Capítulo II
  La cultura en la Cristiandad
  Terminamos la conferencia anterior aludiendo al abanico de esplendores que se 
  desplegó en la Edad Media, al carácter arquitectónico y 
  catedralicio de su Weltanschauung, que incluye la religión, la cultura, 
  la política, la economía, el trabajo, el arte. A partir de la 
  presente conferencia iremos exponiendo los diversos componentes de esa catedral. 
  Hoy nos abocaremos al análisis de la cultura, a partir de sus prolegómenos 
  en la época de Carlomagno.
  
  I. El Renacimiento Carolingio
  
No sería 
  justo afirmar que con la caída del Imperio Romano, se extinguió 
  todo resabio de cultura. Aquí y allá, en la Europa primitiva dominada 
  por las tribus bárbaras, se fueron encendiendo pequeños focos 
  de vida intelectual. Así, durante los siglos V y VI, en el norte de Italia 
  dominada por Teodorico, rey ostrogodo, con sede en Ravena, tuvo lugar un pequeño 
  «renacimiento» con el apoyo de Boecio y Casiodoro. En la España 
  visigótica apareció también una gran figura, S. Isidoro 
  de Sevilla, eminente autor enciclopédico, quien tuvo el mérito 
  de transmitir a las generaciones venideras lo que él había sistematizado 
  del pensamiento antiguo. Gran Bretaña, por su parte, a comienzos del 
  siglo VIII, nos legó a S. Beda el Venerable, monje erudito, que creó 
  en la Iglesia anglosajona un centro de cultura en torno a su persona. Según 
  algunos autores, Beda representa en Occidente el momento culminante de su cultura 
  intelectual durante el período comprendido entre la calda del Imperio 
  y el siglo IX. 
  También a Inglaterra le debemos a Vinfrido, que tomaría luego 
  el nombre de Bonifacio, uno de los hombres más grandes del siglo VIII, 
  el principal artífice de la conversión de los germanos al cristianismo, 
  quien sería el que consagrase a Pipino el Breve, padre de Carlomagno, 
  muriendo finalmente mártir en Fulda en 754. Tanto S. Beda como S. Bonifacio 
  prepararon un compacto grupo de monjes misioneros, los cuales, en todos los 
  lugares donde predicaron, juntamente con el cristianismo llevaron las letras 
  y la civilización.
  Sin embargo todos esos esfuerzos no tuvieron sino un carácter preparatorio. 
  Fue la influencia personal de Carlomagno la que confirió al resurgir 
  cultural, hasta ahora restringido a núcleos muy limitados, proyecciones 
  más amplias. Nada muestra mejor la verdadera grandeza de su carácter 
  que el celo que puso este príncipe guerrero y casi analfabeto en restaurar 
  la educación y elevar el nivel general de la cultura en sus dominios. 
  El llamado «renacimiento carolingio», que se manifestó tanto 
  en las letras como en las artes, tuvo su centro en el mismo palacio del Emperador, 
  sito en Aquisgrán, ciudad ubicada en el corazón geográfico 
  del Imperio. Allí se formaría una verdadera escuela, que por tener 
  precisamente su sede en dicho palacio, tomó el nombre de «Escuela 
  Palatina», desde donde, como por oleadas, se iría difundiendo por 
  todo el Imperio un hálito de cultura, con epicentro en diversas sedes 
  episcopales y monásticas tales como Fulda, Tours, Corbie, San Gall, Reichenau, 
  Orleans, Pavía, etc.
  ¿Cómo hizo el Emperador para llevar a cabo su gran proyecto? Ante 
  todo mediante una suerte de convocatoria cultural, gracias a la cual logró 
  que concurriesen a Aquisgrán hombres cultos de todas las regiones que 
  estaban bajo su dominio. Del sur de Galia acudieron el poeta Teodulfo de Orleans 
  y Agobardo; de Italia, el historiador y poeta Pablo Diácono, autor de 
  la «Historia de los Lombardos», así como Pedro de Pisa y 
  Paulino de Aquileya; de Irlanda, Clemente y Dungal; del monasterio de Fulda, 
  el joven Eginardo, quien luego escribiría la vida de Carlomagno; y así 
  de otros lugares. Anglosajones, irlandeses, españoles, italianos, germanos..., 
  de todas las regiones antiguamente civilizadas por los romanos afluían 
  ahora sus mejores exponentes a la corte de Carlomagno para contribuir con su 
  aporte al Renacimiento carolingio.
  Pero semejante concentración de cerebros habría resultado anárquica 
  si el gran Emperador no hubiera pensado en alguno que los organizara. Teóricamente 
  hablando, sólo un discípulo de Beda y Bonifacio, en cuyo ámbito 
  medio siglo antes se había producido lo que se dio en llamar «el 
  prerrenacimiento anglosajón», podía estar en condiciones 
  de dirigir con acierto la gran empresa cultural que se proponía llevar 
  adelante el soberano, y providencialmente este discípulo apareció 
  en uno de los viajes que el rey hiciera por Italia. De paso por la ciudad de 
  Pavía, tuvo la oportunidad de conocer allí a un monje de la escuela 
  de York, discípulo del arzobispo Egberto, el cual, a su vez, había 
  estudiado con S. Beda. Este monje se llamaba Alcuino, quien desde muy joven 
  se había destacado en el estudio de las artes liberales y en las letras 
  latinas, de acuerdo con la gran tradición que provenía de Boecio, 
  Casiodoro, Isidoro y Beda. No sería un genio, pero tenía todas 
  las condiciones que caracterizan al organizador y al maestro. Carlomagno, feliz 
  con el hallazgo, le propuso establecerse en su capital e instaurar allí 
  el método de estudios que regía en la escuela de York, en Inglaterra. 
  Así fue como Alcuino se puso al frente de la Escuela Palatina de Aquisgrán, 
  haciendo de ella un modelo de institución formativa para la mayor parte 
  de Europa occidental. Desde Aquisgrán se extendió por doquier 
  el ciclo de las artes liberales –de dicho ciclo hablaremos enseguida–, 
  que había explicado S. Isidoro y habían seguido los anglosajones, 
  completado con el estudio de la Sagrada Escritura y de la Teología. Tanto 
  Galia, como Germania e Italia, por la voluntad de Carlomagno y el celo de Alcuino, 
  conocieron de este modo un período de esplendor cultural.
  Un dato curioso. Carlomagno concibió su empresa como una especie de resurrección 
  de la cultura grecoromana. Quizás en el telón de fondo de su intento 
  se escondiese una idea más vasta, la de reinstaurar el Imperio antiguo, 
  ahora con sede en Aquisgrán. Los intelectuales que trajo de tantos lados 
  tomaron apodos que recordaban los tiempos clásicos; así, el poeta 
  franco Angilberto, se hizo llamar Hornero, el visigodo Teodulfo, Píndaro, 
  y el inglés Alcuino, Flaccus. Las artes de la época se inspiraron 
  en las formas antiguas e incluso los retratos que nos quedan en ciertos manuscritos 
  carolingios nos ofrecen efigies tan individualizadas como los bustos romanos 
  de la época de Augusto.
  ¿No resulta curioso este Renacimiento antes de tiempo? Refiriéndose 
  a lo que acaecería luego, en la Edad Media propiamente dicha, y al Renacimiento 
  ulterior, escribe R. Guardini: «La relación de la Edad Media con 
  la antigüedad es bastante viva, pero diversa de como será en el 
  Renacimiento. Esta última es refleja y revolucionaria; considera la adhesión 
  a la antigüedad como un medio para apartarse de la tradición y liberarse 
  de la autoridad eclesiástica. La relación de la Edad Media, por 
  el contrario, es ingenua y constructiva. Ve en las literaturas antiguas la expresión 
  inmediata de la verdad natural, desarrolla su contenido y lo elabora ulteriormente... 
  Cuando Dante llama a Cristo “el sumo Júpiter”, hace lo que 
  la liturgia cuando ve en Él al Sol salutis, algo pues totalmente diverso 
  de lo que hará el escritor del Renacimiento, al designar con nombres 
  de la mitología antigua las figuras cristianas. En este caso nos encontramos 
  frente al escepticismo o a una falta de discernimiento; en cambio en el primer 
  caso se expresa la conciencia de que el mundo pertenece a los que creen en el 
  Creador del mundo» (La fine dell’epoca moderna... 22-23).
  Carlomagno murió en 814, pero el Renacimiento cultural que había 
  impulsado, y que se manifestó también en la arquitectura, la iluminación 
  y la miniatura, lo sobrevivió casi durante un siglo. De Gran Bretaña 
  e Irlanda siguieron llegando al país de los francos hombres ilustres 
  como Juan el Erígena, llamado también el Irlandés o el 
  Escoto, que huían con sus libros de las embestidas de los escandinavos. 
  De la abadía de Fulda, que continuó resplandeciendo como un vigoroso 
  centro de cultura religiosa y profana, salió Rábano Mauro, teólogo 
  y literato que introdujo en Alemania la ciencia de las Etimologías de 
  S. Isidoro.
  El hecho es que la Europa occidental postromana consiguió alcanzar su 
  unidad cultural por primera vez durante el reinado de Carlomagno, clausurándose 
  así el período del dualismo en materia de cultura que había 
  caracterizado la época de las invasiones bárbaras, y lográndose 
  la completa aceptación por parte de los bárbaros del ideal de 
  unidad que sustentaban conjuntamente el Imperio y la Iglesia católica. 
  Según Dawson, todos los elementos que constituirían la civilización 
  europea estaban ya representados en la nueva cultura: la tradición política 
  del Imperio romano, la tradición religiosa de la Iglesia católica, 
  la tradición intelectual de la cultura clásica y las tradiciones 
  nacionales de los pueblos bárbaros. Tal sería la primera gran 
  síntesis, en los albores de la Cristiandad, un verdadero puente entre 
  la cultura antigua y la cultura medieval, la aurora de «la gran claridad 
  de la Edad Media». De no haberse producido el renacimiento carolingio, 
  la continuidad cultural se hubiese visto quebrada y la civilización habría 
  perecido en los dos siglos de caos que siguieron a la desaparición de 
  Carlomagno, sin que los hombres que vinieron después hubiesen podido 
  recoger una sola piedra del edificio que había levantado la antigüedad.
  
  II. La cultura popular
    
Entremos ahora 
  en el análisis del período específicamente medieval, en 
  sus siglos propiamente tales. La Edad Media conoció, como es natural, 
  la escolaridad en sus diversos grados. Pero antes de explayarnos sobre ello, 
  digamos algo acerca de la cultura general del pueblo.
  Señala Daniel-Rops que si hay una idea generalmente admitida en los manuales 
  y en el común sentir de la gente es el de la ignorancia de las multitudes 
  en la Edad Media, como si se hubiese tratado de un pueblo poco menos que analfabeto 
  y, por lo mismo, sometido ciegamente a cualquiera que tuviese un mínimum 
  de autoridad o de conocimientos. Preconcepto evidentemente disparatado cuando 
  quedan de aquella época tantos testimonios populares de fecundidad intelectual 
  y artística.
  En primer lugar, se pregunta Rops, ¿era el número de analfabetos 
  en la Edad Media tan grande como se piensa habitualmente? Dada la multitud de 
  clérigos, que en aquel tiempo eran los mejor formados intelectualmente, 
  y de profesores famosos que salieron de los rangos del pueblo más sencillo, 
  parece difícil concluir que la instrucción común de los 
  niños haya sido tan deficiente. Destacados intelectuales de la Edad Media 
  fueron de extracción social humildísima.
  Asimismo, y esto es capital, por aquel entonces no se pensaba que fuese lo mismo 
  saber leer que ser instruido. «Pues si en nuestros días la pedagogía 
  y la cultura descansan sobre datos que son sobre todo visuales, adquiridos por 
  la lectura y la escritura, en cambio en la Edad Media, en la que el libro era 
  raro y costoso, el oído desempeñaba un papel mucho mayor» 
  (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, pág. 376.
  Como prueba de este primado del oído sobre la vista, se ha traído 
  a colación el siguiente dato tomado de un capítulo de los Estatutos 
  Municipales de la ciudad de Marsella, que datan del siglo XIII, donde tras la 
  enumeración de las cualidades requeridas para ser un buen abogado, se 
  concluye con estas palabras: «litteratus vel non litteratus», es 
  decir, sepa leer o no. En aquel tiempo, conocer el derecho –así 
  como la costumbre– era para un abogado más importante que saber 
  leer y escribir (cf. ibid.)
  Atinadamente se ha observado que si la cultura medieval no se basó en 
  la escritura humana, sí lo hizo en la Escritura sagrada, revelada por 
  Dios, y conocida por la gente a través de mil conductos. Los sermones, 
  las conversaciones, el arte expresado en las catedrales, toda la producción 
  literaria en verso o en prosa, y hasta los sainetes y romances, presuponen en 
  el pueblo un conocimiento pasmoso de la Biblia, una frecuentación familiar 
  del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y si se ha dicho que los vitrales constituían 
  «la Biblia de las analfabetos» es porque incluso los más 
  ignorantes eran capaces de descifrar allí historias que les resultaban 
  familiares, llevando a cabo ese trabajo de interpretación que en nuestros 
  días saca canas verdes a los especialistas de arte. Y todo eso es cultura.
  De ahí que sea tan equitativo lo que a este respecto afirma Régine 
  Pernoud, es a saber, que cuando se quiere juzgar del nivel de instrucción 
  del pueblo durante la Edad Media no corresponde minusvalorar lo que llama «la 
  cultura latente», es decir, ese cúmulo de nociones que la gente 
  recibía participando en la liturgia, o escuchando relatos en los castillos, 
  o incluso oyendo las canciones de los trovadores y juglares. Desde que apareció 
  la imprenta, nos cuesta concebir una cultura que no pase por las letras (La 
  femme au temps des cathédrales, Stock, París, 1980, 74). Señala 
  la autora que quizás hoy nos sea posible entender mejor el influjo nada 
  desdeñable que tienen en la educación algunas formas de expresión 
  cultural por el gesto, la danza, el teatro, las artes plásticas, los 
  audiovisuales...
  No siempre, en efecto, se identificó cultura y letras. Se cuenta que 
  de visita por España, Chesterton conoció en cierta ocasión 
  a un grupo de labriegos, e impresionado por la sabiduría que revelaba 
  su modo de hablar y de comportarse, dijo admirado: «¡Qué 
  cultos estos analfabetos!».
  Particularmente la predicación fue determinante en la formación 
  de la cultura popular de la Edad Media. No era aquélla, como lo es ahora, 
  una suerte de monólogo, a veces erudito, ante un auditorio silencioso 
  y convencido. Se predicaba un poco en todas partes, no solamente en las iglesias, 
  sino también en los mercados, las plazas, las ferias, los cruces de rutas. 
  El predicador se dirigía a un auditorio vivo –y vivaz–, respondía 
  a sus preguntas, atendía a sus objeciones. Los sermones obraban eficazmente 
  sobre la multitud, podían desencadenar allí mismo una cruzada, 
  propagar una herejía, provocar una revuelta... El papel didáctico 
  de los clérigos era entonces inmenso; no sólo enseñaban 
  al pueblo la doctrina revelada, sino también la historia y las leyendas. 
  En la Edad Media la gente se instruía escuchando.
  Y hablando de leyendas, R. Pernoud ha señalado su gran virtud formativa: 
  «Las fábulas y los cuentos dicen más sobre la historia de 
  la humanidad y sobre su naturaleza, que buena parte de las ciencias incluidas 
  en nuestros días en los programas oficiales. En las novelas de oficio 
  que ha publicado Thomas Deloney, se ve a los tejedores citar en sus canciones 
  a Ulises y Penélope, Ariana y Teseo...» (Lumière du Moyen 
  Âge., 132).
  Digamos, para terminar, que buena parte de la educación popular era transmitida 
  por ósmosis, de generación en generación. El hijo del campesino 
  era iniciado por su padre en el arte rural, el aprendiz se instruía en 
  su menester gracias a la enseñanza de su maestro, cada uno según 
  su condición. ¿Hay derecho a tener por ignorante a un hombre que 
  conoce a fondo su oficio, por humilde que sea? 
  
  III. Las fuentes de la cultura medieval
  
Antes de entrar 
  en el análisis de lo que era la educación –no aquélla 
  por ósmosis o ambiental, sino la estrictamente profesional– digamos 
  algo sobre los arroyos que desembocaron en el río de la cultura medieval.
  
1. 
  La vertiente patrística
  
Desde un comienzo, 
  las preocupaciones teológicas de las dos mitades del mundo cristiano 
  habían sido diferentes. Mientras el Oriente se apasionaba por las controversias 
  en torno al misterio de Cristo, sobre todo de la unión hipostática, 
  el Occidente se mostraba mucho más interesado por los problemas de índole 
  soteriológica y moral. El gran tema teológico del Occidente fue 
  la doctrina de la gracia; la vida cristiana era entendida como la vida de la 
  gracia, y los sacramentos, primordialmente como canales de gracia. El Oriente, 
  en cambio, privilegió la doctrina del Verbo encarnado y de nuestra comunión 
  con El; la vida cristiana era concebida como un proceso de deificación 
  –Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios–, y los 
  sacramentos más bien como misterios de iluminación.
  El representante más conspicuo de la teología occidental fue, 
  sin duda, S. Agustín, el doctor de la gracia. Su influencia domina por 
  entero la cosmovisión medieval, tanto desde el punto de vista de la teología 
  de la historia como desde el ángulo de la educación. Ya hemos 
  visto hasta qué punto inspiró al mismo Carlomagno. El representante 
  supremo de la teología oriental fue Orígenes, uno de los genios 
  más conspicuos del pensamiento cristiano, que tanto influyó en 
  el mundo griego a través de los Capadocios (S. Gregorio de Nyssa, sobre 
  todo) y de S. Anastasio. Pero existe una gran diferencia entre estos dos hombres 
  notables. Mientras que S. Agustín fue, y sigue siendo, el maestro reconocido 
  de la teología occidental, Orígenes resultó repudiado, 
  después de su muerte, en el propio ambiente griego, a raíz de 
  algunos errores bastante gruesos que se encuentran en sus escritos, de modo 
  que muchas de sus obras fueron quemadas, llegando paradojalmente hasta nosotros 
  gracias a diversas traducciones latinas hechas en Occidente. Esto demuestra 
  el aprecio que de manera ininterrumpida el Occidente siguió sintiendo 
  por el Oriente, al que no se cansaba de mirar como la cuna física e intelectual 
  del cristianismo. Lo que no puede decirse recíprocamente del mundo oriental, 
  que nunca disimuló cierto desprecio por la cultura del Occidente cristiano, 
  Agustín incluido.
  El Occidente medieval frecuentó las obras teológicas griegas, 
  que algunos Padres latinos, sobre todo S. Hilario y S. Ambrosio, habían 
  previamente asimilado y glosado. De manera particular fueron tenidas en cuenta 
  las traducciones de las obras de Dionisio, que tanto influyeron por su doctrina 
  de la iluminación.
  Pero el autor griego que más repercusión tuvo en Occidente fue, 
  a no dudarlo, S. Juan Damasceno, del siglo VIII, el Sto. Tomás del Oriente. 
  El Damasceno concibió una suerte de gran Summa Theologica, que se convertiría 
  en uno de los clásicos de la teología occidental. Su obra impulsó 
  a los escolásticos –sobre todo a S. Buenaventura y Sto. Tomás– 
  a revisar y completar la doctrina agustiniana de la gracia, realizándose 
  en esta forma una síntesis de las dos grandes tradiciones teológicas, 
  la del Oriente y la del Occidente. Conservándose las intuiciones fundamentales 
  de la doctrina de S. Agustín, se enfatizó notablemente el carácter 
  ontológico del orden sobrenatural. La gracia no sólo fue un poder 
  que mueve la voluntad, sino una luz que ilumina al hombre y lo transfigura. 
  Esta simbiosis de la tradición agustiniana y la doctrina de los Padres 
  griegos, a través del Damasceno, es quizás uno de los logros más 
  trascendentes de la escolástica medieval*.
  *Cf. al respecto C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media... 125-128. En nuestro 
  libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético, 
  Gladius, 1989, 162-163, hemos abordado este tema señalando la posibilidad 
  de que en la presente coyuntura, tras el cisma que desde hace siglos separa 
  «los dos pulmones de la Cristiandad», más que Sto. Tomás 
  sea S. Juan Damasceno el posible punto de encuentro entre Oriente y Occidente.
  Señalemos algo más. En la asunción que realizó el 
  Occidente de la patrística oriental se incluye, si bien de manera larvada, 
  la asunción del antiguo pensamiento griego ínsito en el pensamiento 
  patrístico, sobre todo de los dos filósofos mayores de la antigüedad, 
  Platón y Aristóteles. A nuestro juicio, uno de los méritos 
  más relevantes de Sto. Tomás, merced al cual ha sido proclamado 
  por la Iglesia Doctor Communis, es el hecho de haber llevado a cabo una síntesis 
  genial no sólo de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, tanto 
  orientales como occidentales, sino también de lo mejor del pensamiento 
  clásico griego (Platón, y muy particularmente Aristóteles). 
  La Summa Theologica no es sino el grandioso resultado de dicha asimilación.
  Hay quienes gustan oponer Sto. Tomás a S. Agustín, lo que constituye 
  un grave error, preñado de consecuencias, cuya aceptación destruiría 
  el carácter arquitectónico de la inteligencia medieval. Sto. Tomás 
  resulta inobviable porque no fue otro el principal constructor de la catedral 
  de la inteligencia especulativa y contemplante. S. Agustín es imprescindible 
  porque complementa a Sto. Tomás con su imperecedera indagación 
  acerca de la teología de la historia.
  
2. 
  El aporte islámico y judío
  
Algunos medievalistas, 
  entre otros G. Cohen, han manifestado su extrañeza al constatar un hecho 
  a primera vista asombroso, es a saber, que la Edad Media, a pesar de fundarse 
  tan decididamente sobre la fe, no vacilara en incluir entre sus maestros y guías 
  a algunos autores que estuvieron privados de ella, como por ejemplo Aristóteles, 
  Virgilio, Ovidio... El mismo Cohen no disimula su admiración por la humildad 
  y buena voluntad de los medievales en aceptar que esa lección les llegase 
  en buena parte por la intermediación de los árabes infieles y 
  hostiles pero cultos, que tradujeron a su lengua las obras de aquellos grandes, 
  y que para colmo fueran los judíos quienes ulteriormente virtiesen las 
  obras de los griegos, del árabe al latín (La gran claridad de 
  la Edad Media... 166).
  Es sobre todo Dawson quien ha destacado esta vertiente de la cultura medieval. 
  Estamos tan acostumbrados a considerar la cultura como algo propio y característico 
  europeo, dice el escritor inglés, que se nos hace difícil pensar 
  que hubo una época en que la región más civilizada de Europa 
  Occidental fuese una provincia de cultura extraña. En un tiempo en que 
  el Asia Menor era todavía una región cristiana, y España, 
  Portugal y el sur de Italia eran lugares donde florecía la cultura musulmana, 
  resulta obviamente erróneo identificar la Cristiandad con el Occidente 
  y el Islam con el Oriente. El hecho es que la cultura occidental creció 
  a la sombra de la gran civilización islámica, y gracias a ella, 
  más aún que a Bizancio, empalmó con el mundo clásico 
  griego, heredando su ciencia y su filosofía. Señala Dawson que 
  fueron dos los principales focos del influjo árabe: España y Sicilia. 
  España, ante todo, ya que cuando el resto de Europa occidental parecía 
  próximo a sucumbir ante los ataques simultáneos de los sarracenos, 
  vikingos y magiares, la cultura de la España musulmana entraba en la 
  fase más brillante de su desarrollo, superando incluso a las civilizaciones 
  orientales en genio y en originalidad.
  Destacóse ante todo en España, al sur de la Península, 
  el famoso califato de Córdoba, que en el siglo X fue la zona más 
  rica y poblada de Europa occidental. Sus ciudades, con sus palacios, sus colegios 
  y sus baños públicos, se parecían más a las ciudades 
  del Imperio romano que a los miserables villorrios de Galia y de Germania. Córdoba 
  misma era la ciudad más grande de Europa después de Constantinopla; 
  se dice que contaba con 200.000 casas, 700 baños públicos, y fábricas 
  que empleaban a 13.000 obreros entre tejedores, operarios de arsenales y curtiembres. 
  En el campo de la cultura, no estaban menos adelantados. Los gobernadores musulmanes 
  rivalizaban entre sí en el patrocinio de eruditos, poetas y músicos. 
  La biblioteca del Califa de Córdoba parece que llegó a contener 
  400.000 manuscritos.
  El otro centro en España fue Toledo. A raíz de su reconquista, 
  en 1085, los cristianos entraron en posesión del tesoro de la ciencia 
  musulmana con los elementos de la cultura griega que los árabes habían 
  recogido en Siria y Persia para traerlos consigo hasta España. Así 
  llegó a Occidente un Aristóteles «nuevo», o sea obras 
  suyas hasta entonces desconocidas, con glosas de comentaristas árabes. 
  Cuando ocupó la sede toledana el arzobispo Raimundo, encontró 
  entre su grey una buena cantidad de sacerdotes que llevaban nombres árabes, 
  y que, además de conocer el latín, sabían hablar en árabe, 
  lo cual significaba que podía contar con colaboradores de gran valor 
  para el intercambio entre las culturas árabe y cristiana. Raimundo aprovechó 
  esta coyuntura con admirable acierto, alentando a aquel grupo de clérigos 
  para que tradujesen las obras árabes, o vertidas al árabe, a la 
  lengua latina. Tal fue el origen de la llamada «Escuela de Traductores 
  de Toledo». Y así esa ciudad se convirtió en el gran centro 
  de comunicación intelectual entre el Occidente cristiano y la cultura 
  musulmana, acudiendo a ella hombres de estudio de diversos países de 
  Europa. Fueron traducidos libros de Matemáticas, Astronomía, Alquimia, 
  Física, Historia Natural, Filosofía; el Organon de Aristóteles, 
  con glosas y compendios de filósofos árabes como Avicena, Algacel 
  y Averroes; obras de Euclides, Ptolomeo, Galeno e Hipócrates, con comentarios 
  de matemáticos y médicos musulmanes. Gracias a estos traductores, 
  la ciencia de los griegos que había conocido Europa en la antigüedad, 
  entraba de nuevo en el Occidente después de haber dado la vuelta por 
  el Oriente musulmán y por España.
  En cuanto a Sicilia, liberada ya en el siglo XI del dominio musulmán 
  por los conquistadores normandos, continuó siendo durante mucho tiempo 
  un punto de encuentro de corrientes árabes y cristianas, irradiándose 
  sobre el sur de Italia. El artífice más activo de dicha amalgama 
  intelectual fue el emperador de Alemania Federico II Hohenstaufen, nacido en 
  Italia de madre napolitana, cuya innata curiosidad lo inclinaba irresistiblemente 
  hacia la ciencia musulmana. En 1224 creó la Universidad de Nápoles, 
  y durante todo su reinado no dejó de patrocinar la escuela de Medicina 
  de Salerno, verdadera facultad donde enseñaron los mejores maestros árabes 
  y judíos en la materia. De igual modo contribuyó al conocimiento 
  de las obras de los filósofos musulmanes; una vez traducidas, las hacía 
  difundir en las escuelas y Universidades. El mismo Emperador sostenía 
  continua correspondencia con sabios musulmanes, a los que admiraba sin reservas.
  Este contacto entre las dos culturas encontró también un lugar 
  privilegiado en las costas del golfo de Lyon, con epicentro en el condado de 
  Barcelona. Ya en el siglo X, algunas escuelas monásticas y episcopales 
  de Cataluña, como Ripoll y Vich, tenían en cuenta los datos de 
  la ciencia musulmana, sobre todo en matemáticas, música y astronomía. 
  Por un lado, Barcelona ejercía soberanía sobre algunas ciudades 
  musulmanas de la España oriental, como Tarragona y Zaragoza, y, por otro, 
  sus príncipes se habían aliado matrimonialmente con las grandes 
  casas del Languedoc y de Provenza, aspirando a la conformación de un 
  poderoso Estado que se extendiera desde Valencia hasta la frontera italiana. 
  Pues bien, los puertos de esta región –sobre todo Barcelona, Montpellier, 
  Narbona y Marsella– estaban en relación con las comunidades musulmanas 
  de las islas Baleares y de España, así como con Africa y Asia 
  Menor. Dichas relaciones, predominantemente comerciales, no fueron exclusivamente 
  tales, ya que también en esta región –no menos que en Sicilia 
  y en Toledo– el Cristianismo occidental entabló fructíferos 
  contactos con el pensamiento musulmán. Algunas de las primeras traducciones 
  latinas de las obras científicas árabes fueron hechas en Marsella, 
  Toulouse, Narbona, Barcelona o Tarragona.
  Dawson destaca asimismo el influjo de la España musulmana tanto en la 
  práctica de la equitación, que era para ellos una de las bellas 
  artes, como en la profesión de juglar, despreciada por la Europa feudal 
  pero considerada en el Islam como un arte noble. Y así, es en la España 
  mora, más bien que en la Europa nórdica, donde debemos buscar 
  el prototipo del trovador caballeresco. Fue característica de España, 
  no sólo en la época de la dominación musulmana, sino también 
  después de la Reconquista, su pasión por la poesía y por 
  la música, compartida por todas las clases y estados, desde los teólogos, 
  filósofos y estadistas, a los juglares vagabundos que cantaban en los 
  torneos y en las esquinas de las calles. De la España musulmana la nueva 
  poesía lírica se extendería con fuerza extraordinaria por 
  toda la Europa occidental.
  Nos pareció importante detenernos en el análisis de Dawson, ya 
  que esta vertiente de nuestra cultura es por lo general bastante ignorada. No 
  fue sino en el siglo XIII, después de la época de las Cruzadas 
  y la gran catástrofe de las invasiones mogólícas, cuando 
  la cultura de la Cristiandad occidental empezó a equipararse con la del 
  Islam, y aun entonces siguió recibiendo influencias orientales. Sólo 
  en el siglo XV, con el Renacimiento y la gran expansión marítima 
  de los Estados europeos, adquirió el Occidente cristiano ese papel preponderante 
  en la civilización, que hoy consideramos como una especie de ley natural*.
  *Cf. C. Dawson, Así se hizo Europa... 223-224; Ensayos acerca de la Edad 
  Media... 258-263. En este último libro dedica un excelente capítulo 
  a nuestro tema bajo el título de «El Occidente musulmán 
  y el fondo oriental de la baja Edad Media», cf. 145 ss).
  
  IV. Los tres niveles de la enseñanza
  
Como indicamos 
  más arriba, la Edad Media conoció las diversas esferas de enseñanza 
  que nos son hoy habituales: primaria, secundaria y superior .
  
1. 
  La enseñanza primaria
  
Si bien no se empleaba 
  la denominación que ahora usamos de «enseñanza primaria», 
  era un hecho que normalmente los chicos iban al colegio. Por lo general, se 
  trataba del colegio anexo a la parroquia. Todas las parroquias, en efecto, tenían 
  obligación de crear una escuela y de proveerla suficientemente. En 1179, 
  el Concilio de Letrán había hecho de ello una exigencia estricta. 
  Por aquel entonces era común, y hoy lo sigue siendo en regiones tradicionales, 
  incluso en nuestra Patria, encontrar contiguas la iglesia, la escuela y el cementerio.
  Así, pues, en la base de la enseñanza medieval estuvieron las 
  escuelas parroquiales, que correspondían a lo que nosotros llamamos «escuelas 
  primarias». Como con mucha frecuencia las parroquias dependían 
  de los Señores, eran éstos quienes en realidad fundaban la escuela 
  y la mantenían. La enseñanza se impartía en un local colindante 
  con la iglesia, o a veces en el interior mismo del templo. El maestro no solía 
  ser el párroco sino un simple fiel, quien era mantenido sea por alguna 
  persona adinerada, sea más generalmente por sus propios alumnos, quienes 
  le retribuían en especies, habas, pescado, vino, y, rara vez, con algún 
  sueldo.
  ¿Cuál era el contenido de su enseñanza? Ante todo, la doctrina 
  cristiana –el catecismo–, y también la lectura, la escritura, 
  el arte de «fichar» –es decir, de contar con fichas–, 
  ciertas nociones de gramática, ya veces algunos rudimentos de latín 
  para poder entender mejor la liturgia. Como los libros eran prácticamente 
  inencontrables, se los suplía con carteles murales, hechos con pieles 
  de vaca o de oveja, sobre los cuales se escribía lo que se quería 
  enseñar, por ejemplo, los números, las letras, los catálogos 
  de las virtudes y de los vicios.
  Puédese así afirmar que en los siglos XII y XIII, la mayor parte 
  de los países de Occidente conoció un sistema de instrucción 
  elemental bastante desarrollado. Por cierto que la instrucción era inescindible 
  de la educación.
  
2. 
  La enseñanza secundaria
  
En un grado más 
  elevado se encontraban, por una parte, las escuelas monásticas, y por 
  otra, las escuelas catedralicias y capitulares, que correspondían poco 
  más o menos a lo que hoy llamamos «enseñanza secundaria», 
  con algunos elementos de enseñanza superior .
  Al principio este nivel de docencia estaba ligado al convento. No olvidemos 
  que los monasterios, ya desde la época de las invasiones bárbaras, 
  constituyeron verdaderos focos de cultura. Por aquel entonces S. Benito había 
  impuesto a sus monjes no sólo la obligación del trabajo, sino 
  también del estudio. Pronto los monjes se abocaron a copiar libros antiguos, 
  en orden a lo cual casi todos los conventos benedictinos reservaron un local 
  contiguo a la iglesia. Los monjes dedicados a dicha tarea se dirigían 
  a ese recinto en las primeras horas de la mañana, y sentados delante 
  de sendos pupitres pasaban horas y horas inclinados sobre los pergaminos, reproduciendo 
  e «iluminando» los textos. Así fueron copiando las perícopas 
  de la Escritura, los textos de los Santos Padres y de la antigüedad clásica, 
  de tal modo que en medio del naufragio ocasionado por las invasiones bárbaras, 
  lograron salvar la cultura antigua, y transmitirla al Medioevo. De esos rescoldos 
  de cultura encendidos en los monasterios, dispersos en medio de la noche, brotaría 
  el gran incendio de la cultura medieval.
  Si bien la importancia de los monasterios para la educación perduró 
  durante la entera Edad Media, con todo, a mediados del siglo XII, las escuelas 
  monásticas tendieron a declinar. Ya no fueron tanto los religiosos quienes 
  tuvieron a su cargo la enseñanza, sino el clero diocesano, favorecido 
  por el renacimiento urbano. Y así comenzaron a aparecer escuelas dependientes 
  de los Obispados o de los Cabildos eclesiásticos. Algunas se destacaron 
  sobremanera, por ejemplo la de Chartres, esclarecida por figuras como Fulgerto, 
  Ivo, y luego Juan de Salisbury. Nombremos asimismo a Cantorbery y Durham, en 
  Inglaterra; Toledo, en España; Bolonia, Salerno y Ravena, en Italia.
  Estos establecimientos estaban regidos por la autoridad religiosa. El llamado 
  «maestroescuela», era, por lo común, un canónigo elegido 
  por el Obispo o por el Cabildo. ¿Quiénes acudían a tales 
  escuelas? Todos los que quisieran, sin distinción de posiciones sociales. 
  La enseñanza era paga para los pudientes pero gratuita para los pobres, 
  lo cual hacía que todos, ricos y pobres, pudiesen recibir una educación 
  adecuada. Por eso tenemos tantos ejemplos de grandes personajes, bien formados, 
  que provenían de familias de humilde condición: Sigerio, que sería 
  primer ministro en Francia, era hijo de siervos; S. Pedro Damián, en 
  su infancia había cuidado cerdos; Gregorio VII, el gran Papa de la Edad 
  Media, era hijo de un oscuro cuidador de cabras.
  En cuanto al contenido de la enseñanza, se seguía el esquema tradicional, 
  inspirado, si bien remotamente, en Aristóteles, concretado por S. Agustín, 
  y que Alcuino había adoptado cuando Carlomagno le encargó organizar 
  su Escuela. Los conocimientos se dividían en siete disciplinas, distribuidas 
  en lo que se llamó el trivium: Gramática, Dialéctica y 
  Retórica; y el quadrivium: Aritmética, Geometría, Astronomía 
  y Música. Recibieron el nombre de «artes liberales», porque 
  en ellas el espíritu humano se desenvuelve con más libertad, diversamente 
  de lo que acontece con las «artes mecánicas», como la carpintería, 
  la construcción, etc., que de alguna manera someten al hombre a las exigencias 
  de la materia. Pero, como se recordaba siempre de nuevo, tanto el trivium como 
  el quadrivium no eran sino medios –un método– para conocer 
  la verdad en sus múltiples aspectos.
  Detallemos sucintamente lo que dichas materias incluían. La primera que 
  integraba el trivium, la Gramática, no era entendida en el sentido restringido 
  que hoy le damos, ya que a más del aprendizaje de la lectura y la escritura, 
  abarcaba también todo lo que se requiere saber para «componer» 
  un libro: sintaxis, etimología, prosodia, etc. Luego venia la Dialéctica, 
  lo que no carecía de sentido, dado que después de haber aprendido 
  a leer y escribir como conviene, era preciso aprender a argumentar, probar y 
  rebatir, en una palabra, el juicio crítico, el arte del debate. Finalmente 
  la Retórica, que se ordenaba a la formación del orador, y que 
  era considerada como un arte práctica y ennoblecedora a la vez. Ya Cicerón 
  había dicho que el hombre se distingue de los animales por el lenguaje, 
  que el hombre es un animal parlante, de donde se sigue que cuanto mejor habla, 
  mejor es. Por eso la elocuencia era, a sus ojos, el arte supremo; y no solamente 
  un arte, sino una virtud.
  En cuanto al quadrivium, incluía, como dijimos, la Aritmética, 
  la Geometría, la Astronomía y la Música. Respecto a las 
  tres primeras asignaturas poco podemos agregar a lo que todo el mundo sabe acerca 
  de su contenido. En lo que toca a la música hemos de señalar que 
  abarcaba el conjunto de lo que hoy llamamos «las bellas artes»; 
  el término «música» dice relación a las «musas», 
  no reductibles a las solas armonías sinfónicas. 
  
3. 
  La enseñanza universitaria
   
Tras el trivium 
  y el quadrivium, es decir, las artes y las ciencias, el estudiante culminaba 
  el ciclo de los conocimientos accediendo al nivel universitario. 
  La palabra «Universidad», que hoy aplicamos con exclusividad a las 
  casas de altos estudios, tenía por aquel entonces un sentido mucho más 
  general. La Europa misma se autodenominaba Universitas christiana. Aquel término, 
  que encontramos también referido a los municipios, a los profesores y 
  alumnos de los institutos de enseñanza, o a los artesanos de una misma 
  profesión y localidad, merece una explicación. Universidad viene 
  de «universus» o «versus-unum», significando el conjunto 
  de los que tienden a una misma cosa. La «universidad», en sentido 
  lato, es, pues, una comunidad natural a la que pertenecen los que cumplen un 
  mismo oficio, o tienen una misión común. 
  La Universidad, esta vez en sentido estricto, es una creación peculiar 
  del Medioevo cristiano. Ni los chinos, ni los indios, ni los árabes, 
  ni siquiera los bizantinos montaron jamás una organización educativa 
  semejante. Concretamente, las Universidades fueron creaciones eclesiásticas, 
  prolongación, en cierta manera, de las escuelas episcopales, de las que 
  se diferenciaban por el hecho de que dependían directamente del Papa 
  y no del obispo del lugar. Los profesores, en su totalidad, pertenecían 
  a la Iglesia, y en buena parte a Ordenes religiosas. En el siglo XIII, las ilustrarían 
  sobre todo la Orden franciscana y la dominicana, gloriosamente representadas 
  por un S. Buenaventura y un Sto. Tomás. La Universidad constituía 
  un cuerpo libre, sustraído a la jurisdicción civil y dependiente 
  únicamente de los tribunales eclesiásticos, lo cual se consideraba 
  como un privilegio que honraba a esa corporación de élite. 
  a) Las diversas Universidades:un propósito sinfónico
  La historia de las Universidades comienza en París. Desde principios 
  del siglo XII, era París una ciudad de profesores y estudiantes. En el 
  claustro de la catedral de Notre-Dame funcionaba una escuela catedralicia, heredera 
  del prestigio de la escuela de Chartres, y en la orilla izquierda del río 
  Sena, dos escuelas abaciales, la de S. Genoveva y la de S. Víctor. El 
  pequeño puente que unía entonces la ciudad con la orilla izquierda 
  del Sena, estaba repleto de casitas que se llenaron de estudiantes y de profesores. 
  Un día los profesores y alumnos comprendieron que formaban una corporación, 
  o sea, un conjunto de personas dedicadas a la misma profesión. Y entonces 
  hicieron lo que habían hecho ya los zapateros, los sastres, los carpinteros 
  y otros oficios de la ciudad: agruparse para constituir un gremio. El gremio 
  de profesores y estudiantes se llamó Universidad. Enterado del hecho, 
  el Papa la colocó bajo su amparo, y los Papas posteriores resolvieron 
  que sus estudios fueran válidos para todo el orbe cristiano.
  A mediados del siglo XIII, vivía en París un maestro llamado Robert 
  de Sorbon, canónigo de la catedral y consejero del rey S. Luis. Preocupado 
  por la situación de los estudiantes pobres, le pidió al rey que 
  le cediera algunas granjas y casas de la ciudad, y agregando dinero de su propio 
  peculio, fundó un Colegio para alojar a 16 estudiantes de Teología 
  necesitados. El Colegio se llamó de la Sorbona, en homenaje a su creador. 
  La Universidad de París fue considerada como la más importante 
  de la Cristiandad, principalmente por la preeminencia que en ella se otorgaba 
  a la Teología, la reina de las ciencias.
  Juntamente con la Universidad de París, hemos de destacar, en el siglo 
  XII, la de Bolonia, especializada en derecho civil y canónico, que eclipsaría 
  a las viejas escuelas jurídicas de Roma, Pavía y Ravena, y que 
  en su materia apenas tendría rival en la Cristiandad. Si respecto a la 
  Universidad de París, el Papa puso bajo su amparo a la agrupación 
  de maestros y estudiantes defendiéndola del poder del obispo local, en 
  Bolonia sostuvo a las agrupaciones de estudiantes contra el poder de la municipalidad. 
  A esta Universidad acudieron los jóvenes de todos los países de 
  la Cristiandad que deseaban conocer el mundo de las leyes. Una característica 
  muy especial suya fue el influjo que en ella ejerció la rica burguesía 
  comerciante, que veía el estudio del Derecho como un instrumento para 
  asegurar sus negocios. Máxime que fue en Bolonia donde se reflotó 
  una ciencia olvidada, el Derecho Romano, que suministraría a los Emperadores 
  argumentos en su lucha con el Papado. Dicho Derecho venia en cierto modo a reemplazar 
  el derecho consuetudinario, más anclado en las tradiciones nacionales 
  e impregnado de espíritu evangélico. En cierto modo, las luchas 
  entre el Imperio y el Papado fueron luchas del Derecho romano contra el Derecho 
  canónico.
  Asuntos muy diferentes interesaban a los numerosos alumnos que estudiaban en 
  la Universidad de Salerno. En esa ciudad del sur de Italia se conocían 
  los libros de los médicos que habían llegado de la vecina Sicilia 
  durante el período en que la ocuparon los griegos y los árabes. 
  En 1231, el emperador Federico II, gran admirador de la ciencia árabe, 
  como dijimos anteriormente, prohibió que se enseñara en cualquier 
  otra ciudad de sus dominios y desde entonces Salerno se convirtió en 
  el gran centro de la enseñanza de medicina.
  En el sur de Francia, en tierras del Languedoc, se destacó la Universidad 
  de Montpellier, frecuentada por estudiantes que provenían de Italia y 
  de las tierras musulmanas de España. Sus escuelas de medicina fueron 
  célebres ya en el siglo XII. Juan de Salisbury, obispo de Chartres, asegura 
  que en su tiempo Montpellier era tan concurrida como Salerno por jóvenes 
  que querían aprender el arte de curar.
  El movimiento de creación de nuevas Universidades se hizo más 
  intenso a partir de mediados del siglo XIII. En el curso de este siglo abrió 
  sus puertas la Universidad de Oxford, la primera de Inglaterra, muy semejante, 
  en su organización, a la de París, si bien diferente de ella por 
  su notoria inclinación a lo pragmático, tan típica del 
  espíritu inglés, que con el tiempo daría origen al empirismo 
  y al nominalismo que se vislumbra en Duns Scoto y se manifiesta en Ockham. Pronto 
  surgió la Universidad de Cambridge, como resultado de la emigración 
  de un grupo de profesores y de alumnos de Oxford.
  Junto a estas Universidades, que aparecieron de manera espontánea, siendo 
  luego oficialmente reconocidas, comenzaron a surgir Universidades creadas directamente 
  por algún gran personaje, religioso o político. Son, así, 
  de iniciativa real las primeras Universidades de la Península Ibérica, 
  todas ellas del siglo XIII: Coimbra, fundada por el rey Dionis; Palencia, creada 
  por Alfonso VIII, rey de Castilla. Pero la gran universidad fue Salamanca, erigida 
  por Alfonso IX hacia 1220, cuyos privilegios confirmó el rey S. Fernando, 
  y a la que el Papa Alejandro IV declaró uno de los cuatro Estudios Generales 
  del mundo.
  Frente a este abanico de Universidades, los estudiantes elegían según 
  la rama que más les atraía, ya la que querían dedicar su 
  vida, aunque la casa de estudios estuviese lejos de su lugar de residencia. 
  Las Universidades eran cosmopolitas. La de París, por ejemplo, albergaba 
  estudiantes de todas las naciones, al punto que se formaron en ella diversos 
  grupos según las proveniencias –los picardos, los ingleses, los 
  alemanes y los franceses–, que tenían su autonomía, sus 
  representantes y sus actividades propias. También los profesores provenían 
  de todos los lugares de la Cristiandad: Juan de Salisbury vino de Inglaterra; 
  Alberto Magno, de Renania; Sto. Tomás y S. Buenaventura, de Italia... 
  Y los problemas que estaban sobre el tapete eran los mismos en París, 
  Edimburgo, Oxford, Colonia o Pavia. Sto. Tomás, oriundo de Italia, expondrá 
  en París una doctrina que había esbozado escuchando en Colonia 
  las lecciones de Alberto Magno. 
  Este conglomerado tan heterogéneo de profesores y estudiantes se entendía 
  gracias a una lengua común, el latín, que era el idioma que se 
  hablaba corrientemente en la Universidad. El uso del latín facilitaba 
  el trato entre los estudiantes, permitía que los profesores se comunicasen 
  entre sí y con sus alumnos, disipaba la imprecisión en los conceptos, 
  y salvaguardaba la unidad del pensamiento. En París, el barrio que albergaba 
  a los estudiantes fue llamado por los vecinos «Barrio Latino», justamente 
  por ese común empleo de la lengua de Cicerón. 
  Justa, pues, la expresión de Daniel-Rops cuando, refiriéndose 
  a las universidades medievales, escribió: «Bella unidad geográfica 
  de la inteligencia, en la que cada gran centro tenía asignado su papel, 
  y en la que los intercambios recíprocos se regulaban como con un propósito 
  sinfónico» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 696).
  El espíritu sinfónico se reflejaba también en el carácter 
  enciclopédico de la inteligencia. Los estudios iniciales se ordenaban 
  a la adquisición de una cultura general, propedéutica necesaria 
  para cualquier ulterior especialización. Hoy nos asombra la amplitud 
  de miras de los sabios y letrados de la época. Si bien sobresalían 
  en una u otra rama de los conocimientos, jamás pensaron que debían 
  limitarse a ella. Hombres como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, 
  y tantos otros, abarcaron realmente todos los conocimientos de su tiempo. Nada 
  más expresiva que la palabra Summa, a la que con tanto gusto parecieron 
  recurrir para titular sus obras principales, en orden a explicitar la totalidad 
  del conocimiento. Por otra parte resulta sobrecogedora la fecundidad de aquellas 
  personalidades: S. Alberto Magno dejó 21 volúmenes de grandes 
  infolios; Sto. Tomás, 32; Duns Escoto, 26... 
  
b) 
  Los procedimientos académicos
  
Los estudios se 
  distribuían en cuatro Facultades: Teología, Derecho, Medicina 
  y Artes (artes liberales). En las cuatro Facultades, la manera de enseñar 
  era prácticamente la misma. Antes de exponer dicho método, hagamos 
  una acotación previa. Los profesores de aquel tiempo, si bien enseñaban 
  a razonar a sus alumnos y exigían de ellos un gran esfuerzo intelectual, 
  concedían gran valor al argumento de autoridad. «Somos como enanos 
  sentados sobre las espaldas de gigantes –decía Bernardo de Chartres–. 
  Así, pues, vemos más cosas que los antiguos, y más lejanas, 
  pero ello no se debe ni a la agudeza de nuestra vista ni a la altura de nuestra 
  talla, sino tan sólo a que ellos nos llevan y nos proyectan a lo alto 
  desde su altura gigantesca». Era una cultura fundamentalmente humilde.
  El método que se utilizaba incluía tres momentos: primero se tomaba 
  un texto, las «Etimologías» de S. Isidoro, por ejemplo, o 
  las «Sentencias» de Pedro Lombardo, o un tratado de Aristóteles, 
  según la materia enseñada, y se lo leía pausadamente –era 
  la lectio–; luego se lo comentaba –era la quæstio–, 
  haciéndose todas las observaciones a las que podía dar lugar, 
  desde el punto de vista gramatical, lingüístico, jurídico, 
  etc.; finalmente se discutían las posibles objeciones –era la disputatio–. 
  De allí nacieron las llamadas quæstiones disputatæ, cuestiones 
  en torno a las cuales se entablaba un debate, y que debían sostener los 
  candidatos al título ante un auditorio formado por profesores y alumnos, 
  durante el cual todo asistente podía tomar la palabra y exponer sus dificultades; 
  en ocasiones, dieron lugar a tratados completos de filosofía o de teología.
  Una costumbre que contaba con general beneplácito era la de los quodlibetalia, 
  o discusiones libres sobre un tema cualquiera. Señala G. d’Haucourt 
  que la costumbre de decidir después de haber pesado los pros y los contras, 
  creó en el hombre medieval hábitos de libertad y de precisión. 
  Los varios siglos en que dicho hombre se acostumbró a razonar con rigor 
  lógico contribuyeron evidentemente a aguzar el instrumento de la inteligencia 
  que se había embotado durante la época trágica de las invasiones. 
  Afinados, adiestrados con este método, los hombres de la Edad Media vieron 
  surgir entre ellos algunos genios y los rodearon de alumnos que supieron escucharlos, 
  comprenderlos, admirarlos, y así los estimularon a expresarse ya dar 
  su medida (cf. G. d’Haucourt, La vida en la Edad Media, Panel, Bogotá, 
  1978, 77).
  Terminado el primer ciclo, el estudiante recibía el grado de bachiller, 
  que le permitía comenzar a enseñar, si bien de manera restringida, 
  mientras seguía estudiando. Luego, tras un examen general, venía 
  la licenciatura, que lo calificaba para ingresar en la corporación de 
  los profesores y para dictar cátedra. Entre el bachillerato y la licencia 
  el alumno debía escuchar la lectura de varios libros de Aristóteles, 
  entre los cuales la Metafísica, la Retórica y las dos Éticas, 
  asimismo los Tópicos de Boecio, los libros poéticos de Virgilio 
  y algunas otras obras consideradas fundamentales.
  El doctorado, culminación del curriculum académico, era un título 
  complementario y más bien honorífico. Este subir por gradas de 
  los estudiantes se parece al camino que emprendía el hombre de armas 
  para llegar a caballero; el aspirante empezaba su entrenamiento sirviendo como 
  paje o escudero a un señor, pasaba después a la categoría 
  de «bachiller», y finalmente recibía la espada al ser armado 
  caballero. También es comparable al proceso que seguía el artesano 
  para acceder al maestrazgo en su oficio; empezaba siendo aprendiz, luego ascendía 
  a oficial, y finalmente era aceptado en el rango de maestro. En el curso de 
  una ceremonia religiosa y solemne, el nuevo doctor recibía, con el birrete 
  cuadrado, un anillo, símbolo de su desposorio con la sabiduría; 
  era una investidura análoga en su orden a la estilada en la institución 
  de la caballería o en la vida religiosa cuando el monje pronunciaba sus 
  votos.
  La Universidad fue la gran creación de la Edad Medía. De la de 
  París, deslumbrante de gloria teológica, se hablaba como de «la 
  nueva Atenas» o del «Concilio perpetuo de las Galias». Su 
  Rector era todo un personaje; en las ceremonias oficiales precedía a 
  los Nuncios, Embajadores e incluso Cardenales; cuando el Rey de Francia entraba 
  en su capital, era él quien lo recibía y cumplimentaba. La Universidad 
  fue el gran orgullo de la Cristiandad.
  
  V. La escolástica
    
La palabra «escolástica 
  « suscita muy diversas reacciones. Para algunos es nombre de gloria, por 
  cuanto ha significado un momento de síntesis, de armonía entre 
  lo natural y lo sobrenatural, de acuerdo entre la fe y la razón. Para 
  otros, en cambio, como los protestantes o los Enciclopedistas del siglo XVIII, 
  es un nombre de ludibrio, cual si se tratase de una fútil logomaquia 
  en torno a bagatelas inútiles, aceptadas por mera sumisión al 
  autoritarismo de los maestros.
  ¿Qué es, en verdad, la Escolástica? No otra cosa que la 
  aplicación de la inteligencia humana al estudio de la verdad revelada, 
  en orden a penetrar, en cuanto lo consiente la limitación del hombre, 
  el significado de los misterios sobrenaturales; y consecuentemente el intento 
  de elaborar un sistema orgánico en el que se integren tanto las verdades 
  naturales como las reveladas. El método predileccionado fue el de la 
  disputatio. Cada tesis que reclamaba su admisión en la organicidad del 
  sistema debía haber sido previamente campo de batalla intelectual entre 
  los doctores, e incluso, también, entre estudiantes y maestros.
  A diferencia de la mayor parte de las discusiones actuales, que suelen partir 
  de cero, las controversias escolásticas en la Edad Media aceptaban tres 
  puntos indiscutibles de referencia, tres presupuestos básicos. El primero 
  era la autoridad de la Revelación, el derecho de la divina Sabiduría 
  a ser acatada sin discusión por la inteligencia humana. El segundo era 
  el respeto a la luz natural de la razón, especialmente en el ámbito 
  de los principios metafísicos y de sus deducciones más inmediatas. 
  El tercero era el valor doctrinal de la Tradición, en particular de la 
  tradición patrística, sobre la base de aquello del enano que se 
  sube sobre los hombros de un gigante.
  Fundamentalmente la Escolástica tuvo en cuenta para sus análisis 
  el binomio fe-razón. Según el lugar más o menos preponderante 
  que se le daba a la primera o a la segunda, podemos distinguir en la Escolástica 
  diversos períodos. Los expondremos siguiendo a Daniel-Rops, porque nos 
  parece que ha desarrollado el tema con claridad y de manera sintética.
  
1. 
  El primer período de la Escolástica
  
El problema cardinal 
  era el lugar respectivo que en la investigación habían de tener 
  la razón y la fe. ¿Debía la razón ayudar a la fe, 
  o la fe a la razón? ¿Para comprender era preciso creer primero, 
  o, al revés, para creer era preciso previamente comprender? Tal fue la 
  gran alternativa que los pensadores de la Edad Media tuvieron que afrontar. 
  En el ardor de las polémicas, los escolásticos se fueron declarando 
  a favor o en contra de una u otra de esas posiciones.
  Es cierto que a los comienzos algunos autores fueron aún más radicales, 
  disolviendo el dilema en favor de la fe, así como en los siglos últimos 
  los racionalistas lo disolverían en favor de la razón. ¿Para 
  qué la razón, decían aquéllos si ya la fe nos lo 
  da todo? «Dios no necesita de filosofía alguna para atraer a las 
  almas. Aquellos a quienes Cristo envió a evangelizar a los hombres y 
  naciones ignoraban la filosofía». Pero esta posición era 
  evidentemente: exagerada, cercana al fideísmo. Y así los maestros 
  del primer período escolástico juzgaron inconveniente: prescindir 
  de la ayuda de la filosofía. Si la razón podía contribuir 
  a una mejor penetración en los misterios de la fe, ¿Por qué 
  dejarla de lado? De este modo nació la fórmula: Fides quærens 
  intellectum, la fe se pone en busca de su inteligencia.
  La figura que encarnó este primer momento de la especulación medieval 
  fue S. Anselmo (1033-1109), llamado a veces «el Padre de la Escolástica». 
  «Yo no trato de comprender para creer –decía–, sino 
  que creo para comprender», iniciando de este modo la investigación 
  medieval de la teología, sobre la base de una unión fecunda de 
  la razón y de la fe.
  S. Anselmo fue así el primer pensador de la Edad Medía que se 
  interesó por el recurso a la razón, siempre: dentro de una actitud 
  transida de sabiduría y de mesura. Pero no todos los estudiosos de su 
  tiempo se condujeron de la misma manera. El recurso a la razón no carecía 
  de peligros si faltaba aquel espíritu de mesura. Ello se pudo comprobar 
  en un pensador que concitaría un eco inmenso en su época. Nos 
  referimos a Berengario (1000-1088), quien exaltó tanto la razón 
  que pretendió someter a ella el misterio mismo de la Eucaristía, 
  cayendo prácticamente en la herejía.
  Desposar la razón y la fe era una empresa ardua. Los hombres del siglo 
  XII lo experimentaron. Y quizás nunca de manera tan ardiente como en 
  el conflicto doctrinal que estalló entre Abelardo, enamorado de la razón, 
  y S. Bernardo, el místico de aquel siglo. Fueron estos dos hombres los 
  que mejor encarnaron las tendencias de su época. A Abelardo (1079-1142), 
  joven francés de origen noble, lo había caracterizado desde la 
  adolescencia su pasión por conocer, juntamente con cierta búsqueda 
  de prestigio y de originalidad a cualquier precio. La dirección de la 
  Escuela de Santa Genoveva, lo condujo a la fama. Ulteriormente se ordenó 
  de sacerdote, sin dejar por ello de enseñar. Con motivo de algunas afirmaciones 
  atrevidas, un Concilio provincial lo condenó por primera vez, ordenando 
  quemar un libro suyo sobre la Trinidad y obligándolo a enclaustrarse 
  en una celda. Terminado su período de reclusión, construyó 
  una ermita, a la que afluyeron miles de estudiantes. Luego retornó a 
  París donde volvería a encontrar los inmensos auditorios de su 
  juventud. Sólo la intervención de S. Bernardo (1091-1153), la 
  personalidad más descollante de la época, fue capaz de desenmascarar 
  los errores que se escondían en sus aseveraciones, tan cercanas a posiciones 
  limítrofes.
  Por fin Abelardo resultó condenado. ¿Lo fue acaso por incredulidad? 
  En manera alguna. Abelardo se quería realmente cristiano, proclamando 
  que, como hijo sumiso de la Iglesia, «aceptaba todo lo que ella enseña 
  y rechazaba todo lo que ella condena». ¿Por herejía? Sería 
  demasiado decir. Pues aunque S. Bernardo no trepidó en afirmar que «recordaba 
  a Arrio cuando hablaba de la Trinidad, a Pelagio cuando hablaba de la gracia, 
  ya Nestorio cuando hablaba de la Persona de Cristo», en realidad todo 
  ello era más bien una tendencia genérica que una serie de afirmaciones 
  formales. El fondo del problema radicaba en su concepción de las relaciones 
  de la razón y de la fe. «No se puede creer lo que no se comprende», 
  afirmaba. Era precisamente lo opuesto a la tesis de S. Anselmo.
  Como dijimos, fue S. Bernardo su principal contradictor. «¿Qué 
  me importa la filosofía? –decía este último–. 
  Mis maestros son los Apóstoles, que no me habrán enseñado 
  a leer a Platón o a desentrañar las sutilezas de Aristóteles, 
  pero me han enseñado a vivir. Y ésta, creedme, no es pequeña 
  ciencia. Conocer a Dios es una cosa; pero vivir en Dios es otra, y más 
  importante». Atinadamente señala Daniel-Rops que con sólo 
  repetir eso, S. Bernardo ejerció una influencia considerable en el espíritu 
  de la Escolástica. Y, de hecho, su mística, en lugar de oponerse 
  a aquélla, en cierto modo la penetró, atemperando con su unción 
  el peligro de aridez que podía tener el método de la Escuela.
  
2. 
  Apogeo de la Escolástica
  
El siglo XIII, 
  siglo de oro de la Edad Media, como lo señalamos anteriormente, lo fue 
  también en el orden intelectual, reuniendo una constelación de 
  gigantes de la Escolástica, como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. 
  Tomás, y también, aunque sus nombres no tengan el mismo timbre 
  de gloria, ya que introdujeron serias desviaciones, Duns Scoto y Roger Bacon. 
  Fue la época del apogeo de las Universidades y del ingreso en sus cátedras 
  de numerosos frailes franciscanos y dominicos. Esto último no se llevó 
  a cabo sin que se produjesen algunos remezones, en buena parte fruto de envidias.
  Y se ligó con un hecho de capital importancia, que influiría decisivamente 
  en el curso del pensamiento escolástico, la llamada «invasión 
  aristotélica». Podríase afirmar que hasta entonces, en líneas 
  generales, por cierto, el pensamiento cristiano, desde los Santos Padres, había 
  sido preferentemente platónico. El aristotelismo, con su realismo y sus 
  métodos tan racionales, era por lo común poco conocido. Es verdad 
  que, como dijimos más arriba, el Estagirita había reaparecido 
  en Occidente merced al influjo de la cultura musulmana y judía. A partir 
  del siglo XII, comenzaron a multiplicarse sus traducciones gracias a árabes 
  como Avicena y Averroes, o a judíos como Maimónides. La irrupción 
  de este pensamiento, al parecer tan poco integrable con la tradición 
  cristiana, no dejó de preocupar a los hombres de Iglesia, máxime 
  que las ideas de Aristóteles se presentaban escoltadas por los dudosos 
  comentarios del árabe Averroes. Pero fue precisamente entonces, y esto 
  no deja de ser providencial, cuando un hombre genial, Sto. Tomás, descubrió 
  que el pensamiento de Aristóteles no era incompatible con el Evangelio, 
  más aún, podía resultar muy apto para esclarecer algunos 
  aspectos de la filosofía e, indirectamente, de la misma teología, 
  sin que ello implicase ruptura alguna con la tradición.
  Antes de decir algunas palabras sobre los «grandes» del glorioso 
  siglo XIII, aludamos, aunque sea de paso, a algunos de sus precursores, como 
  Alejandro de Hales, perteneciente a la Orden de los Hermanos Menores, y S. Alberto 
  Magno, de la Orden de Predicadores. Tales «precursores» fueron eximios, 
  por cierto, pero en alguna forma quedarían eclipsados por los dos gigantes 
  de la siguiente generación, el franciscano S. Buenaventura y el dominico 
  Sto. Tomás.
  La figura de S. Buenaventura (1221-1274) es realmente luminosa. Nos hubiera 
  gustado extendernos en la exposición de la vida y el pensamiento de este 
  gran Doctor de la Iglesia pero el tiempo es tiránico… Tras entrar 
  en la Orden de San Francisco y ser discípulo de Alejandro de Hales en 
  París, pasó luego a ocupar una cátedra en dicha Universidad, 
  donde enseñó con gran aceptación de los estudiantes. Ulteriormente 
  fue nombrado Ministro General de su Orden. Su actividad resultó incansable, 
  predicando por doquier, asesorando sínodos y concilios, frecuentando 
  a varios Papas y aconsejando a numerosos nobles, lo que no obstó a su 
  recogimiento, ya que fue un hombre de intensa vida interior. Su personalidad 
  se revela verdaderamente polifacética: sin dejar de meditar y escribir 
  incesantemente, fue exégeta, organizador de su Orden, gran orador, pero 
  sobre todo eximio teólogo y místico profundo. 
  La otra gran figura, la figura cumbre, es Sto. Tomás (1225-1274). Oriundo 
  de Roccasecca, en las cercanías de Monte Cassino, fue vástago 
  de una de las más nobles familias de Italia; el emperador Barbarroja 
  era tío suyo, y Federico II su primo. Tras estudiar con S. Alberto Magno 
  en el Estudio dominicano de Colonia, fue nombrado profesor en la Universidad 
  de París, donde a la sazón enseñaba Buenaventura. Como 
  éste, asesoró también a diversos Papas, asistió 
  a Concilios, enseñó en las Universidades, al tiempo que escribía 
  y escribía, sin cansarse jamás. 
  Este esgrimidor de ideas, afirma con admiración Daniel-Rops, era el mismo 
  que cuando tenía que resolver una cuestión ardua, apoyaba su frente 
  contra la puerta del sagrario; el mismo que, con la sencillez de un estudiante, 
  ponía su trabajo bajo la protección de la Santísima Virgen; 
  el mismo que confesaba haber «conocido, en visiones místicas, cosas 
  junto a las cuales todos sus escritos no eran más que paja», como 
  lo explicitó al final de su vida; el mismo que escribió ese gran 
  homenaje al Santísimo Sacramento que es el Oficio de Corpus Christi y 
  los versos del Lauda Sion o el Pange lingua; el mismo, en fin, que en su lecho 
  de muerte, en la abadía de Fossanova, se hizo leer por un monje el más 
  místico de los libros de la Escritura, el Cantar de los Cantares... 
  El número de las obras que escribió durante su relativamente breve 
  existencia es abrumador y el contenido de las mismas variadísimo. Casi 
  ningún tema de trascendencia quedó sin ser tratado por su pluma, 
  y siempre de manera genial. Nadie ha concebido más atrevidamente que 
  él el sueño de una catedral de la inteligencia donde los conocimientos 
  particulares se ordenaran tan jerárquicamente a lo universal. Comentó 
  diversos libros de la Sagrada Escritura con una penetración exegética 
  que pasma, pronunció espléndidos sermones, redactó obras 
  apologéticas de gran nivel, libros sobre Lógica, Física, 
  Ciencias Naturales, Política y Metafísica, precisando verdades 
  de orden teológico y filosófico, de derecho privado y público, 
  de índole especulativa y práctica. Pero por sobre todo tuvo la 
  idea –tan típicamente medieval– de abocarse a la confección 
  de una Summa, con el propósito de ofrecer a sus estudiantes una enseñanza 
  precisa y sistemática. Y así llevó a cabo una obra que 
  trascendería su época, proyectándose a todos los tiempos 
  por venir: la Summa Theologica, que es la Summa de su genio, lo más sublime 
  que en el orden intelectual nos legara la Edad Media. Redactada en forma de 
  preguntas y respuestas, según la costumbre vigente en la Escolástica, 
  es a la vez una obra maestra de análisis y de síntesis. De análisis, 
  porque allí va tomando una por una las cuestiones que interesan, y examinándolas 
  con un asombroso arte de disección intelectual. De síntesis, pues 
  los elementos así analizados se integran en aquella catedral de la inteligencia, 
  a la que aludimos poco hace. Y no sólo llevó adelante este trabajo 
  de índole arquitectónica, sino que se autopropuso un sinnúmero 
  de objeciones –más de diez mil– contra las tesis sostenidas 
  en el cuerpo de cada artículo, dándoles sus consiguientes respuestas. 
  Fue tal su mirada de águila que no sólo impugnó los errores 
  propuestos hasta entonces sino que se adelantó a errores futuros refutándolos 
  por adelantado. Un profesor que tuve en filosofía, me decía que 
  en una de esas objeciones había resumido en pocas palabras lo que en 
  el siglo XX sería la sustancia del existencialismo, con la réplica 
  adecuada.
  Dijimos hace un momento que fue también gloria de Sto. Tomás el 
  haberse animado a asumir el pensamiento de Aristóteles en todo lo que 
  era valedero, integrándolo al patrimonio de la tradición. En la 
  inteligencia de que el Estagirita era el filósofo antiguo de mayor valor 
  especulativo, el Doctor Angélico se propuso poner su doctrina al servicio 
  de Cristo. Quizás lo más enriquecedor que tomó de Aristóteles 
  tiene que ver con aquella discusión a que aludimos al comenzar a tratar 
  de la Escolástica, es a saber, la conexión entre la fe y la razón. 
  Aristóteles mostró hasta dónde puede llegar la razón 
  del hombre. Para Sto. Tomás, la razón y la fe tienen cada una 
  su ámbito propio, su campo específico de acción, con lo 
  cual comenzaba a resolverse el famoso problema de sus mutuas relaciones. Jamás 
  la razón podía oponerse a la fe, dado que la verdad es una, por 
  ser Dios la fuente de todos los órdenes de verdad. La verdad según 
  la razón y la verdad según la fe debían, pues, coincidir 
  en sus apreciaciones y en sus resultados, más aún, debían 
  ayudarse mutuamente en colaboración jerárquica.
  Justamente señala Daniel-Rops que al afirmar de manera tan categórica 
  la distinción entre la fe y la razón, Sto. Tomás abrió 
  las compuertas para un desarrollo vigoroso de la filosofía, con su método 
  peculiar, distinto del de la teología, si bien a ella subordinada. Semejante 
  actitud presupone una clara distinción entre la naturaleza y la gracia. 
  La naturaleza es el soporte de la gracia, y la gracia, al tiempo que supone 
  la naturaleza, la eleva de manera inconmensurable. Dicha distinción corresponde 
  a la distinción entre razón y fe, así como entre natural 
  y sobrenatural. Tales distinciones, aplicadas al orden temporal, están 
  también en la base de aquello a que aludimos en la conferencia anterior, 
  y que desarrollaremos en la próxima, es a saber, las relaciones entre 
  el poder político y la autoridad espiritual, así como la subordinación 
  de lo temporal a lo sobrenatural. Distinguir para unir. Porque lo que más 
  se destaca en el pensamiento de Sto. Tomás es su capacidad de integración 
  y de armonía: armonía del objeto con el sujeto en el ámbito 
  del conocimiento; armonía del alma con el cuerpo en el hombre individual; 
  armonía de los seres inorgánicos y orgánicos en el mundo 
  físico; armonía de los trascendentales metafísicos del 
  ser en el interior del ente; armonía de la creación con el Creador; 
  armonía de la Iglesia y del Estado en la polis; armonía de las 
  naciones en el orden internacional.
  Dicha unión armónica brota, sin duda, de una consideración 
  sintética del universo, entendido como obra sublime de un Dios perfectísimo, 
  así como de un concepto elevado del hombre, considerado como criatura 
  privilegiada salida de las manos de Dios para retornar a Dios. Bien dice Daniel-Rops 
  que «el Tomismo es a la vez una Filosofía y una Teología 
  separadas en su orden y unidas en sus propósitos. Es como una pirámide 
  del espíritu; las bases descansan fuertemente sobre el suelo de lo real, 
  de lo concreto, de lo sensible, pero la cumbre se hunde en lo infinito y lo 
  invisible» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 410-411). Algo 
  así como las catedrales góticas, podríamos agregar por 
  nuestra parte, bien hundidas en la tierra pero flechadas hacia las alturas.
  De Sto. Tomás ha escrito C. Dawson: «La naturaleza le había 
  preparado bien para tal tarea. Hijo, no del Norte gótico, como Alberto 
  o Abelardo, sino de la extraña frontera de la civilización occidental 
  –en donde se mezclaban la Europa feudal y los mundos griego y sarraceno–, 
  descendía de una familia de cortesanos y trovadores, cuya suerte estaba 
  íntimamente ligada a la de aquella brillante corte medio oriental, medio 
  humanista, del gran emperador Hohenstaufen, ya la de sus malogrados sucesores, 
  cuna de la literatura italiana y, al propio tiempo, una de los principales canales 
  a través de los que la ciencia árabe llegó al mundo cristiano... 
  La mente occidental se emancipa con él de sus maestros árabes, 
  para retornar a su origen. En verdad, hay en Sto. Tomás una real afinidad 
  intelectual con el genio griego. Más que ningún otro pensador 
  occidental, medieval o moderno, poseyó la única tranquilidad y 
  el don de la inteligencia abstracta que caracteriza a la mente helénica» 
  (Ensayos acerca de la Edad Media, 180-181).
  El vigor incomparable de su sistema reside en esa solidez con que todo se ordena, 
  se articula y se equilibra en él, desde lo más humilde a lo más 
  sublime. Tal es, en síntesis, el pensamiento tomista, una de las cúspides 
  a que ha llegado la inteligencia del hombre, y la expresión más 
  pura de la idea medieval.
  
3. La tercera 
  generación escolástica
   
Después 
  de la muerte de Sto. Tomás, las cosas comenzaron a complicarse. El mismo 
  año en que murió el Doctor Angélico, nacía, en Escocia, 
  un hombre sumamente capaz, que había de ser el que con más vigor 
  se opusiera al Tomismo: Juan Duns Scoto (1274-1308). Fue primero alumno y luego 
  maestro en Oxford, ejerciendo ulteriormente la docencia en París y en 
  Colonia. Apodado por sus contemporáneos «el Doctor Sutil», 
  original hasta la paradoja, sus alumnos quedaban deslumbrados al terminar sus 
  clases. La doctrina de este franciscano se encuentra principalmente en dos grandes 
  obras, fruto de su enseñanza: el «Opus Oxoniense», que incluye 
  sus clases en Oxford; y el «Opus Parisiense», con sus clases de 
  París. Allí se afirma que la voluntad supera en el hombre a la 
  inteligencia, de donde el término de «voluntarismo» con que 
  se suele calificar su teoría. Con esta afirmación tomaba distancia 
  del tomismo en lo que toca a la función de las dos facultades espirituales 
  del hombre, así como también por su insistencia en el papel que 
  atribuye a la voluntad en relación con la gracia.
  Lo quisiera o no, sus principios tendían a romper aquella síntesis 
  que tan felizmente había logrado Sto. Tomás entre la fe y la razón, 
  las verdades reveladas y la filosofía. Algunos aciertos parciales, como 
  por ejemplo el hecho de haber sido uno de los pocos en su tiempo que vislumbró 
  el misterio de la concepción inmaculada de la Santísima Virgen, 
  en el contexto de una rica teología mariana, así como el papel 
  de Nuestra Señora en la obra de la redención, no obstan a que 
  diversas tesis suyas, por ejemplo, la del influjo puramente moral que a su juicio 
  tendrían los sacramentos, no dejen de ser preocupantes. Su discípulo 
  Guillermo de Ockham (1300-1349 ó 1350), también franciscano, llevaría 
  hasta el extremo algunas de sus ideas, acabando en una suerte de empirismo anarquizante, 
  que no dejaría de tener graves consecuencias en la historia. Siglos después, 
  Lutero diría de él: «Ockham, mi padre»*.
  *Para el análisis histórico-doctrinal de las diversas etapas del 
  desarrollo de la Escolástica medieval, hemos seguido a Daniel-Rops, cf. 
  La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 394-415.