La pérdida 
    de España fue atribuida al rey don Rodrigo. He aquí el romance 
    del reino perdido y el de la su muerte .
El reino perdido
Las huestes de 
    don Rodrigo
    desmayaban y huían
    cuando en la octava batalla
    sus enemigos vencían.
    Rodrigo deja sus tiendas
    y del real se salía,
    solo va el desventurado,
    sin ninguna compañía:
    el caballo de cansado
    ya moverse no podía,
    camina por donde quiere
    que no le estorba la vía.
    El Rey va tan desmayado
    que sentido no tenía:
    muerto va de sed y hambre,
    de verle era gran mancilla:
    iba tan tinto de sangre
    que una brasa parecía.
    Las armas lleva abolladas,
    que eran de gran pedrería:
    la espada lleva hecha sierra
    de los golpes que tenía:
    el almete de abollado
    en la cabeza se hundía:
    la cara llevaba hinchada
    del trabajo que sufría.
    Subióse encima de un cerro,
    el más alto que veía:
    desde allí mira su gente
    cómo iba de vencida,
    de allí mira sus banderas
    y estandartes que tenía,
    cómo están todos pisados
    que la tierra los cubría;
    mira por los capitanes,
    que ninguno aparecía;
    mira el campo tinto en sangre,
    la cual arroyos corría.
    Él, triste de ver aquesto,
    gran mancilla en sí tenía,
    llorando de los sus ojos
    desta manera decía:
    "Ayer era rey de España,
    hoy no lo soy de una villa;
    ayer villas y castillos,
    hoy ninguno poseía:
    ayer tenía criados
    y gente que me servía,
    hoy no tengo ni una almena
    que pueda decir que es mía.
    ¡Desdichada fue la hora,
    desdichado fue aquel día
    en que nací y heredé
    la tan grande señoría,
    pues lo había de perder
    todo junto y en un día!
    ¡Oh muerte!, ¿por qué no vienes
    y llevas esta alma mía
    de aqueste cuerpo mezquino,
    pues se te agradecería?"
Romance de la muerte del rey don Rodrigo
Después 
    que el rey don Rodrigo 
    a España perdido había, 
    íbase desesperado 
    huyendo de su desdicha; 
    solo va el desventurado, 
    que no quiere compañía 
    que la del mal de la muerte 
    que en su seguimiento iba. 
    Métese por las montañas, 
    las más espesas que había, 
    porque no le hallen los moros 
    que en su seguimiento iban. 
    Topado ha con un pastor 
    que su ganado traía; 
    díjole: —«Dime, buen hombre, 
    lo que preguntar quería, 
    si hay por aquí monasterio 
    o gente de clerecía, 
    donde pueda descansar, 
    que gran fatiga traía—. 
    El pastor respondió luego 
    que en balde la buscaría, 
    porque en todo aquel desierto 
    sola una ermita había, 
    donde estaba un ermitaño 
    que hacía muy santa vida.
    El rey fue alegre de esto, 
    por allí acabar su vida. 
    Pidió al hombre que le diese 
    de comer, si algo tenía; 
    que las fuerzas de su cuerpo 
    del todo desfallecían. 
    El pastor sacó un zurrón, 
    que siempre en él pan traía; 
    diole de él y de un tasajo
    que acaso allí echado había. 
    El pan era muy moreno, 
    al rey muy mal le sabía; 
    las lágrimas se le salen, 
    detener no las podía 
    acordándose en su tiempo 
    los manjares que comía.
    Después que hubo descansado 
    por la ermita le pedía; 
    el pastor le enseñó luego 
    por donde no erraría. 
    El rey le dio una cadena 
    y un anillo que traía: 
    joyas son de gran valor 
    que el rey en mucho tenía.
    Comenzando a caminar, 
    ya cerca el sol se ponía. 
    Llegado es a la ermita 
    que el pastor dicho le había. 
    Encontróse un ermitaño, 
    más de cien años tenía, 
    él, dando gracias a Dios, 
    luego a rezar se metía; 
    después que hubo rezado 
    para el ermitaño se iba; 
    hombre es de autoridad, 
    que bien se le parecía. 
    Preguntóle el ermitaño 
    cómo allí fue su venida; 
    el rey, los ojos llorosos, 
    aquesto le respondía: 
    —El desdichado Rodrigo 
    yo soy, que rey ser solía; 
    el que por yerro de amor 
    tiene su alma perdida, 
    por cuyos negros pecados 
    toda España es destruida. 
    Por Dios te ruego, ermitaño, 
    por Dios y santa María, 
    que me oigas en confesión 
    porque finar me quería—.
    El ermitaño se espanta; 
    y con lágrima decía: 
    —Confesar, confesárete 
    absolverte no podía—. 
    El ermitaño ruega a 
    Dios por si le revelaría 
    la penitencia que diese 
    al rey, que le convenía. 
    Estando en estas razones 
    voz de los cielos se oía: 
    —Absuélvelo, confesor, 
    absuélvelo por tu vida 
    y dale la penitencia 
    en su sepultura misma—. 
    Fuéle luego revelado, 
    de parte de Dios un día, 
    que le meta en una tumba 
    con una culebra viva, 
    y esto tome en penitencia 
    por el mal que hecho había. 
    El ermitaño al rey,
    muy alegre se volvía; 
    contóselo todo al rey 
    cómo pasado lo había. 
    El rey, de esto muy gozoso, 
    luego en obra lo ponía. 
    Métese como Dios manda, 
    para allí acabar su vida; 
    el ermitaño, muy santo, 
    mírale el tercero día. 
    Dice: —¿Cómo os va, buen rey? 
    ¿Vaos bien con la compañía?—. 
    -Hasta ahora no me ha tocado, 
    porque Dios no lo quería. 
    Ruega por mí, el ermitaño,
    porque acabe bien mi vida—.
El ermitaño 
    lloraba, 
    gran compasión le tenía; 
    comenzole a consolar 
    y esforzar cuanto podía. 
    Después vuelve el ermitaño 
    a ver ya si muerto había. 
    Rogaba a Dios a su lado 
    todas las horas del día. 
    —¿Cómo te va, penitente, 
    con tu fuerte compañía?—. 
    —Ya me come, ya me come, 
    por do más pecado había. 
    en derecho al corazón 
    fuente de mi gran desdicha—.
Las campanas 
    del cielo 
    sones hacen de alegría; 
    las campanas de la tierra 
    ellas solas se tañían; 
    el alma del penitente 
    para los cielos subía
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