(Fue un alemán, Carl Schmitt, quien en 1922 llamó la atención sobre él(Juan Donoso Cortés). Hoy el interés que despierta es cada día mayor, sobre todo gracias a sus asombrosas predicciones que formuló, alguna con casi un siglo de antelación. Carl Schmitt escribió en su Glossarium. Aufzeichrungen der Jahre 1947-1951 estas palabras: “No me avergüenzo hoy, como sesentón, tras todas mis experiencias con hombres y libros, con discursos y situaciones, de afirmar que el gran discurso de Donoso sobre la Dictadura, de 4 de enero de 1849, es el más magnífico discurso de la literatura universal, sin exceptuar a Pericles y Demóstenes, ni a Cicerón, Mirabeau o Burke”.)
El largo discurso 
  que pronunció ayer el señor Cortina, y al que voy a contestar, 
  considerándole desde un punto de vista restringido, a pesar de sus largas 
  dimensiones, no fue más que un epílogo: el epílogo de los 
  errores del partido progresista, los cuales a su vez no son más que otro 
  epílogo: el epílogo de todos los errores que se han inventado 
  de tres siglos a esta parte, y que traen conturbados más o menos hoy 
  día todas las sociedades humanas. 
  El señor Cortina, al comenzar su discurso, manifestó con la buena 
  fe que a su señoría distingue, y que tanto realza su talento, 
  que él mismo algunas veces había llegado a sospechar si sus principios 
  serían falsos, si sus ideas serían desastrosas, al ver que nunca 
  estaban en el Poder y siempre oposición. Yo diré a su señoría 
  que, por poco que reflexione, sin duda se cambiará en certidumbre. Sus 
  ideas no están en el Poder y están en la oposición, cabalmente 
  porque son ideas de oposición y porque no son ideas de gobierno. Señores, 
  son ideas y infecundas, ideas estériles, idear desastrosas, que es necesario 
  combatir hasta que queden enterradas aquí, en su cementerio natural, 
  bajo estas bóvedas, al pie de esta tribuna.(Aplauso general en los bancos 
  de la mayoría.) 
  El señor Cortina, siguiendo las tradiciones del partido a quien capitanea 
  y representa, siguiendo, divo, las tradiciones de este partido desde la revolución 
  de febrero, ha pronunciado un discurso dividido en tres partes que yo llamaré 
  inevitables. Primera, un elogio del partido, fundado en una relación 
  de sus méritos pasados. Segunda, el memorial de sus agravios presentes. 
  Tercera. Un programa, o sea una relación de sus méritos futuros.
  Señores de la mayoría: yo vengo aquí a defender vuestros 
  principios, pero no esperéis de mí ni un solo elogio; sois los 
  vencedores, y nada siente también en la frente del vencedor como una 
  corona de modestia.(¡bien, bien !)
  No esperéis de mi, señores, que hable de vuestros agravios: no 
  tenéis agravios personales que vengar, sino los agravios hechos a la 
  sociedad y al Trono por los traidores a su reina y a su Patria. No hablaré 
  de vuestros relación de méritos.¿Para qué fin hablaría 
  de ellos?¿Para que la nación lo sepa? La nación se los 
  sabe de memoria (Risas.)
  El señor Cortina dividió su discurso de dos partes, que desde 
  luego se presentan al alcance de todos los señores diputados. Su señoría 
  trató de la política exterior del Gobierno, y llamó política 
  exterior, importante para España, a los acontecimientos ocurridos en 
  París, en Londres y en Roma. Los tocaré también estos cuestiones. 
  
  Después descendió su señoría a la política 
  interior, y la política interior, tal como la ha tratado y el Cortina, 
  se divide en dos partes: una, cuestión de principios, y otra, cuestión 
  de hechos; una, cuestión de sistema, y otra, cuestión de conducta. 
  A la cuestión de hechos, a la cuestión de conducta ya ha contestado 
  el Ministerio, que es a quien correspondía contestar, que es quien tiene 
  los datos para ello, por el órgano de los señores ministros de 
  Estado y de Gobernación, que han desempeñado este encargo con 
  la elocuencia que acostumbran. Me queda para mí casi intacta la cuestión 
  de principios; esta cuestión solamente abordaré, pero la abordaré, 
  si el Congreso me lo permite, de lleno. (Atención.)
  Señores: ¿cuál es el principio del señor Cortina? 
  el principio de su historia, bien analizado su discurso, es el siguiente: en 
  la política interior, la legalidad: todo por la legalidad, todo para 
  la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias, la 
  legalidad en todas ocasiones; y yo, señores, que creo que las leyes se 
  han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes (¡Muy 
  bien, muy bien!?, digo: sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad; 
  la sociedad siempre, la sociedad en toda circunstancias, la sociedad en todas 
  ocasiones (2)(¡Bravo, bravo!) 
  Cuando la realidad vasta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, 
  la dictadura (3). Señores, esta palabra tremenda (que tremenda es, aunque 
  no tanto como la palabra revolución, que es la más tremenda de 
  todas)(Sensación.); digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada 
  aquí por un hombre que todos conocen; este hombre no sido hecho por cierto 
  de la manera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido 
  para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla. 
  Por eso (lo declaro aquí alta, noble y francamente) estoy incapacitado 
  de gobernar; no puedo aceptar el gobierno en conciencia; yo no podría 
  aceptarle sin poner la mitad de mí mismo en guerra con la otra mitad, 
  sin poner en guerra mi instinto contra mi razón, sin poner en tierra 
  ni mi razón contra mi instinto.(¡ Muy bien, muy bien!) 
  Por eso, señores, y yo apelo al testimonio de todos los que me conocen, 
  ninguno puede levantarse, ni aquí ni fuera de aquí, que haya tropezado 
  conmigo en el camino de la ambición, tan lleno de gentes (Aplausos.),ninguno. 
  Pero todos me encontrarán, todos me han encontrado en el camino modesto 
  de los buenos ciudadanos. Sólo aquí, señores, cuando mi 
  días estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin 
  el remordimiento de haber dejado sin defensa a la sociedad bárbaramente 
  atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo y para mí insoportable 
  dolor de haber hecho mal a un hombre. 
  Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancia 
  dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, 
  es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso, como cualquier otro gobierno; 
  es un gobierno racional, que puede defenderse la teoría, como puede defenderse 
  la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida social. 
  La vida social, como la vida humana, se compone de la acción y de la 
  reacción, del flojo y reflujo de ciertas fuerzas invasoras y de ciertas 
  fuerzas resistentes.
  Esta es la vida social, así como ésta es también la vida 
  humana. Pues bien: las fuerzas invasoras, llamadas enfermedades en el cuerpo 
  humano y de otra manera en el cuerpo social, pero siendo esencialmente la misma 
  cosa, tienen dos estados: hay uno en que están derramadas por toda la 
  sociedad, en que están representadas sólo por individuos; hay 
  otro estado agudísimo de enfermedad en que se reconcentran más 
  y están representadas por asociaciones políticas. Pues bien: yo 
  digo que no existiendo la fuerza resistentes, lo mismo en el cuerpo humano que 
  en el cuerpo social, sino para rechazar las fuerzas invasoras, tienen que proporcionarse 
  necesariamente a su estado. Cuando las fuerzas invasoras están derramadas 
  las resistentes los están también; lo están por el Gobierno, 
  por los autoridades, por los tribunales; en una palabra, por todo el cuerpo 
  social; pero cuando las fuerzas invasoras se reconcentran en asociaciones políticas, 
  entonces necesariamente, sin que nadie lo puede impedir, sin que nadie tenga 
  derecho a impedirlo, las fuerzas resistentes por sí mismas se reconcentran 
  en una mano. Esta es la teoría clara, luminosa, indestructible, de la 
  dictadura. 
  Y esta teoría, señores, que es una verdad en el orden racional, 
  es un hecho constante en el orden histórico. Citadme una sociedad que 
  no hayan tenido la dictadura, Citádmela. Ved sino qué pasaba en 
  la democrática Atenas, qué pasaba en la aristocrática Roma. 
  En Atenas ese poder omnipotente estaba en las manos del pueblo, y se llamada 
  ostracismo; en Roma a ese poder omnipotente estaba en manos del Senado, que 
  delegaba en un barón consular, y se llamaba, como entre nosotros, dictadura.(¡Bien, 
  bien !) Ved las sociedades modernas, señores; ved la Francia en todas 
  sus vicisitudes. No hablaré de la primera República, que es una 
  dictadura gigantesca, sin fin, llena de sangre y de horrores. Hablo de época 
  posterior. En la Carta de la Restauración, la dictadura se había 
  refugiado o buscado un asilo en el artículo 14; en la carta de 1930 se 
  encontró en el preámbulo. ¿Y en la República actual? 
  De ésta no digamos nada.¿Qué es sino la dictadura con el 
  mote de república? (Estrepitosos aplausos.)
  Aquí se ha citado, y en mala hora, por el señor Gávez Cañero 
  la Constitución inglesa. Señores: la constitución inglesa 
  cabalmente en la única en el mundo (tan sabios son los ingleses) en que 
  la dictadura no es de derecho excepcional, sino de derecho común. Y la 
  cosa es clara: el Parlamento tienen en todas ocasiones, en todas época, 
  cuando quiere, el poder dictatorial; pues no tiene más límites 
  que el del todos los poderes humanos; la prudencia; tiene todas las facultades, 
  y éstas constituyen el poder dictatorial de hacer todo lo que no sea 
  hacer de una mujer un hombre o de un hombre una mujer, como dicen los jurisconsultos. 
  (Risas.) Tiene facultades para suspender el habeas corpus,para proscribir por 
  medio de un bill d´attainder; puede cambiar la Constitución, puede 
  variar hasta de dinastía, y no sólo de dinastía, sino hasta 
  de religión, y oprimir las conciencias; en una palabra: lo puede todo. 
  ¿Quién ha visto, señores, una dictadura más monstruosa?(¡Bien,bien)
  He probado que la dictadura es una verdad en el orden teórico; que es 
  un hecho en el orden histórico. Pues ahora voy a decir más: la 
  dictadura pudiera decirse, si el respeto lo consintiera, que es otro hecho en 
  el orden divino.
  Señores: Dios ha dejado hasta cierto punto a los hombres el gobierno 
  de las sociedades humanas, y se ha reservado para sí exclusivamente el 
  gobierno del universo. El universo está gobernado por Dios, si pudiera 
  decirse así, y si en cosas tan altas pudieran aplicarse las expresiones 
  del lenguaje parlamentario, constitucionalmente. (Grandes risas en los bancos 
  de la izquierda) Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad y 
  de la mayor evidencia. Está gobernado por ciertas leyes precisas, indispensables, 
  a que se llama causas secundarias. ¿Qué son estas leyes, sino 
  leyes análogas a las que se llaman fundamentales respecto a las sociedades 
  humanas?
  Pues bien, señores, si, con respecto al mundo físico, Dios es 
  el legislador, con respecto a las sociedades humanas lo son los legisladores, 
  si bien de diferente manera, ¿gobierna Dios siempre con esas mismas leyes 
  que Él asimismo se impuso en su eterna sabiduría y a las que nos 
  sujetó a todos? No, señores, pues algunas veces, directa, clara 
  y explícitamente manifiesta su voluntad soberana quebrantando esas leyes 
  que Él mismo se impuso y torciendo el curso natural de las cosas. Y bien, 
  señores, cuando obra así, ¿no podía decirse, si 
  el lenguaje humano pudiera aplicarse a las cosas divinas, que obra dictatorialmente? 
  (Vuelven a repetirse las risas en los bancos de la izquierda.) (4)
  Esto prueba, señores, cuán grande es el delirio de un partido 
  que cree poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose así 
  propio el medio, algunas veces necesario, de la dictadura. Señores, siendo 
  esto así, la cuestión, reducida a sus verdaderos términos, 
  no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias 
  es buena; la cuestión consiste en averiguar si han llegado o pasado por 
  España estas circunstancias. Este es el punto más importante, 
  y es al que voy a contraerme exclusivamente ahora. Para esto tendré que 
  echar una ojeada(y en esto no haré más que seguir las pisadas 
  de todos los oradores que me han precedido), una ojeada por Europa y otra ojeada 
  por España(Atención profunda)
  Señores: la revolución de febrero vino como viene la muerte: de 
  improviso. (Grandes aplausos) Dios, señores, había condenado a 
  la monarquía francesa. En vano esa institución se había 
  transformado hondamente para acomodarse a las circunstancias y a los tiempos; 
  ni aún esto le valió: su condenación fue inapelable, y 
  su pérdida infalible. La Monarquía de derecho divino concluyó 
  con Luis XVI en el cadalso; la Monarquía de la gloria concluyó 
  con Napoleón en una isla; la Monarquía hereditaria concluyó 
  con Carlos X en el destierro, y con Luis Felipe ha concluido la última 
  de todas las Monarquías posibles; la Monarquía de la prudencia(¡Bravo, 
  bravo!) ¡Triste y lamentable espectáculo, señores, el de 
  una institución venerabilísima, antiquísima, gloriosísima, 
  a quien de nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia, 
  ni la gloria. (Se repiten los aplausos)
  Señores, cuando vino a España la grande nueva de esa grande revolución, 
  todos nos quedamos consternados y atónitos. Nada era comparable a nuestro 
  asombro y a nuestra consternación, sino la consternación y el 
  asombro de la Monarquía vencida. Digo mal: había un asombro mayor, 
  una consternación más grande que la de la Monarquía vencida, 
  y era la República vencedora. (¡Bien, bien) Aun ahora mismo; diez 
  meses van pasados ya desde su triunfo; preguntadla cómo venció; 
  preguntadla por qué venció; preguntadla con qué fuerzas 
  venció, y no sabrá qué responderos. Esto consiste en que 
  la República no venció: la República fue el instrumento 
  de un poder más alto. (Profunda sensación)
  Ese poder, señores, cuando esté comenzada su obra, así 
  como fue fuerte para destruir la Monarquía con un escrúpulo de 
  República, será fuerte también, si necesario fuera y conveniente 
  a sus fines, para derribar la República con un escrúpulo de Imperio, 
  o con un escrúpulo de Monarquía.(5) Esta revolución, señores, 
  ha sido objeto de grandes comentarios en sus causas y en sus efectos, en todas 
  las tribunas de Europa, y entre otras, en la tribuna española. yo he 
  admirado aquí y allí la lamentable ligereza con que se trata de 
  las causas hondas de las revoluciones. Señores, aquí, como en 
  otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los gobiernos. 
  Cuando las catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas, 
  son siempre providencial; porque, señores, no otros son los caracteres 
  que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres. (Ruidosos aplausos 
  en los bancos de la mayoría)
  Cuando las revoluciones presentan esos síntomas, estad seguros que vienen 
  del cielo, y que viene por culpa y para castigo de todos. ¿Queréis, 
  señores, sabed la verdad, y toda la verdad concerniente a las causas 
  de la revolución última francesa? Pues la verdad es que en febrero 
  llegó el día de la gran liquidación de todas las clases 
  de la sociedad por la Providencia, y que en ese día tremendo todas se 
  han encontrado fallidas. En ese día han venido a la liquidación 
  con la Providencia, y repito que todas en esa liquidación se han encontrado 
  fallidas. Digo más, señores, : la República el mismo día 
  de su victoria se declaró también en quiebra. La República 
  había dicho de sí que venía a sentar en el mundo la dominación 
  de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, esos tres dogmas que no vienen 
  de la República, sino que vienen del Calvario. (¡Bien, Bien!). 
  Y bien, señores, ¿qué ha hecho después? en nombre 
  de la libertad, ha hecho necesaria, ha proclamado, ha aceptado la dictadura; 
  en nombre de la igualdad, con el título de republicanos de la víspera, 
  de los republicanos del día siguiente, de republicanos de nacimiento, 
  ha inventado no sé qué especie de democracia aristocrática 
  y no sé qué género de ridículos blasones; en fin, 
  señores, en nombre de la fraternidad, ha restaurado la fraternidad pagana, 
  la fraternidad de Eteocles y Polinice, y los hermanos se han devorado unos a 
  otros en las calles de París, en la batalla más gigantesca que 
  dentro de los muros de una ciudad han presenciado los siglos. A esa República, 
  que se llamó de las tres verdades, yo la desmiento: es la República 
  de las tres blasfemias, es la República de las tres mentiras. (¡Bravo, 
  bravo!) (6).
  Viniendo ahora a las causas de esta revolución, el partido progresista 
  tiene unas mismas causas para todo. El señor Cortina nos dijo ayer que 
  hay revoluciones porque hay irregularidades y porque el instinto de los pueblos 
  los levanta uniforme y espontáneamente contra los tiranos. Antes nos 
  había dicho el señor Ordax Avecilla: “¿Queréis 
  evitar las revoluciones? Dad de comer a los hambrientos.” Véase, 
  pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión: 
  las causas de la revolución son, por una parte, la miseria; por otra, 
  la tiranía. Señores, esa teoría es contraria, totalmente 
  contraria a la Historia. Yo pido que se me cite un ejemplo de una revolución 
  hecha y llevada a cabo por pueblos esclavos o por pueblos hambrientos. Las revoluciones 
  son enfermedades de los pueblos ricos; las revoluciones son enfermedades de 
  los pueblos libres. El mundo antiguo era un mundo en el que los esclavos componían 
  la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución 
  fue hecha por esos esclavos. (En los bancos de la izquierda: “La revolución 
  de Espartaco.”)
  Lo que más pudieron fue fomentar algunas guerras civiles; pero las revoluciones 
  profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas. 
  No, señores; no está en la esclavitud, no está en la miseria 
  el germen de las revoluciones; el germen de las revoluciones está en 
  los deseos sobreescitados de las muchedumbres por los tribunos que la explotan 
  y benefician. (Bien, bien!) Y seréis como los ricos: ved aquí 
  la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias. 
  Y seréis como los noble: ved ahí la fórmula de las revoluciones 
  de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los 
  reyes: ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases nobiliarias 
  contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera 
  de dioses: ved ahí la fórmula de la primera rebelión del 
  hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde hasta Proudhon, el 
  último impío, ésa es la fórmula de todas las revoluciones. 
  (¡Muy bien, muy bien!)
  El gobierno español, como es su deber, no quiso que esta fórmula 
  tuviese aplicación en España; tanto menos lo quiso, cuanto que 
  la situación interior o era la más lisonjera, y era menester prevenirse, 
  así contra las eventualidades del interior como contra las eventualidades 
  exteriores. Para no haberlo hecho así, era necesaria haber desconocido 
  de todo punto el poderío de esas corrientes magnéticas que se 
  desprenden de los focos de infección revolucionaria y que van inficionándolo 
  todo por el mundo. (¡Muy bien, muy bien!)
  La situación interiore, en pocas palabras, era ésta: la cuestión 
  política no estaba, no ha estado nunca, no está de todo punto 
  resuelta; no se resuelven así tan fácilmente las cuestiones políticas 
  en sociedades tan soliviantadas por las pasiones. La cuestión dinástica 
  no estaba concluida, porque, aunque es verdad que en ella somos nosotros los 
  vencedores, no teníamos la resignación del vencido, que es el 
  complemento de la victoria. (¡Bravo!). La cuestión religiosa estaba 
  en muy mal estado. La cuestión de las bodas, todos lo sabéis, 
  estaba exacerbada. Yo pregunto, señores: supuesto, como he probado ya, 
  que la dictadura sea e circunstancias dadas legítima, en circunstancias 
  dadas, provechosa, ¿estábamos o no estábamos en esas circunstancias? 
  Si no habían llegado, decidme cuáles otras más graves han 
  aparecido en el mundo. La experiencia vino a demostrar que los cálculos 
  del Gobierno y la previsión de esta Cámara no habían sido 
  infundados. Todos los sabéis, señores; yo en esto hablaré 
  muy de paso, porque todo lo que es alimentar pasiones lo detesto; no he nacido 
  para eso; todos sabéis que se proclamó la República a trabucazos 
  por las calles de Madrid; todos sabéis que se ganó parte de la 
  guarnición de Madrid y de Sevilla; todos sabéis que sin la resistencia 
  enérgica, activa, del Gobierno, toda España, desde las columnas 
  de Hércules al Pirineo, de un mar al otro mar, hubiera sido un lago de 
  sangre (7). Y no sólo España. ¿Sabéis qué 
  males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían propagado 
  por el mundo? ¡Ah, señores! Cuando se piensa en estas cosas fuerza 
  es exclamar que el Ministerio que supo resistir y supo vencer, mereció 
  bien de su Patria. (Muy bien, muy bien!) 
  Esta cuestión vino a complicarse con la cuestión inglesa; antes 
  de entrar en ella (y desde ahora anuncio que no entraré sino para salir 
  inmediatamente, porque así lo conceptúo conveniente y oportuno), 
  antes de entrar en ella, me permitirá el Congreso que exponga algunas 
  ideas generales que me parecen convenientes.
  Señores: yo he creído siempre que la ceguedad es una señal, 
  así en los hombres, como en los gobiernos, como en las naciones, de perdición. 
  Yo he creído que Dios comienza por cegar siempre a los que quiere perder; 
  yo he creído que, para que no vean el abismo que pone a sus pies, comienza 
  por turbarles la cabeza. Aplicando estas ideas a la política general, 
  seguida de algunos años a esta parte por Inglaterra y por la Francia, 
  señores, lo diré aquí, hace mucho que he predicho grandes 
  desventuras y catástrofes. Un hecho histórico, un hecho averiguado, 
  un hecho incontrovertible es que el encargo providencial de la Francia es ser 
  el instrumento de la Providencia en la propagación de las ideas nuevas, 
  así políticas como religiosas y sociales.
  En los tiempos modernos tres grandes ideas han invadido la Europa: la idea católica, 
  la idea filosófica, la idea revolucionaria. Pues bien, señores: 
  en estos tres períodos, la Francia se ha hecho siempre hombre para propagar 
  esas ideas. Carlomagno fue la Francia hecha hombre para propagar la idea católica; 
  Voltaire fue la Francia hecha hombre para propagar la idea filosófica; 
  Napoleón ha sido la Francia hecha hombre para propagar la idea revolucionaria. 
  (Aplausos generales.) Del mismo modo, creo que el encargo providencial de la 
  Inglaterra es mantener el justo equilibrio moral del mundo, haciendo contraste 
  perpetuo con la Francia. La Francia es lo que el flujo, la Inglaterra del mar.(¡Muy 
  bien, muy bien!)
  Suponed por el momento el flujo sin reflujo: los mares se extenderían 
  por todos los continentes; suponed el flujo sin el flujo: los mares desaparecerían 
  de la tierra. Suponed la Francia sin la Inglaterra: el mundo no se movería 
  sino en medio de convulsiones; cada día tendría una nueva Constitución. 
  Cada hora una nueva forma de gobierno. Suponed la Inglaterra sin la Francia; 
  el mundo vegetaría siempre bajo la carta del venerable Juan sin Tierra, 
  que es el tipo permanente de todas las constituciones británicas. ¿Qué 
  significa, pues, la coexistencia de estas dos naciones poderosas? Significa, 
  señores, el progreso por la estabilidad, la estabilidad vivificada por 
  el progreso. (¡Bien, bien!)
  Pues bien, señores: de algunos años a esta parte, y apelo a la 
  historia contemporánea y a vuestros recuerdos, esas dos grandes naciones 
  han perdido la memoria de sus hechos, han perdido la memoria de su encargo providencial 
  en el mundo. La Francia, en vez de derramar por la tierra ideas nuevas, predicó 
  por todas partes el statu quo: estatu quo en Francia, statu quo en España, 
  statu quo en Italia, el statu quo en el Oriente. Y la Inglaterra, en vez de 
  predicar la estabilidad, predicó en todas partes las revueltas: en España, 
  en Portugal, en Francia, en Italia y en Grecia. ¿Y qué resultó 
  de aquí? Lo que había de resultar forzosamente: que las dos naciones, 
  representando un papel que no había sido el suyo nunca, le han representado 
  pésimamente. La Francia quiso convertirse de diablo en predicador; la 
  Inglaterra de predicador en diablo. (Grandes y generales risas, acompañadas 
  de iguales aplausos en todos los bancos.)
  Esto es, señores, la historia contemporánea; que hablando solamente 
  de la Inglaterra, porque es de la que me propongo hablar muy brevemente, diré 
  que yo podo al cielo, señores, que no vengan sobre ella, como han venido 
  sobre la Francia, las catástrofes que ha merecido por sus errores; porque 
  nada es comparable al error de la Inglaterra de apoyar en todas partes a los 
  partidos revolucionarios. ¡Desgraciada! ¿No sabe que el día 
  del peligro esos partidos, con más instinto que ella, la habrán 
  de volver las espaldas? ¿No ha sucedido esto ya? Y ha debido suceder, 
  señores, porque todos los revolucionarios del mundo saben que cuando 
  las revoluciones van de veras, que cuando las nubes se agrupan, que cuando los 
  horizontes se oscurecen, que cuando las olas suben a los alto, el navío 
  de la revolución no tiene más piloto que la Francia. (Grandes 
  y vivos aplausos.)
  Señores, ésta es la política seguida por la Inglaterra, 
  o por mejor decir, por su Gobierno y sus agentes, durante la última época. 
  Yo he dicho y repito que no quiero tratar esta cuestión; me mueven a 
  ello grandes consideraciones. Primero, la consideración del bien público, 
  porque debo declarar aquí solemnemente que yo quiero la alianza más 
  íntima, la unión más completa entre la nación española 
  y la nación inglesa, a quien admiro y respeto como la nación quizá 
  más libre, más fuerte y más digna de serlo en la tierra. 
  No quisiera, pues, con mis palabras exacerbar esta cuestión y no quisiera 
  tampoco perjudicar o embarazar ulteriores negociaciones. Hay otra consideración 
  que me mueve a no hablar de este asunto. Para hablar de él tendría 
  que hacerlo de un hombre de quien fui amigo, más amigo que el señor 
  Cortina; pero yo no puedo ayudarle hasta el punto que el señor Cortina 
  le ayudaba; la honra no me permite más ayuda que el silencio. (El nombre 
  de Bulwer se repite por los bancos de la mayoría.)(8).
  El señor Cortina, al tratar esta cuestión, permítame que 
  se lo diga con franqueza, tuvo una especie de vahído, y se le olvidó 
  quién era, dónde estaba y quiénes somos. Su señoría 
  creyó que era un abogado, y no era un abogado, que era un orador del 
  Parlamento. Su señoría creyó que hablaba entre jueces, 
  y hablaba ante diputados. Su señoría creyó que hablaba 
  en un tribunal, y hablaba en una asamblea deliberante; creyó que hablaba 
  de un pleito, y hablaba de un asunto político grande, nacional, que, 
  si pleito era, era pleito entre dos naciones. Ahora bien, señores: ¿correspondía 
  al señor Cortina haber sido el abogado de la parte contraria a la nación 
  española? (Aplausos en los bancos de la mayoría.) ¡Y qué, 
  señores! ¿Es esto patriotismo por ventura? ¿Es eso ser 
  patriota? ¡Ah, no! ¿Sabéis lo que es ser patriota? Ser patriota, 
  señores, es amar, es aborrecer, es sentir como ama, como aborrece, como 
  siente nuestra Patria. (¡Bravo, bravo!)
  Dije, señores, que pasaría muy de ligero por esta cuestión, 
  y ya he pasado.
  El señor secretario. (Lafuente Alcántara): Pasadas las horas de 
  reglamento, se pregunta al Congreso si se prorroga la sesión. (Muchas 
  voces: Sí, sí.)
  Se acordó afirmativamente.
  El señor marqués de Valdegamas: Pero, señores, ni las circunstancias 
  interiores, que eran tan graves, ni las circunstancias exteriores, que eran 
  tan complicadas y peligrosas, son bastante para disminuir la opinión 
  en los señores que se sientan en aquellos bancos ¿Y la libertad?, 
  nos dicen. ¡Pues qué! La libertad, ¿no es sobre todo? Y 
  la libertad , a lo menos la individual, ¿no ha sido sacrificada? ¡La 
  libertad, señores! ¿Saben el principio que proclaman y el nombre 
  que pronuncian los que pronuncian esa palabra sagrada? ¿Saben los tiempos 
  en que viven? ¿No ha llegado hasta vosotros, señores, el ruido 
  de las últimas catástrofes? ¡Qué! ¿No sabéis 
  a esta hora que la libertad acabó? ¡Pues, qué! ¿No 
  habéis asistido, como he asistido yo, con los ojos de mi espíritu, 
  a su dolorosa pasión? ¡Pues, qué, señores! ¿No 
  habéis visto vejada, escarnecida, herida alevosamente por todos los demagogos 
  del mundo? ¿No la habéis visto llevar su angustia por las montañas 
  de la Suiza, por las calles del Sena, por las riberas del Rhin y del Danubio, 
  por las márgenes del Tíber? ¿No la habéis visto 
  subir al Quirinal, que ha sido su Calvario? (Estrepitosos aplausos.)
  Señores, tremenda es la palabra, pero no debemos retraernos de pronunciar 
  palabras tremendas si dicen la verdad, y yo estoy resuelto a decirla. ¡ 
  La libertad acabó! (Sensación profunda.) No resucitará, 
  señores, ni al tercer día, ni al tercer año, ni al tercer 
  siglo quizá. ¿Os asusta, señores, la tiranía que 
  sufrimos? De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Y aquí 
  os ruego, señores, que guardéis en vuestra memoria mis palabras, 
  porque lo que voy a decir, los sucesos que voy a anunciar en un porvenir más 
  próximo o más lejano, pero muy lejano nunca, se han de cumplir 
  a la letra. (Grande atención.)
  El fundamento, señores, de vuestros errores (dirigiéndose a los 
  bancos de la izquierda) consiste en no saber cuál es la dirección 
  de la civilización y del mundo. Vosotros creéis que la civilización 
  y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo, 
  señores, camina con pasos rapidísimos a la constitución 
  de un despotismo, el más gigantesco y asolador que hay memoria en los 
  hombres. A esto camina la civilización y a esto camina el mundo. Para 
  anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me basta considerar el conjunto 
  pavoroso de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista 
  verdadero: desde las alturas católicas.
  Señores, no hay más que dos represiones 
  posibles: una interior y la otra exterior, la religiosa y la política. 
  Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está 
  subido, el termómetro de represión está bajo, y cuando 
  el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, 
  la represión política, la tiranía, está alta. Esta 
  es una ley de la humanidad, una ley de la Historia. Y si no, señores, 
  ved lo que era el mundo, ved lo que era la sociedad que cae al otro lado de 
  la Cruz; decid lo que era cuando no había represión interior, 
  cuando no había represión religiosa. Entonces aquella era una 
  sociedad de tiranos y esclavos. Citadme un solo pueblo de aquella época 
  donde no hubiera esclavos y donde no hubiera tiranía. Este es un hecho 
  incontrovertible, este es un hecho incontrovertido, este es hecho evidente. 
  La libertad, la libertad verdadera, la libertad de todos y para todos, no vino 
  al mundo sino con el Salvador del mundo. (¡Muy bien, muy bien!) Este también 
  es un hecho incontrovertido, es un hecho reconocido hasta por los mismos socialistas, 
  que lo confiesan. Los socialistas llaman a Jesús 
  un hombre divino, y los socialistas hacen más, se llaman sus continuadores. 
  ¡Sus continuadores, santo Dios! ¡Ellos, los hombres de sangre y 
  de venganzas, continuadores del que no vivió sino para hacer el bien, 
  del que no abrió la boca sino para bendecir, del que no hizo prodigios 
  sino para librar a los pecadores del pecado, a los muertos de la muerte; del 
  que en el espacio de tres años hizo la revolución más grande 
  que han presenciado los siglos y la llevó acabo sin haber derramado más 
  sangre que la suya! (Vivas y generales aplausos.)
  Señores, os ruego que me prestéis atención; voy a poneros 
  en presencia del paralelismo más maravillosos que ofrece la Historia. 
  Vosotros habéis visto que en el mundo antiguo, cuando la represión 
  no podía bajar más, porque no existía ninguna, la represión 
  política subió hasta no poder más, porque subió 
  hasta la tiranía. Pues bien: con Jesucristo, donde nace la represión 
  religiosa, desaparece completamente la represión política. Es 
  esto tan cierto que, habiendo fundado Jesucristo una sociedad con sus discípulos, 
  fue aquella la única sociedad que ha existido sin gobierno. Entre Jesús 
  y sus discípulos no había más gobierno que el amor del 
  Maestro a los discípulos y al amor de los discípulos al Maestro. 
  Es decir, que, cuando la represión interior era completa, la libertad 
  era absoluta.
  Sigamos el paralelismo. Llegan los tiempos apostólicos, que los extenderé, 
  porque así conviene ahora a mi propósito, desde los tiempos apostólicos 
  propiamente dichos hasta la subida del cristianismo al Capitolio en tiempos 
  de Constantino el Grande. En este tiempo, señores, la religión 
  cristiana, es decir, la represión religiosa interior, estaba en todo 
  su apogeo; pero aunque estaba en todo su apogeo, sucedió lo que sucede 
  en todas las sociedades compuestas de hombres: que comenzó a desarrollarse 
  un germen, nada más que un germen, la licencia y la libertad religiosa. 
  Pues bien, señores: observad el paralelismo; a este principio de descenso 
  en el termómetro religioso corresponde un principio de subida en el termómetro 
  político. No hay todavía gobierno, no es necesario el gobierno, 
  pero es necesario ya un germen de gobierno. Así en la sociedad cristiana 
  entonces no había de hecho verdaderos magistrados, sino jueces árbitros 
  y amigables componedores, que son el embrión del gobierno. Realmente 
  no había más que eso; los cristianos de los tiempos apostólicos 
  no tuvieron pleitos, no iban a los tribunales; decidían sus contiendas 
  por medio de árbitros. Obsérvese, señores, cómo 
  con la corrupción va creciendo el gobierno.
  Llegan los tiempos feudales, y en éstos la religión se encuentra 
  todavía en su apogeo, pero hasta cierto punto viciada por las pasiones 
  humanas. ¿Qué es lo que sucede, señores, en este tiempo 
  en el mundo político? Que ya es necesario el gobierno real y efectivo, 
  pero que basta el más débil de todos, y así se establece 
  la monarquía feudal, la más débil de todas las monarquías.
  Seguid observando el paralelismo. Llega, señores, el siglo XVI. En este 
  siglo, con la gran reforma luterana, con ese gran escándalo político 
  y social, tanto como religioso; con este acto de emancipación intelectual 
  y moral de los pueblos, coinciden las siguientes instituciones: en primer lugar, 
  en el instante las monarquías, de feudales se hacen absolutas. Vosotros 
  creeréis, señores, que más que absoluta no puede ser una 
  monarquía; un gobierno, ¿que puede ser más que absoluto? 
  Pero, es necesario, señores, que el termómetro de la represión 
  política subiera más, porque el termómetro religioso seguía 
  bajando; y, con efecto, subió más. ¿Y qué nueva 
  institución se creó? La de los ejércitos permanentes. ¿Y 
  sabéis, señores, lo que son los ejércitos permanentes? 
  Para saberlo basta saber qué es un soldado; un soldado es un esclavo 
  con uniforme. Así, pues, veis que, en el momento en que la represión 
  religiosa baja, la represión política sube al absolutismo, y pasa 
  más allá. No bastaba a los gobiernos ser absolutos; pidieron y 
  obtuvieron el privilegio de ser absolutos y tener un millón de brazos.
  A pesar de esto, señores, era necesario que el termómetro político 
  subiera más, porque le termómetro religioso seguía bajando; 
  y subió más. ¿Qué nueva institución , señores, 
  se creó entonces? Los gobiernos dijeron: “Tenemos un millón 
  de brazos, y no nos bastan; necesitamos más; necesitamos un millón 
  de ojos” Y tuvieron la policía, y con la policía un millón 
  de ojos. A pesar de esto, señores, todavía el termómetro 
  político y la represión política debían subir, porque, 
  a pesar de todo, el termómetro religioso seguía bajando; y subieron.
  A los gobiernos, señores, no les bastó tener un millón 
  de brazos, no les bastó tener un millón de ojos; quisieron tener 
  un millón de oídos, y los tuvieron la centralización administrativa, 
  por la cual vienen a parar al gobierno todas las reclamaciones y todas las quejas.
  Y bien, señores, nos les bastó esto, porque el termómetro 
  religioso siguió bajando, y era necesario que el termómetro político 
  subiera más...¡Señores, hasta dónde!...Pues subió 
  más.
  Los gobiernos dijeron: “No me bastan, para reprimir, un millón 
  de brazos; no me bastan, para reprimir, un millón de ojos; no me bastan, 
  para reprimir, un millón de oídos; necesitamos más: necesitamos 
  tener el privilegio de hallarnos a un mismo tiempo en todas partes” Y 
  lo tuvieron, y se inventó el telégrafo. (Grandes aplausos.)
  Señores, tal es el estado de Europa y del mundo cuando el primer estallido 
  de la última revolución vino a anunciarnos a todos que aún 
  no había bastante despotismo en el mundo, porque el termómetro 
  religioso estaba por bajo de cero. Ahora bien, señores, una de dos...
  Yo he prometido y cumpliré mi palabra, hablar hoy con toda franqueza. 
  (Se redobla la atención.)
  Pues bien, una de dos: o la reacción religiosa viene o no; si hay reacción 
  religiosa, ya veréis, señores, cómo, subiendo el termómetro 
  religioso, comienza a bajar natural, espontáneamente, sin esfuerzo ninguno 
  de los pueblos, ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro 
  político, hasta señalar el día templado de la libertad 
  de los pueblos. (¡Bravo!) Pero, si por el contrario, señores, (y 
  esto es grave, no hay costumbre de llamar la atención de las asambleas 
  deliberantes sobre las cuestiones hacia donde yo he llamado hoy; pero la gravedad 
  de los acontecimientos del mundo me dispensa, y yo creo que vuestra benevolencia 
  sabrá también dispensarme); pues bien, señores, yo digo 
  que, si el termómetro religioso continua bajando, no sé adónde 
  hemos de ir a parar. Yo, señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo 
  pienso. Contemplad las analogías que he propuesto a vuestros ojos, y 
  si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo no era necesario 
  gobierno ninguno, cuando la represión religiosa no exista no habrá 
  bastante con ningún género de gobierno; todos los despotismos 
  serán pocos. (profunda sensación.)
  Señores, esto es poner el dedo en la llaga; ésta es la cuestión 
  de España, la cuestión de Europa, la cuestión de la humanidad, 
  la cuestión del mundo. (¡Cierto, cierto!)
  Considerad una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue 
  feroz y asoladora, y, sin embargo, esa tiranía estaba limitada físicamente, 
  porque todos los Estados eran pequeños y porque las relaciones internacionales 
  eran imposibles de todo punto; por consiguiente, en la antigüedad no pudo 
  haber tiranías en grande escala, sino una sola: la de roma. Pero ahora, 
  señores, ¡cuán mudadas están las cosas! Señores: 
  las vías están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, 
  universal, inmenso; todo está preparado para ello; señores, miradlo 
  bien; ya no hay resistencias, ni físicas ni morales; no hay resistencias 
  físicas, porque con los barcos de vapor y los caminos de hierro no hay 
  fronteras; no hay resistencias físicas, porque con el telégrafo 
  eléctrico no hay distancias, y no hay resistencias morales, porque todos 
  los ánimos están divididos y todos los patriotismos están 
  muertos. Decidme, pues, si tengo o no razón cuando me preocupo por el 
  porvenir próximo del mundo; decidme si, al tratar de esta cuestión, 
  no trato de la cuestión verdadera. (Sensación.) (10)
  Una cosa puede evitar la catástrofe; una y nada más; 
  eso no se evita con dar más libertad, más garantías, nuevas 
  constituciones; eso se evita procurando todos, hasta donde nuestras fuerzas 
  alcancen, provocar una reacción saludable, religiosa. Ahora bien, señores: 
  ¿es posible esta reacción? Posible lo es; pero ¿es probable? 
  Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza; no la 
  creo probable. Yo he visto, señores , y conocido a muchos individuos 
  que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no 
  he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después 
  de haberla perdido.
  Si aún me quedara alguna esperanza, la hubieran disipado, señores, 
  los últimos sucesos de Roma; y aquí voy a decir dos palabras sobre 
  esta cuestión, tratada también por el señor Cortina.
  Señores, los sucesos de Roma no tienen un nombre. ¿Cómo 
  los llamaríais, señores? ¿Los llamaríais deplorables? 
  Deplorables, todos los que os he citado lo son; estos son mucho más. 
  ¿Los llamaríais horribles? Señores, esos acontecimientos 
  son sobre todo horror.
  Habían en Roma, ya no le hay, sobre le trono más eminente, el 
  varón más justo, el varón más evangélico 
  de la tierra. ¿Qué ha hecho Roma de ese varón evangélico, 
  de ese varón justo? ¿Qué ha hecho esa ciudad en donde han 
  imperado los héroes, los Césares y los Pontífices? Ha trocado 
  el trono de los Pontífices por el trono de los demagogos. Rebelde a Dios, 
  ha caído bajo la idolatría del puñal. Eso ha hecho. El 
  puñal, señores, el puñal demagógico, el puñal 
  sangriento, ése es hoy el ídolo de Roma. Ese es el ídolo 
  que ha derribado a Pío IX. Ése es el ídolo que pasean por 
  las calles tropas de caribes. ¿Dije caribes? Dije mal, que los caribes 
  son feroces, pero los caribes no son ingratos. (Ruidosos aplausos.)
  Señores, me he propuesto hablar con toda franqueza, y hablaré. 
  Digo que es necesario que el rey de Roma vuelva a Roma o que no quede en Roma, 
  aunque pese al señor Cortina, piedra sobre piedra.(En los bancos de la 
  mayoría; “¡muy bien, muy bien!)
  El mundo católico no puede consentir, y no consentirá, en la destrucción 
  virtual del cristianismo por una ciudad sola, entregada al frenesí de 
  la locura. La Europa civilizada no puede consentir, y no consentirá, 
  que se desplome, señores, la cúpula del edificio de la civilización 
  europea. El mundo, señores, no puede consentir, y no consentirá, 
  que en Roma, esa ciudad santa, se verifique el advenimiento al trono de una 
  nueva y extraña dinastía, la dinastía del crimen. (¡Bravo!) 
  Y no se diga, señores, como dice el señor Cortina, como dicen 
  en periódicos y discursos los señores que se sientan en aquellos 
  bancos (Dirigiéndose a los de la izquierda),que hay dos cuestiones allí, 
  una temporal y otra espiritual, y que la cuestión ha sido entre el 
  rey temporal y su pueblo; que el Pontífice existe todavía. Dos 
  palabras sobre esta cuestión: dos palabras, señores, lo explicarán 
  todo.
  Sin duda ninguna, el poder espiritual es lo principal en el Papa; el temporal 
  es accesorio; pero ese accesorio es necesario. El mundo católico tiene 
  el derecho de exigir que el oráculo infalible de sus dogmas sea libre 
  e independiente; el mundo católico no puede tener una ciencia cierta, 
  como se necesita de que es independiente y libre sino cuando es soberano, porque 
  sólo el soberano no depende de nadie. (¡Muy bien, muy bien!) Por 
  consiguiente, señores, la cuestión de soberanía, que es 
  una cuestión política en todas partes, es en Roma además 
  una cuestión religiosa; el pueblo, que puede ser soberano en todas partes, 
  no puede serlo en Roma; asambleas constituyentes que pueden existir en todas 
  partes, no pueden existir en Roma, en Roma no puede haber más poder constituyente 
  que el poder constituido. Roma, señores, los Estados pontificios no pertenecen 
  a Roma, no pertenecen al Papa; los Estados pontificios pertenecen al mundo católico; 
  el mundo católico se los ha reconocido al Papa para que fuera libre e 
  independiente; y el Papa mismo no puede despojarse de esa soberanía, 
  de esa independencia. (Generales aplausos.) (11)
  Señores, voy a concluir, porque l Congreso está muy cansado, y 
  yo lo estoy también. (Varios señores: ¡No, no!) Señores, 
  francamente, tengo que declarar aquí que no puedo extenderme más, 
  porque tengo la boca mala, y ha sido un prodigio que yo pueda hablar; pero lo 
  principal que tenía que decir lo he dicho ya. 
  Después de haber tratado las tres cuestiones exteriores que trató 
  el señor Cortina, vuelvo, para concluir, a la interior. Señores, 
  desde el principio del mundo hasta ahora ha sido una cosa discutible si convenía 
  más el sistema de la resistencia o el sistema de las concesiones para 
  evitar las revoluciones y los trastornos, pero afortunadamente, señores, 
  ésa, que ha sido una cuestión desde el primer año de la 
  creación hasta el año 48, en el año de gracia del 48 ya 
  no es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta; yo, señores, 
  si me lo permitiera el mal que padezco en la boca, haría una reseña 
  de todos los acontecimientos desde febrero hasta ahora que prueban esta aserción, 
  pero me contentaré con recordar dos: el de la Francia, señores; 
  allí la Monarquía, que no resistió, fue vencida por la 
  República, que apenas tenía fuerza para moverse, y la República, 
  que apenas tenía fuerza para moverse, porque resistió, venció 
  al socialismo.
  En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha sucedido? 
  ¿No estaba allí vuestro modelo? Decidme: si vosotros fuerais pintores 
  y quisierais pintar el modelo de un rey, ¿encontraríais otro modelo 
  que no fuera su original Pío IX? Señores, Pío IX quiso 
  ser, como su divino Maestro, magnífico y dadivoso; halló proscritos 
  en su país, y les tendió la mano y los devolvió a su patria; 
  había reformistas, señores, y les dio reformas; había liberales, 
  señores, y les hizo libres; cada palabra suya fue un beneficio; y ahora, 
  señores, decidme: ¿a sus beneficios no igualan, si no exceden 
  sus ignominias? Y en vista de esto, señores, ¿el sistema de las 
  concesiones no es una cosa resuelta? (¡Muy bien, muy bien!)
  Señores, si aquí se tratara de elegir , de escoger entre la libertad, 
  por un lado, y la dictadura, por otro, aquí no habría disenso 
  ninguno; porque, ¿quién pudiendo abrazarse con la libertad, se 
  hinca de todillas ante la dictadura? Pero no es esa la cuestión. La libertad 
  no existe de hecho en Europa; los gobiernos constitucionales, que la representaban 
  años atrás, no son ya en casi todas partes, señores, sino 
  una armazón, un esqueleto sin vida. Recordad una cosa, recordad a Roma 
  imperial. En la Roma imperial existen todas las instituciones republicanas: 
  existen los omnipotentes dictadores, existen los inviolables tribunos, , existen 
  las familias senatoriales, existen los eminentes cónsules; todo esto, 
  señores, existe; no falta más que una cosa: sobra un hombre y 
  falta la República. (¡Muy bien, muy bien!)
  Pues ésos son, señores, en casi toda Europa los gobiernos constitucionales; 
  sin pensarlo, sin saberlo, el señor Cortina nos lo demostró el 
  otro día. ¿No nos decía su señoría que prefiere, 
  y con razón, lo que dice la Historia a lo que dicen las teorías? 
  A la Historia apelo. ¿Qué son, señor Cortina, esos gobiernos 
  con sus mayorías legítimas, vencidas siempre por las minorías 
  turbulentas; con sus ministros responsables, que de nada responden; con sus 
  reyes inviolables, siempre violados? Así, señores, la cuestión, 
  como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura, yo votaría 
  por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión 
  es ésta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección 
  y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del 
  Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa. (Aplausos en los bancos de la 
  mayoría.)
  Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que 
  viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de regiones 
  más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre 
  la dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura 
  del sable, porque es más noble. (¡Bravo, bravo!) Señores, 
  al votar nos dividiremos en esta cuestión, y dividiéndonos, seremos 
  consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, señores, votaréis, 
  como siempre, lo más popular; nosotros, señores, como siempre, 
  votaremos lo más saludable. 
  (Una grande agitación sigue a este discurso. El orador recibe las felicitaciones 
  de casi todos los diputados del Congreso.)
(1) La revoluciones europeas había impresionado muy profundamente a Donoso. Había reflexionado mucho sobre ellas, y ahora desde el pensamiento teológico cristiano. A principios de 1.849 , los progresistas atacaban violentamente al general Narváez, presidente del Gobierno desde octubre de 1.847, porque había reprimido con energía y autoritarismo las intentonas de revolución de Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Más aún , les parecía intolerable que el Parlamento hubiera concedido al general plenos poderes en orden a mantener la paz. Esto sonaba a dictadura. El 3 de enero, pronunció Cortina, jefe de la oposición progresista, un discurso enel Parlamento. El 4 se levantó Donoso a contestarle con este discurso, que llevó al orador al primer plano de la política nacional y aun de la internacional, y que es una de las obras más logradas y más estudiadas de Donoso. Ha alcanzado la plena madurez de su pensamiento, la seguridad en sí mismo y en el camino que debe seguir; la seguridad y la valentía en aceptar las ideas católicas con todas sus consecuencias y en profesarlas públicamente. Ha logrado también, tras muchos años de estudio y observación, una penetración muy honda en la entraña europea y del liberalismo que la domina, sobre todo de ese germen corrosivo que llevaba consigo el liberalismo decimonónico, que era su naturalismo y su irreligiosidad. Un día –bien cercano – derivaría, como predice aquí Donoso, hacia el totalitarismo despótico bajo la forma del comunismo.
(2) He aquí la base y el punto de partida de todo el pensamiento político de la época de madurez de Donoso: el valor de la sociedad civil como absoluto.
(3) Es, pues, el valor absoluto de la sociedad lo que en casos necesarios legitima la dictadura. El desicionismo de Donoso es, por tanto, legítimo.
(4) El método de analogía entre los fenómenos religiosos y los fenómenos jurídicos es también de los tradicionalistas franceses, DE BONALD, DE MESTRE, Considégarion sur la France. Pero la comparación entre el milagro como fenómeno excepcional de la naturaleza y la dictadura como situación excepcional en el Estado es para Donoso más que una simple comparación; es una verdadera demostración de que puede haber decisiones excepcionales que se justifican por la necesidad misma de las circunstancias.
(5) Donoso acertó en su previsión, porque, elegido presidente de la República, el 10 de diciembre de 1.848, Luis Napoleón Bonaparte, tres años más tarde, proclamaba el Imperio. La segunda República, seguiría, pues, los mismos pasos que la primera.
(6) La crítica del liberalismo democrático es aquí muy certera y muy profunda, como lo es a continuación la crítica de los movimientos revolucionarios, aunque su afán de la paradoja le lleva demasiado lejos.
(7)
  La revolución de febrero de 1.848 de Francia repercutió también 
  en España. En Madrid, Barcelona, Sevilla y Valencia hubo motines y revueltas, 
  que el Gobierno Narváez dominó con energía. Donoso no tenía 
  simpatía por Narváez, pero veía en él un baluarte 
  contra la revolución. Así le veían también las potencias 
  que hasta ahora no habían querido reconocer a Isabel II, y por ello la 
  reconocieron.
(8) El embajador de Inglaterra, Bulwer, había sido convicto de tomar parte activa en provocar las revueltas y motines de marzo y mayo de 1.848 en España. Narváez pidió el Gobierno inglés que le sustituyera. El primer ministro, Iord Palmerston, se niega a ello. Narváez entrega el pasaporte a Bulwer y le devuelve a Inglaterra. El Gobierno inglés expulsa entonces al emabador español, Istúriz, y comienza a alentar el carlismo y la causa de Montemolín. Las relaciones, pues, con Inglaterra eran muy tensas en el momento de discurso de Donoso.
(9) Las páginas siguientes son de las que más celebridad han dado a Donoso. En ellas aborda con seguridad y profundidad asmirables las relaciones básicas entre religión y política. Las presenta bajo el aspecto de represión religosa o política; pero en realidad lo que está descubriendo es la necesidad absoluta de que el hombre sea religioso, si la sociedad civil ha de cumplir con su finalidad humana. De otra manera caerá en la alineación de la tiranía política o en la del materialismo, que es otra manera de perder la libertad.
(10) La misma profundidad de su pensamiento y el radicalismo con que le lleva le impiden otras salida posibles al mundo técnico que comenzaba a construirse. Sin embargo, ha captado perfectamente el valor de la civilización de los nuevos descubrimientos.
(11) La cuestión del dominio temporal del Papa se veía en aquella época, y aún mucho después, como una condición necesaria para la autonomía e independencia del poder espiritual. Hasta que Pío IX y Mussolini encontraron en 1929 la solución actual del diminuto Estado vaticano, no se mitigó la tirantez entre el mundo católico y la terza Roma.