Señora:
  Honrado con la augusta confianza de Vuestra Majestad para dar dichoso remate 
  a la esmerada instrucción que Vuestra Majestad ha recibido, me parece 
  no sólo conveniente, sino también necesario, someter a la aprobación 
  y a la sabiduría de Vuestra Majestad lo que entiendo sobre tan ardua 
  materia.
  Hay una ciencia excelente sobre todas, y en la cual se aventajaron siempre los 
  príncipes que alcanzaron más alta fama y más glorioso renombre 
  en la gobernación de los pueblos. Esa ciencia es la Historia, de donde 
  se saca a un tiempo mismo un profundo conocimiento de lo pasado , una grande 
  enseñanza para el presente y profundísima advertencia para el 
  futuro.
  Su estudio, en todos tiempos conveniente, es, en los turbados que ahora corren, 
  de todo punto indispensable para los que, habiendo recibido de Dios el encargo 
  de dirigir las naciones, no quieran meter la nave que gobiernan por ásperos 
  bajíos. En ellos van encallando estrepitosa y lamentablemente, unas en 
  pos de otras, cuasi todas las Monarquías europeas. Jamás ha ofrecido 
  Dios, ni a los pueblos ni a los reyes un espectáculo más pavoroso 
  y tremendo. Apenas en este naufragio universal se divisa alguna que otra Monarquía 
  que sea fuerte contra los impetuosos torbellinos que a su vez, y como si obedecieran 
  a un misterioso mandato, se han levantado en el mundo. Hacinadas yacen en el 
  suelo las que tenían sus fundamentos en la legitimidad; hechas están 
  pedazos las que había levantado la prudencia y derribadas por tierra 
  las que se fundan en la gloria. Yerran grandemente los que creen que estos sucesos 
  portentosos son debidos al acaso o a la acción perturbadora de oscuros 
  conspiradores. El acaso, Señora, no existe, ni oscuros conspiradores 
  es dado cambiar el semblante del mundo y transformar en un día las sociedades 
  humanas. Cuando las transformaciones que padecen los pueblos son hondas, radicales, 
  universales, simultáneas, su similitud, su universalidad y su grandeza 
  atestiguan que traen su origen de más lejos y de más alto; que 
  tienen su origen en Dios y su preparación en la Historia, como quiera 
  que ésos son cabalmente los caracteres que sirven para distinguir las 
  obras de Dios de las obras de los hombres. 
  Grandes han debido de ser , y grandes han sido, sin ningún género 
  de duda, los extravíos de lso príncipes y los extravíos 
  de los pueblos cuando sobre los unos y sobre los otros han venido a la vez tan 
  recias tribulaciones. Sólo el quebrantamiento de aquellas leyes eternas 
  por las que se gobierna y se dirige el mundo moral puede explicar los ásperos 
  trastornos que hoy padecen las sociedades y el gran cataclismo que ha venido 
  sobre las gentes.
  Las Historia, considerada bajo cierto aspecto, no es otra cosa, si bien se mira, 
  que la revelación de esas leyes inmutables e inflexibles con que Dios 
  gobierna el mundo moral después de haberlo creado; por esta razón 
  el estudio constante de la Historia es el único digno de la grave majestad 
  de los reyes. Seguir con la vista, como si estuvieran presentes, el desfile 
  solemne, mudo y grandioso de todas la Repúblicas, de todas las aristocracias, 
  de todas las Monarquías y de todos los Imperios que dejaron en pos de 
  sí una espléndida huella para perpetua admiración y para 
  enseñanza perpetua de los hombres; ver puestas delante de los ojos, y 
  escritas por la mano misma de dios, las leyes que arreglan sus movimientos concertados 
  y que presiden a sus crecimientos y a su declinación, a su estrepitosa 
  caída y a su pacífica grandeza; conquistar en un solo día, 
  merced al maravilloso artificio y al gigantesco esfuerzo de la inteligencia 
  del hombre, la experiencia que atesoran los sepulcros de las generaciones pasadas; 
  juntar en uno la sabiduría, y de aquella experiencia, y de aquellos solemnes 
  espectáculos, y de aquellas magníficas visiones para ponerlo todo 
  y para ponerse al servicio de los hombres que Dios ha confiado a su dirección 
  y a su guarda, es, Señora, una empresa augusta, un propósito santo, 
  un designio sublime digno de Vuestra Majestad, y que atraerá sobre su 
  dichoso reinado las bendiciones de Dios y las aclamaciones de los pueblos.
  Movido por consideraciones de tan grave trascendencia, me atrevo a proponer 
  a Vuestra Majestad que, si lo tiene a bien, se sirva de dar la preferencia sobre 
  los demás al estudio de la Historia. Si Vuestra Majestad, conformándose 
  con este parecer, por estimar dignas de atención las consideraciones 
  en que le funde, tuviese a bien autorizarme a seguirle, me atrevería 
  a someter al alto juicio de Vuestra Majestad el método siguiente, por 
  parecerme el más sencillo y el más acertado.
  La enseñanza, para que sea completa, debe ser a un mismo tiempo hablada 
  y escrita; el oficio de la palabra es desenvolver y fecundar el testo; el oficio 
  del texto es fijar por medio de la escritura los principios fundamentales de 
  la ciencia y mantener vivo, por medio de la asociación y del encadenamiento 
  de las ideas, el recuerdo de la palabra.
  Por esa razón, si Vuestra Majestad se digna d permitirlo, tendrá 
  la honra de escribir para Vuestra Majestad una obra elemental y la desenvolver 
  su doctrina por medio de explicaciones verbales.
  La Historia abarca a la humanidad como el océano a la tierra; las enseñanzas 
  de la Historia, como las aguas del océano, son inmensas, inagotables 
  e inextinguibles. Entre su graves enseñanzas llamaré principalmente 
  la atención de Vuestra Majestad hacia aquellas que, son más provechosas, 
  así a los hombres en general como en particular a los reyes. Y como quiera 
  que lo que más importa a los príncipes y a los hombres es conocer, 
  hasta donde sea posible, los altos designios de Dios en el gobierno del mundo 
  y los principios constitutivos de la potestad temporal y de su suprema magistratura, 
  procuraré que Vuestra Majestad, al poner los ojos en el género 
  humano que camina ya lenta, ya arrebatadamente, pero sin hacer nunca una estación 
  en su portentoso viaje, los fije sobre todo, y con especial solicitud, en sus 
  transformaciones políticas y religiosas. En ellas está escondido 
  el secreto de todas las catástrofes y de todas las revoluciones que desde 
  el principio de los tiempos han venido ya purificando la atmósfera, ya 
  asolando la tierra.
  Penetrando Vuestra Majestad con su sabiduría en estos grandes y solemnes 
  misterios de la Historia y alumbrando su clarísimo entendimiento con 
  la luz de la religión revelada, descubrirá fácilmente la 
  causas recónditas del atraso político y civil de aquellas sociedades 
  que entre las antiguas fueron las más nombradas y famosas por su espléndida 
  cultura; cosa que no parecerá extraña a Vuestra Majestad cuando 
  consideren que estaban sin noticia cierta de Dios y que sin ella no era posible 
  que tuvieran noticia de la naturaleza del hombre ni de la índole de las 
  sociedades humanas. Viniendo después a los tiempos que caen de este lado 
  de la Cruz, asistirá Vuestra Majestad al magnífico espectáculo 
  de la moderna civilización, rica, variada y fecunda, como que ha bajado 
  del cielo y ha sido anunciada a las gentes por el mismo Dios hecho hombre desde 
  el trono sangriento del Calvario. Desde aquel trono descendieron para el consuelo 
  del mundo las nociones del derecho y de la justicia, borradas antes en el entendimiento 
  humano, puesto en adoración ante la fuerza. Entonces aprendieron los 
  pueblos por vez primera que al rendir el homenaje desde su obediencia al supremo 
  magistrado de la sociedad civil no se le rendían porque era fuerte, sino 
  porque, siendo el símbolo del derecho, era una persona augusta. Entonces 
  aprendieron los pueblos por vez primera que al rendir el homenaje de su obediencia 
  al supremo magistrado de la sociedad civil no se le rendían porque era 
  fuerte, sino porque, siendo el símbolo del derecho, era una persona augusta. 
  Entonces aprendieron por primera vez los reyes que era un deber suyo gobernar 
  en justicia a las naciones y que no les era lícito convertir su potestad 
  en tiranía, como quiera que Dios, al formar al hombre con su propia mano, 
  le hizo noble, y le dejó libre, y le llamó señor de la 
  tierra, siendo su libertad a los ojos del Criador tan inviolable como sana. 
  Entonces, por último, fueron condenadas por primera vez, con una misma 
  condenación y con un mismo anatema, las insurrecciones de los pueblos 
  contra la autoridad de los príncipes y las de los príncipes contra 
  la libertad de los hombres, por ser una y otra insurrecciones contra Dios, que 
  ha santificado la autoridad limitada por la justicia, y la libertad hermanada 
  con la obediencia.
  Dieron estos principios frutos de bendición para la Europa, que creció 
  vigorosa y lozana, vencedora a un mismo tiempo de la barbarie agreste de aquellas 
  toscas muchedumbres que se desprendieron del polo y de la degradación 
  enervante del imperio de los Césares. Florecieron en esta parte dichosísima 
  del mundo grandes Imperios, poderosas Monarquías y venturosas Repúblicas, 
  a quienes eran familiares las artes de la paz y de la guerra, y alumbraron sus 
  horizontes con la luz de su clarísimo ingenio varones eminentes en las 
  ciencias humanas y divinas. Siendo el camino de la Cruz, el género humano 
  llegó a sentirse con alas y con bríos para remontarse hasta el 
  cielo. Pero andando el tiempo fueron borrándose, unas después 
  de otra, en entendimiento de los hombres aquellas nociones santas del derecho 
  y de la justicia que Dios había revelado a las gentes. Los príncipes 
  se apartaron de Dios y de los pueblos; los pueblos se apartaron de Dios y de 
  los príncipes, y la Iglesia católica, depositaria de las verdades 
  que habían puesto en olvido las naciones, lloró, como el Salvador 
  del mundo sobre las matronas de Jerusalén, sobre los príncipes 
  y sobre los pueblos. Este es el tiempo de las grandes defecciones y de las públicas 
  apostasías, al cual debía de seguir , como el efecto a la causa, 
  el tiempo de las revoluciones.
  Por donde echará de ver Vuestra Majestad cuanto importa para la seguridad 
  de los príncipes y para la prosperidad y ventura de los Estados poner 
  orden en las cosas de la religión y de la Iglesia y velar con solicitud 
  incansable para que no caigan en olvido aquellos principios religiosos que tienen 
  a raya los vanos antojos de los príncipes y los ímpetus feroces 
  de los pueblos.
  Si después de haber contemplado Vuestra Majestad bajo este aspecto las 
  vicisitudes humanas se digna considerar las grandes mudanzas que han sobrevenido, 
  durante la prolongación de los tiempos, en las formas y manera de gobernarse 
  las naciones, este punto de vista político no derramará menos 
  luz en el entendimiento de Vuestra Majestad para el cabal conocimiento de la 
  Historia ni llevará consigo enseñanzas menos graves que el punto 
  de vista religioso. Vuestra Majestad verá de qué manera la institución 
  monárquica, siendo de suyo la más flexible de todas, es por esa 
  misma razón la más conocida de las gentes y como el gobierno natural 
  del género humano. Vuestra Majestad descubrirá esa institución 
  en el organismo de la familia, en el de la tribu, en el de la sociedad, en el 
  del Estado y hasta en el del universo, que se mueve armónica y concertadamente 
  gobernado por la voluntad divina. Adondequiera que Vuestra Majestad vuelva los 
  ojos, ya al Oriente, ya al Occidente, ya a las partes septentrionales, ya a 
  las meridionales del mundo, allí encontrará Vuestra Majestad la 
  institución monárquica que se adapta a todas las zonas, a todas 
  las edades, a todos los progresos y a todas las latitudes. En el Asia es indolente, 
  despótica y fastuosa, porque son de suyo siervas, fastuosas e indolentes 
  las sociedades asiáticas. En la Europa es belicosa y activa, porque es 
  de suyo activa, belicosa y emprendedora la raza de Jafet, que vino a poblar 
  esta dichosa parte de la tierra, en el Egipto es supersticiosa, pacífica 
  y enervadas, porque enervados, pacíficos y supersticiosos debían 
  de ser y han sido las descendientes de Cam, condenados a miserable servidumbre 
  por un decreto del cielo. La flexibilidad de la Monarquía es tan grande, 
  que se ha hecho sacerdotal allí donde prevalecía el sacerdocio, 
  aristócrata allí donde prevalecía la nobleza, mesocrática 
  allí donde prevalecían las clases acomodadas, democráticas 
  allí donde mandaban las plebes.
  Esto sirve para explicar por qué entre todas las instituciones políticas 
  esta es la única que no desaparece jamás, por ser de suyo incompatible 
  con ciertos progresos sociales, sino en virtud de causas que le son extrañas 
  y de circunstancias efímeras y transitorias. Allí donde una Monarquía 
  sucumbe en su lucha con otra forma de gobierno, puede afirmarse, sin temor de 
  que los hechos vengan a desmentirlo, que no son ni los hombres monárquicos 
  ni los príncipes los que caen porque cayó la Monarquía, 
  sino al revés, que la Monarquía es la que sucumbe porque sucumbieron 
  antes los príncipes o los hombres monárquicos. No hay institución 
  política ninguna que no acabe en manos de una descomposición interna; 
  solo la Monarquía no está sujeta de suyo a la descomposición, 
  y cuando sucumbe podría decirse, si la expresión no fuera demasiado 
  atrevida, que muere a manos de sus matadores más bien que a manos de 
  la muerte.
  Por aquí comprenderá Vuestra Majestad cuán alta, cuán 
  noble, cuán magnífica es la institución que Vuestra Majestad 
  representa en su sagrada y en su inviolable persona, y cuanto conviene, así 
  a Vuestra Majestad como a los pueblos que dichosamente gobierna, que está 
  como circundada de aquel sereno resplandor y de aquella severa dignidad que 
  atrae naturalmente hacia sí el respeto y la veneración de los 
  hombres. No importa menos, y así lo atestigua la Historia, que los príncipes 
  pongan un oído atento a los primeramente sordos, y luego, siendo desatendidos, 
  estrepitosos rumores que se levantan de vez en cuando en las sociedades humanas 
  cuando se hallan acometidas de nuevas y de imperiosas necesidades, que es necesario 
  satisfacer a toda costa si han de conservar las Monarquías aquella dichosa 
  flexibilidad que las hace capaces de atravesar las épocas más 
  dolorosas y más críticas de la Historia, uniéndose fraternalmente 
  a todas las civilizaciones y moviéndose al compás de todos los 
  tiempos. Príncipes ha habido en el mundo que perdieron cetro, corona 
  y vida por confundir los tiempos, ya en las Monarquías feudales, ya en 
  las representativas, con los tiempos de las Monarquías absolutas. Una 
  e inalterable en su esencia, pero flexible y múltiple en sus formas, 
  la Monarquía no puede subsistir en el mundo si no se adapta en tiempo 
  hábil a todas las transformaciones sociales.
  Vuestra Majestad, en su sabiduría, ha comprendido en toda su extensión 
  y en toda su grandeza esta verdad, que es una de las fundamentales de la ciencia 
  del gobierno; Vuestra Majestad se ha apresurado constantemente a satisfacer 
  todas las necesidades legítimas; Vuestra Majestad ha sido y es fiel guardadora 
  de la Constitución y de las leyes y respeta con un respeto religioso 
  los límites que en una Monarquía constitucional ponen pactos, 
  que son sagrados e inviolables, a la autoridad soberana. Vuestra Majestad ha 
  comprendido que así como toda la religión se encierra en el amor 
  de Dios y en el amor a los hombres, toda la ciencia política de los reyes 
  consiste en el amor a Dios y en el amor a los pueblos. Dios y los pueblos, Señora, 
  recompensarán a Vuestra Majestad grandemente, salvando el Trono altísimo 
  en que Vuestra Majestad está sentada de los recios torbellinos que hoy 
  se levantan en el mundo.
  Si Vuestra Majestad se digna aprobar el plan de estudios que acabo de proponer, 
  el método que me ha parecido más acertado y el espíritu 
  monárquico a un tiempo mismo y liberal que en esta exposición 
  se descubre, procederá desde luego a desempeñar el encargo que 
  Vuestra Majestad ha tenido la dignación de confiarme, y que es, Señora, 
  el más glorioso para un hombre de letras y el más honroso para 
  un buen ciudadano. – Señora. – A L. R. P. De Vuestra Majestad. 
  – Su humilde súbdito, JUAN DONOSO CORTÉS.
I. NOCIONES PRELIMINARES 
  PARA SERVIR DE INTRODUCCIÓN A LOS ESTUDIOS SOBRE LA HISTORIA
  
  Todos los acontecimientos tienen su explicación y su origen en la voluntad 
  divina y en la humana; por esta razón el asunto perpetuo de la Historia 
  son Dios y el hombre, considerados como seres activos y libres; su actividad 
  y su libertad, idénticas por su naturaleza, se diferencian entre sí 
  por su extensión: el hombre obra aprisionado en el espacio y en el tiempo, 
  mientras que Dios obra desembarazosamente y sin prisiones. La libertad del hombre 
  encuentra un límite en la voluntad de Dios, mientras que la libertad 
  de Dios sólo le encuentra en sabiduría infinita; por donde se 
  ve que ni Dios puede obrar sin una razón, a los ojos de la Sabiduría 
  suficiente, ni el hombre sin un permiso muy alto. Si nada sucede que Dios no 
  obre o permita y si Dios ni permite obrar ni obra sin una razón suficiente, 
  síguese de aquí que todo lo que sucede viene a realizar alguno 
  de aquellos inescrutables designios que estuvieron siempre presentes en el divino 
  entendimiento y en la razón soberana.
  Dios es el principio, el medio y el fin de la Historia. La creación del 
  hombre fue un milagro de su amor: la conservación del género humano 
  es un milagro de su divina providencia, y en el fin de los tiempos obrará 
  sobre todos los hombres los milagros de su gracia y los de su justicia. El objeto 
  de la Historia es la explicación de esos tres milagros. A la Historia 
  toca averiguar por qué causa y para qué fin crió Dios al 
  hombre: cuáles son las leyes con que mantiene y conserva al humano linaje 
  y en virtud de cuáles estatutos anteriormente promulgados ha de juzgar 
  a las gentes. Y como quiera que todas éstas son cosas al entendimiento 
  humano naturalmente escondidas, la historia universal sería de todo punto 
  imposible si en la densa noche de los tiempos no brillara perpetuamente a los 
  ojos del historiador, a manera de un faro encendido, la luz de la religión 
  revelada. Esto sirve para explicar por qué los historiadores antiguos 
  cuyos ojos estaban cerrados a esa luz, no acertaron a tejer la maravillosa trama 
  de esa historia. Ignorantes de la unidad de Dios y de su poder infinito, de 
  su sabia providencia y de la unidad del género humano, conocieron los 
  sucesos de Grecia, de Roma y de Asia; ignoraron, empero, de todo punto la historia 
  del hombre.
  La primera historia universal de que hay noticia en el mundo es la Ciudad de 
  Dios, de San Agustín, libro prodigioso que viene a ser un comentario 
  sublime de la Biblia, el libro de los prodigios. Andando el tiempo, y en el 
  siglo de oro de la literatura francesa, el gran Bossuet, siguiendo las pisadas 
  del Platón cristiano, trazó con mano firme y con pincel robusto 
  el cuadro de la Humanidad hecha hombre y caminando, ora por las vías 
  del Señor, ora por sendas extraviadas, hacia donde Dios la lleva, ya 
  con el azote de la justicia, ya con el impulso de su misericordia.
  Salieron al encuentro de esos eminentes doctores, para hacerles guerra y contraste, 
  hombres que, poniendo al servicio del error un ingenio clarísimo, fueron 
  poderosos para convertir en fábula la Historia. Ellos sacaron de su propio 
  entendimiento las leyes con que se gobiernan las sociedades, pusieron relaciones 
  arbitrarias entre las cosas, cambiaron a su antojo las que unen con lazada estrecha 
  al Criador con la criatura, queriendo ser a su manera de Dios, que sacó 
  con una sola palabra la luz de las tinieblas y el orden del caos.
  La Historia dejó de ser entonces lo que había sido en manos de 
  los doctores católicos, la narración sencilla y majestuosa de 
  los hechos, y se convirtió en la exposición dogmática de 
  una teoría filosófica o social de suyo intolerable e inflexible. 
  Levantáronse filósofos contra filósofos, teorías 
  contra teorías, sistemas contra sistemas, y de tal suerte se confundieron 
  y mezclaron entre sí en aquella revuelta batalla que los hombres estuvieron 
  a punto de no poder distinguir la verdad del error y de no saber qué 
  pensar acerca de Dios, del hombre y del género humano.
  Según unos, la Humanidad camina en un progreso indefinido y en línea 
  perpetuamente derecha; según otros, está condenada a tejer y destejer 
  la tela de su vida, caminando en líneas perpetuamente circulares. Filósofos 
  hay que no han visto en la Historia sino la lucha de la fatalidad, representada 
  por la Naturaleza, y de la libertad, representada por el hombre. Otros han visto 
  tantos principios dominantes como regiones tiene el mundo: la inmovilidad absoluta 
  tiene su imperio en Asia, la movilidad perpetua tiene su asiento en la Grecia; 
  la inmovilidad y la movilidad combaten en Roma por la dominación, siendo 
  sus adalides, por una parte, el Senado y, por la otra, el pueblo; por una parte, 
  la nobleza, y por otra la plebe. Esos principios que combaten en Roma se traban 
  y se limitan y hacen paces entre sí en las regiones germánicas. 
  De esta manera, el Asia es el símbolo del despotismo, la Grecia de la 
  libertad; Roma el del combate, la Alemania el de la armonía. Quien considera 
  a la Humanidad dotada de un movimiento espontáneo, y quien la considera 
  movida por un Dios ciego, sordo e implacable, como el destino de las sociedades 
  paganas. 
  Dejando a un lado estas vanas especulaciones y estas estériles controversias, 
  expondremos aquí breve y sumariamente el punto de vista católico 
  de la Historia con la ayuda de claras y sencillas definiciones.
  La Historia, considerada en general, es la biografía del género 
  humano. Esta biografía comprende la relación de todos los sucesos 
  que interesan a la Humanidad y la exposición de sus causas.
  Las causas de los sucesos son generales o particulares.
  Desde el punto de vista católico no hay más que una causa general 
  de todos los sucesos humanos, y ésta es la Providencia divina. La Providencia 
  divina, considerada como causas general de todo lo que sucede, obra de una manera 
  natural o sobrenatural. Obra de una manera natural, cuando deja desembarazada 
  la acción de las causas segundas. Obra de manera sobrenatural cuando 
  provoca los acontecimientos directa, inmediata y milagrosamente.
  La Providencia no es otra cosa que aquella alta sabiduría con que Dios 
  señaló a cada cosa un fin, y lleva a su fin a cada cosa unas veces 
  por medio de la acción de las causas segundas y otras por medio de la 
  intervención directa y soberana.
  Las causas particulares o segundas de los sucesos, así en el orden físico 
  como en el moral, no están sujetas a peso, cálculo ni medida. 
  En el orden moral, sin embargo, es la primera, por su importancia, la libertad 
  del hombre.
  La libertad del hombre no consiste en la facultad soberana de elegir el fin, 
  sino en la omnímoda de escoger uno de los caminos que más o menos 
  derechamente van a parar a ese fin necesario.
  La libertad y la sabiduría de Dios resplandecen en el señalamiento 
  del término. La libertad del hombre se pone de manifiesto en la elección 
  de la senda. De esta manera, el hombre obra de consuno con Dios en la creación 
  de las maravillas de la Historia.
  Si después de todo lo expuesto se nos exigiera una definición 
  de la Historia que comprendiese los varios elementos de nuestra doctrina, la 
  definiríamos de la manera siguiente: la Historia considerada en general, 
  es la narración de los acontecimientos que manifiestan los designios 
  de Dios sobre la Humanidad y su realización en el tiempo, ya por medio 
  de su intervención directa y milagrosa, ya por medio de la libertad del 
  hombre.
  La Historia se divide en Historia antigua, la cual comprende el conjunto de 
  los sucesos que manifiestan los designios de Dios sobre el pueblo hebreo y sobre 
  los pueblos idólatras, desde la creación hasta la venida de Nuestro 
  Señor Jesucristo; y en Historia moderna, la cual comprende el conjunto 
  de los sucesos que manifiestan los designios de Dios sobre el pueblo judío, 
  sobre el cristiano y sobre los otros pueblos de la tierra, desde el nacimiento 
  del Salvador hasta nuestros días.
  (....)
VIII. ERROR FUNDAMENTAL 
  DE LA TEORÍA DE LA PERFECTIBILIDAD Y DEL PROGRESO
  Me propongo demostrar que la sociedad y el hombre son inseparables y que obedecen 
  a ciertas leyes generales reveladas por Dios desde el principio de los tiempos.
  Si la creación del mundo es un acto único y simplísimo, 
  considerado en Dios, y una obra completa y perfectísima, considerada 
  en el hombre, se sigue de aquí necesariamente que el hombre, desde el 
  punto en que fue, tuvo noticia cierta del fin para que había sido criado, 
  del camino por donde había de alcanzar aquel fin y de las leyes inmutables 
  a que había de vivir sujeto durante su breve peregrinación y su 
  escabroso camino. Y porque el hombre fue estas dos cosas a la vez, individuo 
  y sociedad, por eso tuvo noticia a un mismo tiempo de las leyes por las que 
  habían de gobernarse los individuos y de aquellas a que debían 
  vivir sujetas en sus varias evoluciones las sociedades humanas. La noticia que 
  se le dio de esas leyes es lo que se llama revelación, y la revelación 
  de todas esas cosas constituye al hombre de un golpe en un estado de civilización 
  perfectísimo e incomparable.
  De todos los medios propuestos para desatar los nudos de esa gravísima 
  cuestión y para disipar las sombras del gran misterio de nuestra naturaleza 
  y de nuestro origen, este que el catolicismo propone dogmáticamente es 
  no sólo el único verdadero, sino también el único 
  puesto en razón y el único espléndidamente luminoso. La 
  naturaleza divina, o ha de ser negada de todo punto, o concedida en calidad 
  de armónica o sintética; siendo sintética y armónica, 
  la obra que salga de sus manos ha de ser forzosamente una síntesis, y 
  siéndolo, ha de ser una armonía; y como lo uno y lo otro excluyen 
  lo particular, y lo rudimentario, y lo imperfecto, se sigue de aquí que 
  Dios, al crear todas las cosas, las creó por grupos inmensos y grandiosos, 
  juntando en uno todas las cosa afines y dominándolo todo con una síntesis 
  suprema. Suponer que Dios hizo las cosas y que las dejó sin leyes, o 
  que estableció sus leyes por separado, para que las cosas anduvieran 
  sin ley ni regla ninguna en pos de sus leyes y las leyes en pos de las cosas, 
  es una extravagancia sobre toda extravagancia, a la cual ni los racionalistas, 
  con toda sus ciencia, pueden poner un nombre. Suponer al hombre ocupado en inventar 
  la ley de sus acciones y las leyes de las asociaciones humanas y en escribir 
  el código de sus deberes sociales, viene a ser lo mismo que suponer a 
  las cosas temporales buscando los tiempos y a las corporales buscando sus espacios; 
  o al revés, o a los espacios buscando las cosas corpóreas y a 
  los tiempos buscando a las temporales. 
  Y no se diga que no procede la comparación entre esas cosas y el hombre, 
  porque a esto responderé que de tal manera procede que, desde nuestro 
  punto de vista, entre los objetos de la comparación, la semejanza llega 
  a confundirse con la identidad por lo perfecta. El hombre, considerado como 
  un ser inteligente y libre, se diferencia de los que no lo son en lo que él 
  tiene y ellos les falta; se asemeja, empero, en que ni hay en ellos ni hay en 
  él nada que no se sujete a una ley de suyo fija e invariable. Como ser 
  libre, está sujeto a las leyes del mundo moral, y a las de la inteligencia 
  como ser inteligente; y así como se viene a caer en el absurdo suponiendo 
  a los cuerpos buscando los espacios y a las cosas temporales buscando los tiempos, 
  del mismo modo y por la misma razón se va a dar en un círculo 
  vicioso cuando se supone a un ser libre buscando las leyes del mundo moral y 
  a un ser inteligente buscando las leyes de la inteligencia.
  Con este sistema vienen al suelo todas esas teorías frívolas y 
  vanas de los modernos racionalistas, según las cuales la sociedad y el 
  hombre van pasando juntamente de una perfección a otra perfección 
  y de un progreso a otro progreso, siendo la Humanidad la que obra exclusivamente 
  su propia transformación por medio de todos esos progresos y de todas 
  esas perfecciones.
  Las leyes generales del mundo moral, a que el hombre vive sujeto en calidad 
  de inteligente y libre, ahora se le considere como individuo, ahora como sociedad, 
  existen con una inteligencia independiente de la voluntad humana; puestas fuera 
  de la jurisdicción de los vanos antojos de los hombres, están 
  exentas también de las injurias de los tiempos, siendo como son divinas, 
  eternas e inmutables. Esas leyes han sido objeto de revelaciones sucesivas, 
  que todas juntas forman la revelación católica. Es el catolicismo 
  depósito de toda la verdad, luz de todos los misterios, archivo de todos 
  los arcanos; para el que le ignora, todo es ignorancia, y para el que le sabe 
  todo es sabiduría. El catolicismo tiene palabras de vida para todos; 
  él es salud para los dolientes, refugio para los fatigados, manantial 
  perenne de aguas claras para los que tienen sed, hartura para los que padecen 
  hambre, ciencia para los que ignoran, luz para los ciegos, puerto para los que 
  navegan, esfuerzo para los que combaten, corona de los que triunfan. Y afirmar 
  de él que es todas esas cosas para el hombre es afirmar de él 
  que es todas esas cosas para la sociedad igualmente, porque la sociedad es el 
  hombre, y nada más que el hombre, considerado desde cierto punto de vista 
  especial y de cierta manera.
  Cuando Nuestro Señor Jesucristo dijo de su reino que no era de este mundo, 
  quiso significar con estas palabras cabalmente lo contrario de lo que parece 
  a primera vista; porque quiso significar que su reino, continente universal, 
  no podía ser contenido por el mundo, parte inferior de su reino. Esto 
  no quiere decir que no haya sido otorgada a la sociedad la facultad tremenda 
  de apartarse de Dios, que desde el principio fue otorgada a los hombres; quiere 
  decir sólo que, en la sociedad como en el individuo, la facultad de apartarse 
  de Dios se resuelve, todo bien mirado, en la facultad de perderse.
  Este supuesto, me creo autorizado para afirmar que el problema que consiste 
  en resolver cuáles son los aledaños que separan entre sí 
  los vastos dominios de la potestad espiritual y de la temporal, del reino de 
  Dios y del reino del mundo, de la Iglesia y del Imperio, ha sido mal planteado 
  hasta ahora. Cuando la sociedad civil afirma que en ella radica la facultad 
  de secularizarlo todo y de secularizarse a sí propia, si, por otro lado, 
  no está ligada civil y exteriormente con la Iglesia, afirma de sí 
  una facultad que es inadmisible y, por lo mismo, indisputable; la facultad es 
  idéntica a la que tiene el hombre de desobedecer a Dios, de negar a Dios, 
  y de caminar por el mundo sin Dios y sin ley. La cuestión , empero, que 
  aquí hay que resolver no consiste en averiguar eso, que está averiguado, 
  sino en averiguar otra cosa, conviene a saber: si esa facultad, en la sociedad 
  como en el hombre, no viene a reducirse otra que también es indisputable 
  e inadmisible: la facultad de perderse.
  Reducida la cuestión a sus verdaderos términos, se resuelve por 
  sí misma. Lo que el hombre es a Dios, eso mismo es el Imperio a la Iglesia. 
  El uno y el otro tienen la facultad de perderse y la facultad de ganarse. Lo 
  que Dios no ha puesto bajo la jurisdicción de la sociedad ni del hombre 
  es la distinción suprema del bien y del mal, que existe de por sí 
  como una existencia necesaria. La sociedad y el hombre pueden escoger el uno 
  y dejar el otro; pero no pueden convertir el que dejan en el que toman ni el 
  que toman en el que dejan. Fuera de la sumisión de la Iglesia no hay 
  salvación para las sociedades humanas, de la misma manera que fuera de 
  la sumisión de Dios no hay salvación para el hombre. Y así 
  como Dios y la Iglesia son una misma cosa, la sociedad y el hombre son una misma 
  cosa.
  Conviene advertir aquí, sin embargo, que, cuando afirmamos de la sociedad 
  y del hombre que son una misma cosa, lo que queremos significar con estas palabras 
  es que son cosas indisolublemente juntas en uno, como están juntas en 
  uno las formas y las sustancias. La sociedad es la forma del hombre en el tiempo, 
  y el hombre es la sustancia que sostiene en el mismo tiempo esa forma. Las diferencias 
  que hay entre la una y la otra de tal manera son diferentes que no excluyen 
  la unidad, y su unidad de tal manera lo es que no excluye sus diferencias. El 
  hombre, considerado como individuo, es decir, en su sustancia, tiene un fin 
  natural y otro sobrenatural: un fin temporal y otro ultramundano y eterno; considerado 
  como sociedad, es decir, en su forma, tiene un solo fin, y ése natural 
  y temporal, de tal manera con los tiempos tienen fin juntamente las sociedades 
  humanas, la sustancia entonces se desnudad de la forman que tuvo y busca en 
  la eternidad otra forma. De aquí procede una diferencia notabilísima 
  entre la sociedad y el hombre aun considerados en su unidad, es decir, durante 
  la prolongación de los tiempos; el individuo, hecho para la eternidad, 
  suele no recibir aquí abajo ni el castigo ni el galardón que merecieron 
  sus acciones; la sociedad, empero, hecha para el tiempo, recibe en él 
  infaliblemente el galardón que mereció siendo santa o la pena 
  que llamó sobre sí por haber sido pecadora. De esta manera, por 
  lo que en el tiempo pasa rastreamos de lo que ha de suceder en la eternidad, 
  y por lo que tenemos por fe que en la eternidad ha de realizarse alcanzamos 
  a explicar satisfactoriamente lo que se realza en el tiempo.
  De muchos hombres sabemos que, siendo grandes pecadores, no parece que alcanzaron 
  a parar la rueda instable de la fortuna; por ello se llaman a sí mismos, 
  y los llama el mundo, dichosos; las prosperidades le salen al encuentro y son 
  inaccesibles a las tribulaciones, las dignidades y las honras siguen todos sus 
  pasos, los placeres se sientan con ellos a su mesa, no parece sino que espíritus 
  celestiales, dejadas sus mansiones, forman coro a su alrededor, sin abandonarlos 
  nunca, ahora velen, ahora duerman; sus ensueños son sabrosos como la 
  vida, y en l dulce y en lo suave, su vida parece un sueño; una mano invisible 
  y misteriosa aparta de su corazón los negros cuidados, y de su frente 
  los pensamientos tristes y enojosos. Ni es cosa extraordinaria ver al varón 
  justo hecho ludibrio de las gentes y escarnio de la fortuna; cuantos son sus 
  días, tantas son sus tribulaciones; sus ojos son fuentes de lágrimas, 
  y que nunca se secan; todos se apartan de él como contagio de la peste; 
  si busca la dicha, le ataja el paso el infortunio; hace bien, y recibe mal; 
  sus beneficios tienen la potestad de hacer ingratos; no hay injuria que no le 
  alcance, ni pesadumbre que no le toque, ni celada en que no caiga, ni trabajo 
  en que no se ponga, ni calumnia que no ennegrezca su rostro; los suyos le dejan, 
  los extraños le ultrajan; los amigos le venden y los enemigos le persiguen; 
  llama a Dios en su ayuda, y Dios no le responde; levanta los ojos turbados, 
  y ve los cielos, que, sin cuidarse de su turbación, están indiferentemente 
  serenos y permanentemente tranquilos; el único amigo que tiene es el 
  sepulcro, porque él solo le convida con quieta paz y con venturosos descanso.
  Esta es la gran piedra de escándalo de los débiles, la tentación 
  perpetua de los pecadores y al mismo tiempo el fundamento indestructible de 
  la esperanza que habita en el corazón de los justos. Ninguno que esté 
  ignorante del misterio de la Cruz puede comprender el arcano de la tribulación; 
  ninguno puede dejar de escandalizarse ni sostenerse sin caer a la vista de aquel 
  tremendo espectáculo, si no cree firmísimamente en la eternidad 
  de las penas y en la eternidad de los galardones. Aquellos ejemplos tienen la 
  virtud de hacer que se desvanezcan todas las medias tintas religiosas por los 
  ambientes y los aires. A la vista de las fabulosas prosperidades del hombre 
  inicuo y de las inenarrables tribulaciones del varón justo, el que pone 
  los ojos en su conciencia advierte que ha elegido ya con una suprema elección 
  y que es ateo y cristiano.
  La sociedad nos presenta un espectáculo de todo punto diferente en sus 
  continuas mudanzas, en sus concertados movimientos y en sus magníficas 
  evoluciones: en ella todo nos habla de Dios y ella misma nos anuncia su presencia. 
  Abrid las puertas de la Historia; pasad revista, unos después de otros, 
  a todos los pueblos del mundo; pasad de una región a otra región, 
  de una edad a otra edad, de una zona a otra zona; formad un interrogatorio a 
  que vayan respondiendo sucesivamente todos los Gobiernos de la infinita variedad 
  de sus formas, todos los pueblos en la variedad infinita de sus civilizaciones, 
  todas las razas de las gentes , así cuando están postradas y caídas 
  como cuando resplandecen en las cumbres de su grandeza, y el mundo todo dará 
  una sola respuesta a todas vuestras preguntas, y esa respuesta sonará 
  a la vez en todas partes, en el Oriente y en el Occidente, en el Septentrión 
  y en el Mediodía.
  En efecto: la Historia no haced mención de ninguna sociedad que no hay 
  sido penada siendo culpable y en la que la pena no se proporcione convenientemente 
  a la culpa, así como no hace mención de ninguna en quien la virtud 
  no haya sido la medida de la grandeza. En el anchísimo campo de la Historia 
  no hay ninguna semilla que no fructifique; todas están al abrigo de los 
  vientos de los huracanes; en este campo fertilísimo nadie recoge sino 
  lo que siembra, pero todo lo que se siembra se recoge. Todos los pueblos de 
  la Tierra han sembrado el error, y por eso han recogido todos la muerte. Sólo 
  el pueblo judío y el pueblo cristiano han sembrado la verdad, y por eso 
  son inmortales; sólo estos dos pueblos, depositarios de las divinas revelaciones, 
  describen una línea espléndida y un surco luminoso, en cuya continuidad 
  no hay solución: salidos de Dios, vuelven a Dios; salidos de la eternidad 
  vuelven a la eternidad; y en su vuelta presurosa y en su carrera invencible, 
  van iluminando los espacios y echando atrás majestuosamente las olas 
  de los tiempos.
  La dificultad que resulta de estos hechos coexistentes y contradictorios no 
  se salva sino por una de estas soluciones: por la maniquea o por la católica. 
  Por la maniquea, la contradicción quedaría suficientemente explicada, 
  pues para explicarla suficientemente no era menester más sino acudir 
  al dualismo maniqueo, que, poniendo la contradicción en Dios explica 
  por la contradicción divina todas las contradicciones humanas. Siendo, 
  empero, e insostenible y absurdo este sistema considerado en sí mismo, 
  es de todo punto necesario aceptar la solución católica o dejar 
  la dificultad sin solución ninguna; y como lo último es absurdo, 
  lo primero es inevitable.
  El catolicismo no explica la contradicción; hace mucho más, porque 
  la niega; y aun mucho más todavía, porque demuestra la identidad 
  real del fenómeno individual y social, que a primera vista parecen contradictorios. 
  Si Dios premia y castiga a la sociedad infaliblemente, al mismo tiempo que permite 
  alguna vez la prosperidad del pecador y la tribulación del justo, consiste 
  esto en que Dios visita con su justicia a cada cual en su morada, siendo la 
  morada del hombre la eternidad, y la de la sociedad, el tiempo. 
  Esta solución es a un mismo tiempo bella y razonable, clara y profunda, 
  universal y particular, sencilla y sublime; tal es la naturaleza que, siendo 
  superior a toda invención humana, se proporciona a todo entendimiento. 
  ¿Quién 
  no ve aquí con vista de ojos el carácter grandioso y augusto de 
  todas las soluciones divinas?