¿Cómo se ama a España?. 
¿Cómo 
    la ama cada uno de los españoles que se le entregan? ¿Y con qué? ¿Con qué 
    llegamos a amar a nuestra Patria? Yo lo hago desesperadamente y con rabia. 
    Pero también con fe.
Hace desgraciadamente bastantes años que me 
    hirió por primera vez la chocante frase de un gran pensador: «Amamos a España 
    porque no nos gusta». Entonces a mí me gustaba España por dos cosas: porque 
    era casi un niño y porque no había pensado, siquiera, en la posibilidad de 
    que pudiera no gustarme lo que me hacía miembro de una comunidad tan importante: 
    España misma.
    
    A partir de entonces interpreté la España que no gustaba a ese gran pensador, 
    como esa España triste, material, sin ilusiones ni empuje. La España vencida 
    definitivamente, asustada, dormida en recuerdos y apenas capaz de exaltarse 
    sólo en el odio. También era la España injusta y el obrero explotado, la justicia 
    insultada y la libertad sometida. Efectivamente, esa España tampoco me gustaba 
    a mí.
    
    Pero imaginaba ir - demasiado despacio - hacia una España Grande y Libre y 
    a ella pensaba añadir mi esfuerzo y mi ilusión, mientras que por ella - me 
    decía - me enfrentaría a los falsarios, a los explotadores, a los zánganos 
    y a los ambiciosos. Por España, no por ninguna doctrina política. Y amaba 
    intensamente a esa España venidera que yo ayudaría a terminar.
    
    No fueron así las cosas.
    
    Así que me vuelvo a preguntar qué España era la que no le gustaba al gran 
    pensador. ¿Hablaba de los hombres de España? ¿Hablaba de la historia de España? 
    ¿Hablaba de la indolencia de España? No lo sé todavía. ¿Se refería a una de 
    esas dos Españas famosas, cuya misión era helar corazones? La España que muere 
    y la España que bosteza, de Machado.
    
    Siempre hay una España que muere. Siempre la parte inútil de España queda 
    atrás, a merced del olvido, y, en ocasiones, del insulto apasionado. Es la 
    vieja ropa temporal; la moda de las ideas y de las costumbres: lo accidental 
    de España. No resisto la tentación de una frase: sólo sobrevive al tiempo 
    lo esencial de España.
    
    ¿Y qué es de la España que bosteza? Porque esa continúa aquí, bien viva, aunque 
    dormida, lastre de la revolución que no acabó de llegar; residuo de todo lo 
    que desprecio: la incapacidad para sentir grandes ilusiones. Pero a esa España 
    es a la que nuestros políticos le preguntan. Con esa España apática es con 
    la que cuentan. A esa España es a la que dicen amar.
    
    ¿Cómo amaba el gran pensador a España? ¿Cómo la ama cada uno de los españoles 
    que se le entregan? ¿Y con qué? ¿Con qué llegamos a amar a nuestra Patria? 
    Yo lo hago desesperadamente y con rabia. Pero también con fe.
    
    ¿Por qué será esa permanente afición nuestra al desprecio? En otra parte se 
    ha dicho que España era, de momento, una frustración histórica y que no hemos 
    sabido aceptar en su justa dimensión el hecho de que fuimos vencidos por muchas 
    naciones al cabo de trescientos años de lucha. El desprecio español viene 
    de más lejos. Al que nos vence no se le desprecia; se le odia y se le perdona. 
    Uno sólo desprecia al inferior.
    
    ¿Es éste nuestro caso? Cuando despreciamos a otras naciones, ¿queremos decir 
    que nos sentimos superiores a ellas? Quizá. Pero, ¿cómo es posible que algo 
    en nosotros se sienta todavía superior después de los sucesivos fracasos y 
    derrotas? ¿De dónde sacamos los españoles nuestro orgullo?
    
    Es como si no aceptáramos los fracasos, como si estuviéramos convencidos de 
    que no han sido por nuestra culpa y que, si quisiéramos, las cosas rodarían 
    de muy otra manera. Pero esto puede ser malo y no veo en ello más que otro 
    de los síntomas de nuestra enfermedad centenaria: nos parece que las cosas 
    que han pasado aquí les han pasado a otros, a otra España a lo mejor. Huimos 
    de la responsabilidad de nuestros errores históricos y seguimos pensando que 
    somos los mejores mientras no nos atrevemos a demostrarlo. Por si las moscas.
    
    Algunos españoles despreciamos a los extranjeros, a los que acusamos de ser 
    incomprensibles. Lo son, claro, en la medida que son obra de otra cultura, 
    y eso no lo cambiará la Unión Europea. Pero si nosotros intentásemos comprender 
    por qué somos distintos a ellos, estaríamos dando el paso necesario para empezar 
    de verdad a ser mejores.
    
    Otros españoles desprecian, en cambio, al pueblo español, al que acusan de 
    bárbaro, inculto o tonto. Desprecian a España por no ser ni tan práctica ni 
    tan rica ni tan lógica como otras naciones. Y desprecian a todo español que 
    publica su amor a España, acusándolo de ilógico, de nostálgico o de prehistórico. 
    Son ellos los prehistóricos, los que han retrocedido a los tiempos en que 
    España no existía; los que reniegan de una buena parte de su ser. Son ellos 
    los despreciables, aunque «políticamente correctos».
    
    Pero también significa algo más la española tentación del desprecio: queda 
    en el fondo de la gente la conciencia de lo que España puede y debe ser; el 
    eco exigente de los siglos, y hasta la vergüenza por haber desperdiciado magníficas 
    oportunidades.
    
    Ese desprecio indica que en nosotros vive todavía un ideal y aguarda - entre 
    la esperanza y el miedo - la oportunidad de ser lo que ansiamos: protagonistas 
    de la historia. Esa es nuestra vanidad, el protagonismo o, como se dijo en 
    la transición primera, ser la envidia de Europa. Si nos duele que se hable 
    mal de nuestras cosas, más parece dolernos que no se hable en absoluto.
    
    Y no tener que volver que volver nunca más el desprecio contra nosotros mismos: 
    la aventura de ser español en el mundo sigue siendo importante, como demostrarán 
    los años que nos separan del siglo próximo.
    
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