas. Como dijera 
  Henri Pourrat: «El sistema feudal ha sido la organización viva 
  impuesta por la tierra a los hombres de la tierra» (L’homme à 
  la bêche, Histoire du paysan, Flammarion, Paris, 1941, 83).
  Durante la mayor parte de la Edad Media, la característica esencial de 
  la relación señor-vasallo es que se trataba de algo eminentemente 
  personal: tal vasallo, concreto y determinado, se encomendaba a tal señor, 
  igualmente concreto y determinado, se adhería a él y le juraba 
  fidelidad, esperando de él subsistencia material y protección 
  moral. La Edad Media amó todo lo que era personal y preciso. Ninguna 
  época ha sido más propensa a descartar las abstracciones y las 
  leguleyerías, en orden a enaltecer el trato de hombre a hombre. «El 
  horror de la abstracción y del anonimato son características de 
  la época», concluye R. Pernoud (cf. Lumière du Moyen Âge... 
  32-33.35). Semejante tesitura implica un magnífico homenaje a la persona 
  humana.
  Más concretamente, ¿cuáles eran las cargas feudales del 
  vasallo? Como el señor debía pagar de su haber las erogaciones 
  inherentes a su cargo, era lógico que obtuviera el dinero de los hombres 
  a él encomendados. Su obligación primordial de proteger a sus 
  súbditos –no olvidemos que la nobleza tuvo un sesgo prevalentemente 
  militar– implicaba, como es obvio, capacidad de lucha en orden a defender 
  su dominio contra las posibles agresiones. Pues bien, la guerra exigía 
  un equipo costoso: espadas, lanzas, escudos, cascos, cotas de malla, armaduras 
  y caballos. Para proveerse de ello debía apelar a los recursos del feudo. 
  Esta colaboración financiera era semejante a los impuestos actuales, 
  no suponiendo más gastos que el de cualquier otro tipo de gobierno. Asimismo 
  la ayuda personal en la milicia estaba incluida frecuentemente en el servicio 
  de un feudo; el homenaje prestado por un vasallo noble a su señor suponía 
  el concurso de las armas todas las veces que le fuese requerido.
  Los señores, por su parte, tenían el deber de amparar a sus vasallos 
  y de hacer justicia. Los castillos más antiguos, los que fueron construidos 
  en la época turbulenta de las invasiones bárbaras, manifiestan 
  de manera patente la función protectora del señor: las casas de 
  los siervos y de los campesinos están ubicadas en las laderas de aquellos 
  castillos; allí la población se refugiaba en caso de peligro, 
  allí encontraba socorro y abastecimiento en caso de asedio. Defender 
  a sus vasallos y hacer justicia. Tratábase de un deber arduo, que implicaba 
  responsabilidades muy exigitivas, de las que debía dar cuenta a su soberano. 
  Según puede verse, los poderes del señor feudal, lejos de ser 
  ilimitados, como se lo ha creído generalmente, eran mucho menores de 
  los que en nuestros días posee el jefe de una empresa o incluso un propietario 
  cualquiera. Aquél no era un señor soberano, con absoluta propiedad 
  sobre su dominio, sino que dependía siempre de un superior. Aun los señores 
  más poderosos se subordinaban al rey. De la nobleza se exigía 
  más equidad y rectitud moral que de los otros miembros de la sociedad. 
  De hecho, por una misma falta, la multa infligida a un noble era muy superior 
  a la que se imponía a un labrador. En caso de mala administración, 
  el señor incurría en penas que podían llegar a la confiscación 
  de sus bienes.
  Señala R. Pernoud que, hacia el fin de la Edad Media, las cargas de la 
  nobleza fueron disminuyendo paulatinamente sin que sus privilegios se aminorasen; 
  en el siglo XVIII se hizo flagrante la desproporción entre los derechos 
  de que gozaban y los deberes insignificantes que les correspondían. El 
  gran mal fue arrancar a los nobles de sus tierras; ya no eran más «defensores», 
  y sus privilegios se encontraron sin sustrato. Ello provocó la decadencia 
  de la aristocracia, corroída luego por la doctrina de los Enciclopedistas 
  y la irreligión volteriana. En lo que compete a su Patria, observa la 
  autora que semejante desviación significó la ruina de Francia, 
  ya que «una nación sin aristocracia es una nación sin columna 
  vertebral, sin tradiciones, presta a todas las vacilaciones ya todos los errores» 
  (Lumière du Moyen Âge... 41-42).
  La «infidelidad» en este campo, sea por parte del súbdito 
  como de su señor, la ruptura del lazo feudal, con la consiguiente traición 
  a los compromisos contraídos, constituía un verdadero crimen, 
  el gran delito de la felonía. Calderón Bouchet ha especificado 
  el delito y sus consecuencias: Si el vasallo faltaba a su juramento y el señor 
  lograba probar su deslealtad ante la corte, aquél era considerado felón 
  y desposeído de su feudo. Cuando sucedía lo contrario, el vasallo 
  tenía derecho a hacer comparecer a su señor ante la corte de sus 
  pares para que diese razón de la ofensa cometida. Constituían 
  dicha corte los grandes vasallos del señor, por lo que el súbdito 
  presuntamente ofendido tenía la garantía de un juicio proferido 
  por personas tan interesadas como él en hacer respetar sus derechos comunes. 
  En coincidencia con aquello que decía R. Pernoud acerca del carácter 
  directo de las relaciones entre los hombres de la Edad Media, concluye Calderón 
  Bouchet: «La justicia medieval es llana y directa, carece de los artilugios 
  de un sistema jurídico racionalizador, pero es contundente, inmediata 
  y concreta. No se funda en principios abstractos, sino en vínculos personales 
  claramente determinados por los interesados y defendidos por ellos mismos ante 
  personas afectadas por una situación semejante» (El apogeo de la 
  ciudad cristiana... 190; cf. 186 ss).
  4. El vínculo rural y la universalidad 
  Una reflexión final sobre el feudalismo. Hemos señalado en una 
  conferencia anterior cómo el hombre del Medioevo vivía en un universo 
  piramidal, sintiéndose parte integrante de un mundo jerárquico 
  que iba desde los seres inorgánicos hasta Dios, pasando por los ángeles. 
  La institución feudal sólo es inteligible a esa luz. Nace de lo 
  concreto, de lo natural, de la tierra, pero se integra en la universalidad. 
  A este respecto señala el mismo Calderón Bouchet cómo muchos 
  autores no han dejado de manifestar su extrañeza ante una suerte de paradoja 
  que parece signar a la Edad Media: la tendencia al fraccionamiento político, 
  tan característica del feudalismo, y el sueño de una Cristiandad 
  universal unida bajo el cetro de un solo Emperador. Pero tal paradoja no es 
  sino el reflejo de otra paradoja más profunda, perceptible en la misma 
  Iglesia: su tendencia universalista y el valor que asigna a las comunidades 
  más inmediatas y concretas. Así pudieron coexistir el particularismo 
  feudal y el universalismo imperial, sin que la presunta incompatibilidad suscitara 
  en los hombres de ese tiempo la sensación de estar tironeados por tendencias 
  irreconciliables. El feudalismo brota de este movimiento natural a constituir 
  comunidades intermedias, sobre la base contractual de servicios o fidelidades, 
  sin exigir ninguna renuncia innecesaria, ni imponer el abandono de las ideas 
  universales (cf. ibid. 201-203).
  La sociedad feudal se integró de este modo en la cosmovisión típica 
  del hombre medieval, cosmovisión universal, imperial. Lo cual no significa 
  que hubiese olvidado su verdadero origen, su proveniencia rural. A este respecto 
  R. Pernoud acota una observación que, a mi juicio, es digna de interés. 
  La forma predominantemente urbana de la sociedad actual parece tan obvia, señala 
  la insigne medievalista, que para la mayor parte de la gente es casi un axioma 
  la creencia de que la civilización procede de la urbe, de la ciudad. 
  Incluso la palabra «urbanidad» tiene vestigios de dicha idea. Pero 
  tanto esa creencia como esta expresión fueron ignoradas en la Edad Media. 
  Hubo, de hecho, una civilización que brotó de los castillos, es 
  decir , de los dominios feudales, que se conformó en ámbitos rurales, 
  y nada tuvo que ver con la vida urbana, todavía incipiente. Esa civilización 
  dio origen a la vida «cortesana», adjetivo que proviene de court 
  (cour = patio) , el lugar del castillo donde comúnmente se reunía 
  la gente. El castillo feudal, a la vez que instrumento de defensa y cobijo natural 
  de toda la población rural en caso de ataque o asedio, fue un foco cultural 
  rico en tradiciones originales. Su función educativa es comparable a 
  la que ejercieron los monasterios, generalmente alejados de las ciudades, como 
  por ejemplo Mont-Saint-Michel, espléndida abadía construida en 
  un islote cercano al continente, golpeado por las olas del océano, que 
  fue un centro de irradiación intelectual en el medio rural circundante, 
  estrechamente vinculado con las poblaciones vecinas.
  Poco a poco, esa cultura comenzaría a declinar. En Francia, a partir 
  del siglo XIV, las ciudades fueron concentrando en sí los diversos órganos 
  de gobierno, las escuelas, los talleres, las artes, es decir, todos los centros 
  del poder y del saber. Este largo periplo, en que progresivamente la ciudad 
  fue tomando la primacía sobre el campo, culminaría con la reorganización 
  política de 1789 por la cual la ciudad principal de cada departamento 
  pasó a ser el centro de su actividad administrativa, y París el 
  punto neurálgico desde donde se dispondría todo (cf. R. Pernoud, 
  ¿Qué es la Edad Media?... 110-113). La misma autora dice en otro 
  lugar: «El estudio de este tipo de sociedad [feudal] resulta sumamente 
  interesante en una época como la nuestra en la que muchos reclaman para 
  las ‘regiones’ si no la autonomía, si al menos posibilidades 
  de desarrollo autónomo... No será, pues, inútil que recordemos 
  que ha existido una forma de Estado diferente a la actual, que las relaciones 
  humanas pudieron establecerse sobre unas bases distintas a las de la administración 
  centralizada y que la autoridad pudo residir –y de hecho residió– 
  fuera de las ciudades» (ibid. 104).
  Podemos aplicar estas reflexiones a la situación de nuestra Patria en 
  la época de los caudillos federales... situación trastocada y 
  finalmente destruida por el unitarismo centralista y destructor de los valores 
  provinciales y regionales. 
  
  II. Los Reyes y el Imperio
  En los umbrales de la Edad Media los lazos personales entre el vasallo y su 
  señor inmediato eran más poderosos que la lealtad al monarca, 
  pero el momento culminante del Medioevo llegó cuando el Rey se ubicó 
  en la cúspide del poder político nacional logrando el equilibrio 
  de las fuerzas intermedias, y el Emperador en el pináculo universal, 
  enseñoreando las monarquías locales. 
  1. Del feudo al Reino y al Imperio 
  Dentro del grupo de señores feudales, había uno que era más 
  importante, señor de señores. Como los demás, administraba 
  su feudo personal en el que hacía justicia, defendía a quienes 
  lo poblaban y recibía de ellos auxilio en caso de necesidad y rentas 
  en especies o en dinero. Pero, a diferencia de los demás, a él 
  competía de manera particular la defensa del reino, por lo que los otros 
  señores estaban obligados a prestarle ayuda militar. No deja de ser interesante 
  observar este origen feudal de la monarquía. También ella brotó 
  de lo natural, de la tierra, de raigambres concretas. «La Edad Media no 
  tuvo idea de un Estado sin personificación responsable –escribe 
  Calderón Bouchet–. La nación se llamó reino y su 
  encarnación era el monarca. El Estado en el sentido moderno del término 
  es invención jacobina. El hombre medieval tenía su patria en el 
  terruño, pero podía reconocerse como súbdito o vasallo 
  de un rey» (Apogeo de la ciudad cristiana, 208).
  Y de los Reinos se llegó al Imperio. Cuando Carlomagno arribó 
  al poder, la evolución estaba casi terminada. En toda la extensión 
  de su territorio había numerosos señores, con mayor o menor poder, 
  cada uno de los cuales agrupaba en torno a sí a sus hombres, sus vasallos. 
  La gran sabiduría de los Carolingios consistió en no pretender 
  tomar en sus manos todo el aparato administrativo que dependía de los 
  señores inferiores, sino mantener la estructuración concreta que 
  habían encontrado y que los había precedido. La autoridad inmediata 
  de los Emperadores no se extendía más que a su feudo ya un pequeño 
  número de señores, los cuales, a su vez, tenían autoridad 
  sobre otros, y así en más, hasta llegar a los estratos sociales 
  más humildes. Dicha distribución del poder no obstaba para que 
  una decisión del poder central pudiese llegar al conjunto del Imperio. 
  Lo que los Emperadores no tocaban de manera directa podía sin embargo 
  ser alcanzado indirectamente.
  En alabanza, pues, de Carlomagno hay que decir que reveló sus dotes de 
  gran estadista cuando en vez de dedicarse a combatir a sus señores vasallos, 
  como podía haber sido su inclinación natural, se contentó 
  con integrarlos en la pirámide del Imperio; al reconocer la legitimidad 
  del doble juramento que todo hombre libre debía a su señor local 
  ya su señor imperial, confirmó y consagró la estructura 
  feudal de la sociedad.
  De este modo se fue consolidando la jerarquía civil de la Cristiandad. 
  En la cima de la pirámide, el Emperador . Por debajo de él, los 
  diversos reyes, poco numerosos, y luego los duques y los condes, muy abundantes. 
  Siempre dentro del tejido de la sociedad feudal, fundada sobre la protección 
  del que está arriba y el vasallaje de quien se encuentra abajo.
  Entre los diversos reinos podemos mencionar el de Francia, donde nació 
  el primer Imperio premedieval, el reino inglés o escocés, y los 
  reinos hispánicos, que estaban fuera del poder del Imperio. Los reyes 
  que estaban dentro del Imperio acataban al Emperador. Los otros no; eran pequeños 
  emperadores. Terminada la Edad Media, el Occidente conocería un solo 
  Emperador, Carlos V, cuyo dominio no se extendería a Francia ni a Inglaterra.
  2. La consagración del rey: un acto sacramental
  La tradición de esta liturgia se remonta al tiempo de los reyes de Israel, 
  cuando el profeta Samuel ungió como tal a Saúl (cf. 1 Samuel 10,1 
  s) y luego a David (cf. ibid. 5,1 s). El hecho es que desde el siglo XI se estilaba 
  la ceremonia de la consagración de los reyes en la mayoría de 
  los países cristianos. Para destacar el carácter sacro de los 
  mismos, la Iglesia elaboró el ritual de su consagración con todo 
  el esplendor y solemnidad posibles. Tres momentos componían ese rito: 
  el juramento, por el que el pretendiente al trono se comprometía a hacer 
  justicia y proteger a la Iglesia; la elección, anunciada por la autoridad 
  eclesiástica local, ratificada luego por los obispos allí presentes 
  y propuesta finalmente a la aclamación del pueblo; y la unción, 
  momento culminante, que convertía al pretendiente en rey, ungido del 
  Señor .
  Ha llegado hasta nosotros un ordo redactado en Reims, bajo el reinado de S. 
  Luis, que ofrece una idea bastante acabada del desarrollo de la ceremonia. En 
  la catedral de dicha ciudad, con sus muros cubiertos de tapices, se había 
  erigido una alta tribuna en medio del crucero. Era domingo. La víspera 
  por la tarde, el pretendiente al trono, recibido solemnemente por el Cabildo 
  eclesiástico, había ingresado a la iglesia, permaneciendo allí 
  en prolongada oración. Al amanecer, tras el canto de las horas del Oficio 
  Divino que correspondían a esos momentos (maitines y prima), los nobles 
  se presentaban junto a las puertas de la catedral. En torno al altar se habían 
  ya ubicado los Arzobispos y Obispos. A las nueve de la mañana el Príncipe 
  hacía su ingreso solemne, seguido por los nobles, al son de las campanas 
  y de la música litúrgica. Una vez instalado en su sitial comenzaba 
  la Santa Misa donde se desplegaba toda la majestad de la liturgia.
  Había llegado la hora del juramento. El Príncipe ponía 
  su mano derecha sobre el libro de los Evangelios, y juraba respetar los derechos 
  de la Iglesia, cumpliendo sus mandatos, así como juzgar con equidad y 
  combatir a los herejes. Entonces el Arzobispo se volvía hacia los nobles 
  allí presentes y al resto de la asamblea, que en el espíritu del 
  ceremonial representaba al pueblo entero, solicitándoles su fidelidad 
  y homenaje, de un modo semejante a como el vasallo individual se comprometía 
  a ser fiel a su señor, conforme a lo que dijimos anteriormente. Según 
  se ve, el compromiso de fidelidad entre la nación y su soberano era mutuo.
  En el entretanto, se había colocado sobre el altar el cetro, el bastón 
  de mando, la larga y estrecha varita que simbolizaba la administración 
  de la justicia, la espada envainada y la corona; en una credencia, al costado, 
  los zapatos de seda, la túnica y la capa. Entonces, casi como si fuera 
  un sacerdote que se prepara para la celebración de la Misa, el Príncipe 
  era revestido pieza por pieza: los nobles le ponían los zapatos atándole 
  los cordones, le fijaban las espuelas, y finalmente el Arzobispo le ceñía 
  la espada. Había llegado el momento culminante: el Rey se ponía 
  de rodillas ante el altar, y el Arzobispo, tomando un poco de crisma u óleo 
  consagrado, lo ungía en la frente, en el pecho, en la espalda, en los 
  hombros, y en las articulaciones de los brazos, confiriéndole el vigor 
  que venía del cielo, mientras el coro cantaba la antífona: «Así 
  fue consagrado el rey Salomón». Luego lo revestían con la 
  túnica y la capa, ascendiendo de este modo al trono, con el cetro en 
  la mano derecha y la varita de la justicia en la izquierda, para que lo contemplase 
  y aclamase todo su pueblo, mientras el Arzobispo y los principales nobles del 
  Reino tomaban conjuntamente la corona y la colocaban pausadamente sobre su frente 
  (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 262-263).
  Como se decía en aquel entonces con toda naturalidad, el rey era tal 
  «por la gracia de Dios». Esa fórmula, comúnmente aceptada, 
  y que hoya algunos les resulta poco menos que grotesca, implicaba la afirmación 
  del origen divino del poder, al tiempo que denotaba la grave responsabilidad 
  asumida por el gobernante de un pueblo, al cual en cierto modo Dios había 
  no sólo elegido sino también ungido como su vicario en el orden 
  temporal. De esta manera la Iglesia santificaba la autoridad en la persona del 
  rey, y la impregnaba con el espíritu del cristianismo.
  Sobre la expresión «Rey por la gracia de Dios», R. Pernoud 
  acota una interesante observación: «Los dos sentidos que esta fórmula 
  tomó son muy reveladores, por su oposición, de la evolución 
  de la monarquía. En boca de S. Luis, ese término es una fórmula 
  de humildad, que reconoce la mano del Creador en las tareas divinas asignadas 
  a sus criaturas; en boca de un Luis XIV, la misma fórmula se convierte 
  en la proclamación de un privilegio de predestinado» (Lumière 
  du Moyen Âge... 261-262).
  El gobierno terreno era concebido a imagen del gobierno divino del mundo. Así 
  como el macrocosmos, se decía, es regido incesantemente por Dios en forma 
  monárquica, y el microcosmos –que es el hombre– es gobernado 
  por el alma, simple y una, de modo análogo el corpus politicum es conducido 
  por la autoridad de un único conductor, el monarca, «el ungido 
  del Señor».
  3. La misión del rey
  Ya hemos dicho que el rey medieval encabezaba la jerarquía de los señores 
  feudales, de manera semejante al modo como el señor feudal regía 
  su feudo, y el padre de familia conducía su hogar. Pero su dominio no 
  era despótico sino servicial, es decir, que empleaba su poder para el 
  servicio de sus súbditos. Ello se concretaba especialmente en dos ámbitos: 
  el gobierno y la justicia, simbolizados por sus respectivos atributos: el cetro 
  y la vara.
  El rey era, ante todo, un gobernante. Como tal, ejercitaba su poder directamente 
  sobre su propio territorio, sobre su feudo particular. En lo que tocaba al territorio 
  de los otros señores, el rey no poseía sino un poder indirecto. 
  Es cierto que entre ellos había algunos que dependían inmediatamente 
  de él, pero por lo general eran poco numerosos. En cuanto a los demás 
  señores feudales, no sujetos directamente a la corona, todos podían 
  apelar de su superior inmediato al rey, que era la instancia suprema en el reino. 
  Sus decisiones se transmitían por una serie de intermediarios hasta el 
  último de sus súbditos. Con todo no debemos equivocarnos pensando 
  que su poder era semejante al de los dirigentes políticos de la actualidad. 
  La autoridad que podía ejercer se reducía a una suerte de control 
  general, de modo que todo lo que estuviera prescripto por la costumbre fuese 
  normalmente ejecutado, manteniéndose así la «tranquilidad 
  del orden». Sobre esta base se fundaba su capacidad de ser el árbitro 
  nato para aquietar las querellas que podían surgir entre sus vasallos. 
  Señala R. Pernoud que en Francia este poder podría parecer meramente 
  platónico, ya que durante la mayor parte de la Edad Media su rey dispuso, 
  juntamente con un dominio exiguo, de recursos inferiores al de sus grandes vasallos. 
  Pero el prestigio que le confería la consagración, convirtiéndolo 
  en ungido de Dios, primaba sobre la escasez de sus medios coercitivos. La autoridad 
  real, hasta el siglo XVI, se fundó más sobre la fuerza moral que 
  sobre los efectivos militares (cf. Lumière du Moyen Âge, 76-77).
  En segundo lugar le competía hacer justicia. Justicia frente a los derechos 
  de Dios conculcados, y justicia frente a los derechos del hombre vulnerados. 
  El hombre de la Edad Media, así como era muy sensible al honor, lo era 
  también a la justicia. Se decía que dado que era misión 
  del rey hacer justicia, convenía que también como persona individual 
  llevase una vida justa delante de Dios. Así estaría en mejores 
  condiciones de discernir el bien del mal. Y una vez discernido lo que era justo, 
  debía tener el coraje de proclamarlo y defenderlo.
  En un antiguo libro llamado De legibus et consuetudinibus Angliæ, se encuentra 
  un párrafo típico del espíritu medieval en esta materia, 
  donde la teología y el derecho mezclan sus aguas en un mismo cauce: «El 
  rey debe ejercer el poder del derecho, como vicario y ministro de Dios en la 
  tierra, porque aquella potestad es de sólo Dios, mientras que la potestad 
  de injusticia es del diablo y no de Dios, y según las obras de cuál 
  de ellos obrare el rey, será su ministro. Por tanto cuando hace la justicia 
  es vicario del rey eterno, cuando se inclina a la injusticia es ministro del 
  diablo».
  Asimismo hemos hallado este texto en las Partidas del rey don Alfonso el Sabio: 
  «Los santos dixeron que el rey es señor puesto en la tierra en 
  lugar de Dios para cumplir la justicia et dar a cada uno su derecho, et por 
  ende lo llamaron corazón et alma del pueblo; ca así como el alma 
  yace en el corazón de home, et por ella vive el cuerpo et se mantiene, 
  así en el rey yace la justicia que es vida et mantenimiento del pueblo 
  en su señorío... Et otrosí dicieron los sabios que el emperador 
  es vicario de Dios en el imperio para hacer justicia en lo temporal, bien así 
  Como lo es el papa en lo espiritual» (2ª Part., Tit. I, Ley I).
  4. Las limitaciones del poder real
  Observa R. Pernoud que en la Edad Media no había lugar para un régimen 
  autoritario ni para una monarquía absoluta. El rey medieval veía 
  atemperada su autoridad por el complejo entramado del tejido social. Lejos de 
  ser el poder central y el individuo las dos únicas entidades existentes, 
  se escalonaban entre ambos una multitud de eslabones intermedios a través 
  de los cuales aquéllos se comunicaban entre sí. El hombre de la 
  Edad Media no fue jamás un ser solitario. Necesariamente integraba un 
  grupo, sea por el lugar donde vivía, sea por la asociación o «universidad» 
  a que pertenecía, lo que lo inmunizaba de posibles prepotencias. El artesano, 
  por ejemplo, a la vez que controlado se veía amparado por los maestros 
  de su oficio, que él mismo había elegido. El campesino estaba 
  sometido a su señor, el cual era vasallo de otro, éste de otro, 
  y así hasta el rey. Estos contactos personales jugaban el papel de «tapones» 
  entre el poder central y el individuo, lo que protegía a éste 
  de medidas generales arbitrariamente aplicadas, y lo liberaba de tener que enfrentarse 
  con poderes irresponsables o anónimos, como lo sería, por ejemplo, 
  el de una ley, un trust o un partido.
  Por otra parte, la autoridad del poder central se limitaba estrictamente a los 
  asuntos de índole pública. En las cuestiones de orden familiar, 
  tan importantes para la sociedad medieval, el Estado no tenía ingerencia 
  alguna. Los matrimonios, los testamentos, la educación, los contratos 
  entre individuos, eran normados únicamente por los usos y costumbres, 
  así como la profesión y, en general, todas las circunstancias 
  de la vida personal (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 74-75).
  Nada menos autócrata que un monarca medieval. Las crónicas y los 
  relatos de la época, nos lo muestran yendo y viniendo en medio de la 
  multitud, en contacto familiar con su pueblo; constantemente hablan de asambleas, 
  de discusiones, de juntas de guerra. El rey nunca obraba sin haber pedido previamente 
  consejo a su mesnada. Y esta mesnada no estaba compuesta, como luego lo estaría 
  Versalles, de cortesanos dóciles y serviles; aquéllos eran hombres 
  de armas, monjes, sabios, jurístas, e incluso vasallos tan poderosos 
  como el mismo rey ya veces más ricos que él. Este solicitaba sus 
  consejos, deliberaba con ellos, atribuyendo mucha importancia a esos contactos 
  personales. Fue a partir del Renacimiento que los reyes optarían por 
  recluirse en sus palacios.
  Como se ve, el rey feudal no poseía ninguna de las atribuciones que hoy 
  parecen normales en la autoridad política. No podía promulgar 
  leyes generales ni imponer impuestos para la totalidad de su reino. Ni siquiera 
  estaba en su poder movilizar un ejército nacional. Sólo a partir 
  del siglo XV los reyes comenzarían a arrogarse tales derechos hasta volverse 
  absolutistas. No deja de ser curioso que en 1789 se hablara de abolir el «feudalismo» 
  –sinónimo de tiranía–, que en esa época no 
  respondía a nada concreto. «Los términos ‘feudal’ 
  y ‘feudalismo’ fueron, en efecto, prostituidos –escribe R. 
  Pernoud–. Lo mismo que se llamó ‘gótico’ con 
  una intención peyorativa a todo lo que no era “clásico”, 
  se tildó de “feudal” todo lo que se quería destruir 
  del Ancien Régime» (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 
  119; cf. 117-119).
  Como hemos insinuado antes, frente al rey existían diversos controles, 
  o contra-poderes efectivos, capaces de oponer resistencia a una decisión 
  injusta del monarca. ¿Cuáles eran?
  Ante todo, el mismo Dios, del cual el rey no era sino vicario, y ante cuya voluntad 
  debía rendir la suya propia. Un gobernante moderno, que prescinde de 
  Dios en su quehacer gubernativo, es mucho más propenso a volverse totalitario.
  Asimismo, la Iglesia, cuya influencia, real y efectiva, limitaba el poder regio. 
  Aunque considerásemos tan sólo su ascendiente sobre los fieles, 
  ello no era de poca monta. Ya hemos señalado la inmensa fuerza que tenía 
  la fe durante la Edad Media. Una sanción eclesiástica, como el 
  interdicto o la excomunión, sacudía a todos los cristianos, desde 
  los más humildes hasta los reyes. Calderón Bouchet pone el ejemplo 
  de los hermanos de Sto. Tomás, quienes retiraron su apoyo a Federico 
  II cuando éste fue excomulgado, y prefirieron morir en los calabozos 
  del terrible Emperador antes que resistir al interdicto del Papa (Apogeo de 
  la ciudad cristiana... 228).
  También la Caballería, fuerza armada de aquellos tiempos, constituía 
  un efectivo contralor al poder del rey, el cual no contaba con otro recurso 
  militar para hacer cumplir sus órdenes. Como bien señala Calderón 
  Bouchet, los esbirros y mercenarios podían ser útiles para un 
  golpe de mano o para una empresa de pequeña envergadura. Las grandes 
  operaciones exigían la colaboración de los caballeros y éstos 
  tenían un código de honor cuya ruptura implicaba el delito de 
  felonía. Es cierto que entre sus deberes estaba el de servir al soberano, 
  pero ello debía ser en el contexto de determinadas reglas éticas 
  y religiosas que les impedían el acatamiento a una orden abusiva. Hoy 
  en día un presidente puede ordenar un ataque aéreo con «bombas 
  inteligentes» o la destrucción de una aldea entera, mujeres y niños 
  incluidos, pero un caballero medieval no podía admitir una orden contraria 
  a su honor (ibid. 228-229).
  A los controles anteriores podemos agregar el de los Parlamentos. Estas asambleas, 
  que vieron la luz en el siglo XII, representando a todos los estamentos de la 
  comunidad, se reunían en torno al rey, con el propósito de disponer 
  la ayuda voluntaria que pudiera prestársele en alguna emergencia, por 
  ejemplo una guerra, ya que en aquella época no había impuestos 
  obligatorios. El primero de esos cuerpos colegiados surgió en Huesca, 
  un pequeño Estado de España al pie de los Pirineos. Desde allí 
  la institución se propagó hacia el norte hasta llegar a Inglaterra, 
  la cual, al decir de Belloc, era casi siempre la última provincia del 
  Oeste que recibía cualquier institución nueva. No hubo Parlamento 
  completo en Inglaterra hasta fines del siglo XIII (La crisis de nuestra civilización, 
  84-85).
  Pero lo que por sobre todo limitó a la monarquía medieval fue 
  la costumbre, es decir, ese conjunto de usanzas, tradiciones y hábitos 
  no impuestos por la fuerza o por decisión de alguna autoridad, sino brotados 
  de la vida de un pueblo, y que se fueron desarrollando espontáneamente, 
  según los avatares del acontecer histórico, lo que ofrecía 
  la ventaja de ser ampliamente maleables, adaptables a los hechos nuevos. A la 
  larga esas costumbres resultaban aprobadas, aunque fuere implícitamente, 
  por los gobiernos respectivos. Relatan los cronistas que cuando Godofredo de 
  Bouillon se hizo cargo del Reino de Jerusalén, pidió ser informado 
  por escrito acerca de los usos y costumbres que se estilaban en las regiones 
  recién conquistadas. Carlyle duda de la veracidad de la noticia, pero 
  ve en ella el testimonio de lo que en la práctica sucedía: «Toda 
  la historia –escribe– ilustra vivamente el hecho de que la concepción 
  medieval de la ley está dominada por la costumbre. Aunque los juristas 
  piensen que los cruzados deben legislar para una nueva sociedad política, 
  conciben esa legislación como a una colección de costumbres vigentes» 
  (cit. en R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 182-183). 
  Un nuevo gobernante venía a conducir una vieja sociedad, y ello no era 
  factible si prescindía de sus leyes tradicionales, fijadas por las costumbres. 
  
  El rey medieval era, pues, la antípoda del rey absoluto. Su poder implicaba 
  un servicio, según aquel principio fundamental, enseñado por S. 
  Tomás: «El pueblo no está hecho para el príncipe, 
  sino el príncipe para el pueblo». De ahí la grave responsabilidad 
  que recaía sobre sus hombros. Por eso, si promulgaba una ley contraria 
  a la moral, era lícito desacatarla. En casos extremos, cabía la 
  resistencia armada, hasta llegar a su deposición. 
  
  III. La autoridad espiritual y el poder temporal 
  Tal fue el título que René Guénon eligió para uno 
  de sus memorables libros. Titulo sugestivo, por cierto, ya que plantea desde 
  el inicio la diferencia de los dos ámbitos: el espiritual, al que anexa 
  la palabra «autoridad», que parece ser menos material, y el temporal, 
  al que une la palabra «poder», de índole más terrena*. 
  Acá nos explayaremos en el tratamiento que dio la Edad Media al espinoso 
  tema de la relación entre la Iglesia y el Estado. El orden político, 
  en una época de tanta fe, no pudo en modo alguno desentenderse de este 
  asunto. Y menos pudo hacerlo el magisterio de la Iglesia, como es obvio. 
  *En otro lugar hemos comentado ampliamente la notable obra del pensador francés. 
  Cf. «Moenia» XVII (1983) 27-49. 
  1. Jalones históricos del problema 
  Según dijimos, el Imperio de Carlomagno nació indisolublemente 
  unido a la Iglesia. Esta era esencial al Imperio, que se consideraba como el 
  custodio temporal de la misma, y la organización política suprema 
  de la Cristiandad. La suerte del Imperio estaba, pues, unida a la de la Iglesia; 
  pero sería falso afirmar lo contrario, es decir, que la Iglesia estuviera 
  indisolublemente unida al Imperio, y que necesitara de éste, con necesidad 
  absoluta, se entiende. De hecho, tras la destrucción del Imperio cristiano 
  que rigió los destinos de la Edad Media, la Iglesia siguió existiendo, 
  y existirá hasta el fin de los tiempos, aun en medio de una sociedad 
  apóstata o pagana, ya que es imperecedera, según la enseñanza 
  y la promesa del mismo Cristo. En cambio la Cristiandad puede desaparecer, y 
  de hecho desapareció, la Cristiandad entendida como la hemos descrito, 
  es decir, como una sociedad impregnada por el espíritu del Evangelio.
  Tras estos prolegómenos, analicemos los hechos históricos que 
  tuvieron que ver con las relaciones que median entre la autoridad espiritual 
  y el poder temporal. Cuando en el curso del siglo X se instauró el régimen 
  feudal, tanto los Emperadores como los Reyes se creyeron con derecho para designar 
  a los Obispos, e incluso, en algunos casos, al mismo Papa. Más aún, 
  desde la época de los Otones, el Sumo Pontífice no podía 
  asumir sin haber previamente jurado fidelidad al Emperador. Una teoría 
  que flotaba en el ambiente, si bien jamás fue formulada de manera explícita, 
  sostenía que el señor temporal no confería al candidato 
  escogido la autoridad espiritual sino tan sólo la posesión de 
  las tierras anexas a su título, pero de hecho la gente no era capaz de 
  distinguir esta entrega temporal de la elección espiritual. En la ceremonia 
  de donación, que se llamaba Investidura, el Príncipe entregaba 
  al nuevo Obispo el báculo y el anillo, mientras le decía: Accipe 
  Ecclesiam (recibe la Iglesia). Un cronista de la época de Otón 
  el Grande relata una de estas ceremonias en forma tal que el Emperador aparece 
  como confiando al Obispo la cura pastoralis, es decir, la responsabilidad pastoral, 
  cosa que sólo puede conferir la autoridad espiritual. La confusión 
  era evidente. 
  Lo que sucedía en el nivel de la jerarquía –Papa y Obispos– 
  se daba también en un nivel inferior, en el ámbito de las parroquias. 
  La iglesia pertenecía al señor del lugar como el horno, el molino 
  y el lagar. Y dicho señor se creía con derecho a designar para 
  que la atendiera a un sacerdote de su elección, el cual debía 
  prestarle juramento de fidelidad, requisito necesario para que fuese por aquél 
  investido de su cargo. 
  Pregúntase Daniel-Rops qué podían valer aquellos Papas 
  nombrados por los Emperadores, aquellos Obispos escogidos por los Reyes, y aquellos 
  párrocos elegidos por los señores a su capricho. Sin embargo, 
  contra lo que se podía prever, encontramos un gran número de ellos, 
  e incluso la mayoría, que fueron fieles a su vocación y ejercieron 
  con celo su cargo pastoral. Lo que no disipó el gran peligro de que apareciesen 
  pastores indignos en los puestos directivos de la Iglesia (cf. La Iglesia de 
  la Catedral y de la Cruzada, 215-216). 
  Esta confusa situación fue la que dio pábulo a que estallase la 
  llamada Querella de las Investiduras. Tratóse, por cierto, de una polémica 
  de gran nivel. El poder del Emperador viene de Dios, es vicario de Dios. La 
  autoridad del Papa viene de Dios, es vicario de Dios. ¿Cómo compaginar 
  aquel poder con esta autoridad? ¿Cuál de las dos instancias había 
  de tener la primacía dentro de la sociedad cristiana? 
  La polémica duró siglos. Como es obvio, no disponemos del tiempo 
  necesario para exponer sus diversos y variados avatares. Destaquemos tan sólo 
  la tesis del obispo Ivo de Chartres (1040-1117), quien moriría antes 
  de haber visto el triunfo de la misma. La solución por él propuesta, 
  relativamente sencilla, consistía en distinguir, en un título 
  eclesiástico, el elemento espiritual y los beneficios temporales que, 
  en una época fundada en la organización feudal, dicho título 
  llevaba anejo. Un Obispo, un Abad, un párroco, eran hombres de Dios, 
  ministros de Cristo para la comunicación de la vida divina, y al mismo 
  tiempo titulares de determinados dominios concedidos por los laicos. En la investidura 
  habían de separarse, pues, la consagración, simbolizada por la 
  entrega del báculo y el anillo, y la dación de los bienes temporales; 
  la investidura espiritual era estricta competencia de la autoridad eclesiástica; 
  la investidura temporal pertenecía de derecho al soberano. Aquella solución, 
  tan clara y tan lógica, fue conquistando poco a poco las inteligencias. 
  El Concordato de Worms (1122) establecería el acuerdo sobre esos presupuestos, 
  cerrándose así la trágica Querella de las Investiduras.
  2. Lo sacro y lo profano
  Tras la consideración histórica, analicemos en sí mismo 
  el tema de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Tres son las situaciones 
  posibles. La primera se da cuando el poder político se opone a la Iglesia, 
  por considerarla adversaria o al menos molesta para sus designios; estalla entonces 
  la persecución. La segunda se establece cuando el poder político 
  ignora, de hecho, a la Iglesia, como sociedad sobrenatural; a lo más 
  la considera como una agrupación analogable a las sociedades intermedias 
  que hay en la nación; es un régimen de neutralidad. Históricamente, 
  la primera situación se dio durante los tres primeros siglos, mientras 
  que la segunda resultaba simplemente inconcebible para la mentalidad de la Edad 
  Media. Quedaba, pues, la tercera posibilidad, que se da cuando impera una estrecha 
  colaboración entre la autoridad espiritual y el poder temporal. A esta 
  situación se tendió durante el Medioevo, y de alguna manera logró 
  establecerse, por cierto que luego de estruendosos conflictos, como el de las 
  Investiduras, al que acabamos de referirnos, si bien tales desinteligencias 
  no constituyeron la regla general. La gran mayoría de la gente pensaba 
  con S. Bernardo: «Yo no soy de los que dicen que la paz y la libertad 
  de la Iglesia perjudican al Imperio o que la prosperidad de éste perjudica 
  a la Iglesia. Pues Dios, que es el autor de la una y del otro, no los ha ligado 
  en común destino terrestre para hacerlos destruirse mutuamente, sino 
  para que se fortifiquen entre sí».
  Pero no se trataba sólo de colaboración sino de jerarquización, 
  es decir, de determinar a quién correspondía la preponderancia, 
  si al poder temporal o a la autoridad espiritual. En líneas generales, 
  la primacía de lo sacro sobre lo profano fue un principio inconcuso, 
  más aún, fue el principio esencial que vertebró a la Cristiandad 
  en su conjunto. Sobre dicho principio se basó la Cristiandad y en el 
  grado en que tal principio es desconocido, la Cristiandad se autodestruye. El 
  problema se hacía, sin embargo, más agudo, cuando se trataba de 
  sacar sus consecuencias prácticas. Con todo hay que decir que de hecho 
  dicho primado nunca fue negado abiertamente, hasta los tiempos de la Reforma. 
  Un símbolo del mismo, referido concretamente a las relaciones entre la 
  Iglesia y el Estado, lo encontramos en una costumbre aceptada durante la Edad 
  Media: en las ocasiones en que el Papa y el Emperador se encontraban, el Emperador 
  debía sostener el estribo mientras el Papa montaba, y llevar las riendas 
  del caballo pontificio. Cuando hubo enfrentamientos concretos, a nadie se le 
  ocurrió objetar el principio como tal. A lo más se buscaba algún 
  argumento para atacar al Papado, diciéndose, por ejemplo, que el Papa 
  era una mala persona, o un usurpador .
  Autoridad espiritual y poder temporal. El Papa llevaba la tiara y tenía 
  en sus manos las llaves de Pedro, símbolos de su autoridad universal 
  («todo lo que atares en la tierra quedará atado en el cielo»). 
  El Emperador, en el momento de su coronación, era revestido con un manto 
  azul, constelado de estrellas, y tenía en sus manos el globo imperial, 
  símbolos de su poder universal. La Iglesia se afirmaba como sociedad 
  perfecta y, como tal, no necesitaba del Estado, si bien el apoyo de este último 
  le era sumamente útil para su defensa y expansión. El Estado, 
  por su parte, se consideraba igualmente sociedad perfecta, y en su orden era 
  autosuficiente; sin embargo necesitaba también de la Iglesia, y de una 
  manera mucho más profunda que ésta de aquél, ya que su 
  fin propio era el bien común temporal, y dicho bien estaba esencialmente 
  ordenado al bien último sobrenatural.
  En otras palabras, según la cosmovisión medieval, a la autoridad 
  espiritual le competía, como función suprema, la contemplación, 
  y luego, la enseñanza de la doctrina y la comunicación de la gracia 
  a través de los sacramentos; al poder temporal le correspondía 
  el gobierno político, que incluye tanto el quehacer administrativo y 
  judicial como el militar, salvaguardando así el tejido social. El escalón 
  que descendía de la autoridad espiritual al poder temporal es el que 
  iba de la contemplación a la acción. El poder temporal era de 
  por sí insuficiente para dar al hombre todo lo que necesitaba para el 
  cumplimiento plenario de su vocación, que no sólo era natural 
  sino también sobrenatural, de donde necesitaba que un principio superior, 
  cual era la autoridad espiritual, lo consolidase, infundiéndole estabilidad. 
  Tal era el sentido de la «consagración» del rey, a que nos 
  referimos anteriormente.
  La Edad Media nos ha dejado dos expresiones poético-simbólicas 
  de las relaciones entre la autoridad espiritual y el poder temporal. La primera 
  de ellas es la de las dos espadas. El término toma su origen del Evangelio 
  cuando, al término de la Ultima Cena y de las predicciones de Jesús 
  sobre su Pasión ya próxima, los discípulos le dijeron: 
  «Señor, aquí hay dos espadas» (cf. Lc 22,38). En nuestro 
  caso las «dos espadas» representan la autoridad espiritual y el 
  poder temporal. Según la primera elaboración medieval, ambas pertenecían 
  por derecho a S. Pedro ya sus sucesores, aun cuando el uso de la material se 
  delegase en el Estado. La Iglesia empuñaba la primera, porque lo espiritual 
  era su cometido específico, y entregaba la segunda –el poder temporal– 
  a los reyes, para que éstos la usasen en su nombre y bajo su control. 
  Fue S. Bernardo quien concretó el tema: «Una y otra espada... son 
  de la Iglesia. La temporal debe esgrimirse para la Iglesia y la espiritual por 
  la Iglesia. La espiritual por mano del sacerdote, la temporal por la del soldado, 
  pero a insinuación del sacerdote y mandato del rey» (De Consideratione 
  I. IV, c. 3-7). A Pedro se le dijo: «Vuelve tu espada a la vaina». 
  «Luego le pertenecía –comenta S. Bernardo–, pero no 
  debía utilizarla por su propia mano».
  El argumento escriturístico no es muy convincente, que digamos, pero 
  la consecuencia a que arribaba era la aceptada por la generalidad de sus contemporáneos 
  y que los Sumos Pontífices mantendrían durante los siglos XII 
  y XIII. Podríamos sintetizarla así: en el campo espiritual, el 
  Papa, como cabeza de la Iglesia, por ser tal, tiene en primer lugar un poder 
  directo que le permite juzgar a todos los cristianos, incluidos los Príncipes, 
  cuando cometen pecados; pero junto a ese poder directo dispone de otro poder, 
  que llamaban indirecto, por el cual puede hacerse obedecer de los que ejercen 
  el gobierno temporal con el fin de que las leyes por ellos promulgadas se amolden 
  a los principios divinos. Sobre el telón de fondo de este esquema doctrinal 
  se desarrollaron los graves acontecimientos de la querella entre el Sacerdocio 
  y el Imperio a que nos referimos anteriormente (cf. Daniel-Rops, La Iglesia 
  de la Catedral y de la Cruzada, 232-233).
  S. Buenaventura terció en el debate con la competencia que le era propia. 
  La Iglesia –decía– tiene a Cristo por cabeza de un doble 
  orden: sacerdotal y civil, porque El es, al mismo tiempo, sumo sacerdote y rey. 
  Su representante en la tierra, el obispo de Roma, ha recibido de Cristo el carácter 
  sacerdotal, pero tiene, a la vez, potestad del Señor para delegar la 
  espada de la autoridad civil al poder político, confiando al rey la dignidad 
  de su cargo temporal, «cuya razón es porque, siendo el mismo sumo 
  sacerdote, según el orden de Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del 
  Dios altísimo, y habiendo sido investido Cristo de ambas potestades, 
  recibió de El entrambas el vicario de Cristo en la tierra, a quien competen, 
  por lo mismo, las dos espadas» (De perfect. evang. q.4, a.3, sol. obj. 
  8).
  Junto con la imagen de las dos espadas, se popularizó otra, la del sol 
  y la luna. La Iglesia era comparada con el sol, y la Realeza con la luna. « 
  Así como la luna –enseñaba Inocencio III– deriva su 
  luz del sol, al que es inferior tanto en calidad como en cantidad, en posición 
  y en efecto, el poder real deriva el esplendor de su dignidad del poder del 
  Papa» (PL 214, 377). La imagen del sol y de la luna ayudó a comprender 
  la misma doctrina simbolizada en la fórmula de las dos espadas.
  La conjunción de la autoridad espiritual con el poder temporal fue también 
  comparada con la unión del alma y el cuerpo. Así como el alma 
  da forma y anima al cuerpo, así el orden sobrenatural hace las veces 
  del alma, animando y vivificando el entero orden temporal.
  Fácilmente se pensará hoy que esta doctrina suministraba una excusa 
  para que el Papa se entrometiera en el orden estrictamente temporal. Pero no 
  fue así, al menos por lo general. Lo que movía a los Papas cuando 
  se pronunciaban sobre algo temporal no era el orgullo, sino una convicción 
  profunda de su misión sobrenatural y del carácter sublime de dicha 
  misión por sobre todo el orden de las cosas terrenas. Por cierto que 
  hubo Papas y Obispos malos, que abusaron de aquella potestad con fines subalternos. 
  El canónigo Tomás de Chantimpré, en un curioso libro simbólico 
  publicado en 1248 bajo el título de «Las Abejas», cuenta 
  que un predicador que se aprestaba a comenzar un sermón delante de los 
  asistentes a un Concilio, vio que se le aparecía el demonio y le gritaba: 
  « ¿No sabes qué decirles? , pues diles esto: ¡Los 
  Príncipes del Infierno saludan a los Príncipes de la Iglesia!» 
  Pero la Edad Media conoció grandes Papas, varios de los cuales llegaron 
  a la santidad. Algunos de ellos fueron amenazados, insultados, desterrados y 
  hasta encarcelados por ser fieles al Evangelio, mas a pesar de todo no depusieron 
  jamás la profunda convicción de su dignidad pontificia. Y precisamente 
  por ello no se mostraban resentidos cuando algunos de entre sus fieles cuestionaban 
  talo cual de sus procederes que no les parecía correcto. En aquellos 
  tiempos los cristianos tenían mucha más libertad de espíritu 
  que ahora para enrostrar las desviaciones de sus jerarcas. 
  Destaquemos sobre todo la figura de Gregorio VII (1013-1085); entre sus numerosos 
  méritos hay que incluir el coraje con que salió al encuentro de 
  los males de la Iglesia medieval, principalmente la simonía y la fornicación, 
  dando comienzo a una auténtica reforma, pero desde adentro de la Iglesia. 
  Otro gran Papa fue Inocencio III (1160-1218), el mayor de los Papas medievales, 
  cuyo pontificado fue uno de los más brillantes de la historia, apasionado 
  también por el ideal de la reforma que hizo triunfar en el Concilio de 
  Letrán (1215).
  * * *
  También en este tema de la relación entre los dos poderes, como 
  en tantos otros puntos, fue Sto. Tomás quien expresó la doctrina 
  de manera clara e inequívoca. En su libro De Regimine Principum sostiene 
  que «el fin natural del pueblo formado en una sociedad es vivir virtuosamente, 
  pues el fin de toda la sociedad es el mismo que el de todos los individuos que 
  la componen. Pero puesto que el hombre virtuoso está determinado también 
  para un fin posterior, el propósito de la sociedad no es meramente que 
  el hombre viva virtuosamente, sino que por la virtud llegue al disfrute de Dios». 
  Si el hombre pudiese alcanzar este fin con sus solas capacidades naturales, 
  competería al rey dirigirlo hacia esa meta, y no necesitaría de 
  ninguna instancia ulterior; pero la fruición de Dios o visión 
  beatífica, no es el resultado de la voluntad del hombre ni un término 
  al que pueda arribarse gracias a la dirección humana; pertenece al gobierno 
  divino, al gobierno de Cristo. Ahora bien, «la administración de 
  este Reino ha sido encomendada no a los reyes, sino a los sacerdotes, a fin 
  de que lo espiritual fuese distinto de lo temporal»; y especialmente al 
  Sumo Pontífice, representante del Señor, «a quien todos 
  los reyes de los pueblos cristianos están sujetos como a nuestro mismo 
  Señor Jesucristo» (cf. De Regimine Principum, L. I, cap. 13). El 
  argumento consiste básicamente en que aquellos que tienen a su cargo 
  el logro de los fines próximos han de subordinarse a los que tienen por 
  misión la consecución de los fines últimos.
  La doctrina política de Sto. Tomás puso las cosas en su lugar, 
  ofreciendo un sólido fundamento a la legítima autonomía 
  del Estado en el ámbito del orden temporal, pero sin olvidar su ineludible 
  subordinación a los fines últimos que encarna la Iglesia. Ya en 
  el siglo XII, el canonista de Inocencio III había enseñado que 
  «ambos poderes, el del Papa y el del Emperador, proceden de Dios, y ninguno 
  de ellos depende del otro». Pero fue Sto. Tomás quien precisó 
  con más nitidez la idea de un orden natural y de una ley natural con 
  entidad propia, sobre la base de que el «derecho divino, que es de gracia, 
  no destruye el derecho humano, que es de razón natural» (Summa 
  Theologica II-II, 10, 10, c.) En su Comentario de las Sentencias, parece extraer 
  el corolario político de dicho principio cuando enseña que en 
  materia de bien civil es mejor obedecer al poder secular que al espiritual (cf. 
  II Sent., dist. XLIV, 2,2).
  Algunos decenios después de la muerte de Sto. Tomás, Bonifacio 
  VIII, en su Bula Unam Sanctam (1302), expondría de manera sintética 
  el gran tema de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal, asumiendo 
  la doctrina tradicional, desde S. Bernardo hasta Sto. Tomás. León 
  XIII, en su Encíclica Immortale Dei (1885) declararía formalmente 
  que el poder temporal y el poder espiritual son soberanos, cada uno en su esfera, 
  si bien conexos entre sí. Distinguir para unir.
  
  IV. Hacia un orden internacional
  De la confesada unidad de doctrina, así como del principio de la fraternidad 
  universal, principio antitético al egoísmo de los pueblos, no 
  menos que de las personas individuales, era normal que surgiese el anhelo de 
  una especie de federación universal. Siglos atrás había 
  escrito S. Agustín, refiriéndose a la Iglesia: «Tú 
  unes ciudadanos con ciudadanos, naciones con naciones... no sólo en sociedad, 
  sino en cierta fraternidad». La idea universalista inspiró a Dante 
  su obra De Monarchia. No en vano Dante se confesaba discípulo espiritual 
  de Sto. Tomás.
  Por supuesto que el ideal dantesco era una expresión de deseos más 
  que una realidad lograda. Entre las diversas naciones, cada una de las cuales 
  conoció una evolución muy diferente, hubo por cierto choques reiterados 
  y violentos. Sin embargo, como bien señala Daniel-Rops, lo que domina 
  el entero cuadro político de aquella época es que, por encima 
  de los conflictos, existió una unidad de fondo, que se manifestó 
  de mil maneras, e hizo que durante tres siglos Europa viviese un período 
  de concordia, como nunca lo había experimentado desde que con las invasiones 
  bárbaras se dio por terminada la Pax Romana, y como ya no habría 
  de experimentarlo en adelante. Más allá de las innegables crueldades 
  e incluso brutalidades que mancillan las luchas de la Edad Media, los europeos 
  se sabían miembros de una misma familia suprarregional y supranacional. 
  
  ¿Cuáles fueron las expresiones de esta comunidad internacional? 
  Sería largo de enumerar. Señalemos, con todo, algunas de ellas. 
  Por ejemplo, la casi inexistencia de burocracia en las fronteras. Un español 
  que pasaba por el reino franco no tenía que presentar ningún tipo 
  de documento o pasaporte. Especialmente los peregrinos que se dirigían 
  a los principales centros de devoción de la época, podían 
  recorrer todos los países que quedaban de paso sin encontrar la menor 
  restricción administrativa. Y ello aun en medio de una guerra. 
  Más positivamente, podemos observar con cuánta frecuencia los 
  diversos pueblos europeos se aliaron sin vacilaciones para realizar conjuntamente 
  una acción solidaria. Las Cruzadas fueron de ello el ejemplo más 
  pasmoso, no sólo las que se encaminaron a la liberación de Tierra 
  Santa sino también las que se lanzaron a la Reconquista de la España 
  ocupada por los moros, donde numerosos franceses e ingleses se alistaron para 
  auxiliar a sus hermanos españoles y portugueses. En caso de conflictos 
  o malentendidos entre naciones, frecuentemente se vio cómo los Príncipes 
  recurrían al arbitraje de alguna persona de elevados quilates morales, 
  un santo como S. Bernardo, por ejemplo, antes de lanzarse a la lucha entre hermanos 
  cristianos. 
  La unidad de Europa se manifestaba en todos los campos. Algunas veces el Papa 
  que se elegía era italiano, otras francés, otras inglés. 
  Los Obispos y Abades eran, a menudo, absolutamente extraños a la diócesis 
  o al monasterio para los que eran nombrados. Los religiosos de las grandes Ordenes 
  se intercambiaban de un país a otro con toda naturalidad. El mismo universalismo 
  era también advertible en el ámbito de la cultura. Como lo señalamos 
  en la conferencia anterior, los profesores más eminentes eran solicitados 
  por las diversas Universidades, sin atenderse a su proveniencia, Con lo cual 
  la cultura se universalizaba. Daniel-Rops llega a hablar de una Teología, 
  una Filosofía, una Literatura de Europa, en las que participaban todos 
  los países y de cuyos logros se beneficiaban todos. Algo semejante sucedía 
  en el campo de las Artes; los maestros más señalados eran apreciados 
  muy lejos de sus países de origen, al punto que hubo franceses que trabajaron 
  en España, e ingleses que se instalaron en Hungría; más 
  aún, talleres enteros de escultores y canteros se desplazaron por toda 
  Europa (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 36-37).
  Por supuesto que no todo fue color de rosa. Hubo, según dijimos, numerosos 
  conflictos y guerras. Pero fue precisamente a raíz de ello que surgió 
  la idea de contar con una especie de tribunal supremo, Con capacidad para juzgar 
  a pueblos y monarcas. Como pareció obvio, los ojos de la Cristiandad 
  se dirigieron hacia el que consideraban más adecuado: el Sumo Pontífice. 
  Fue él quien acogería tanto el lamento de las reinas injustamente 
  repudiadas Como el llanto de los pueblos oprimidos, para recordar a los reyes 
  la fidelidad y la justicia, so pena de que quedaran destronados con sólo 
  declarar a sus súbditos libres del juramento de fidelidad. No se olvide 
  que la Iglesia, guardiana de la fe, era también depositaria de los juramentos, 
  base de la sociedad medieval.
  ¡Qué sensación de fuerza y de humanidad se trasunta en aquellas 
  Bulas Pontificias que comienzan Con estas palabras: «Hemos llegado a saber 
  que N. N. oprime a su pueblo»! y el Papa, inerme, obtenía entonces 
  lo que tantas veces las actuales Naciones Unidas, armadas, no logran conseguir. 
  La intervención del Sumo Pontífice no era reductible a un mero 
  fallo judicial. Detrás de su intervención aleteaba el espíritu 
  de su paternidad universal. Como escribe J. Meinvielle: «La Iglesia –forma 
  divina universal– al informar los diversos Estados de la tierra, los confortaba, 
  en su propia razón de Estados, y, al recibirlos en su seno, los estrechaba 
  también en una hermandad sobrenatural, que robustecía los vínculos 
  derivados del Derecho de Gentes» (Unidad de la civilización cristiana, 
  en «Verbo» 278, 1987, 25). No era una simple Federación de 
  Estados. Era la Cristiandad.
  Concluyamos diciendo que, desde el punto de vista que estamos tratando, la Cristiandad 
  podría definirse como la «universidad» de los príncipes 
  y de los pueblos cristianos que, animados de una misma fe, adhieren a una misma 
  doctrina, y reconocen el mismo magisterio espiritual. La paz en la Edad Media 
  ha sido, precisamente, según la lograda fórmula de S. Agustín, 
  la «tranquilidad» de este orden.
  
  V. Dos figuras arquetípicas de reyes
  Jamás la historia ha conocido una galería tan amplia de reyes 
  santos como la Edad Media: S. Eduardo de Inglaterra, S. Hermenegildo de España, 
  S. Enrique emperador, Sta. Eduvigis de Hungría, Sta. Margarita de Escocia, 
  Sta. Eduvigis de Polonia, S. Esteban de Hungría, S. Vladimir de Rus, 
  Sta. Isabel de Portugal, y tantos más.
  Nos limitaremos a evocar a dos de ellos, que fueron entre sí primos hermanos, 
  S. Luis y S. Fernando.
  1. San Luis, rey de Francia
  Daniel-Rops ha compuesto un logrado retrato del santo, que acá esbozaremos. 
  Por las descripciones de sus contemporáneos se sabe que era un hombre 
  alto y enjuto, de cabello rubio y ojos azules. Espiritualmente se trataba de 
  una persona superior, pero que nada tenía de santurrón ni de mojigato; 
  al contrario, era afable, amante de las bromas y de la eutrapelia, lo que no 
  obstaba a que gustase conservar las debidas distancias, y cuando era necesario, 
  mostrarse cortante. Juntaba de manera eximia la nostalgia del Dios, cuya visión 
  final anhelaba, con la preocupación política por los asuntos de 
  la tierra que el mismo Dios había puesto a su cuidado.
  La vida de S. Luis es un testimonio vivo de cómo un rey puede hacer brillar 
  en sus obras el primado de las cosas de Dios por sobre las cosas del hombre. 
  «Querido hijo, lo primero que quiero enseñarte –diría 
  a su primogénito Felipe, en la carta-testamento que le dejó– 
  es que ames a Dios de todo corazón; pues sin eso nadie puede salvarse. 
  Guárdate de hacer nada que desagrade a Dios». Tal sería 
  el principio rector que lo guiaría a lo largo de toda su vida, en perfecta 
  consonancia con aquello que, siendo niño, había oído de 
  labios de su madre, Blanca de Castilla, a saber, que lo prefería muerto 
  a pecador. En medio de las agotadoras tareas que le exigía el timón 
  de la nación, nunca le faltó tiempo para rezar cada día 
  las Horas litúrgicas y para leer asiduamente la Sagrada Escritura y los 
  Santos Padres. Se confesaba con frecuencia, se azotaba en castigo de sus faltas, 
  ayunaba severamente, llevaba cilicio, y vivía con extrema sobriedad, 
  al menos mientras su cargo no le obligaba a ponerse trajes de gala.
  La fe no era para él algo puramente privado, vivido en el santuario secreto 
  del alma, sin influjo alguno sobre su conducta, sino que impregnaba todo su 
  obrar, y lo impulsaba a la caridad, que es como la flor de la fe. Su generosidad 
  era proverbial. Con frecuencia salía a caminar por las calles de París 
  o de las otras ciudades de su Reino, para distribuir dinero a los pobres que 
  a su paso iba encontrando; pasaba largos ratos cuidando en los hospitales a 
  los enfermos más repugnantes; invitaba a su mesa a veinte pobres tan 
  sucios y malolientes que los mismos guardias del Palacio se sentían descompuestos; 
  cuando, según la costumbre de aquel tiempo, se anunciaba desde lejos, 
  al son de campanillas, la presencia de algún leproso, Luis se acercaba 
  a él y lo besaba, como si fuese el mismo Cristo. Todas estas anécdotas, 
  y muchas más, no son producto de la imaginación de algún 
  biógrafo servil o beatón, sino que provienen de las más 
  seguras Crónicas de la época. Y esa caridad, que fue tan personal, 
  es decir, de persona a persona, no obstó a que la volcara también 
  a la creación de obras e instituciones educativas, así como a 
  la erección de hospitales, hospicios, orfelinatos y numerosos conventos.
  El espíritu de la Caballería se encarnó en él. S. 
  Luis fue un soldado intrépido, de un coraje pasmoso, que en las batallas 
  se dirigía siempre hacia los puntos más peligrosos, porque estaba 
  seguro de la justicia de su causa y amparado en la certeza de la vida eterna, 
  que sabía lo esperaba si moría en la demanda. El lustre de su 
  personalidad era tal que se imponía incluso a sus adversarios. Cuando 
  durante las Cruzadas cayó prisionero de los musulmanes, fue proverbial 
  el ascendiente que logró ejercer sobre el propio Sultán vencedor. 
  Y del caballero no tuvo sólo las condiciones militares, sino también 
  aquellas virtudes de dadivosidad y de delicadeza, de protección a los 
  débiles y de amor a Nuestra Señora, que integraban lo que podríamos 
  llamar la espiritualidad caballeresca.
  Admirable fue también la fidelidad que mostró en su vida conyugal, 
  una fidelidad no demasiado fácil, por cierto, pues su mujer, Margarita 
  de Provenza, era una joven más bien ligera, superficial, y de un nivel 
  psicológico y espiritual muy inferior al de su marido, si bien ha de 
  decirse en su favor que cuando llegaron épocas difíciles, supo 
  mostrar sus quilates de reina, como por ejemplo durante la epopeya de la Cruzada 
  emprendida por su esposo, donde quedó sola en Francia, debiendo asumir 
  responsabilidades vicarias. El anillo de S. Luis tenía grabada esta fórmula: 
  «Dios, Francia, Margarita», es decir, en orden jerárquico, 
  los tres amores que ocuparon su corazón.
  Pero, como bien señala Daniel-Rops, por eminentes que sean las virtudes 
  personales de un hombre, cuando se trata de un político es preciso que 
  trasciendan el ámbito privado y en alguna forma se manifiesten cotidianamente 
  en sus deberes de Estado. Y así lo fue ciertamente en el caso de S. Luis, 
  como lo demuestran una multitud de episodios. En el testamento a su hijo, tras 
  recordarle que la principal obligación del reyes amar a Dios por sobre 
  todas las cosas y ejercer su real actividad como si estuviera siempre en su 
  santa presencia, le advierte que semejante actitud lo obliga no sólo 
  a la ecuanimidad sino incluso a inclinarse del lado más débil. 
  «Si sucede que un rico y un pobre se querellan por alguna razón, 
  sostiene antes al pobre que al rico, pero busca que se haga la verdad, y cuando 
  la hayas descubierto, obra de acuerdo con el derecho». Los artesanos no 
  tuvieron protector más benévolo, más preocupado por sus 
  necesidades y más generoso para con sus profesiones que aquel rey que 
  hizo de Esteban Boileau el organizador de las «corporaciones». Sin 
  embargo no siempre S. Luis vio claro lo que debía hacer, sea dentro de 
  la nación como en lo que hace a las relaciones internacionales. Y en 
  esos casos no trepidaba en consultar a algún entendido en la materia, 
  en ocasiones al mismo Sto. Tomás, con quien a veces compartió 
  lo que hoy llamamos «almuerzos de trabajo» ...
  Una de las características más notorias del santo rey fue su amor 
  a la justicia, lo que lo llevó a poner especial cuidado en la selección 
  de los jueces del Reino. Es célebre aquella escena, relatada por Joinville, 
  consejero del rey e historiador, según la cual S. Luis, luego de oír 
  la Santa Misa, solía dirigirse al bosque de Vincennes, se sentaba junto 
  a una encina y escuchaba «sin impedimento de ujieres» a quienquiera 
  le «trajese un pleito». El cuadro tiene un valor simbólico, 
  pero aun cuando no haya sido cierto que personalmente hiciese justicia, es indudable 
  que la búsqueda de la misma fue su preocupación más absorbente. 
  La equidad del rey era integérrima, por lo que sus decisiones no siempre 
  concluían en actos de clemencia. Algunos lo experimentaron severamente, 
  por ejemplo aquel cocinero que, habiendo sido reconocido culpable de delitos 
  graves, esperaba escapar a la pena capital por el hecho de pertenecer a la Mesnada 
  Real, ya quien el rey en persona ordenó que lo ahorcasen; o como aquella 
  dama de la nobleza, cuyo amante, a solicitud suya, había asesinado a 
  su marido, por la cual intercedieron los frailes, las altas damas de la Corte 
  y la reina en persona, ya quien el rey hizo quemar en el mismo lugar de su crimen, 
  «porque la justicia al aire libre es saludable»…
  Francia fue en su tiempo, a los ojos de toda Europa, la tierra más venturosa 
  de la Cristiandad, dando la sensación de una impresionante actividad 
  creadora. Fue entonces cuando Robert de Sorbon, capellán del rey, erigió 
  aquel colegio –la Sorbona– que había de ser célebre 
  hasta nuestros días. Fue entonces cuando toda Francia, y particularmente 
  París, se pobló de institutos y casas de estudios. Fue entonces 
  cuando se elevaron las torres de Notre-Dame de París, cuando Chartres 
  rehizo su catedral, devastada por un incendio; cuando se edificaron Reims, Bourges 
  y Amiens. Y fue entonces cuando, para cobijar la corona de espinas traída 
  de Tierra Santa por iniciativa de S. Luis, se erigió esa maravilla de 
  piedra cincelada y de policromos vitrales que se denomina la Sainte-Chapelle.
  En lo que atañe a las relaciones internacionales se comportó con 
  verdadera hidalguía, severo a veces en la defensa de la grandeza de su 
  Francia, generoso otras para salvar la concordia de la Cristiandad. Con frecuencia 
  fue llamado para que hiciese de árbitro entre naciones en pugna, como 
  lo había sido S. Bernardo en el siglo anterior .Hijo fidelísimo 
  de la Iglesia, estuvo lejos de cualquier tipo de servilismo en relación 
  con la misma, no tolerando intervención alguna de Roma en su política 
  interna.
  La Cruzada –o mejor las Cruzadas, ya que se lanzó dos veces a la 
  misma sagrada aventura– había de ser el broche de oro de aquella 
  «política sacada de la Sagrada Escritura», según la 
  conocida expresión de Bossuet. Si bien no le acompañó el 
  éxito desde el punto de vista militar, sin embargo el heroísmo 
  de que hizo gala en su campaña de Egipto y la sublime belleza de su muerte 
  acaecida en Túnez confirieron a su imagen el supremo toque de la grandeza 
  cristiana (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 359-371). 
  
  De él escribiría Montalembert: «Caballero, peregríno, 
  cruzado, rey, ceñido con la primera corona del mundo, valiente hasta 
  la temeridad, no dudaba menos en exponer la propia vida que en inclinar su frente 
  ante Dios; fue amante del peligro, de la humillación, de la penitencia; 
  infatigable –campeón de la justicia, del oprimido, del débil, 
  personificación sublime de la caballería cristiana en toda su 
  pureza y de la verdadera realeza en toda su augusta majestad». Su fiesta 
  litúrgica se celebra el 25 de agosto*.
  *Sobre S. Luis puede verse también el magnífico elogio que del 
  Santo pronunciara el Card. Pie, publicado en «Mikael» 25, 1981, 
  131-152.
  2. San Fernardo, rey de Castilla y de León
  S. Fernando (1198?-1252), es, sin duda, el español más ilustre 
  del siglo de oro medieval, el siglo XIII, y una de las figuras máximas 
  de España, sólo comparable quizás con Isabel la Católica. 
  Fernando es uno de esos arquetipos humanos que conjugan en grado sublime la 
  piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más logrados 
  de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanas.
  Un accidente fortuito de su tío Enrique I hizo del joven Fernando, el 
  rey de Castilla. La verdadera heredera era su madre, pero ésta, comprendiendo 
  los dotes de su hijo, tras hacerse proclamar reina de Castilla, tomó 
  enseguida la corona que la cubría y la depositó sobre la cabeza 
  de su hijo. Poco más tarde, al cumplir Fernando los 18 años, fue 
  armado caballero en el Monasterio de las Huelgas, junto a Burgos, por el obispo 
  del lugar, y en presencia de su madre quien le ciñó la espada. 
  Desde entonces comprendió que su misión era ser caballero de su 
  tierra y de Cristo. Aquella espada sólo podría desenvainarse contra 
  los enemigos de la fe.
  La vida de Fernando fue intachable. Tras casarse, tuvo de su mujer nada menos 
  que 13 hijos, a quienes en su momento armó también caballeros. 
  En León, lo mismo que en Castilla, el pueblo lo quería y lo alababa. 
  Hasta físicamente se mostraba atractivo y gallardo, «caera –diría 
  luego de él su hijo– muy fermoso ome de color en todo el cuerpo, 
  et apuesto et muy bien faccionado». De elevada estatura, distinguido y 
  majestuoso sin perder la sencillez, amable con firmeza, reunía en espléndida 
  armonía las cualidades del padre de familia, del guerrero y del hombre 
  de Estado. Si tenía el don de enseñorear sobre los demás, 
  era porque antes había logrado dominarse a sí mismo.
  Hombre virtuoso como pocos, no era la suya una virtud triste ni huraña, 
  ni su corte tenía el aspecto de un monasterio. Gustaba de la magnificencia, 
  los desfiles militares, la liturgia solemne. Prefería las armaduras esbeltas, 
  arrojaba la lanza con destreza, cabalgaba con elegancia, y era siempre el primero, 
  tanto en la iglesia como en el campo, lo mismo en la guerra que en los torneos… 
  y hasta en el ajedrez, que jugaba con pericia. En su corte, quizás por 
  influencia de los árabes circundantes, la música alcanzó 
  un nivel semejante al que conoció en el entorno de S. Luis. Fernando 
  no sólo amaba la música selecta y cantaba con gracia, sino que 
  era también amigo de los trovadores, e incluso se le atribuyen algunas 
  «cantigas», especialmente una en loor de Nuestra Señora. 
  Todo esto resulta encantador como sustento psicológico y cultural de 
  un rey guerrero, asceta y santo. Su hijo Alfonso X el Sabio heredaría 
  la afición poética de su padre, tan cultivada en el hogar. Históricamente 
  parece cada vez más cierto que el florecimiento jurídico, literario 
  y hasta musical de la corte de Alfonso fue resultado del esplendor de la de 
  su padre.
  A un género superior de docencia pertenece la encantadora noticia anecdótica 
  que debemos también a su hijo: cuando Fernando iba a caballo con su séquito, 
  al toparse en los polvorientos caminos castellanos con gente de a pie, se hacía 
  a un lado para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las mulas.
  Pero la poesía, la guitarra y el ajedrez eran sólo una distracción 
  en medio de las fatigas del campamento. Lo permanente en aquella vida heroica, 
  la idea fuerza, la preocupación de todos los instantes, era la reconquista 
  de España, la vuelta de Andalucía a la civilización cristiana. 
  Sólo amó la guerra justa, como cruzada católica y de legitima 
  restauración nacional, evitando siempre en lo posible la lucha contra 
  otros príncipes cristianos, para lo cual recurrió generalmente 
  a la negociación.
  Tenía 25 años cuando, rodeado por su ejército de caballeros, 
  se acercó por primera vez a las orillas del Guadalquivir, dando inicio 
  a aquella gesta gloriosa de treinta años, que sólo la muerte pudo 
  interrumpir. Fernando conoció victoría tras victoria. Ningún 
  descalabro en su camino de gloría, ninguna batalla perdida. Al paso de 
  su caballo, Castilla se iba ensanchando sin cesar: primero Baeza, luego Córdoba, 
  Jaén, Murcia, Sevilla, toda la Bética meridional hasta el Mediterráneo, 
  hasta el océano. Cuando conquistó Córdoba, purificó 
  la gran mezquita, consagrándola al culto católico. Sólo 
  quedaba Granada. Si bien no llegó a ocuparla, logró que su emir 
  le pagara tributo; dos siglos después sería conquistada por Fernando 
  e Isabel, el mismo año del descubrimiento de América.
  No era la búsqueda de la vana gloria lo que desenfundaba aquella espada 
  victoriosa, sino sólo el pensamiento de la patria y el afán por 
  el reinado de Cristo. «Señor, Tú sabes que no busco una 
  gloria perecedera, sino solamente la gloria de tu nombre», terminó 
  cierta vez en forma de plegaria un discurso delante de su corte. Considerábase 
  un «caballero de Dios», le gustaba llamarse «el siervo de 
  Santa María» y tenía a honra el título de «alférez 
  de Santiago».
  Abundemos sobre la faceta mariana de su personalidad. Según la costumbre 
  de los caballeros de su tiempo, Fernando llevaba siempre consigo, atada con 
  una cuerda a la montura de su caballo, una imagen de marfil de Nuestra Señora, 
  la venerable «Virgen de las Batallas», que se conserva hasta hoy 
  en Sevilla. Aun cuando estaba en campaña, no dejaba de rezar el oficio 
  parvo mariano, antecedente medieval del rosario. A la imagen patrona de su ,ejército, 
  la «Virgen de los Reyes», le erigió, durante el asedio de 
  Sevilla, una capilla estable en el campamento, y tras la victoria, renunciando 
  a entrar a la cabeza de su ejército en dicha ciudad, le cedió 
  a la Virgen el honor de presidir el cortejo triunfal. Esa imagen preside hoy 
  una, espléndida capilla en la catedral sevillana. Cuando el eco de sus 
  resonantes victorias llegó hasta
  Roma, los Papas Gregorio IV e Inocencio IV lo proclamaron «atleta de Cristo» 
  y «campeón invicto de Nuestro Señor», respectivamente, 
  cual cruzado benemérito de la Cristiandad.
  Es bastante conocida la faceta guerrera de la personalidad de Fernando. No lo 
  es tanto su actuación como gobernante, que últimamente la historia 
  ha ido reconstruyendo. Por ejemplo, sus relaciones con la Santa Sede, los obispos, 
  los nobles y los municipios. En el orden educacional, no sólo creó 
  las Universidades de Falencia y Salamanca, Sino que también se preocupó 
  por buscar profesores dentro y fuera de España, concediendo grandes privilegios 
  a los estudiantes. Destacóse asimismo por la represión de las 
  herejías, las cordiales relaciones que mantuvo con los otros reyes de 
  España, su administración económica, y sobre todo el impulso 
  que dio a la codificación del derecho español, ordenando la traducción 
  del Fuego Juzgo en lengua castellana e instaurando el idioma español 
  como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución 
  del latín. También promovió el arte, acogiendo con la misma 
  esplendidez a los trovadores provenzales que a los artistas ya los sabios. En 
  este catálogo de aciertos no podemos omitir la reorganización 
  de las ciudades conquistadas; en los estados del sur de España encaró 
  con sabiduría el difícil problema de la convivencia; él 
  mismo se declaró «rey de tres religiones», considerando igualmente 
  como súbditos suyos a los cristianos, los judíos y los musulmanes. 
  
  A semejanza de su primo, S. Luis, fue celoso en la administración de 
  la justicia. Visitaba personalmente los pueblos de sus estados, oía los 
  pleitos y en ocasiones pronunciaba también las sentencias correspondientes. 
  Durante su largo reinado, siempre que pudo favoreció al pobre contra 
  las injustas pretensiones de los poderosos, y tanto le preocupaba este tema 
  que llegó a instalar en su palacio de Sevilla una rejilla que lo comunicaba 
  con la sala de audiencias, para observar si sus jueces procedían con 
  rectitud. «Oía a todos –nos cuenta un escritor que lo conoció–; 
  la puerta de su tienda estaba abierta de día y de noche, amaba la justicia, 
  recibía con singular agrado a los pobres y los sentaba a su mesa, los 
  servía y les lavaba los pies... Más temo, solía decir, 
  la maldición de una pobre vieja que a todos los ejércitos de los 
  moros».
  Fue bajo su reinado que, gracias al botín de tantas conquistas, España 
  se cubrió con el manto espléndido de sus catedrales góticas: 
  Burgos, Toledo, León, Osma, Palencia... El mismo rey impulsaba las obras, 
  y al tiempo que volcaba en ellas sus tesoros, alentaba a los artistas en su 
  emprendimiento. La vida de S. Fernando transcurrió sin especiales contrariedades, 
  ignorando la derrota y el fracaso. Mientras su primo S. Luis se dirigía 
  al cielo a través de la adversidad, Fernando lo hacia por el sendero 
  de la dicha. Dios condujo a ambos a la santidad pero por caminos opuestos: a 
  uno bajo el signo del triunfo terreno y al otro bajo el de la desventura y el 
  revés. Pero ambos se hermanaron encarnando el dechado caballeresco de 
  su época. Un nieto de S. Fernando, hijo de Alfonso, se casaría 
  con Doña Blanca, hija de S. Luis.
  No teniendo ya casi nada que conquistar en la Península, Fernando, todavía 
  joven –52 años– pensó llevar sus tropas al territorio 
  africano. Cien mil hombres se habían concentrado en las orillas del Guadalquivir, 
  una flota numerosa comenzó a moverse por el Estrecho de Gibraltar, las 
  armerías toledanas trabajaban al máximo de su capacidad, y ya 
  los príncipes marroquíes, previendo un desastre, enviaban embajadas 
  suplicantes. Pero la muerte invalidó el proyecto, aquella muerte admirable 
  que Alfonso su hijo y sucesor, nos ha relatado con palabras conmovedoras. «Fijo 
  –le dijo el moribundo– rico en fincas de tierra e de muchos buenos 
  vasallos, más que rey alguno de la cristiandad; trabaja por ser bueno 
  y fazer el bien, ca bien has con qué». Y luego, aquella postrera 
  recomendación, en que –el amor a la patria se cubre de gracejo: 
  «Sennor, te dexo toda la tierra de la mar acá, que los moros ganar 
  ovieron al rey Rodrigo. Si en este estado en que yo te la dexo la, sopieres 
  guardar, eres tan buen rey como yo; et si ganares por ti más, eres maior 
  que yo; et si desto menguas, no eres tan bueno como yo».
  Advirtiendo que se aproximaba el instante de su muerte, tomó en sus manos 
  una vela, ofreció su vida a Dios. Y mientras los clérigos allí 
  presentes entonaban el Te Deum, entregó su alma al Señor. Todos 
  lo lloraron, incluidos los árabes, que admiraban su lealtad. A sus exequias 
  asistió el rey moro de Granada con cien nobles que llevaban en sus manos 
  antorchas encendidas; la nobleza lo lloraba, el pueblo había perdido 
  su protector. Un rey como aquél sólo aparece cada tanto.
  En su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este 
  epitafio: «Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor 
  de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de 
  Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda 
  España, el más leal, é el más verdadero, é 
  el más franco, é el más esforzado, é el más 
  apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é 
  el más omildoso, é el que más temía a Dios, é 
  el que más le facía servicio, é el que quebrantó 
  é destruyó’ a todos sus enemigos, é el que alzó 
  y ondró a todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, 
  que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día 
  de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años».
  S. Fernando descansa en la abadía de Las Huelgas, allí mismo donde 
  fue armado caballero, que es como el Panteón Real. Su fiesta litúrgica 
  se celebra el 30 de mayo.